FELICES FIESTAS

   Hace un año, para felicitar las fiestas navideñas a todos los amigos y seguidores de este blog, relaté una corta anécdota del rey Carlos III, en la que por unos momentos Dios parecía servirse de él, convirtiéndolo en Rey Mago de un paje suyo, al que hizo la gracia de ayudar.

   Hoy, para felicitar de nuevo las fiestas, traigo otra corta historia, fantástica, fruto de la imaginación de Tagore, pero igualmente llena del espíritu que cualquier religión y en cualquier tiempo anima a las personas de bien.

  Refiere el relato que en cierta ocasión marchaba un menesteroso por un camino, cuando a lo lejos comenzó a vislumbrar una carroza toda dorada. Conforme se acercaba, el humilde mendigo se preguntaba quién sería aquel rey de reyes que en aquella riquísima carroza era llevado. Se preguntaba también si por fortuna, aquel rico señor, al cruzarse con él, tendría la bondad de apiadarse y ofrecerle alguna limosna.

    Cuando ambos encontraron sus caminos, la carroza se detuvo y el señor que la ocupaba saludó al mendigo y le pidió una ayuda. El infortunado caminante, incapaz de comprender algo, no daba crédito a lo que sucedía; pero era hombre de buen corazón, y de su alma buena brotó la generosidad. Abrió el saco donde llevaba sus cosas. Entre ellas había unos pocos granos de trigo. Extrajo uno y lo entregó al dueño de la carroza dorada, que partió siguiendo su camino. Cuando el mendigo llegó a su refugio, tarde ya, tenía hambre. Abrió su saco, volcó su contenido y revolvió entre sus cosas en busca de algo que comer. Entre los pocos granos de trigo que aún quedaban en su saco vio uno que brillaba y lo tomó con sus manos. Era un grano de oro. El premio a su generosidad.

   He elegido para ilustrar esta felicitación una imagen del Niño Jesús poco corriente. Es el Niño Jesús y San Juan Bautista niño, pintado por Vicente Velázquez, en 1798, que se exhibe en el "Museo de la Ciudad" de Valencia, copia de otro, del pintor italiano del barroco Carlo Maratti.  Es ésta mi particular forma de felicitarles las fiestas y dar las gracias a todos los amigos y seguidores que tan amablemente visitan este humilde blog dedicado a la historia y el arte. 


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TEMÍSTOCLE SOLERA. EL LIBRETO DE SU VIDA

    Cuando Isabel II quedó prendada y su pasional carácter preso de ardor juvenil al conocer a Temístocle Solera, éste ya era hombre curtido por la vida. Rebelde desde niño, había nacido en Ferrara, pero ingresó como interno en el Colegio de Santa Teresa de Viena. No es el joven Temístocle un muchacho dócil. Se escapa. Vagabundea. Se contrata en un circo. Por su encanto juvenil se apropia del corazón de la dueña del circo. Inspector ecuestre, maestro de pantomimas, todo se acaba cuando unos detectives puestos en su busca por su familia dan con él en Hungría. Ahora es Milán la que contempla atónita la presencia de Temístocle. Estudia y, libre de ocupaciones decide seguir por ese camino. Y qué mejor para un hombre libre que escribir poesía. Compone versos. Fracasa; pero conoce a Verdi, el músico que también comienza a abrirse camino. Y le escribe varios libretos. El del Nabucco, da fama a Verdi y dinero a Solera, que lo gasta como si fuera millonario. Sigue Temístocle escribiendo; pero es un espíritu libre y desaparece. En Livorno un hombre se cruza con él, es antiguo amigo suyo. Temístocle se ha empleado como aguador.
   ─Para ahorrar mis ideas, uso mis espaldas.

   Al poco conoce a la tiple Teresa Rosmini. Se casan. El matrimonio forma una compañía de ópera. Viajan por Europa y llegan a Madrid.
Por esa época el marqués de Salamanca acondiciona el antiguo Circo Olímpico y lo convierte en un teatro lírico, para rendir culto a la ópera italiana en las más exclusivas veladas. Allí acuden los más elegantes personajes de Madrid, y el propio marqués de Salamanca y el General Narváez, a cortejar a sus amantes, divas del bel canto.

   Cierto día Solera dirige la orquesta durante una función en el teatro.  En la primera fila hay un oficial. Impertinente, pronuncia éste palabras en contra de la reina. Solera las escucha. Es hombre impetuoso que siempre ha hecho lo que ha querido. Detiene la función y se dirige al insolente. Lo reprende: “El oficial que insulta a su reina es un traidor; el hombre que ofende a una dama es un cobarde”. Pero el militar no se amilana. Se oyen insultos, suenan bofetadas. El escándalo es monumental y sonado. Tanto que llega a oídos la ofendida. Isabel II, tan impresionable, quiere conocer a su defensor. A ella que tanto le gusta la música, a ella que tanto le gustan los hombres y que tanta necesidad de amor tiene, pese a su no muy lejano matrimonio aún. Y quien la ha defendido es italiano, y músico, y apasionado y además canta. Qué más puede pedir Isabel. Sus almendrados ojos azules se posan sobre el italiano. Si no fue libre para casarse, al menos lo es para elegir a sus amantes. Eran los tiempos del pollo Arana, como gustaba decir a Olózaga al hablar de los queridos reales; pero Isabel colma a Temístocle de favores, lo pone a cargo del teatro de Palacio, terminado poco antes y escenario privilegiado para Emilio Arrieta, cantante, profesor de canto, y no sólo eso de la reina de España, aunque mal pagador para su protectora, cuando tras la caída de Isabel II, compuso el himno “Abajo los Borbones”.

Isabel II, Boceto atribuido a Federico Madrazo.
Museo del Romanticismo. Madrid.

   Pero la vida del teatrillo de Palacio es breve. El costoso mantenimiento del teatro lo hace en exceso gravoso y la terminación de las obras del Teatro Real, en diciembre de 1850, innecesario. También para Temístocle lo es, pues ahora ocupa otro lugar: el corazón de la reina, sino todo, parte de él y a ratos perdidos; y la política en una corte llena de intrigas y, por deseo de la reina, la dirección del nuevo Teatro Real.

   Solera asiste a Isabel, la aconseja en cuestiones políticas, influye en ella. No gusta mucho esa intromisión en la corte entre quienes quieren lo mismo, y se conspira contra él, pero Temístocle los denuncia. El favorito es incómodo y molesto; y puesto que no parece dispuesto a abandonar su privanza, se piensa obligarlo a dejar el puesto de forma irrevocable. Un matón lo aborda, con nocturnidad, con las peores intenciones, pero Temístocle es fuerte. Una enorme humanidad difícil de batir, incluso con la espada. El poderoso puño de Solera derriba al agresor, que queda medio muerto. Muchos son los enemigos que tiene ya, y ni la reina es capaz de protegerlo. Parte, pues, de España.       

   Sus aventuras no acaban en España. En Francia al servicio de Napoleón III; en Italia al de Víctor Manuel II; en Egipto, bajo la égida otomana, al servicio de su jedive. A veces, casi orillando la ley; otras coqueteando con la muerte, como cuando, miembro de la banda del bandido Paolo, se enfrentó a él, lo mató y su cabeza insertada en la punta de una bayoneta exhibida como un triunfo. Temístocle Solera, si dejó de ser algo, fue sin duda, un hombre corriente, y su vida, diríamos ahora, de película. 
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PIO NONO. TIERRA Y CIELO

   El cardenal Giovanni María Mastai Ferreti tiene 55 años cuando el 16 de junio de 1846 la fumata blanca del palacio del Quirinal anuncia su elección como nuevo vicario de Cristo en la tierra. Nunca vio nadie en él al futuro papa, pese a que había sido un cardenal muy popular por sus ideas tolerantes, y que se había ganado las simpatías de los liberales cuando, en 1843, un intento de secuestro fue neutralizado gracias a un chivatazo.

   Cuando tras la muerte de Gregorio XVI, se celebró el cónclave para elegir nuevo papa, nadie pensó que su recién ganada popularidad fuera suficiente para compensar su juventud, inconveniente casi insuperable frente a las candidaturas de los veteranos cardenales aspirantes al trono de San Pedro, en especial la del cardenal conservador Lambruschini, el mejor situado en las preferencias de los electores. Pero fuese el Espíritu Santo quien guiara el discernimiento de los príncipes de la Iglesia o su propio entendimiento, el caso es que Giovanni María había entrado como cardenal Mastai Ferreti y salía como papa Pío IX.  

                                                      *  
  
   Fiel a su pensamiento, enseguida decreta la amnistía de los liberales presos por las revueltas habidas en los Estados Pontificios durante el reinado de su antecesor, introduce mejoras en los territorios papales y permite una tolerancia nunca vista hasta entonces. Muchos se atreven a pensar en una Italia unificada, algunos incluso con el papa al frente. Pío Nono es, a la vista de muchos, un papa liberal y patriota; a la de otros, con su condescendencia liberal, Metternich, entre ellos, un traidor. No es extraño, pues, que los conservadores lo juzgaran con dureza.

   Pero dos años después de su nombramiento las cosas van a cambiar. En 1848 una ola revolucionaria barre Europa. Aires constitucionalistas recorren la bota de Italia, incluso en los Estados Pontificios. Como antes Sicilia, la Toscana o el Piamonte, los Estados Pontificios logran tener su Constitución. Todos se felicitan por ello. Todos menos los que entienden lo que está pasando. Es la primera vez que un papa se somete a un Estatuto, que parece limitarle, pero que en realidad está hecho a su medida. Nada ha cambiado; acaso el pensamiento de Su Santidad, que retornando a presupuestos anteriores, se niega a luchar contra Austria, una nación católica, protectora de los príncipes italianos y contraria por tanto a los intentos integradores.

   Cuando en noviembre de aquel turbulento 1848 es asesinado Pellegrino Rossi, ministro de Justicia de los Estados Pontificios, Pío Nono huye de Roma. En la Nochebuena de aquel año, oculto bajo la sotana de un sacerdote corriente entra en Gaeta, su refugio napolitano. Allí permanecerá mientras Garibaldi y Mazzini, en Roma, imponen un régimen republicano claramente anticlerical. Pocos meses después cuando tropas francesas recuperen Roma, en 1850, el papa volverá a ocupar la sede romana.

Pío Nono. Mural en la Iglesia del San Lorenzo de Valencia,
obra del pintor y muralista valenciano José Bellver Delmás.

   Mas ya nada será igual. Aquella huida deja en él una huella imborrable. Decepcionado, convencido de ser el Risorgimento algo diabólico, de su maldad, y de quienes lo lideran y siguen, la reconciliación no será posible. Lo sucedido en Roma y las políticas liberales, pero anticlericales de Cavour, llevadas a cabo desde Turín, recuerdan a más de uno la pugna entre el pensamiento de la Ilustración y el anticlericalismo de la Revolución con la doctrina cristiana. Los siguientes años, bajo la protección de tropas austríacas y francesas, serán los de defensa a ultranza de los cada vez más exiguos y débiles Estados Pontificios frente a las fuerzas unificadoras lideradas por Víctor Manuel II.

   Pero si en lo político su reinado fracasó con la total pérdida del su poder temporal, con la entrada de Garibaldi en Roma, en lo religioso, en lo doctrinal, su éxito fue universal. De ultramontano fueron tachados quienes apoyaban sus iniciativas, y no sin razón. Se extendió el culto, ya iniciado con su antecesor, y se definió como dogma de fe la Inmaculada Concepción de la Virgen María, de la que era seguidor devotísimo, hasta el punto de atribuir a  la Virgen la supuesta curación de su epilepsia. Igual ocurrió con el Sagrado Corazón. Eran los tiempos de las apariciones marianas de la Salette y Lourdes, de la masiva impresión de estampas con las imágenes de santos. El mismo papa era reproducido y su efigie llevada según la rosa de los vientos por todo el orbe. En el inconcluso Concilio Vaticano I, se decreta la controvertida infalibilidad de papa, finalmente limitada a sus intervenciones ex-cátedra, lo cual no fue poco en tiempos en los que el ultramontanismo trataba de imponerse(1).

                                                        *

   El 7 de febrero de 1878 expira Pío Nono a sus 85 años de edad,  tras 32 de pontificado, el más largo habido nunca, si exceptuamos a San Pedro. Había sido voluntad del pontífice que sus restos tuvieran su eterno descanso en la iglesia de San Lorenzo extramuros y en 1881 se decide por fin cumplir su voluntad.  Pero los tiempos son otros muy distintos a aquellos en los que al ser nombrado era aclamado por todos. Desengañado, Pío Nono había fallecido prisionero de un rey saboyano(2), aunque muchos fieles aún le amaban y acudían al Vaticano a venerar sus restos, no hacían lo mismo los liberales, que lo consideraban un traidor. Al realizarse el traslado de sus restos, para protegerlo, se forma una nutrida procesión en cuyo centro viaja el féretro. La prensa anticlerical había incitado al desorden a los liberales y a los miembros de la carbonería, furibundos antipapales, que en número igual o mayor, salen al paso del cortejo. Los insultos y agresiones se suceden, pero al llegar al puente de Sant’Angelo, se disponen los agresores al ataque, con el propósito de arrojar el ataúd al Tíber. La tenaz defensa de quienes custodiaban el féretro y una providencial intervención de la policía disuelve la marcha que, con unos pocos miembros, logra llegar a su destino en San Lorenzo, donde una lápida con la escueta inscripción en latín: “Huesos y cenizas del papa Pío IX” recuerda el lugar de reposo del último papa guerrero de la cristiandad.

(1) El papa habla ex-cátedra cuando ejerce el magisterio de pastor, definiendo doctrina de fe y moral y referida a la Iglesia en su totalidad. No es cuestión sin importancia dichas condiciones limitativas, que en la práctica ha permitido que desde entonces sólo se ha tenido por infalible la declaración de Pío XII, en 1950, sobre la Asunción de la Virgen.

(2)  En realidad, Victor Manuel II había fallecido poco antes, y el propio Pío Nono, su adversario en el mundo, había orado por él y levantado todas las excomuniones con las que había anatemizado al monarca Piamontés.
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EL REY QUE QUERÍA SER PADRE

   Fue un anhelo constante en su vida, pero su naturaleza desvalida se lo impidió. Para tratar de conseguirlo quienes mandaron en su vida lo casaron primero con María Luisa de Orleans y luego, al morir ésta, con Mariana de Neoburgo. De la primera el valetudinario Carlos II estuvo muy enamorado, pero como de su naturaleza no se podía obtener gran cosa, aunque él no lo supiera y los demás no se lo dijeran, ningún fruto se obtuvo.

    Ignorante de su incapacidad, su empeño era preñar a la reina. Como ese era su deber, así se lo demandaban todos. Tampoco era ajena a esta presión para quedar encinta la reina, que puso cuanto pudo de su parte.

   Que la reina fuera francesa, que llegara con un séquito de damas francesas que hablaban en francés, comían comida francesa y lo impregnaran todo con los modos del país vecino, no hizo más que enfrentar a las cortesanas francesas y a las españolas, y que el pueblo español demostrara, en mayor medida aun, su antipatía por todo lo francés. Tantas ganas tenía el rey por tener un heredero, tan obsesivo se tornó el asunto que, siendo la marquesa de Terranova camarera mayor de la reina, ocurrió lo inevitable.

   Era la marquesa mujer en extremo rigurosa de las costumbres palaciegas, que mantenía la corte en un estado de tedio permanente difícil de soportar. No era la excepción a ese sufrimiento la jovencita reina María Luisa, francesa, alegre y, por lo primero seguro y por lo segundo probable, objeto de las antipatías de la marquesa, a la que todo lo que oliera a francés despertaba el más profundo odio.

   En cierta ocasión, a una de las damas de la reina, francesa naturalmente, la marquesa de Terranova, por quién sabe qué cuestión probablemente baladí, dio un tirón de orejas o parejo castigo. Corrió, pues, la dama a quejarse a su señora por tan impropio castigo, y ésta, indignada llamó a su presencia a todas sus camareras, la marquesa de Terranova a la cabeza, a quien nada más llegar propinó dos sonoros manotazos en el rostro, ante la estupefacción de todas las servidoras. Ahora, quien corría era la marquesa, pero buscando el amparo del desvalido rey Carlos. El pobre, convencido por la camarera, llamó a su esposa. Quería reprenderla por el trato tan cruel dispensado a la marquesa, mas cuando llegó María Luisa, adujo sus razones, que no eran otras que las de habérsele presentado un impulso irresistible, un necesario de satisfacer e imposible de reprimir antojo. Fue oír esta palabra el rey, y olvidar lo que significan otras como imparcialidad o justicia. Qué emoción la del rey, la reina preñada. Y Carlos en su agitación, y para asegurarse del feliz término de lo que él creyó, autorizó a su reina a dar dos nuevas bofetadas a la marquesa.

María Luisa de Orleans, de José García Hidalgo. 1679.
Museo de Bellas Artes de Xátiva, cedido por el Museo del Prado.
Si de alguna mujer estuvo sinceramente enamorado Carlos II fue, sin
duda, de su primera esposa María Luisa de Orleans, a la que invocaba
con frecuencia como "Mi reina". En 1699 quiso el rey visitar, con su
segunda esposa, Mariana de Neoburgo, el pudridero de El Escorial.
Allí estaban su madre, Mariana de Austria, y su primera esposa  María
Luisa. Incapaz de contenerse, no pudo evitar, entre sollozos, gemir:
"Mi reina, mi reina, antes de un año vendré a haceros compañía".

    Por eso, ante la imperiosa necesidad de un heredero, cuando se descubrió que una de las damas de la reina, viuda de un caballero llamado Quentin, y por ello apodada con maldad como “La Cantina” había estado suministrando a la reina, sin que ésta lo advirtiese, un potingue emenagogo el asunto se entendió como muy grave. Si la reina no quedaba en estado y rey moría, quién sabe si la Francia del rey Sol, una gran potencia ya, trataría de convertir España en uno de sus satélites. Se detuvo, pues, a la Cantina, que fue interrogada sin que dijera lo que sus jueces querían oír. Entonces se decidió someterla a tormento. Nada obtuvieron sus verdugos de los estiramientos que se le practicaron en el potro más que ayes y ruegos al cielo, pidiendo la fuerza y la gracia para decir la verdad. Su proclamada inocencia entre lágrimas llevó a sus verdugos a concluir que Dios le había dado fortaleza para resistir y la absolvieron de toda culpa, lo que no la salvó de su expulsión de España.

   Tampoco, lejos ya de palacio “La Cantina”, lograron los reyes su propósito, recayendo sobre la reina, a ojos del pueblo cruel, la mayor parte de las culpas. Varias coplillas se le dedicaron a la reina, el verdadero amor del incompetente Carlos II, pues si algún sentimiento de sincero enamoramiento tuvo el rey, fue precisamente para con la reina María Luisa, a la que nunca dejo de llamar “Mi reina”.
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UN BANQUERO EN FUGA

   Cuando en el mes de febrero de 1846 el general Narváez presenta la dimisión como Presidente del Consejo, se inicia un periodo en el que los gobiernos, a cual más efímero, se suceden.

   En 1847 la reina Isabel II quiso que el marqués de Salamanca fuera ministro de Hacienda. Era José Salamanca un malagueño ducho en los negocios, el hombre más rico de España, casi siempre, que tantas veces se arruinó, como otras tantas resurgió de sus cenizas. Aquel año la reina, por su capricho, por quien sobre su voluntad mandara, o en un raro caso de acertada comprensión de las circunstancias, cesó al gobierno Sotomayor.

   Por dos veces fue el marqués de Salamanca ministro de Hacienda. La primera vez en el gobierno de don Joaquín Francisco Pacheco, el gobierno de los puritanos, aquella fracción de los conservadores, de carácter liberal, que separada de éstos, tampoco se arrimaba a los progresistas. Había logrado Pacheco el gobierno de modo un tanto rocambolesco: el anterior gobierno de don Carlos Martínez de Irujo, duque consorte de Sotomayor, viendo los peligros que para la continuación de su gabinete conservador tienen las influencias que sobre la jovencísima reina Isabel pueden ejercer sus adversarios, de consuno con las camarillas palaciegas, trata de mantener a la reina alejada de todos, sin contacto con quienes puedan predisponerla en su contra. Pero la oposición, incluida parte de los conservadores puritanos, pronto encuentra la ocasión para hacerse oír por la reina.

   De manera un tanto casual, con motivo de la celebración en el Liceo de una fiesta cultural el poeta Ventura de la Vega, sin filiación política clara ni conocida, pero partidario de los puritanos, es recibido en Palacio para cursar invitación a la reina al acto.  Había accedido antes el poeta, a requerimiento del propio marques de Salamanca, a la mediación ante la reina, y así lo hace de la Vega. Habla, pues, el poeta a doña Isabel de los puritanos, de su franqueza y buenos propósitos, y del poder que tiene como reina, pero limitado por las camarillas que la rodean para decidir sobre los gobiernos. El efecto que hacen las palabras del poeta en Isabel II pronto se hace público, al firmar la reina los decretos con el cese de Irujo y el nombramiento de Pacheco. 




   La segunda vez en la que Salamanca fue ministro de Hacienda fue en la continuación del anterior gobierno puritano. Había ofrecido Isabel II a Narváez la formación del gobierno tras el cese de Pacheco, pero insistiendo en que continuara Salamanca como ministro de Hacienda. Mas como se negara el duque de Valencia a ceder al capricho de la reina, ofreció ésta al marqués que fuera él mismo quien se encargara de formarlo. Así lo hizo, pero siendo nominalmente el anciano García Goyena presidente, aunque de facto Salamanca mandamás del gobierno todo.

   Y fue precisamente este gobierno el que debió sufrir en una de sus sesiones, la última, la entrada, como un vendaval, del general Narváez. Había obtenido de la reina el espadón la exoneración del gobierno y por fin el placet para sí mismo para formar otro. Con la firma de la reina en las manos, a su manera, sin llamar, abrió la puerta del Consejo, se plantó ante el gobierno y, autoritario, impertinente, desconsiderado y despótico, arrancó la dimisión de todos.

   Las acusaciones sobre el banquero por parte de su acción al frente del gabinete en asuntos que le beneficiaban y en la bolsa no cesaron. Nada podían hacer los pocos amigos que aún le quedaban entre los puritanos, aquella fracción que con Pacheco, Ríos Rosas, Istúriz, un joven Cánovas del Castillo, entonces empleado de Salamanca, y también algunos militares se habían querido situar entre progresistas y moderados. Pero ahora, nada de aquello parecía subsistir. Narváez parecía empeñado en acabar con el marqués. Eran tiempos revueltos en Europa los de 1848, y Narváez no era hombre condescendiente con los revoltosos liberales, ni con sus enemigos políticos o personales, Salamanca entonces entre ellos.

   Perseguido, no tiene más remedio el marqués que buscar refugio. Primero se esconde en la embajada de Bélgica, pero descubierto el escondite por Narváez, sitúa el general más de cien soldados ante la legación belga impidiendo la fuga del marqués caso de decidirse a salir. Pero no es Salamanca persona que se amilane ante el acoso o las dificultades. Varías veces ha sido rico y otras tantas se ha visto arruinado. No atraviesa ahora su mejor momento, pero tampoco está derrotado.

   Cierto día, ante la sede diplomática refugio del marqués, se detiene un carruaje. El cochero parece esperar a alguien. De pronto, de la embajada, sale un individuo embozado que se introduce en el coche, que inicia la marcha. Alertados los vigilantes, convencidos de ser el banquero quien emprende la fuga en aquel coche, inician su persecución. Es entonces cuando envuelto en su capa Salamanca sale de la legación y se dirige rápido hasta el domicilio del general Fernández de Córdova, que aunque es amigo de Narváez, el perseguidor del banquero, también lo es del marqués, del que había sido compañero en el gabinete presidido por el puritano García Goyena.

   Pero es necesario también salir de Madrid y alcanzar la frontera, cuestión harto complicada, pues don Luis Sartorius, ministro de la Gobernación, ha dado terminantes órdenes de detener al banquero, buscándolo sin desmayo hasta dar con él. Salamanca se mueve con rapidez, cambia de escondite con frecuencia, apenas llega a uno ya está buscando nuevo refugio al que acudir pocas horas después. Su rastro es imposible de seguir o, como dijo el general Fernández de Córdova en sus “Memorias Intimas”, ni “los más finos perdigueros” le hubieran descubierto; y es audaz, y aún tiene amigos. Al día siguiente el general Oribe, Director General de Carabineros, organiza una partida. La manda un capitán y esta compuesta por un sargento, dos cabos y dieciséis soldados, todos pertrechados con sus habituales impedimentas. El grupo se pone en marcha camino de la frontera con Francia, cubriendo las etapas establecidas. Pronto “el sargento “Salamanca” gozará de su libertad en el exilio Parisino. No permanecerá allí mucho tiempo. Pronto volverá a España.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. ZARAGOZA

   Al viajero le gustan las ciudades en las que las altas torres de su iglesia mayor hacen las veces de faro; y a Zaragoza, como a Burgos, le ocurre eso, que desde lejos las torres de su principal templo, la Basílica del Pilar, una de sus catedrales, avisan al viajero de su proximidad.

   Pero no siempre fue así, porque si una de las torres, la llamada Santiago, lleva en pie justo cuando el viajero escribe estas líneas trescientos años, las otras tres torres han sido erigidas en el siglo XX, las dos recayentes a la ribera del Ebro en tiempos tan recientes como 1959 y 1961. Sabe el viajero que estas dos torres también tienen nombre. Las llaman de San Francisco de Borja y de Santa Leonor, y recibieron esos nombres en agradecimiento a sus donantes: don Francisco de Borja Urzáiz y doña Leonor Sala. Murió el esposo antes de estar terminada la obra, pero doña Leonor mantuvo su propósito y en 1961 vio terminada la segunda de las torres por ella financiada, que llevaría su nombre y que la postre sería lugar para su descanso eterno, pues a una sepultura junto a la base de la torre Santa Lucía, la más próxima al Ebro y al ayuntamiento, fueron trasladados los restos del matrimonio.

   El viajero recorre la basílica, ve a la Virgen que da nombre al templo, y detrás de ella el pilar sobre el que se apoya. Aquél en el que la tradición asegura se apareció la madre de Jesús al apóstol Santiago en la más extraordinaria bilocación conocida; pues aún viva María, para animar al desmoralizado apóstol en su misión evangelizadora, le entrega un pilar de jaspe, símbolo de fortaleza, precisamente el que hoy besan los fieles con devoción.

   En la plaza el viajero encamina sus pasos hacia la otra catedral: la Seo. Antes de llegar se entretiene un poco en la Lonja. Es hoy este espacio, antes dedicado al comercio, sala de exposiciones municipal, que no es mal uso, si no fuera porque los paneles usados como sostén de las obras exhibidas impiden al viajero admirar a su gusto el salón de columnas del edificio.


   En la Seo, la otra catedral zaragozana, hoy casi más un museo que un templo, el viajero se entretiene un buen rato. Hay razones para ello, porque además de las muchas maravillas que del arte religioso allí guardado deslumbran al viajero, sucedieron hechos que no pueden dejarse de contar. Tan importantes fueron que hicieron que las autoridades religiosas reservaran un espacio para su recuerdo y los artistas contratados emplearan sus talentos para ensalzar a sus protagonistas.

   Cuando el 4 de mayo de 1484 Pedro de Arbués y Gaspar Inglar fueron encargados por Tomás de Torquemada, el Inquisidor General, de organizar la Santa Inquisición establecida en Aragón, Arbués ya era desde hacía diez años canónigo de la Seo zaragozana. Pedro de Arbués era un reputado filósofo y teólogo que no parece que se aplicara vehemente en el acecho a los herejes aragoneses. Apenas cuatro procesos y dos Autos de Fe se cuentan entre los ocurridos durante su corto tiempo como inquisidor, y no todos iniciados durante su mandato. Desde su comienzo la Inquisición establecida en Aragón es para muchos cristianos viejos y para muchas de las importantes familias de conversos una intromisión en sus fueros, pues no eran los métodos usados conforme a las leyes y usos forales. Pedro de Arbués, como cabeza de la institución, se convirtió en el punto de mira de los descontentos.

   Si fue, además, un peón en la política de Fernando de Aragón, que pudo conocer, tolerar, si no propiciar la situación que condujo al trágico fin de Pedro de Arbués es difícil de asegurar, pero nada descabellado sospecharlo. Los descontentos, entre los que no sólo había judaizantes, sino también cristianos viejos, ante la imposibilidad de reducir la influencia de la Inquisición fueron los que contribuyeron con dinero al complot, para acabar con la vida del inquisidor aragonés y con su osadía a su propia desgracia, pues al ser detenidos, dejaron un poco más libre el camino al rey aragonés en la imposición de sus poderes.

   El 14 de septiembre de 1485 la campana de la iglesia de San Nicolás en la villa de Velilla de Ebro comenzó a sonar por sí sola. No era la primera vez que doblaba por el misterioso impulso de una fuerza oculta, presagio de hechos luctuosos, y es que en la Seo zaragozana pronto iba a sobrevenir la tragedia.

   Desde tiempo atrás estaba avisado Pedro de Arbués de encontrarse su vida en peligro. Había sufrido varios atentados, y por ello, solía ir armado con una lanza de medía asta de la que ya no podía prescindir, y proteger su cuerpo con una cota de malla.

   A punto de clarear las primeras luces del alba de aquel miércoles 14 de septiembre varios hombres entran en la Seo: Juan de Abbadia con algunos más por la puerta principal; Juan de Esperandeu, su criado Vidal Durango y algún otro por la de la Pabostría, a los pies del templo.  Aguardan.

   Pedro de Arbués, se dirige, como de costumbre, a la catedral  de la Seo para el rezo de maitines. Lleva una pequeña lámpara con la que abrirse paso en la oscuridad. Al alcanzar la capilla mayor, en el lado de la epístola, deja a un lado, junto al púlpito, la lanza que siempre lleva consigo y se arrodilla para orar. Es entonces cuando encubiertos por las sombras Juan de Abbadia, que lleva la voz cantante, dice en voz baja, pero enérgica:
   ─Es él, mátalo.
   Al instante las manos asesinas de Vidal Durango hunden su puñal en el cuello de Arbués. Otros, para rematarlo, atraviesan su cuerpo también. Arbués cae al suelo. Los agresores huyen. Las heridas son mortales, pero la agonía del inquisidor larga. Dos días tardará Pedro de Arbués en morir a causa de las heridas.

   El viajero visita la capilla construida bajo la advocación de este inquisidor, mártir y santo,  que no es lo único que a él está dedicado en la Seo. En una lateral del coro un bajorelieve representa los hechos que el viajero a relatado, y frente al presbiterio una lápida señala en el suelo el lugar del crimen. Pero el viajero aún no sale de su sorpresa. Dos capillas más allá, en ese mismo lado de la epístola donde está la de San Pedro Arbués hay otra. Es la dedicada a otro santo, cuyos huesos se veneran en ella. Es la de Santo Dominguito de Val. No va a decir el viajero que el asesinato de este niño santo, patrón de los monaguillos, no sucediera en verdad, como algunos dicen, pero sea leyenda creada para infamia del asesino, fuera martirio real, no contará el viajero los detalles de lo que puede no ser cierto del todo. Y algo de dudas habrá visto la Iglesia en este caso, por mucho que se venga diciendo y escribiendo desde hace más de quinientos años lo que se dice sucedió hace ochocientos, cuando, aun permitiendo la veneración de este santito en los templos, desde hace medio siglo su culto fue suprimido de los libros litúrgicos.


   De entre las muchas cosas que el viajero encuentra en la antigua Cesaraugusta una, quizás la más escondida, le impresiona como pocas. El Patio de la Infanta pese a estar en una zona de la ciudad muy concurrida, es poco visitado. Escondido, más bien protegido, en el interior de un moderno edificio de cristal, sede de una entidad bancaria, montado piedra a piedra en ese lugar, el Patio permite recordar mientras es admirado muchas historias de las ocurridas en sus casi cinco siglos de azarosa existencia. Construido por amor, fue el regalo que don Gabriel Zaporta, un acaudalado negociante aragonés, hizo a su esposa doña Sabina Santángel, y vaya si debió satisfacer a la dama dicho regalo, pues el viajero que lo observa boquiabierto, piensa que no pudo ofrecer mejor joya a doña Sabina. Ni el mejor orfebre del metal habría conseguido las filigranas que en la piedra se tallaron en el más bello estilo plateresco aragonés. No va a describir el viajero los motivos, personajes y escenas representados, pero sí contar que, parece que de pena, don Gabriel murió muy poco después de perder a su esposa y que no tardó mucho en seguirles a la tumba el hijo del matrimonio. Fue a partir de entonces la casa en el que se ubicaba el patio de diversos propietarios, hasta que por habitarlo doña Teresa Vallabriga y Rozas, viuda del Infante don Luis Antonio de Borbón y Farnesio, comenzó a ser conocido como “Patio de la Infanta”. Muerta la Infanta los dos siglos siguientes vieron sus piedras como casa y patio era ocupado por diversos negocios, desde una imprenta, hasta una carpintería. En 1894 un incendio arrasa el palacio y en 1903 se derriba, momento que aprovecha Fernand Schultz, un anticuario francés, para llevarse el patio a París, donde piedra a piedra fue montado, causando la admiración en su tienda de antigüedades. Varios compradores apetecieron poseer el patio para su goce particular, pero fue la entidad bancaria española la que logró comprarlo. Así como salió de España, volvió, piedra a piedra, para, aunque de propiedad particular, deleite de todos.

   Alejado un poco del centro el viajero, caminando llega hasta el palacio de la Aljafería. El viajero ya ha dicho que fue sede la Santa Inquisición, y poco más dirá de lo ya es tan conocido, pero sí quiere contar el viajero que si está el palacio como hoy se ve es gracias a la labor hecha por Francisco Iníguez Almech. Y dice el viajero el nombre de este arquitecto, porque le parece de justicia hacerlo, pues dedicó casi la mitad de su vida a devolver al palacio de la Aljafería, en cuarenta años, la belleza que otros durante cuatrocientos años pusieron empeño en afear, al usarlo como cuartel.



   De vuelta el viajero encuentra una plaza. Es la plaza del Portillo. Tiene en uno de sus lados una iglesia y en su centro, como muchas otras plazas, un jardincillo con un monumento. Nada que debiera entretener al viajero más que lo justo para saber en homenaje a quién se erigió, sino fuera porque el monumento es obra de Benlliure, en ese lugar había antaño murallas, una puerta, y fue allí donde una catalana de Barcelona, Agustina Zaragoza, defendió a cañonazos la capital aragonesa del invasor francés. Entregada su vida a la milicia, el general Palafox la admiró siempre y la presentó, terminada la guerra, al rey Fernando, que le concedió una paga vitalicia, por no aceptar ningún otro privilegio; y conoció también a Goya, que le rindió homenaje. Un grabado de la serie Los desastres de la guerra fue realizado por el aragonés universal en homenaje a Agustina, catalana y española de heroísmo sin igual. Puso por título Goya a dicho grabado: “Qué valor”.

   Después de tantas emociones, el viajero encuentra una dulcería. Saben quienes le han acompañado en otros viajes su afición a los dulces, y en Zaragoza no va a ser menos. De paseo por las estrechas calles de El Tubo, dédalo de callejuelas llenas de bares, restaurantes y aún de un famoso cabaret populachero, el viajero halla una con un pequeño escaparate que muestra las famosas frutas de Aragón y las no menos famosas guindas al marrasquino, que forradas de chocolate son tentación insuperable de vencer. El viajero entra. Una amable señora le atiende. Y le da palique. Y le habla de todo un poco, del tiempo en Zaragoza, extremadamente frío en invierno; de la ciudad, y como no, de los dulces que tiene y sus variedades. El viajero charla un rato y con su cargamento se va contento y endulzado. 

   Y aunque sea al final, el viajero  no quiere dejar de decir algo de lo debía haber dicho al principio: hablar de los orígenes de la ciudad, de su nombre romano, Cesaraugusta, y de Augusto, cuya estatua, ha visto ya varias veces durante sus paseos por la capital maña. Ahí, en la avenida que lleva su nombre, junto a los antiguos restos de la muralla romana, después de presidir distintos lugares de la ciudad, parece que ha echado sólidas raíces. Fue esta estatua del primer emperador romano un regalo del gobierno italiano de Mussolini, que el viajero, para su sorpresa, ha averiguado fue pródigo en regalos a sus países amigos entonces de estas esculturas. Sabe que otras iguales a ésta, copia de la famosa estatua de Prima Porta, están en Gijón y Mérida. ¿Cuánto tiene camino queda al viajero por recorrer?
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LA MUERTE DE UNA REINA

   “L’auguste malade s’épuisait de fatigue et d’insomnie, de manque d’appétit”. Así se expresaba al comenzar el mes de abril de 1904 José Haltman, quizás el último hombre en la vida de Isabel II, una reina rodeada siempre de importantes hombres, que si la tuvieron en cuenta como reina los menos, la tuvieron como mujer, pero en su propio provecho, los más.

   José Haltman es su secretario en el palacio de Castilla, y mucho más. En los últimos tiempos se ocupa de las cuentas, de la cocina, de las cuadras, de todo. Aunque no vive en el palacio, como sí lo hacen la duquesa de Almodovar y el conde de Parcent que ocupan unos anejos al palacio, sí pasa casi todo el día allí. Al llegar la cena todos se visten de etiqueta en lúgubres veladas, hasta que retirados la duquesa y el conde, Haltman inspecciona la cocina para luego, acudir a los aposentos de Isabel. Allí despacha Isabel con su eficaz secretario y firma cuantos asuntos procede hasta bien avanzada la madrugada, para que la burocracia del palacio funcione como una seda, para satisfacción de la reina.

   Todo ello, quizás, pasatiempo frívolo de quien un triste destino hizo presa y había ido quedando sola. De las innumerables visitas de generales, políticos y grandes personajes ocurridas durante la restauración ya nada queda. De sus amigos tampoco. De estos antiguos amigos tan sólo Pepe Alcañices parece empeñado en sobrevivirle. Es don José Osorio, marqués de Alcañices y de los Balbases, duque de Alburquerque, Cuellar, Cullera, Fuensaldaña; también conde en una lista interminable; y cómo no, Grande de España: cuatro veces. Fue, además, duque de Sesto, pero hasta 1889. A la muerte de Alfonso XII, la reina María Cristina de Habsburgo lo acusó de estar cobrando indebidamente lo que antes había prestado a la corona en el exilio y a la causa de la Restauración. En pago, caballeroso, entregó a la reina el ducado y sus propiedades italianas, reduciendo muy ostensiblemente su presencia en la Corte. Dedicado a los asuntos públicos siempre, intensificó entonces su actividad política y financiera en aquella España finisecular(1). Tampoco sus espadones estaban ya, hacía años que se habían ido. Algunos siendo aún reina, otros como Serrano, estando ella ya en París(2). También Salamanca había muerto. Cánovas, que había logrado restaurar a su hijo como rey, había sido asesinado durante su retiro veraniego en el guipuzcoano balneario de Santa Águeda. El padre Claret y sor Patrocinio tampoco estaban ya. Ni siquiera su esposo, Francisco de Asís, que vivía en París, había querido sobrevivirle. Al llegar a París, treinta y dos años atrás, liberado de la presión de la etiqueta, la había abandonado formalmente por un hombre, y estableció su nido de amor con Meneses en Épinay. En los últimos años se reunían en ocasiones. Recordaban sin rencor. Pero en 1902 Francisco de Asís la había vuelto a dejar. Y ya no volvería nunca. Isabel se quedaba un poco más sola aún.

Grabado de Isabel II. Museo de la Historia de Valencia.

   A finales de marzo de aquella fría primavera de 1904, se anuncia la visita de la Emperatriz Eugenia. Tan espontánea como siempre, pero formalista, sale a recibir a Eugenia, se desprende del mantón que la abriga y abraza a la amiga que tantos años atrás, siendo emperatriz, la acogió y dio amparo en Francia. Mas no sienta bien el contraste de temperatura y cuando las dos entran de nuevo al caldeado salón Isabel tirita de frío.

   En los siguientes días llegan las hijas de Isabel. A Paz la acompaña su esposo Luis Fernando de Baviera, que es médico, lo que reconforta a la anciana Isabel, mas poco puede hacer por ella.

   El 8 de abril, como presintiendo algo, llama a sus hijas. Quiere verlas, tenerlas cerca. Coge las manos de todas, las abraza. Sin necesidad de decirlo, todos saben que aquello es una despedida. A la mañana siguiente Isabel se siente más indispuesta que de costumbre. Pide que la vistan y la trasladen a un sillón. A su lado está ya su yerno Luis Fernando. Le dice:
   ─Luis Fernando, me encuentro mal. No sé que me pasa, pero no puedo respirar.
   ─Tranquilícese, trate de coger aire, suavemente ─le recomieda el yerno.
  ─No, no puedo coger aire. Siento, siento que me voy a desmayar ─susurra la anciana reina con un hilo de voz.
   ─Cógeme las manos Luis, apriétalas fuerte ─pide Isabel.
   ─Aquí  las tiene, ahora respire, con calma, despacio.
   ─Me desmayo, Luis, creo que me voy a morir… Y su pulso se detuvo.

   Si en sus últimos años vivió aparentemente olvidada, sus funerales en París fueron una gran demostración de la importancia histórica de aquella mujer. Su cuerpo embalsamado, cubierto con hábito franciscano, es llevado en cortejo hasta la estación D’Orsay. Cumplía así su destino, el de todo hombre o mujer,  rey o subdito, libre o esclavo.  Sus restos inician su último viaje,  hacia el pudridero del monasterio de El Escorial.

   Fue el fin de una época, casi de un siglo, el XIX, que ella, como pocos vivió, aunque muchos se atrevieron a decir que no comprendió. Pérez Galdós, que la entrevistó en el palacio de Castilla, tan radicalmente opuesto a ella siempre, al conocer su muerte dijo: “La pobre Reina, tan fervorosamente amada en su niñez, esperanza y alegría del pueblo, emblema de la libertad, después hollada, escarnecida, y arrojada del reino, baja al sepulcro sin que su muerte avive los entusiasmos ni los odios de otros días. (…) Se juzgará su reinado con crítica severa: en él se verá el origen y embrión de no pocos vicios de nuestra política; pero nadie niega ni desconoce la inmensa ternura de aquella alma ingenua, indolente, fácil a la piedad, al perdón, a la caridad, como incapaz de toda resolución tenaz y vigorosa. Doña Isabel vivió en perpetua infancia y el mayor de sus infortunios fue haber nacido Reina (…) Fue generosa, olvidó las injurias, hizo todo el bien que pudo en la concesión de mercedes y de beneficios materiales, (…) Era una gran revolucionaria inconsciente, que hubiera repartido los tesoros del mundo, sin que en su mano los tuviera, buscando una equidad soñada y una justicia que aún se esconde en las vaguedades del tiempo futuro… Descanse en paz”.

(1) Fue don José Osorio un personaje singular. Falleció a los 84 años, sobreviviendo a la reina Isabel cuatro años. Aquejado de un resfriado, en las elecciones municipales de diciembre de 1909 insistió en ser llevado a votar. El catarro devino en pulmonía y su estado empeoró. El 30 de diciembre se hizo levantar, tomó un caldo y se fumó un puro. Poco después del mediodía Pepe Alcañices dejaba este mundo.

(2) Isabel II estaba en Madrid cuando murió Serrano, pues pocas horas antes había fallecido Alfonso XII. La muerte del rey y sus exequias hicieron pasar inadvertido el fallecimiento del duque de la Torre.

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CUPIDO

   Los siguientes hechos podrían haber sido el argumento de una novela, el guión de una película, el relato de una historia fantástica; pero son reales, ocurrieron en París y fueron contados en forma de gacetilla por el diario “La Iberia” de Madrid, en su número del día 8 de julio de 1881.

   Aquí, de modo algo más historiado, pero respetando con exactitud lo sucedido, lo relataré diciendo que todo comenzó cuando un pintor, Mauricio B., se cruzó en su paseo por el Parque de Chaumond, uno de los grandes parques de París, con una dama de cautivadora belleza. Hizo diana Cupido en Mauricio que, impulsivo e imprudente, manifestó de inmediato a la dama la pasión que sus veintisiete años lo enardecía; y ella, con imprudente disposición, correspondió al pretendiente, pese a no ser libre para administrar sus sentimientos.


   Cerca de la Place de la Republique, en el número 45 de la rue de Notre Dame de Nazareth vivía con su marido la mujer dueña del corazón de Mauricio quien, para escuchar mejor el latir del de su amada, mudó su residencia a lugar muy próximo al de su tormento. Nada, durante los primeros meses, supo el marido de cuantos encuentros se produjeron entre los amantes, pero al fin, la esposa infiel detectó que nacían sospechas en el consorte. Alertó ella a Mauricio y lo previno a guardar prudencia; mas Mauricio sordo a las palabras de la amada, perdida la sensatez, convencido de la candidez del esposo, trata de convencerla de que nada ocurre, a mantener su amor recíproco, sin cortapisas.

   La joven sabe de los peligros que supone continuar con una pasión dañina para el esposo y aun para ella misma, e insiste en concluir la aventura con Mauricio. Lo despide.

   Pero en Mauricio B. no es el desaliento defecto de su carácter. Es pintor, sabe bien cuánta paciencia es preciso tener para hacer realidad un anhelo. No, Mauricio B., piensa, no se rinde.

   Al día siguiente de la despedida Mauricio B. dirige sus pasos hasta el número 45 de la rue Notre Dame de Nazareth. Inmovil, frente a una de las ventanas del inmueble espera ver a su adorada a través del cristal. La larga espera no desfallece al joven pretendiente, espera sin vacilación en su ánimo, y obtiene el premio. La imagen esperada aparece difuminada a través del vidrio y da paso a un intercambio de gestos entre ambos.
   ─¡Baja! ─indica él agitando sus brazos.
   ─¡No, vete! ─contesta ella negando con la cabeza.
   ─¡Ven! ─suplica Mauricio, extendiendo los brazos.
   Ella, inmóvil contempla la escena.
  Insiste él de nuevo. Amenaza con quitarse la vida. Saca un cuchillo y apoya la punta sobre su pecho. Lo clavará en su corazón si no cede a su amor, gesticula.

   Mas, ¡Oh, fatalidad! El golpe involuntario de un transeúnte distraído hunde el cuchillo en el pecho del enamorado. Al momento Mauricio cae sobre un charco de su propia sangre. Y ella, que lo ve todo grita, comienza a perder el sentido, nota que se desmaya. Como Mauricio B., está a punto de caer al suelo, pero el grito ha sido lamento, pero también llamada. Unos brazos la recogen, son los del esposo.
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ATACAMA. LOS DOS GRADOS DE LA DISCORDIA

   No había transcurrido medio siglo desde que las nuevas naciones   americanas iniciaran su propia existencia independiente de España, cuando comenzaron a surgir problemas fronterizos. Pronto se vio que la paz en el continente no se había alcanzado con la victoria sobre los españoles en Ayacucho, y que las aspiraciones de los nuevos territorios iban a producir discusiones separatistas y fronterizas, cuando no fratricidas luchas por el poder.

   Aunque Bolivar era partidario de una gran nación, la Gran Colombia, en 1825, accediendo a los deseos del general Antonio José de Sucre, permitió el nacimiento de un nuevo país que llevara su propio nombre, autorizando que tuviera una salida al Pacífico sin considerar los lindes vigentes en 1810, durante el tiempo de la colonización  española.

   Esos lindes establecían la raya que separaba Chile de Perú en el río Loa. Ahora, al nacer el nuevo Estado de Bolivia, esa línea, de modo muy impreciso, es una franja de tierra yerma, la nueva provincia boliviana litoral de Atacama que separa aquellos dos países que, sin ser reconocida, tampoco supone mayor oposición al ser aquella desértica región de Atacacama tierra desnuda, de vida imposible, el lugar más desolado y seco del planeta. Un lugar en el que llueve una vez cada veinte años, un lugar en el que no hay animales, no hay árboles, no hay vida, pero sí salitre. Y será éste, cuando al descubrirse en los años cuarenta la valiosa costra que cubre el desierto, objeto de codicia de todos, de disputas fronterizas al principio, de compromisos incumplidos después y de una guerra al fin.

   En 1856 Chile y Bolivia inician conversaciones para delimitar la frontera que separa ambos países en el desierto de Atacama, cuya única agua es la salada del Océano Pacífico que lo limita por Poniente.

   En esos negocios están cuando ambos países y Perú se alían contra España. Navegan por aquellas aguas buques españoles en misión científica cuando llegan a ellos noticias de hechos que afectan a súbditos españoles en Perú. Una serie de malas interpretaciones, injustas acusaciones y desairadas respuestas complican las cosas. Un cambio en la presidencia peruana anula el tratado firmado con España, y Chile y Perú declaran la guerra a la antigua metrópoli, que ha tomado las islas Chinchas como medio de presión. Más barcos llegan en apoyo de los españoles, Casto Méndez Núñez gobierna la fragata Numancia. Es enviado para mandar la flota tras el suicidio del almirante Pareja; pero en lugar de arreglarse las cosas, empeoran hasta no tener solución por las palabras.

   “La Reina, el Gobierno, el país y yo preferimos más tener honra sin barcos, que barcos sin honra" dirá Mendez Nuñez en frase mítica; y se oyen cañonazos que atronan primero sobre Valparaiso en Chile y sobre Cuzco, en Perú, después, en una guerra que no sirvió para nada más que para destruir dos ciudades, llevar a pique algunos buques y dejar cientos de muertos. Terminada por la conveniencia en su frente común con España la alianza entre Chile y Bolivia, vuelven ambos países a negociar sus fronteras en el desierto de Atacama, única salida boliviana al mar, y ahora objeto de codicia por los yacimientos de salitre hallados.


   Bolivia asegura poder acreditar sus derechos territoriales hasta el paralelo 25º. Chile afirma lo mismo hasta el 22º. Por fin alcanzan un acuerdo. Establecen la frontera en paralelo 24º de latitud Sur, y que ambos países se repartirán por partes iguales los derechos de explotación de los yacimientos minerales. Pero el espíritu emprendedor de los chilenos y la fuerza de su capital frente al nulo empuje boliviano y precariedad de su economía, permite que el desierto quede habitado por los primeros, que encuentran nuevos yacimientos, en especial el de Antofagasta, ciudad situada al Norte del paralelo 24º, en la zona boliviana por tanto. A la envidia que esto produce en Bolivia sigue la suspicacia de Chile. La ambigüedad del tratado de 1866 sólo sirve para que las desconfianzas aumenten. Chile, con grandes inversiones en territorio de soberanía boliviana, promueve unas nuevas negociaciones. Finalmente se llega a un acuerdo. A cambio de la renuncia definitiva por parte de Chile al norte del paralelo 24º, Bolivia se obliga a la congelación de los gravámenes fiscales de cualquier tipo sobre las exportaciones de guano y salitre durante veinticinco años, hasta 1899.

   Tampoco Perú, antiguo aliado frente a los españoles en 1866, queda al margen del asunto. Limítrofe su Sur con el desierto de Atacama, ve con preocupación la expansión de las empresas chilenas por el desierto, que suponen un serio rival a sus propias exportaciones de salitre, pues agotándose los yacimientos de guano de las islas Chinchas, las mismas ocupadas por los españoles en la guerra común, se dedica la explotación de su salitre en el continente. Mas los excesivos impuestos lo hacen poco competitivo. Un impuesto al salitre de Atacama exportado por Chile sería un salvavidas para Perú, que anima al gobierno boliviano a ello. A Bolivia le agrada la idea, está empobrecida, su gente protesta, pero Bolivía sola no tiene fuerza, y tiene un compromiso que debe cumplir durante 25 años.

   El 11 de febrero de 1878, tras firmar secretamente un tratado defensivo con Perú, Bolivia aprueba un decreto que impone un impuesto de diez centavos por quintal de salitre exportado, contrario a lo pactado en el artículo 4º del Tratado de 1874. Chile protesta. Las conversaciones duran varios meses. Fracasan. En octubre Bolivia ratifica el decreto, que decide aplicar con efectos retroactivos. Reclama cuatrocientos cincuenta mil pesos de atrasos y fija para el 14 de febrero de 1875 el plazo para dicho pago, advirtiendo que de incumplirse sus exigencias las minas de los empresarios chilenos serían requisadas. La respuesta es inmediata. Chile moviliza su ejército y su escuadra se hace a la mar.

   Como el Tratado de 1874 contemplaba en caso de divergencias entre ambos países la mediación de un tercero neutral, Bolivia propone el arbitraje de Perú, mas pronto se descubre la parcialidad peruana y Chile denuncia el Tratado, reivindica la frontera anterior al mismo y envía tropas que toman Antofagasta. La guerra ya resultaría inevitable y el conflicto fronterizo, aun terminada la guerra, sin resolver.
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EL CORTO MANDATO DEL PRESIDENTE GARFIELD

   Al amanecer del 2 de julio de 1881 James Abram Garfield, vigésimo presidente de los Estados unidos de America se preparaba, tras despachar los asuntos más urgentes, para tomar el tren en la estación de Baltimome-Potomak de Washington y asistir a la ceremonia de graduación en el Williams College, en Massachusetts, donde él mismo se había graduado en 1856.

   Ese mismo día, casi a la misma hora y en la misma ciudad, Charles J. Guiteau salía de su domicilio de la calle 17, se detuvo en una plaza próxima a su domicilio ante un limpiabotas que sacó lustre a sus zapatos, y continuó camino de la estación de Baltimore-Potomak en la calle 6ª. Había cargado en su domicilio un revolver Bulldog del calibre 44, que ahora, camino de la estación, ocultaba bajo sus ropas

   Hacia las nueve y media de la mañana de aquel caluroso día de verano, llegaba a la estación el presidente Garfield con dos de sus hijos, acompañado del Secretario de Estado Blaine y un detective de escolta. Vieron en ese momento como el tren en el que debían embarcar se detenía y se dirigieron hacia él caminando por el andén.

   Mientras, Charles J. Guiteau, que había llegado minutos antes a la estación, estaba apostado en una esquina del vestíbulo, vio la llegada del presidente, abandonó su observatorio, se acercó decidido tras los pasos del presidente Garfield, sacó el revolver Bulldog calibre 44, apuntó sobre el cuerpo del presidente Garfield y descerrajó dos disparos que impactaron en un brazo y en la espalda del presidente.

   Aunque Charles J. Giteau trató de huir, no lo consiguió. Al ser detenido, justificó su acción invocando como causa un mandato divino. Mientras, el presidente Garfield, que sufrió un desmayo, era atendido por los doctores Townsend y Bliss en la misma estación, quienes consiguieron reanimarlo con espíritu de amonio. Luego fue trasladado a la Casa Blanca. Allí empezó un auténtico calvario que habría de durar noventa y un días.

Sello de 1922 del vigésimo presidente de los EE.UU.

   Al ser reconocido, se advirtió que la herida del brazo carecía de gravedad, no así la causada por la bala que le había penetrado por la espalda, cuya localización se desconocía. Para aliviar los dolores de sufría en las extremidades y en el lado derecho del escroto, el doctor Bliss, su médico personal, que ya le había asistido en la estación, le administro morfina, mientras el resto del equipo médico llamado para atender al presidente comenzó la exploración de la herida. El doctor Wales, médico de la Armada, para averiguar la ubicación de la bala y el alcance de las lesiones introdujo su dedo desnudo por el orificio de la herida sin que lograra alcanzar el fondo; lo mismo hizo el doctor Hoodward que, más decidido, profundizó lo suficiente para descubrir la fractura de undécima costilla, aunque tampoco localizó la bala. Otros miembros del equipo médico repitieron la operación sin otro resultado que agrandar la herida.

  Dos días después del atentado llegan los doctores Hayes Agnew y Frank Hamilton, considerados los mejores cirujanos del país. Inspeccionan de nuevo la herida, pero aunque tampoco descubren dónde se ubica la bala, consideran correcto el tratamiento recibido por el presidente hasta entonces. Sólo se puede hacer una cosa: esperar.

   En los siguientes días el estado del presidente mejora. La fiebre ha cedido de modo apreciable, los dolores han desaparecido y tolera los alimentos. Todo el ciclo digestivo se desarrolla con normalidad, prueba clara, piensan, de que no ha sido dañado el aparato digestivo. Renacen las esperanzas. Pero conforme transcurren los días surgen complicaciones, la herida comienza a supurar, está infectada. Se procede a drenarla superficialmente en la primera ocasión, mucho más profundamente en otra posterior, expulsando en ambos casos gran cantidad de pus. El herido, además, ha dejado de comer, ha perdido mucho peso y mantiene una fiebre alta de tipo séptico. El pesimismo cunde entre todos. Es preciso encontrar la bala, la causa de todo mal, piensan los galenos.

   Para ello el doctor Bliss se pone en contactó con Alexandre Graham Bel, ya famoso y muy reputado por sus inventos, que había ofrecido su balanza de inducción para tratar de localizar la bala alojada en el cuerpo de presidente. La balanza de inducción era una especie de detector de metales probado por Bel en voluntarios heridos de bala con resultados esperanzadores. En dos ocasiones se sometió al presidente Garfield a las pruebas con dicho ingenio, pero el aparato que indicaba la presencia del metal no era capaz de indicar la ubicación del mismo(1).

   A finales de agosto la glándula parótida derecha del herido se inflama, provoca la parálisis facial en ese lado del rostro del presidente. Una punción libera gran cantidad de pus. También el oído empieza a supurar. Puesto que el calor de Washington resulta insoportable, se decide, para atenuar su sufrimiento, el traslado a su casa de New Jersey, cerca del mar. Allí mejora levemente de lo que no tiene remedio. Una bronconeumonía complica las cosas. A los pocos días entra en coma. Nada se puede hacer ya, y el 19 septiembre, 91 días después del atentado el doctor Bliss certifica la muerte del vigésimo presidente de los Estados Unidos de América. Había ejercido su cargo durante 210 días.

(1) Con posterioridad se sabría que la causa de aquella imprecisión de la balanza de inducción utilizada para localizar la bala, se debió al colchón de la cama presidencial. Era un colchón de muelles, novedad de la época que muy poca gente tenía, y que distorsionó todas las medidas de aparato de Bel.
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EL TACTO Y LA CARICIA

   Llegó a mis manos “El tacto y la caricia” de Ana María Ferrin de forma un tanto casual e inesperada, tan casual como fue el nacimiento del propio libro.

   Había leído varios artículos suyos, sobre temas variados, en su blog “Gaudí y algo más”, y allí supe de sus artículos en Historia-16 y de alguna de sus otras publicaciones, pero al poner mis manos en el teclado para escribir unas líneas sobre su libro, he tenido una primera duda: no saber si hablar de José María Subirachs, el biografiado, o del libro de Ana María sobre el escultor barcelonés, recientemente fallecido. Finalmente he optado por dejarme llevar por impulsos desordenados y hacer comentarios, ora sobre el artista y su obra, ora sobre la autora del libro y la suya. Quizás la forma menos ortodoxa, pero más sincera de escribir sobre el libro de Ana María.

  De Subirachs hay quien opina que no está suficientemente reconocido, yo soy uno de ellos, pues aun conociendo su existencia, poca cosa sabía de su obra y su peripecia vital hasta ahora; otros posiblemente piensen que lo está en exceso, pues vertieron duras críticas contra el escultor en el pasado. Es posible que fuera la envidia, como diría el propio artista, la razón; y yendo más allá, si quisiéramos conocer la causa de aquélla encontráramos que fue el espíritu libre del artista y los logros que sabían la posteridad le reconocerá.

   Porque más de veinte años semirecluido, por propia voluntad, en un apartamento en el mismo recinto que la obra que iba creando es algo de lo que pocos pueden presumir, porque pocos son capaces de soportarlo. Todo se le criticó entonces cuando, dedicado en la madurez a la misión que él mismo se impuso en “La Sagrada Familia”, hizo lo que desde Cellini, quinientos años atrás, en su célebre Cristo, hoy admirado en el Escorial, nadie se había atrevido a hacer.



   Leo en el libro de Ana María que Subirachs, sometido al cuestionario Proust en cierta ocasión, dijo ser la impaciencia su mayor virtud, pero también su defecto más notorio, extraña respuesta para quien durante una cuarta parte de su exitencia anduvo pacientemente inmerso en la gran obra de su vida, seguramente por la que en los tiempos venideros será conocido y reconocido. Mas pese a sus evidentes triunfos, no todo el mundo creyó en él. Sí lo ha hecho, y mucho, o al menos ha tratado de comprenderlo,  la autora de “El tacto y la caricia”, que es una biografía del artista, pero no sólo eso, pues es también un catálogo de sus obras, un mosaico de personajes que lo conocieron y sobre todo el libro de una escritora ilustrada.

   Y como libro pleno de erudición es posible que no alcance un puesto en la lista de los best-seller, pero sí merece tener la consideración que tienen los libros académicos, pues esta monografía sobre José María Subirachs parece imprescindible para quien quiera saber algo en profundidad sobre, posiblemente el único escultor contemporáneo autor, casi al estilo medieval, de la imaginería de la fachada de una, aunque no lo sea en sentido estricto, catedral. Mas no se crea nadie que con esto resulta un libro aburrido, difícil o pedante. Nada de eso. Decía Goethe que hay libros que no parecen escritos para que el lector aprenda algo, sino para que se sepa que su autor ha aprendido algo. No es el caso de este libro, que está hecho para aprender.

   Y tampoco se crea que el libro, plagado de amenas anécdotas personales del propio artista y de algunos de los personajes que le trataron, contadas por los propios protagonistas a la autora en las muchas entrevistas mantenidas, con ser todo lo dicho, olvida el alma del personaje, sus creencias, sus miedos y hasta sus obsesiones insospechadas o no tanto. Un detalle: la casi obsesiva presencia de escaleras en muchas de sus obras: peldaños, escalones sueltos puestos boca abajo, ¿algo misterioso o esotérico? ¿pretexto argumental de una gnosis personal o simplemente trauma por la muerte de la madre al caer por unas escaleras? También ahí llega Ana María, que sube y baja por los peldaños internos del escultor, los que llevan del corazón a la cabeza, deteniéndose en el camino ante cualquier detalle que su perspicaz mirada encuentra. 


   Y para terminar otro detalle sobre el libro, sobre su continente, que sin pasar desapercibido, puede resultar ignorado, y que hace justo honor al título. Mientras el lector lo tenga apoyado sobre la palma de su mano por el lomo podrá sentir con sus dedos la rugosidad de sus tapas, el tacto y la caricia, recuerdo siempre del hacer de un escultor sobre la piedra, términos que con otras acepciones se pueden aplicar a la obra de Ana María sobre el escultor Subirachs: hecha con respeto y cariño. 
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LA VIRGEN DE LA CUEVA DE ALTURA

   ¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la cueva…! Así comienza una antigua canción infantil cuyo origen es tan incierto como dudosa la ubicación de la cueva en la que se halla la Virgen a la que se invoca. Una de las muchas cuevas santuario que se atribuye dicho honor es la Cueva Santa de Altura, en la provincia de Castellón.

   La cueva, conocida desde tiempos ancestrales, comenzó a ser visitada para rendir culto a la Virgen cuando, según es tradición, a principios del siglo XVI un pastor que se refugiaba en ella de un temporal encontró la figura de una Virgen tallada en yeso un siglo antes, según es creencia, por Bonifacio Ferrer, hermano de San Vicente, muy aficionado a tales menesteres artísticos del que se dice había vaciado un molde en el que realizaba copias de la imagen para ofrecerla a los pastores de la comarca para que, llevándolas consigo en sus zurrones, pues eran de escaso tamaño, las veneraran y les protegiesen de los peligros del monte.  Los favores prestados y milagros hechos por la Virgen de la Cueva Santa pronto alcanzaron fama. En 1571 Juan Montserrate Escario, desterrado del vecino pueblo de Jérica por la lepra que padecía, se refugió en la cueva con su mujer Isabel Martínez, quien lavó sus llagas con el agua que gotea del techo de la gruta y rogó a la Virgen aliviase a su esposo del mal. Pocos días después Juan sanaba por completo, y la Virgen comenzó a ser muy reconocida y visitada. Se comienza en aquellos tiempos a recurrir a Ella en rogativas cuando la sequía marchitaba campos y agostaba fuentes y, como se vieran cumplidas las súplicas de los fieles, no se tardó mucho en construir una capilla en el fondo de la gruta a más de veinte metros de profundidad.





   La devoción por esta Virgen, lejos de atenuarse, creció con el tiempo. En 1725 una pertinaz sequía agrietaba los suelos de toda la región. La Virgen fue trasladada a la catedral de Segorbe. Una gran procesión con gentes llegadas de todos los lugares acudió a la rogativa. Hizo, al parecer, caso la Virgen a los ruegos y el día 27 de febrero amaneció lloviendo y la sierra se cubrió de un tupido manto de nieve. Una vez más la Virgen de la Cueva Santa velaba por sus fieles.

   Pero no se piense que el devenir de la gruta y su Virgen, patrona de los espeleólogos, ha sido un camino de rosas. En 1917 el obispo Amigó decretó el traslado del cuerpo de fray Bonifacio Ferrer desde la catedral segorbina, en donde se hallaba desde su descubrimiento pocos años antes en las ruinas de la cercana cartuja de Vall de Christ, hasta la gruta, mas poco duró su descanso en el fondo de la sima sagrada. En 1936 sus restos fueron profanados  y sus cenizas aventadas, mientras la talla de la Virgen fue hecha añicos y los fragmentos dispersos.

La Virgen de la Cueva Santa de Altura. Reproducción
en su capilla de la iglesia de Santa Catalina de Valencia.

   Años después una familia valenciana donó una imagen, copia idéntica de la robada, propiedad de su familia desde los tiempos del fraile cartujano, según dijeron, pero fatalmente en 2011 ésta fue robada, sin que hasta el momento haya sido recuperada.
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