EL OTRO CURA MERINO

   Martín Merino Gómez había nacido en Arnedo, en 1789. En 1813 tomó los hábitos e ingresó en la orden franciscana, pero no tenía buen carácter y su mal genio no tardó en manifestarse. En Santo Domingo de la Calzada comenzó a indisponerse con sus hermanos de claustro. No es fácil saber si fueron sus compañeros los que acabaron hartos de Martín o éste cansado de la vida conventual, lo que sí se sabe es cómo se despidió del abad: “Quédese en paz con su rebaño, que yo, si no puedo ser en otra parte un gran político, tendré la vanagloria de ser otro Lutero”, toda una declaración de intenciones.

   Esto y sus tendencias políticas liberales, pues, le obligaron a huir de España tras el trienio liberal. Una parroquia en Burdeos lo mantuvo ocupado hasta que en 1841, ya en España, vino a establecerse en Madrid, en la iglesia de San Sebastián.

   En la capital discurren sus días. Vive de decir misas por los difuntos y prestar dinero a las viudas pobres a un interés muy poco caritativo; y esto, porque parece que en 1843 le había tocado la lotería. Cinco mil duros fueron suficiente capital para ejercer de prestamista desaprensivo; pero la falta de caridad hacia sus deudores se la tomaban éstos por su cuenta, hasta el punto que pocos devolvían los réditos del capital prestado y aún el propio principal. De su poco ejemplar vida da cuenta el hecho de vivir en un mísero cuarto, en marital convivencia con su ama de llaves, en la calle del Infierno, donde algo de ese nombre se le adhirió al alma y el 2 de febrero de 1852 sintió una llamada muy distinta a la recibida cuarenta años atrás, cuando el traje talar se convirtió en el uniforme de su hacer.

   Aquel dos de febrero la reina Isabel, que mes y medio antes había tenido su primera hija, Isabel Francisca, acaba de oír misa en la capilla del Palacio Real. La gente, el pueblo de Madrid, la espera en la calle, y aún dentro de palacio, para aclamarla y felicitarla por el reciente alumbramiento. Precisamente éste era la causa de los oficios en palacio y de los que se iban a celebrar instantes después en la basílica de la Virgen de Atocha. Acompañan a la reina, su madre María Cristina, el rey Francisco de Asís,  los duques de Montpensier, el nuncio del papa, el Arzobispo de Toledo... También la recién nacida, la infanta Isabel Francisca, llevada por una de las camareras de la reina, la marquesa de Povar, se encuentra en el lugar.

   Viste la reina aquella mañana muy elegante contaron las crónicas después que lucía un traje de terciopelo verde y sobre él, manto carmesí, reflejando en su rostro la hermosura de sus veintiún años y la felicidad de su recién estrenada maternidad.

   De pronto, entre la multitud que se agolpa, un fraile se destaca, se aproxima a la reina y se inclina. Parece que realiza una reverencia ante su soberana, que va a pedirle algo, a entregarle una carta, mas sin que nadie pueda impedirlo, el fraile empuña un fino cuchillo que lleva oculto bajo la sotana, se abalanza sobre la reina y clava el acero en el cuerpo de Isabel. Hacer esto Merino y saltar sobre él los alabarderos que la protegen es todo uno, pero el daño ya está hecho. Merino es reducido y la reina con sus ropas ensangrentadas sujeta por los acompañantes que impiden se desplome.

Isabel II 
   
   Mientras Merino es dominado y a duras penas salvado de un inmediato linchamiento, la reina es llevada a sus aposentos. Los doctores Sánchez, Drument y Solís, con sumo cuidado examinan las heridas. El alivio es general. Aunque las lesiones podrían haber sido fatales,  el bonito terciopelo y, sobre todo, el rígido corpiño que rodea la figura de la reina le han salvado la vida. Como una segunda capa de costillas, las ballenas del corsé han detenido la afilada punta que el fraile demente empuñó. Los médicos, aunque sin comprometer un pronóstico, redactan un parte relativamente tranquilizador: “A la una y cuarto de esta tarde al salir S.M. la reina nuestra señora de la real capilla y al pasar por la galería derecha ha recibido una herida que, después de haber rozado en el antebrazo derecho, se encuentra en la parte media anterior y superior del hipocondrio del mismo lado la cual tiene siete a ocho líneas en su diámetro transversal”.

   Al mismo tiempo que los médicos cuidan de la reina, Merino es interrogado. Se trata de averiguar si ha actuado por su cuenta o por mandato de otros. El fraile, en continua exhibición de mal genio, da muestras de su mal carácter: grita que ha actuado solo y se muestra orgulloso de su “hazaña”. Pronto se llega al convencimiento de que es un demente. Aún así, su futuro esta escrito. La pena de muerte es el castigo que un tribunal constituido el día 5, tres después del atentado, le impone: “Fallamos que debemos condenar y condenamos al reo Martín Merino y Gómez, por el delito de atentado contra la vida de la reina Su Majestad doña Isabel II, a la pena de muerte en garrote vil y a ser quemado el cadáver y aventadas sus cenizas.”

    La Iglesia también toma parte en el asunto. Siendo uno de los suyos, antes de entregarlo al poder civil, se prepara una ceremonia para cumplir con las leyes canónicas: se le afeita la cabeza para eliminar la tonsura y se le despoja del hábito; pero no se olvida de él. Le insta al arrepentimiento y pide clemencia al brazo secular al que lo entrega. También la reina solicita perdón para su agresor. No lo obtendrá éste. Ni el propio condenado lo reclama ni las autoridades piensan concederlo. El día 7 de febrero, sobre un asno, entre insultos, lo conducen al cadalso. A las doce del mediodía, a la misma hora en la que Merino trató de privar de vida a la reina Isabel, el garrote le espera.  Apunto de ser ajusticiado pide hablar. Sobre los gritos del gentío vuelve a decir que sólo él es el responsable de aquello. Ni una palabra de arrepentimiento. 
 
   Y aún aseguran que dedicó palabras de desprecio al pueblo que le insultaba, mientras el verdugo giraba el tornillo y el silencio, que siempre se impone cuando la vida cede el paso a la muerte, se adueñaba de la plaza.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. HUESCA

  Como le ha sucedido al viajero con otras ciudades de poca fama, cuando llega a Huesca no está seguro de lo que la visita puede dar de sí. Y como otras veces, comprueba que cualquier lugar guarda secretos que pueden hacer de la visita un gran descubrimiento. Aunque contar lo siguiente sea empezar por lo más reciente, el viajero lo hace por ser lo primero que ha visto. Ha entrado en la ciudad y camino del centro circula por la calle del Parque, toda cubierta por la sombra de enormes plátanos que a principios de septiembre aún están cuajados de verdes hojas. En el parque que limita la calle por uno de sus lados están las famosas pajaritas de Ramón Acín.

  Este escultor, dibujante y pintor nacido en el siglo XIX y muerto en el XX, de notoria trayectoria libertaria, fue fusilado en el mes de agosto de 1936 en el patio de la comisaría de policía de Huesca en la calle Coso Alto; pertenecía al grupo de los krausistas, aquella doctrina hermana del regeneracionismo, que trataba de fomentar un renacimiento de la sociedad a través de la educación. Y como ejemplo de la sinceridad de sus convicciones, no tuvo mejor idea –y vaya si fue buena que  dedicar un monumento a la infancia. Dicho y hecho, con material reciclado, en 1928, realizó dos pajaritas metálicas, auténticos emblemas de la ciudad hoy, que el viajero ve en el parque Miguel Servet, en los antiguos Jardines del palacio de Lastanosa. Del palacio no queda nada, fue demolido en 1894, pero de sus antiguos dueños sí. El viajero sabe que en la catedral hay una capilla con los retratos y los mausoleos de alguno de los más insignes de esta casa.

Las pajaritas de Ramón Acín

  Si de lo más reciente el viajero ya ha contado algo, de lo sucedido en tiempos más lejanos se ocupará ahora. Huesca es ciudad pequeña, en la que todo está a mano. Dos o tres horas dicen que es suficiente para visitarla y quedar satisfecho de ver lo que la ciudad ofrece: la Iglesia de San Pedro el Viejo, la catedral, la antigua universidad o la basílica de San Lorenzo.

  Pero el viajero a menudo insaciable, que tiene tiempo sobrado, se toma ese tiempo multiplicado varias veces y ve esto y otras cosas de interés.

  De la iglesia de San Pedro el Viejo, el viajero comprueba lo que ya sabía, que es preciosidad del románico en la que, en capilla aneja al claustro, guardan los oscenses los sepulcros de Alfonso I el Batallador y Ramiro II el Monje. De éste rey,  el viajero sólo dirá que además de sepulcro en esta iglesia, en el ayuntamiento existe un magnífico cuadro de José Casado del Alisal, en el que el autor representa el famosísimo episodio de la campana de Huesca; y en el edificio de la antigua universidad una sala donde dicen sucedió todo(1) .  

Huesca. Antigua universidad. (Ver cuadro de Casado del Alisal aquí)












  
  En la catedral, un impresionante retablo de Damian Forment deslumbra sobre todo lo demás. Se cuenta que el cabildo de la catedral oscense, en rivalidad con el de Zaragoza, encargó al maestro valenciano un retablo que hiciera sombra al hecho por el mismo Forment en El Pilar zaragozano. El viajero que ha visto los dos no va a decantarse por ninguno, porque de hacerlo no haría otra cosa que quedar mal con una u otra ciudad, y además, siendo justo con la elegida, sería injusto con la otra; pero sí dirá que el propio escultor debió quedar bien pagado de su obra cuando, a modo de firma, se colocó a sí mismo en una de las esquinas del retablo. Afirmación, sin duda, del orgullo que sintió al verlo terminado.

Autoretrato de Damián Forment. Capilla mayor de la catedral de Huesca
  
  Muchas más cosas enseña la catedral al viajero curioso: una la capilla donde están frente a frente los retratos de dos Lastanosa, Vincencio Juan y Juan Orencio, que vivieron en el siglo XVII, el primero: noble, erudito, mecenas y gran coleccionista de obras de arte; el segundo canónigo de la Seo oscense; y otra, subiendo las acaracoladas y angostísimas escaleras de la torre, la panorámica que en trescientos sesenta grados nos muestra todo lo que rodea la ciudad y ésta misma.

  Al viajero le va quedando tan poco tiempo como lugares en el que emplearlo, pero antes de comprar algo de los famosos caldos de Somontano acude a conocer lo que casi nadie va a ver: el convento y la iglesia de San Miguel. De que casi nadie va allí da fe el hecho de que el viajero lo encuentra cerrado, pero con aviso de que se puede visitar de cuatro a seis de la tarde. Entra en el zaguán del convento y pulsa el timbre que hay sobre el torno. Al momento una monja dice al viajero que enseguida otra hermana le dará paso a la iglesia. Es la hermana María Pilar que, toda amabilidad y dulzura, entrega al viajero un tríptico y contesta a sus preguntas. Dice que son once las hermanas que mantienen aquello, que hará unos treinta años que se quitó el yeso que cubría paredes y bóveda y que ha dejado un templo gótico a la vista de quien lo visita, que está bajo la advocación de San Miguel, y que por ello todo el mundo en Huesca, y aún fuera de ella, al hablar de su convento lo llaman como el de “Las Miguelas”.

  Al salir el viajero vuelve a sus pensamientos anteriores y recuerda haber leído que Huesca tiene el honor de tener el ultramarinos más antiguo de España aún abierto al publico. El viajero leyó también que tiene una interesante decoración y que venden todo tipo de productos propios de esa tierra y de otros lugares. El viajero va a la plaza del Mercado a verlo y comprueba que debe ser cierto esto de ser el decano de los “ultramarinos” porque luce escrito junto a su nombre, “La confianza”, en toldos y fachada, el año 1871, el de su inauguración por Hilario Vallier, un francés que lo dedicó a la venta de sedas y tejidos. Más tarde daría pleno sentido con sus mercaderías al ramo al que, hasta hoy, pertenece. Algo del afamado vino de Somontano, para él y para regalar, comprado en la bodega que el propio establecimiento tiene en el sótano del edificio se lo lleva el viajero como recuerdo y para dar futuro gusto al paladar.

(1)El relato de esta famosísima leyenda fue contado en el artículo “De las campanas” donde se puede ver la fotografía hecha por el viajero del cuadro de  Casado de Alisal.

Nota: Para los interesados en el personaje de Vincencio Juan Lastanosa ha sido publicada una interesante serie
 sobre él, su familia y las relaciones de aquél con don Juan José de Austria en el blog Reinado de Carlos II, y cuyo enlace  al primer capítulo puede seguir aquí.
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UNA GUERRA INÚTIL

    La España de los espadones está llena de actos de propaganda. En 1859 España entra en guerra. No es la Nación la que lo quiere, ni siquiera la que lo necesita. La situación económica ha ido mejorando mucho desde 1854 y durante esta década moderada hay buenas esperanzas. O’Donnell, un general prestigioso, antiguo golpista, como lo fueron otros antes también y lo serían ellos mismos y otros después, piensa que es un buen momento para que España recupere viejas glorias. Piensa que esto unirá a la Nación y afirmará entre las potencias europeas coloniales y encumbradas la presencia de otra, la nuestra, en franca decadencia internacional desde la pérdida de su imperio americano, drásticamente reducido apenas cuarenta años atrás. El pretexto para declarar la guerra apenas puede tenerse en cuenta, pero eso es lo de menos. O’Donnell está decidido, ha empezado a hacer preparativos tiempo atrás y todo está dispuesto.

    España tiene fijada la raya con Marruecos, alrededor de Ceuta, en virtud de un tratado firmado en 1845, pero no parece suficiente el territorio asignado. El ejército comienza a construir una casa fuerte más allá de los límites establecidos, en la zona neutral, pero todo cuanto los españoles construyen durante el día, durante la noche es destruido por los marroquíes. Ya hay causa para la guerra, eso y que una mañana los españoles ven que no sólo ya no está en pie lo que dejaron hecho la víspera, sino que el escudo de armas que separaba ambos territorios había sido dañado. España pide una reparación y Marruecos, que no quiere la guerra o quiere ganar tiempo, pide una tregua. No la habrá.

    A Marruecos va él, Leopoldo O’Donnell, jefe del gobierno de España y General en Jefe del ejército en Marruecos, y buena parte de los generales de mayor prestigio, pero antes se despide de la reina Isabel. Le promete el general la entrega en cuerpo y alma del bravo ejército español en cumplimiento de su deber. La reina, muy en su puesto, contagiada de patriotismo,  contesta al general: “Leopoldo, si yo fuera hombre te acompañaría”.
En la despedida está también el rey Francisco de Asís. Dice éste: “Y yo, O’Donnell, y yo”.

    Entre los generales que se desplazan a África hay un catalán de Reus, se llama Juan Prim, es general, conde de Reus y después de su intervención, marqués de los Castillejos y Grande de España, porque fue en Castillejos, donde gano fama de héroe.

    En este lugar, tan próximo a Ceuta, en el camino hacia Tetuán, objetivo de la campaña, se libra la primera gran batalla. No habían ido mal las cosas en los primeros momentos y los marroquíes se habían retirado, habían vuelto a atacar y a retirarse de nuevo. Pero aquello no era más que un espejismo, reorganizados, en enorme número atacan otra vez, causando los disparos dolor y muerte. Prim toma la enseña que sostiene el abanderado y grita:

  “Soldados, podéis abandonar esas mochilas porque son vuestras, pero no podéis abandonar esta bandera, la de la Patria. Yo voy a meterme con ella en las filas enemigas. ¿Permitiréis que el estandarte de España caiga en poder de los moros? ¿Dejaréis morir solo a vuestro general? ¡Soldados! ¡Viva la Reina!”.

    Tras el éxito y la victoria, el camino hacia Tetuán queda despejado. En las proximidades de Tetuán, el 4 de febrero de 1860, se libra la siguiente batalla. La resistencia marroquí es grande, el terreno pantanoso es una trampa para los españoles, pero Prim está allí, otra vez, en cabeza. Sable en mano, dicen que al verlo, los enemigos, que lo recuerdan, huyen. Tetuán cae. El día 6 a las diez de la mañana la bandera española ondea en la ciudad rifeña.

Detalle del mausoleo de Leopoldo O'Donnell y Joris.
Iglesia de las Salesas Reales. Madrid.

    Todo parece haber terminado. El príncipe Muley-el-Abbas, hermano del sultán, reconoce la derrota. Se reúne con O’Donnell, y le acompaña un ministro del sultán, Jetib. Un testigo de excepción, Pedro Antonio de Alarcón, está presente también y dará cuenta de lo que allí sucede, como también había dado cuenta de los detalles en el campo de batalla. Da la impresión de que las condiciones impuestas por España son aceptadas todas, hasta que en uno de los puntos se dice que Tetuán quedará bajo la soberanía española. Un gesto del príncipe hace saltar al ministro:
  ─ Nunca. Tetuán es marroquí. Antes de dejarla en manos españolas morirán todos los marroquíes por ella.
  ─Pues morirán ─grita O’Donnell mientras se levanta airado con intención de abandonar la reunión─. España la ha ganado en el campo de batalla, la reina la quiere y aquí estoy yo para que así sea.

    Es entonces cuando interviene el Príncipe. Pide al general que se quede, que reconoce la victoria de sus tropas, que es posible llegar a un arreglo. O’Donnell se queda. Escucha. Pide entonces Muley-el-Abbas dos días de plazo para contestar y se escusa diciendo que el sultán, su hermano, no comprende así las cosas, pero que hablará con él. O’Donnell mueve la cabeza, no piensa dar tiempo a que Muley-el-Abbas reorganice sus fuerzas. El general condescendiente con la prudencia del Príncipe no lo es tanto con el ministro Jetib. Se enfrascan otra vez:
  ─Tetuán es ya y seguirá siendo española. La imprudencia y la arrogancia no os llevará más que a un desastre mayor. Si estamos en Tetuán, también podemos estar en Tánger.
  Jetib replica:
 ─El Sultán no consentirá nunca en vuestras pretensiones sobre Tetuán. Y de Tánger olvidaos, si no somos nosotros, otros os impedirán tenerla.
  ─ ¿Otros? Europa no moverá un dedo en contra de España, no os equivoquéis.

    Pero los marroquíes no se conforman con su derrota. Atacan. Tratan de recuperar Tetuán. Fracasan. España hace lo mismo, ataca también, pone la vista en Tánger. Nuevas batallas, la última en Wad-Ras, con victoria española. Marruecos capitula y España acepta la rendición. Le conviene. Por fin la guerra termina, pero sin tomar Tánger. Y se firma un tratado de Paz.

    De lo absurda que fue aquella guerra e inútil el sacrificio de los nueve mil muertos que quedaron en el frente o en los hospitales, víctimas del cólera, da cuenta el tratado de paz firmado el 25 de marzo.

    España amplía los límites de Ceuta, recibe la cesión del enclave de Santa Cruz la Mar Pequeña(1), que en realidad no podrá ser ocupado hasta que, en 1934, el coronel Capaz plante la bandera de la república en aquel territorio; se obliga a Marruecos al pago de una indemnización de veinte millones de duros, que será pagado a plazos, y se pondrá la plaza de Tetuán bajo la soberanía española,  temporalmente, ya que deberá ser devuelta en cuanto queden amortizados los pagos de la indemnización. Escaso botín que España aceptó a cambio de dejar muchas madres sin hijos y muchas esposas sin maridos. Pronto el júbilo de aquella aventura quedaría en el olvido.

(1) Santa Cruz de la Mar Pequeña cambió su denominación por el de Ifni al hacer efectiva su ocupación España, siendo fundada su capital con el nombre de Sidi Ifni. Poco duraría la presencia española. En 1957 Marruecos atacó el enclave recuperando buena parte del territorio, desértico en su mayor parte. España conservó la capital hasta que, en 1969, fue, finalmente, cedida a Marruecos.
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PORTENTOS

    Considerados como tradición por unos o como leyenda por otros, son recordados por creyentes o usados muchas veces en la literatura por escritores de cualquier pensamiento, porque las historias contadas forman parte de nuestra cultura, con independencia de lo sobrenatural que pueda suponer su veracidad.

    La dinastía merovingia fenece por su propia ineptitud, y los mayordomos de palacio, auténticos virreyes del pueblo franco, acaban asumiendo el poder. Provenían estos mayordomos, que fundarían la dinastía carolingia, de dos personajes poderosos, latifundistas, y muy influyentes en el reino franco de Austrasia. Se llamaban Pipino, apodado el viejo, y Arnulfo; y fue precisamente éste quien tras dejar la descendencia necesaria para asegurar la dinastía, tomó los hábitos y acabó convertido en obispo.

    Siendo obispo de Metz debía de tener un sincero sentimiento religioso del que la fe debió de ser puntal imprescindible. Se dice que Arnulfo, que se consideraba siervo humilde de Dios y pecador, se apoyó en su inquebrantable fe para lograr la santidad.

    Convencido de su condición de pecador, hizo penitencia y dejó en manos de Dios la absolución de sus pecados. Arrojó un anillo al río Mosela y declaró que no se consideraría absuelto de sus faltas hasta que el anillo volviera a sus manos. Pasó mucho tiempo. Cierto día, cuando los cocineros del palacio arzobispal de Metz preparaban la comida del obispo, al destripar un pescado que iban a cocinar, apareció el anillo. Fue llevado al prelado y éste, feliz, se consideró absuelto y ganada fama de santidad. Arnulfo murió en 640 y tiempo después sería santificado. Su festividad se celebra en la actualidad el día 18 de julio.

    De San Roque, unos ochocientos años después, no se puede asegurar con absoluta certeza que fuera francés, aunque la mayor parte de las fuentes apuntan que nació en Montpellier, sin embargo, sí se puede decir que es uno de los santos más celebrados. En España, muchísimos de sus pueblos celebran procesiones, romerías y actos de devoción el día dieciséis de agosto, en pleno periodo estival. Es entonces cuando se le puede ver fuera de las iglesias, sobre su peana, acompañado de su perro, el fiel animal que le ayudó, le llevó comida y le salvó de una muerte segura cuando enfermo de peste se había refugiado en una cueva para evitar el contagio a los demás. El can lamía las llagas del Santo y éstas poco a poco se cerraban. Antes y después de esto dicen que obró muchos milagros curando enfermos. Por eso, bien lo cuenta Camus en “La peste”, los apestados se encomiendan a su protección.

   Después del zarandeo festivo vuelve Roque a sus altares en las pequeñas iglesias de tantos pueblos españoles, en busca de reposo; pero ni allí lo encuentra.


   Unos ripios con entonación de pregón de pueblo hablan de ello:

                                Por orden del señor alcalde
                                se hace saber
                                que está prohibido
                                jugar a la pelota
                                en las paredes del templo.
                                Que al otro lado está San Roque
                                muy tranquilo con su perro
                                y el otro día a pelotazos
                                lo tiraron de su puesto(1).


    Dos siglos más deberían pasar hasta que, Fray Luis Beltrán, un dominico nacido en Valencia, hijo de notario, de salud quebradiza, se dedicó a los menesteres principales de la orden en la que ingresó: predicar. Primero en España, después en América.

Casa natalicia de San Luis Beltrán en Valencia











 
   En el Nuevo Mundo obró muchos milagros entre innumerables tribulaciones. Fue envenenado más de una vez, pero su “frágil” salud resistía la acción de cuanto tósigo se le administraba. Entre los muchos portentos que se dice realizó se conoce uno muy famoso y razón por la que se le representa en muchos cuadros e imágenes con un crucifijo entre las manos, con el extremo más largo con la forma de la empuñadura de una pistola. Resulta que las predicaciones de Fray Luis resultaban convincentes para muchos y esto debió resultar molesto o contrario a los intereses de cierto cacique. Éste no vio otra solución a la pendencia que atacar al predicador con su arma, una pistola con la que apuntó a Fray Luis; pero en el momento del disparo el arma se encasquilló. Fray Luis tomó el arma del agresor y al momento se la devolvió convertida en un crucifijo. Eso dicen que pasó.

(1) Coplilla que debe tener mucho tiempo. Me la recitó mi padre, que la oyó de niño en su pueblo. Y a saber cuanto tiempo tendría ya cuando él la escuchó por primera vez. 
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UN JUICIO MACABRO

   Viajamos en el tiempo, hacia el pasado. Atrasamos el reloj más de mil cien años, hasta el año 891. Estamos en Roma. Acaba de ser elegido papa el obispo de Porto, diócesis cercana a la capital Romana. Se llama Formoso y su reinado discurre entre pretendientes a la corona italiana. Uno de ellos es Guido de Spoleto. Coronado por el Papa a regañadientes, Guido deja, al morir, la corona a su hijo Lamberto. El papa Formoso, otra vez a regañadientes, corona al sucesor Spoleto; pero no está conforme. Busca un aliado, y lo encuentra en Arnolfo de Carintia, rey de Germania. Lamberto, enterado de la traición, apresa al Papa. El germano se presenta en Italia, destrona a Lamberto y se hace nombrar emperador por el Papa liberado.

    Pero, pese a tener una agitada vida, Formoso, no ha pasado a la historia sólo por lo hecho en vida, sino por lo que le hicieron una vez muerto.

    En 896, sucede a Formoso un nuevo papa, Bonifacio VI que, gotoso, sostuvo sobre su testa la tiara papal apenas durante quince días. Un nuevo papa le sucede. El elegido es Esteban, de ordinal sexto. Éste era uña y carne de Lamberto Spoleto y rival, en su tiempo, del papa Formoso. Lamberto entra en Roma y se apodera de la ciudad. Ahora, en 897, Roma está bajo el poder de los más feroces y rencorosos enemigos que Formoso tuvo en vida. Esteban ordena exhumar el cadáver del antiguo Papa. Va a ser sometido a un juicio sumarísimo: comienza el “Concilio Cadavérico”.

   El cuerpo putrefacto de Formoso es llevado ante el tribunal. Todavía provisto de sus hábitos pontificales es sentado y sujeto con una cuerda para evitar que se desplome. Dicen, quienes lo ven, que sobre las carnes que aún quedan pegadas a sus huesos está todavía el cilicio con el que se mortificaba en vida. El juicio comienza. Se le acusa de todo cuanto la ocurrencia de sus enemigos idea. Y es condenado, anulados todos sus actos realizados durante su reinado, desprovisto de sus insignias papales, y por fin  mutilado cortándole los tres dedos de la mano que usaba para bendecir. Sus vengativos acusadores, aún insatisfechos, arrojan el cuerpo a una fosa común para que la turba enloquecida acabe el trabajo. El corrompido cadáver es arrojado al Tiber, hasta que, aguas abajo, fue recogido por algunos seguidores del papa ultrajado.

    Puede que por casualidad, aunque los romanos lo atribuyeron a la obra del Espíritu Santo, el caso es que la basílica de San Juan de Letrán, que era usada como residencia del Papa,  se desplomó(1). Los romanos tornadizos en sus opiniones, que poco antes habían lanzado el cuerpo de Formoso al Tiber, ahora temerosos del Cielo, lanzaron su furia contra el Papa. Esteban fue detenido y encarcelado. Murió estrangulado ese mismo año de 897.

   Formoso, restituido en su honor, fue enterrado en San Pedro y cuenta la leyenda que las estatuas de San Pedro, en señal de homenaje, giraban sus cabezas al paso del cortejo, como si lo siguieran con la mirada.

(1) Hay constancia de que dicho templo se encontraba en muy mal estado.
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LEYENDAS NEGRAS

    La  mala fama que recae sobre individuos, familias o naciones es injusta la mayor parte de las veces, y sólo en ocasiones merecida. Promovida, muchas veces, por enemigos sin escrúpulos, su fin ha sido la de desprestigiar al rival.

    La leyenda negra que ensucia la memoria de la familia Borgia parte de sus envidiosos rivales: Julián de la Rovere, futuro Julio II, y de los Sforza, Ludovico el Moro, tirano de Milán y Juan, sobrino suyo, primer esposo de Lucrecia Borgia.

    No fueron, desde luego, los valencianos, afincados en Italia, un ejemplo de buenas costumbres. Es verdad que el Papa Alejandro VI procreó sin cesar cuantos hijos le reclamaba su apetito sexual; que su hijo César, sifilítico como una gran parte de la población de aquella época, fue un guerrero odiado por sus enemigos, y que su comportamiento sin escrúpulos hizo que Maquiavelo pensara en él como modelo de su “Príncipe”; y que Lucrecia, hermana de César, fuera tenida por mujer lúbrica y acusada de mantener relaciones inconfesables con su padre.

Alejandro VI. Basílica de la Virgen de los Desamparados. Valencia
   
   Pero Alejandro, jefe espiritual de la Iglesia, pero también jefe de los Estados Pontificios no hizo más ni peores cosas que las que hicieron quienes le denigraban. Se le acusa de promiscuo y lascivo, y es cierto que de Vannozza Cattanei tuvo gran descendencia; de mantener a Julia Farnesio como amante y darse a variados placeres, y ciertamente vivió rodeado de lujos,  pero no están probados los demás excesos libertinos de los que le acusan sus detractores; de estar por los asuntos terrenales más que por los de Dios, y así debió ser probablemente, pero nadie quiere recordar que de su cuello llevaba permanentemente colgado un relicario con una hostia consagrada para comulgar si la muerte se le presentaba sin aviso.

   A César se le acusó de dar muerte a su hermano, algo que no se pudo probar; más bien hay fundadas sospechas de que quienes le atribuyeron el fratricidio fueron los verdaderos asesinos de su hermano Juan. Y a Lucrecia se le atribuyó un carácter libertino y se le acusó de criminal asesina. Lo cierto es que la hija menor del segundo Papa Borgia fue un instrumento en manos de su padre y hermanos. Casó con los maridos que la política papal exigía: del primero de ellos, un Sforza, impotente, se separó. En el tribunal de anulación, Juan Sforza, que se negó a someterse a una prueba de virilidad, no dudó en acusar a Lucrecia de incestuosa y envenenadora; hecha la injuria, los enemigos de los Borgia la difundieron. Y sin embargo, Lucrecia murió a los treinta y nueve años durante el parto de un hijo de su tercer marido Alfonso de Este. Los últimos años comulgaba a diario y mortificaba su carne con un cilicio.
   
   Quienes infamaron a la familia Borgia y consiguieron que la leyenda negra se implantase como verdad, no fueron mejores que ellos. Como lo había sido Lucrecia, se acusó a toda la familia de envenenadora y de fabricar su propio tósigo. Decían que atiborraban a los cerdos de comida untada con arsénico para después apalearlos, y recoger las babas que arrojaban debido a la paliza que, cargadas de arsénico, eran un veneno letal.  La leyenda negra llegó a su punto de máxima aceptación en la época romántica del siglo XIX. Hoy todavía se mantiene, pero la Historia, va poco a poco, colocando a cada uno de los protagonistas en el lugar que debe ocupar.

  Mucho más general y perjudicial para España ha sido la “Leyenda Negra” antiespañola, que se difundió por toda Europa y después ha sido admitida en todo el mundo. Fue divulgada por Antonio Pérez, bajo el pseudónimo de Rafael Peregrino, en las “Relaciones”.


   El que fuera secretario de Felipe II ha huido de la justicia que le acusa de matar a Juan Escobedo, el secretario de don Juan de Austria. Escobedo había descubierto los amores de Pérez con
la Duquesa de Éboli, tuerta, pero atractiva mujer, viuda del antiguo paje del rey Prudente, don Rui Gómez de Silva. Escobedo amenazaba con desvelarlo y Pérez lo manda asesinar. Pero al fin es descubierto. Lo encierran. Logra huir. Llega a Francia, después a Flandes(1). Allí el clima antiespañol es grande. Guillermo de Orange había escrito contra España. Pérez, fugitivo y traidor le imita: llama a Felipe el “Demonio del Mediodía”, le acusa de matar a su esposa Isabel, de encerrar al infante don Carlos hasta matarlo también.
    

   España domina el mundo. Las maledicencias son creídas, aumentan en número y se difunden: el fuego de la Inquisición parece existir sólo en España, los conquistadores españoles en el Nuevo Mundo son tiranos ejecutores de genocidios. En los siglos siguientes se mantiene la leyenda. La Historia no es escrita por españoles. Los historiadores extranjeros hincan el diente en España. Exageran cuanto de malo hizo España, rebajan cuanto de bueno también hizo; pero pasan de puntillas por el fuego de Juana de Arco, a la que un Papa español, Calixto III, un Borgia, rehabilitó en el siglo XV; por la tortura inhumana a la que se sometió a Ravaillac, el asesino de Enrique IV de Francia; a la matanza de hugonotes en Francia, la persecución de católicos en la Inglaterra de Cromwell o las matanzas de indios norteamericanos, en el afán colonizador del oeste norteamericano. 
    
(1)Tras salir Pérez de Madrid, huído, disfrazado de mujer, llegó a Aragón, vecindad suya, fuera de la jurisdicción real, donde encontró el apoyo de los aragoneses y del Justicia Mayor Juan de Lanuza. La lucha de Felipe II con la justicia aragonesa por recuperar a Pérez no trajo otra cosa que el enfrentamiento y la nueva huida de Pérez camino de Francia. Lanuza fue detenido, ajusticiado y su cabeza colgada en la Puerta del Puente, de donde pendió hasta 1599, año en el que durante una visita a Zaragoza de Felipe III, éste ordenó retirarla del lugar en el que estuvo colgada durante ocho años.
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AVERÍGÜELO VARGAS

    Así le decía Felipe II a su consejero, don Francisco de Vargas Mejía, cuando necesitada saber el estado de algún asunto peliagudo. Francisco de Vargas había nacido en Madrid en 1484. De notable familia, fue persona de gran influencia en la corte, perteneció al Consejo de Castilla con el emperador Carlos I, del que fue mano derecha, y después sirvió a Felipe II. Con el “Rey Prudente” desempeño importantes misiones diplomáticas. Tantas veces fue requerido por el rey con dichas palabras para indagar y resolver todo tipo de cuestiones, que la frase acabó usándose en los escritos en los que se solicitaba un informe, y después acabó siendo adoptada por el lenguaje para expresar situaciones en las que es muy difícil conocer algo y no merece la pena el esfuerzo dedicado para averiguarlo. Pero don Francisco sí dio respuestas a las cuestiones que su señor le formuló y, tras larga vida de servicio a España, se retiró y murió en el convento toledano de Sisla en 1560.

Aposentos de Felipe II en el Escorial. Desde allí el Rey Prudente
dirigía los reinos españoles.

    Don Francisco de Vargas fue un alto funcionario del reino, y aunque se dedicara a investigar lo que se le ordenaba, a desempeñar misiones en el extranjero, no puede ser considerado un espía; sin embargo, con el paso del tiempo la dedicación exclusiva a menesteres parecidos ha convertido el espionaje en oficio.

    Las naciones crean agencias para saberlo casi todo de los demás, y sus empleados se dedican a ello de modo muy... profesional, pero no siempre fue así. Sea cual sea la opinión que de los espías se tenga, lo cierto es que en cualquier conflicto se han utilizado sin ningún tipo de consideración moral. Napoleón Bonaparte usó de sus servicios, pero no se privó de decir: "Un espía es un traidor natural"; y su consideración por el público ha basculado entre el desprecio por la deslealtad y la admiración por el riesgo al que se someten.

   Admirado y odiado a partes iguales Sidney Reilly puede considerarse como un auténtico profesional. Todo en Reilly es enigmático. No se sabe donde nació, su vida fue un continuo secreto y su muerte un misterio. Por ello, quizás, dejó escritas unas memorias. Qué tienen de cierto, qué de leyenda es difícil saberlo. No todos sus biógrafos coinciden. Parece que él mismo decidió que lo ignoráramos casi todo de su vida.

    No es seguro que naciera en Rusia, ni siquiera el apellido con el que es conocido es el suyo. Cambió el verdadero, Rosenblum, por el de Reilly poco después de cumplir los veinte años cuando descubrió que su padre era un médico vienés de ascendencia judía, que había dejado embarazada a su madre antes de casarse con el oficial ruso con el que convivían.

    El descubrimiento hecho y su ascendencia judía le hicieron huir. Estando en Sudamérica fue reclutado por los servicios secretos británicos. Esa, al menos, dice una de las versiones que sobre la vida del espía se ha difundido, porque otra lo sitúa en París viviendo lujosamente de las rentas de un negocio de fármacos que regentaba, y del que pudieron salir los venenos que se usaron para dar muerte al rico primer marido de Margaret Callaghan, que a los cuatro meses de enviudar contrajo matrimonio con Reilly, que comenzó a disfrutar de la cuantiosa fortuna que Margaret había heredado de su difunto marido. A partir de ese momento, más aún que antes, y hasta su muerte, protagonizó una vida novelesca: bígamo, mantuvo a su primera mujer, Margaret, o quizá se dejara mantener por ella, mientras contraía matrimonio en Rusia con la condesa Massino. A estas alturas, el caudal de información en su poder sobre las actividades alemanas durante la Primera Guerra Mundial, a disposión de quien lo comprara, era tan grande que todo se le toleraba. Obtenía planos militares, información de movimientos navales, movimientos de tropas. La caída del zarismo y el ascenso de los bolcheviques supuso para Reilly un nuevo encargo: el secuestro de Lenin y la aniquilación del régimen comunista. El plan fracasó. Reilly logró escapar; pero el gobierno bolchevique quedó sobre aviso.

    En Inglaterra, divorciado de la condesa rusa, quiso mantener su condición de bígamo. Volvió a casarse. Ahora con Pepita Bobadilla, una conocida actriz sudamericana, según las crónicas, que en realidad había nacido en Hamburgo con el nombre de Nelly Louise Burton, y que más tarde publicaría las memorias que Reilly había escrito.

    Mientras, siguió tratando de derribar el régimen comunista. En 1925, en contacto con disidentes rusos, volvió a Rusia. No se le volvería a ver. Si se convirtió en agente soviético, si fue apresado y torturado por el régimen comunista o muerto por militares, como dijo su tercera esposa, Pepita Bobadilla, nadie lo sabe. Lo cierto es que el caso se cerró con la publicación de una esquela en la prensa anunciando su fallecimiento el 28 de septiembre de 1925, que muchos no creyeron, con razón, porque uno de los pocos hechos confirmados sobre la biografía del llamado “As de espías” es la de su ejecución en Moscú el 5 de noviembre de 1925, más de un mes después de la publicación de su esquela mortuoria.

    Si siempre se han hecho muchos esfuerzos por descubrir los asuntos del enemigo, no han sido menores los dedicados a impedirlo. Por ello al oficio de espiar se opone el contraespionaje.

   Durante la Gran Guerra, en enero de 1917, la sala 40 del Servicio de Inteligencia Naval británico interceptó un mensaje cifrado. Impreso en papel resultó ser un montón de números distribuidos en grupos  de varias cifras. Pero aquel mensaje no iba a ser uno más de las docenas de mensajes interceptados cada día por los servicios secretos. Aquél mensaje podía ser la causa de una declaración de guerra.

   Las potencias centrales, mantenían un doble frente ante la triple entente: por oriente ante Rusia, por occidente se enfrentaban a Francia, con el apoyo de Gran Bretaña. La incipiente y eficaz arma submarina alemana estaba decidida a cortar la ayuda que Inglaterra recibía por mar. Cada mes el tonelaje de buques mercantes llevado a pique por los torpedos alemanes superaba al del mes anterior. Pero el hundimiento del Lusitania, en mayo de 1915, con súbditos norteamericanos a bordo, cambió las cosas. El presidente Wilson exigió respeto a sus buques. Alemania no quería más enemigos. Al menos sin ayuda. Se plegó, de momento. Sin una marina libre, que pudiera atacar a cuanto flotara sobre las aguas atlánticas que no llevara bandera alemana, el frente occidental se complicaba.

   Alemania buscó una solución. El caso es habitualmente omitido al hablar de las causas por las que el gigante americano entró en la contienda, pero existió.

Aspecto aproximado que ofrecían las series numéricas del telegrama. Recreación.

    El mensaje descubierto por la sala 40 de los servicios secretos británicos llevaba la firma de Arthur Zimmerman, ministro de Asuntos Exteriores alemán. Iba dirigido vía Estados Unidos, que tenía a gala no interceptar los correos diplomáticos ajenos, al embajador alemán en México y el contenido, descifrado por los ingleses, una auténtica bomba: proponía a México que declarara la guerra a los Estados Unidos para recuperar los territorios perdidos casi setenta años antes por el tratado de Guadalupe Hidalgo tras la lucha entre los dos países, en tiempos de Santa Anna. Prometía que Alemania le prestaría toda la ayuda necesaria y que no se vería sola, pues Japón atacaría la costa occidental de los Estados Unidos. Pero el telegrama se hizo público. México, también Japón, negaron su autenticidad. Zimmerman pudo negarlo también. No lo hizo. Sorprendentemente se declaró autor del mensaje. Así, el poder norteamericano se mantenía prisionero en su propio continente. Al fin la publicidad del asunto desbarató lo que quizás de ningún modo hubiera ocurrido. Carranza, el presidente mexicano, declaró la neutralidad de su país. Estados Unidos podía poner su vista en Europa sin necesidad de mirar de reojo hacia sus fronteras.
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