AGOTES: UNA SEGREGACIÓN DEL PASADO

    Son conocidos como agotes, pero se ignora porqué se les llama así. También se desconoce su procedencia, aunque existen varias hipótesis sobre su origen: descendientes de fugitivos leprosos, grupos godos aislados en las montañas o antiguos seguidores de la herejía albigense huidos de Occitania. Algunos de los estudiosos del asunto apuestan por esta última como la más probable. Dicen que, convertidos al catolicismo, fueron acogidos por la Iglesia, pero despreciados por la sociedad.

    Sea cual fuere su origen, lo que sí conocemos es la ignominia a la que fueron sometidos. Habitaban en varios valles pirenaicos, pero donde se establecieron las mayores colonias fue en el valle del Baztán.

    Las primeras noticias que conocemos sobre su existencia proceden de los lejanos tiempos del siglo XIII, y desde que conocemos algo de ellos, sabemos que fueron discriminados, apartados de la sociedad. Su aislamiento propició una endogamia que, con el paso de las generaciones, dio lugar a taras. Enfermedades como el bocio y el cretinismo contribuían a incrementar el rechazo que pesaba sobre ellos. No se les permitía cazar en los bosques, pescar en los ríos, beber en las fuentes. Eran cristianos y la Iglesia los aceptó, pero no les dio un buen trato. En muchas iglesias tenían una puerta lateral, exclusiva para ellos. Dentro, también disponían de unos bancos especiales, y en algunos lugares al comulgar se les tendían las sagradas formas sujetas a un palo para no tener que acercarse a ellos. Los niños hijos de agotes eran bautizados en pilas distintas a las que usaban los niños que no lo eran. Vivían marginados, obligándoles a llevar una marca, y al morir también eran enterrados aparte.

    En el siglo XIV, en Arizcun, se construyó un barrio con el impulso de los Ursúa, una de las familias nobles del Valle del Baztán. Se le llamó Bozate. Desde entonces sería su hogar. Allí vivirían y morirían, marginados, despreciados; aunque no parece que sea cierta la especie de que los Ursúa o los Goyeneche, distinguidas familias de Arizcun los tuvieran sometidos a algún tipo de dominio personal.

    Unos cuatro siglos después, en los primeros años del siglo XVIII, don Juan de Goyeneche y Gastón, natural de Arizcun, pero asentado en Madrid, hombre emprendedor, promueve la fundación de un nuevo lugar. Le pondrá por nombre Nuevo Baztán, y estará llamado a ser un foco industrial, y su morada. Encargó a José Benito de Churriguera la construcción de la que, separada de Olmeda, sería villa y dispuso la llegada de agotes que, con fama de buenos constructores y carpinteros, contribuyeron a la construcción del palacio y de las industrias que durante casi un siglo, hasta su declinar económico, darían vida al sueño de Goyeneche, que al morir quiso ser enterrado en la iglesia de San Francisco Javier.

Panteón de hombres ilustres. Madrid.

    En 1817 el conde de Ezpeleta, virrey de Navarra, promulgaba el decreto de igualdad de los agotes. Parecían terminar setecientos años de oprobio; pero no sería así. La ignorancia o el temor de las gentes no se borraban con un decreto.

    Así, la situación de marginalidad perduró, con toda su crudeza, durante el siglo XIX, y aún en el XX habría episodios de intolerancia, parece que ya superados.

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LAS COSAS DEL QUERER

    La bautizaron con el nombre de Juana, y aunque nació princesa, acabó siendo reina. Bien jovencita, como era costumbre en la época, sus católicos padres concertaron su matrimonio con el archiduque Felipe de Austria. Era un matrimonio interesado, que respondía a los intereses de la corona, pero Felipe era apuesto, y la princesa española quedó prendada de inmediato. Como se suele decir, se mataron dos pájaros de un tiro.

    La boda se celebró en Lille. Pronto Juana descubre la inclinación de su esposo al galanteo. Enamorada y celosa, Juana vigila a Felipe como buenamente puede. Por fin vuelven a España. Van a ser jurados príncipes de Asturias y Gerona; pero Felipe no estará mucho tiempo. Él regresa a Flandes, y deja en España a Juana, que no soporta la soledad tras la marcha de su esposo. Felipe es atractivo, le llaman el Hermoso, gusta de las mujeres a las que él también agrada. Juana lo sabe y ahora no puede vigilarlo. Al fin deja España, pese a la oposición de sus padres, y parte en pos de su esposo. La vida del matrimonio es una sucesión de reuniones, siempre fogosas, y ausencias, en las que Juana, dominada por los celos, parece enloquecer (1).

    Pero si en vida Juana da muestras de excentricidad, fue la muerte del amado la que trastornó definitivamente a la reina.

   Quizás el repentino e inesperado fallecimiento de Felipe(2) agravase considerablemente la locura de la reina; el caso es que a partir de ese momento se sucedieron en cadena una serie de actos, a cual más patético.

    Juana ordena que se traslade el cuerpo de Felipe a la cartuja de Miraflores. Si en vida cuidó celosa que ninguna otra mujer se lo arrebatara, muerto Felipe, la cosa sigue igual. La reina está abatida, no hay consuelo para ella. Juana guarda la llave del féretro. Nadie salvo ella puede ver a Felipe. Varios días después, el cadáver de Felipe desprende un olor nauseabundo. Juana no parece sentirlo. Desconsolada abre la caja y se abraza al cuerpo en descomposición.

Cartuja de Miraflores (Burgos)

    En noviembre de 1506, casi dos meses después de la muerte de Felipe, Juana, ante la insistencia de sus próximos, decide el traslado del cadáver a Granada. Sus irracionales celos le llevan a participar en el viaje. En una de las etapas el cortejo se detiene en un convento. Juana ordena proseguir la marcha. El convento es de monjas. Ninguna mujer debe acercarse a Felipe.

    Durante el viaje se declara la peste. El viaje se interrumpe. El cortejo se desvía a Tordesillas. Allí, Juana ya desequilibrada por completo, es confinada por orden de Fernando, el rey Católico, y padre suyo.

    Aislada, prisionera y loca, quién sabe cuanto, Juana ocupa unos aposentos con vista al templo y directamente al ataúd de Felipe, que por orden suya es ubicado allí hasta que los restos del príncipe son trasladados a la capilla Real de la catedral de Granada, terminada de construir por orden de Carlos, rey de España y emperador de Alemania, que ya acoge los restos de Isabel y Fernando, los padres de una reina que no reinó, pero que nadie dejó de considerarla como tal. En 1555 fallece Juana reuniéndose definitivamente con su amado en Granada.

    Si la obsesión de Juana de Castilla por mantener próximo a ella los restos de su esposo fue grande, no lo fue menos la de otra mujer, culta y sensible, que mantuvo a su lado la momia de su marido hasta que la muerte de ella los separó, o unió, quién sabe, definitivamente.

    Carolina Coronado nace en Almendralejo. No ha cumplido aún los treinta años cuando contrae matrimonio con un diplomático norteamericano, Horacio Perry. El matrimonio vive en Madrid, donde Carolina se codea con políticos y literatos de la época. Es culta, educada y hermosa. Espronceda escribe unos versos dedicados a su belleza y Madrazo la retrata para la posteridad; pero la desgracia se cierne sobre ella. En Lisboa fallece Horacio. La demencia hace mella en Carolina. Enamorada del esposo, manda embalsamarlo. Ya no se separará nunca de él. En su residencia de Sintra la momia de Horacio la acompañará hasta el fin. Poetisa romántica y tocada de amor escribirá:

                           ¿Cómo te llamaré para que entiendas
                           que me dirijo a tí, ¡dulce amor mío!,
                           cuando lleguen al mundo las ofrendas
                           que desde oculta soledad te envío?

    Y supo cómo llamarlo. Durante los siguientes veinte años llamó e hizo llamar al esposo, en cuerpo presente, momia acartonada, “el silencioso”, del que no se separó hasta su muerte. En 1911, Carolina Coronado fallece en Sintra. Horacio y Carolina una vez más siguen juntos. Sus restos son trasladados a Badajoz, donde aún reposan.


(1) Valga como ejemplo de su demencia el episodio sucedido en el castillo de la Mota en el que decidió instalarse en una garita, más próxima del camino a Flandes, donde se encontraba su querido, que en sus confortables aposentos.

(2) Parece que Felipe había realizado un gran ejercicio físico en el juego de la pelota. Al terminar la partida, sudoroso, pidió agua para refrescarse. Al día siguiente estaba indispuesto, con fiebre alta. Pocos días después, en Burgos, en el palacio del Cordón, Felipe el Hermoso dejaba este mundo.
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ALGO DE POLÍTICA

    Miramos hacia el pasado, hasta el año 1837. Se ha promulgado una Constitución que termina con el viejo régimen, que acaba con el feudalismo, el mayorazgo, el diezmo… Todo había comenzado veinticinco años antes, en Cádiz, pero un rey “deseado”, aunque “indeseable” reinaba como si nada se hubiera hecho. Ahora la reina gobernadora, María Cristina de Borbón, regente a la espera de que la niña que iba a ser reina creciera, pasa por malos momentos. Criticada por sus constantes amoríos y por negocios que sólo a ella benefician está en una encrucijada. La puntilla está a punto de caer sobre su real testuz.

    La constitución del 37 dice que para el gobierno de los pueblos haya ayuntamientos nombrados por los vecinos. Se redacta una ley, pero el espíritu liberal no se respeta. La Ley de Ayuntamientos propuesta deja en manos del rey y de los partidos la designación de alcaldes y ediles. En 1840, los liberales piden a la regente que no firme la ley. María Cristina acepta, al fin y al cabo ella siempre ha tenido cierto talante liberal. Después la regente sale de viaje. Llega a Barcelona, y allí firma la ley. Madrid se revoluciona. La gente se arma. La regente, asustada, nombra a Espartero jefe del gobierno, pero Espartero es liberal, es contrario a la ley que la regente le había prometido no sancionar. María Cristina, en Valencia, es conminada. Tiene mucha gente en contra, debe compartir la regencia, derogar la reciente ley firmada…, también hay otras exigencias. Se niega a todo. Espartero, también en Valencia, se reúne con ella. Al fin, María Cristina decide salir de España. Abandona a sus hijas y renuncia a la regencia, que será para Espartero. La escena en el palacio de Cervelló, donde se aloja en Valencia con sus hijas, es conmovedora. Madre e hijas son un mar de lágrimas, pero sus hijas deben quedarse: Isabel debe ser reina.

Palacio de Cervelló. Valencia

    María Cristina embarca en “El Mercurio” camino de Francia. Ahora, María Cristina, de profesión sus negocios y sus conspiraciones, vive en París. Rodeada de lujo está en contacto con España. Le visita Narváez, que aún no es espadón(1), pero se va entrenando para ello.

    Llega el otoño de 1841. Una noche lluviosa llega al palacio Real una partida de gente armada. El grupo entra por la fuerza. En la escalinata comienza un tiroteo. Desde el rellano de los leones los asaltantes disparan y desde lo alto de la escalera los alabarderos defienden la posición, el palacio y a la reina niña, a la que los asaltantes quieren secuestrar.

Palacio Real de Madrid. Rellano de los leones, escenario del tiroteo.

    El comandante Dulce y su exigua tropa mantienen la posición. La reina y la infanta, asustadas, son trasladadas a un aposento más seguro. Isabel quiere que venga Espartero, Luisa Fernanda quiere rezar. Desde la calle una bala rompe el cristal y se incrusta en el marco de una ventana. Es en la habitación donde están las niñas. Pánico. Vuelven a ser trasladadas. Por fin Dulce y sus alabarderos controlan la situación. Al alba todo ha terminado. Los responsables directos ajusticiados, sólo ellos. Espartero aún durará dos años en la regencia, hasta el bombardeo de Barcelona, después el exilio en Londres, mientras Isabel, que sólo tiene trece años, es declarada mayor de edad y jura la Constitución. María Cristina ya no volverá a ser regente pero podrá volver a España.

(1) Ramón María Narváez ha pasado a la Historia como el “Espadón de Loja” ya que, espada en mano, irrumpió en el Consejo de Ministros presidido por el conde de Clonard, disolviéndolo.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA: TOLEDO

     Antes de llegar a Toledo el viajero ya ve destacar contra el cielo el perfil de la torre de su catedral. Sobresale sobre todo, y le hace recordar que Toledo fue muchas veces capital. Lo fue para los visigodos, lo fue para Castilla y para España; así que no le extraña comprobar, ya llegado a la ciudad, que para admirar cuanto de diverso arte ha hecho el hombre sea capital estar allí. El tiempo ha respetado muchos de los sillares y ladrillos puestos en los últimos diez siglos, y los edificios destruidos han sido rehechos. El Alcázar sucumbió, pero fue reconstruido; también la plaza de Zocodover renació y vive pujante irradiando sendas comerciales donde la luz, reflejada por los damasquinados de los escaparates, alumbra a los turistas que suben y bajan por sus calles.

     El viajero vuelve a ver la torre de la catedral. Allí está la campana gorda, en un solitario campanario, con su caperuzón de tres pisos, como si fuera una tiara sobre la cabeza de una Iglesia que mandó, y mucho, sobre una España devota, sometida en casi todo a una jerarquía eclesiástica directora de conciencias.

     El viajero rodea la Primada a pie antes de entrar por la puerta Llana. Al viajero le parece enorme. Tiene cinco naves. El coro, en el centro, es una filigrana tallada por el formón de Berruguete y otros. La capilla mayor tiene sitio para la figura de Abu Wallid, el único musulmán al que se le ha dado vecindad con ángeles y santos: fue este alfaquí quien rogó a Alfonso VI, que había reconquistado Toledo para la cristiandad, que perdonase al arzobispo y a la propia reina, que habían roto la promesa del rey de permitir que el templo siguiera siendo mezquita, convirtiéndola en templo cristiano.

     El viajero no quiere dejar de ver el claustro al que se llega por la puerta de Mollete(1), que ve cerrada. Pregunta, y le contestan. La puerta la abren a las cinco de la tarde y sólo un rato.

     Pero el viajero no quiere perder el tiempo. Toledo es pequeño en espacio, pero enorme el tiempo necesario para ver siquiera algo. El viajero va hacia la iglesia de Santo Tomé. Allí está El entierro del conde Orgaz(2), obra cumbre del Greco, si se puede decir esto, y no que su obra es una cordillera de grandiosos picos. Allí, en el lienzo ve al Conde, a San Esteban y San Agustín, que le sostienen; a los amigos del Conde y al propio Greco y a su hijo. El viajero queda ensimismado ante el cuadro. No encuentra el momento de salir. El cuadro parece retenerle, y se queda allí buen rato inmóvil, como si estuviera pegado al suelo por imán que le impidiera moverse.

     Por fin sale, y vuelve a la catedral. La puerta de Mollete está abierta. El claustro tiene los muros con pinturas de Maella y Bayeu. Junto a la puerta en muy mal estado, y sin que parezca que haya intención de restaurarla, la pintura del martirio de un niño cristiano por judíos. En los pisos altos las viviendas de Claverías. Las mandó construir el Cardenal Cisneros como celdas para clérigos. Acabaron sirviendo como casas de los empleados de la Primada y de sus familias, cuando en los momentos de omnipresencia en la vida de la ciudad mantenía en nómina una legión de operarios de todo ramo.

Claustro de la catedral del Toledo en 2003

     "La Catedral" de Blasco Ibañez ilustra bien como era la vida en el templo hace cien años y como en distintos momentos de su historia acontecieron variados sucesos que determinaron que el viajero vea las cosas como están hoy: allí está la capillita de la Estrella. Ésta ya existía antes de que se construyera la Catedral. Era propiedad del gremio de los tejedores, cardadores y laneros, quienes rendían culto a la Virgen titular de la capilla. La cedieron para la construcción del templo a condición de seguir siendo dueños de la misma y del espacio inmediato hasta las primeras pilastras. Así fue. Los laneros en su fiesta usaban de su derecho perturbando los oficios religiosos. En el siglo XVIII, el Arzobispo Valero Losa les puso pleito, que perdió y le ocasionó la muerte por el disgusto. En un arrebato de soberbia humildad dispuso ser enterrado allí, frente a la capilla, para ser pisoteado por sus vencedores. El viajero quiere saber como era por fuera el personaje, que por dentro ya intuye tuvo nobleza en su carácter; así que entra en la Sala Capitular. Allí están retratados todos los arzobispos primados de España. Siguiendo el orden del tiempo llega al mil setecientos y pico. Lo encuentra: delgado, con la mirada fija de las personas determinadas a un fin. Piensa el viajero, aunque no es un entendido en estas disciplinas pictóricas, que quien se encargó de pintarlo supo entender bien al personaje.

     No se olvida el viajero de ver otras maravillas. Las que puede: aún dentro de la Catedral el transparente, y enfrente la capilla de San Ildefonso donde hay sepulcro con los restos del cardenal Gil Carrillo de Albornoz, que murió en Italia, y cuyo cortejo fúnebre se trasladó a pie hasta la sede de la que fue arzobispo. Un año duró el traslado, y hasta el propio rey Enrique II arrimó el hombro a fin de obtener las indulgencias plenarias que se concedían a los cristianos que participaran en el mismo. Debió pensar que las necesitaba, no en vano pasó a la Historia como “el fratricida”. Ya fuera, San Juan de los Reyes le retiene un buen rato. Fue fundado por los Reyes Católicos para conmemorar la victoria sobre el rey de Portugal, don Alfonso, defensor de “La Beltraneja”, en la lucha por la corona de Castilla. El viajero se despide con una mirada desde los “cigarrales”. Decide que volverá otra vez.

(1) Molletes eran las piezas de pan que en esa puerta se bendecían para repartirlos entre los pobres; ya no se mantiene esa tradición caritativa; pero sí su recuerdo en el nombre de la puerta.

(2) Unas excelentes fotografías y sendos detallados y didácticos estudios de este cuadro y sus personajes podrá el lector encontrarlos mediante estos enlaces en los blogs España Eterna y Arte Torreherberos
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