ARTE Y FE

   Dice el libro de Job: “El hombre nacido de mujer vive corto tiempo y lleno de miserias, brota como una flor y se marchita, huye como sombra y no subsiste”.

   Es el sino del hombre y los artistas de todo tiempo lo han reflejado en su obra. De los novísimos, los actos que esperan al hombre al fin de su vida terrenal y de la intercesión por las almas, independientes ya del cuerpo que las alojó, también se han ocupado. 


    Federico Zúccaro nació en 1542 o 1543 en Sant Angelo del Vado. Se dedicó, como su hermano Tadeo, a pintar y lo hizo tan bien que viajó por toda Europa, dejando con sus lienzos recuerdo de su paso. En España, en 1586, Felipe II lo hizo llamar, lo hizo pintor de la corte y le encargó la decoración de El Escorial. Después, otra vez en Italia, siguió pintando. Hacia 1600, se le atribuye haber realizado “El purgatorio”, ejemplo de la pintura religiosa que por entonces se hacia en la ciudad de los papas. El cuadro se trajo a España y hoy decora una capilla en la iglesia del Patriarca de Valencia. En él se representa, según el gusto de la época, el purgatorio y la intercesión de la Virgen por las Almas que allí esperan su liberación.
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9 DE TERMIDOR: LA CAÍDA DE ROBESPIERRE

   Sería muy arriesgado asegurar que Teresa Cabarrús, amante de Tallien, prisionera en la Bastilla y autora de una desesperada nota dirigida a su amante(1), fuese la causante de la caída de Maximiliano Robespierre, pero quizás no tanto de que eso sucediera aquel 27 de julio de 1794, más conocido en la historia por su fecha en el calendario de la República como 9 de termidor del año II.

  La vida de Teresa pende de un hilo. Puede que la desesperación le hiciera soñar o, simplemente, que sirviera para agudizar su ingenio hasta conmover el ánimo del único que podía y estaba dispuesto a hacer algo por ella: Jean Lambert Tallien.

   Al fin y al cabo las cosas están decididas: Robespierre debe ser neutralizado. Nadie está seguro con él salvo Saint Just y unos pocos más. Sus ideales están por encima de la sangre, que está siendo derramada en demasía. Ni siquiera muchos de los suyos están ya con él.

   El 9 de termidor se reúne la Convención. Sant Just trata de hablar, pero los gritos y el presidente de la mesa, Collot d’Herbois, lo impiden. Todos saben que si habla él y sobre todo Robespierre, que también lo intenta, están perdidos. La víspera, el Incorruptible sí había hablado, y había amenazado, aunque sin dar nombres. Cualquiera cosa puede suceder. El terror paraliza Francia; y ni los miembros del Comité de Salvación Pública ─muchos están ya en contra del tirano─, están seguros.

   La voz de Sant Just queda ahogada por los gritos y los sones de la campanilla que Collot agita vehemente. Robespierre trata de ganar la iniciativa, pide hablar, pero Tallien se le adelanta, y el presidente Collot le da el turno. Maximiliano protesta, pero Tallien saca un puñal, se lo enseña amenazante a Robespierre mientras lo acusa ante la asamblea:
   ─ Robespierre quiere ser el amo de Francia a toda costa. No importa cuántos deban morir, a cuántos deba matar este nuevo Cromwell.
   De pronto se escucha en voz alta:
   ─ ¡Abajo el tirano! ¡La sangre de Danton te ahoga!
  Quien lo ha dicho ha sido Garnier de l'Aube, enemigo de Robespierre, como muchos otros desde que Danton fuera eliminado. El alboroto continúa. Se habla mucho, se grita más. Por fin se propone votar. Y se decide detener a los partidarios de Robespierre: Couthon, Le Bas, también Saint Just. 

   La confusión se hace dueña de la asamblea. Robespierre, que se ve acorralado, intenta hablar. Ahora es Thuriot, un dantonista, el presidente. Sustituye a Collot en la mesa, pero no su postura frente al tirano. Thuriot da la palabra a Tallien otra vez.

   Al fin el representante Louchet, otro dantonista, reclama el arresto de Robespierre. Éste busca ayuda. Perdido el apoyo de los suyos en la Montaña, en los escaños inferiores de la Llanura tampoco lo encuentra. Son muchos los muertos de este grupo y odian a Robespierre, tanto como los jacobinos le temen. Al fin se detiene al tirano.

   Pero Robespierre aún tiene partidarios. Y algunos están en la tribuna, que la abandonan y salen en busca de auxilio.  Cuando la guardia nacional llega, a cuyo mando está Hanriot, Robespierre es liberado y se refugia en el ayuntamiento, y con él Sant Just, Couthon, Le Bas, Agustín Robespierre, hermano de Maximiliano, y el alcalde de París Fleuriot-Lescot.

   La Convención declara a Robespierre fuera de la ley y los soldados que custodian el ayuntamiento, enterados de esto, indecisos o temerosos, abandonan sus puestos.

    Es el momento de Barrás, otro de los conjurados, y llamado a protagonizar el futuro, quien al mando de un grupo de gendarmes asalta el ayuntamiento. A partir de ese momento los acontecimientos adquieren carácter de tragedia.


    Entre los hombres que acompañan a Barrás hay un soldado apellidado Merda. Es él quien entra primero en el salón en el que se encuentra Robespierre con los suyos, y es él quien asegurará, en declaraciones posteriores, que al encontrar a Robespierre a punto de firmar un manifiesto instando a la insurrección, le descerrajó un tiro, que hiriéndole en la cara le destrozó la mandíbula. Si fue este hombre o el propio Robespierre quien se disparó a sí mismo es cosa que puede no llegue a saberse nunca. Sobre Merda, personaje de fácil recuerdo por su apellido, recae la sospecha de haberse atribuido el hecho para promocionar su carrera; pero lo cierto es que se conserva el documento que Robespierre estaba a punto de firmar. En él está su firma incompleta, con apenas las dos primeras letras de su apellido, lo que no favorece, aunque no invalida, la hipótesis de que fuera el propio Maximiliano quien dejara la pluma sin haber acabado de firmar el documento, para tomar un arma y dispararse a sí mismo en lugar tan delicado, sin conseguir matarse.

   Y no la invalida porque no se puede asegurar que, viéndose sorprendido y perdido en su intento ,desistiera al fin en su firma y tratara de suicidarse, fracasando en lo que más le valdría no haber errado.

    Los compañeros de Robespierre no salen mejor parados: Agustín, el hermano del tirano, se arroja por una ventana, rompiéndose una pierna, Le Bas, éste sí, se suicida. Los restantes son detenidos: Saint Just, sin oponer resistencia; Hanriot, al ser encontrado herido en un patio; Couthon, al ser descubierto cuando, haciéndose el muerto, esperaba la ocasión para escapar.

   Al día siguiente Pablo Barrás, ya dueño de la situación, ordena el aplazamiento de todas las ejecuciones previstas por el Tribunal Revolucionario para esa jornada. Quienes iban a morir ese día verán sus vidas a salvo; serán quienes ordenaron su muerte los que ocuparan su lugar en el patíbulo. Cuando a Robespierre, su cara desfigurada y cubierta con una venda que oculta su herida, le trasladan camino del cadalso son las cinco de la tarde. Van con él veintiún seguidores que compartirán su destino. Se dice que, cuando le despojaron de la venda que cubría su rostro, lanzó un alarido de dolor que se alzó por encima del griterío de los presentes, postrera y aterradora exhibición de energía de quien sabe que aquellas son sus últimas fuerzas, que lejos de impresionar a la multitud congregada no hizo más que exacerbar una borrachera de rencor.

   Muchos saldrían de las cárceles en los días siguientes. Teresa Cabarrús también. Su sueño se había hecho realidad.  

  (1) La nota decía: “El administrador de Policía acaba de salir de aquí; ha venido a anunciarme que mañana compareceré ante el tribunal, es decir, que subiré al cadalso. Ello se parece muy poco al sueño que he tenido esta noche pasada: Robespierre ya no existía y las cárceles estaban abiertas de par en par, pero gracias a tu insigne cobardía no habrá pronto en toda Francia nadie capaz de hacer realidad mi sueño”. 
Algunas de las peripecias vitales de Teresa Cabarrús fueron contadas en "Una francesa de Carabanchel".
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JACA

    No suele el viajero repetir mucho las visitas a los lugares que ya conoce, sin embargo, a Jaca, en la que estuvo hace ya bastantes años, no le importa volver, porque tiene mucho que enseñar, y el viajero mucho que aprender en aquellos valles, que fueron territorios carolingios dependientes de Aquisgrán y acabaron separándose, en tiempos del conde Galindo Aznárez II, de la Marca Hispanica, allá por el año 890.

   Desde que en el siglo XI el conde Sancho Ramírez la hiciera ciudad, Jaca no ha dejado de contar en la historia de Aragón y de España. De su importancia germinal el viajero dirá que antes de ser ciudad fue castro, villa conocida por los romanos y luego por visigodos, pero que con Ramiro I, el primer rey aragonés y sobre todo con su hijo Sancho Ramírez, la que pronto sería ciudad, comenzó a ganar prestancia con aquello con lo que las ciudades presumían ante las demás: su catedral.

Jaca. Tímpano de la catedral.



   
   Dos construcciones soberbias adornan Jaca que brillan sobre todo lo demás, las dos puestas bajo la advocación de San Pedro: una es civil, el castillo, hoy conocido impropiamente como ciudadela; y otra religiosa, la catedral. El viajero por seguir el orden del tiempo se asoma primero a ésta que es larga y, según le parece, muy alta su nave principal para ser románica. De planta basilical, con tres naves, si acaso lo que menos gusta al viajero sea la capilla mayor. Sabe que es obra del siglo XVIII, que su construcción implicó la desaparición del ábside principal y al viajero esto le hace la idea de que el órgano que aloja parezca estar embutido en el fondo de un pasillo que acompaña mal al resto de la fábrica, y eso pese a tener sus paredes cubiertas por pinturas de Manuel Bayeu, hermano y cuñado de pintores.

   Bajo el altar hay tres urnas de plata. Guardan los restos de Santa Orosia, la patrona de la ciudad; los de San Voto y San Félix, los hermanos santos que fundaron el santuario de San Juan de la Peña; y los de San Indalecio. No impresionan gran cosa al viajero estas urnas, a diferencia de lo que va a suceder con lo que le espera en la nave del lado del evangelio; y es allí donde el viajero se entretiene durante más tiempo. En el hastial, en el brazo que hace de crucero, hay un sepulcro labrado en alabastro con mucho esmero del que fue obispo de Alguer, don Pedro Vaquer, y encima, apoyada en el muro del arcosolio, una imagen en alabastro también de la Virgen de la Asunción. Sabe el viajero que es una de las imágenes de mayor importancia que la catedral tiene. El marqués de Lozoya dijo mucho y bueno de ella y el viajero, con esa recomendación, pese a la deficiente iluminación, se aplica en distinguir los detalles.

   Siguiendo por la misma nave hasta los pies del templo el viajero llega a la capilla de la Trinidad, con el que es a decir de muchos el mayor tesoro artístico de la catedral. Como en tantos otros lugares, una moneda permite, como si sucediera un milagro, que se haga la luz. El motivo principal, la Santísima Trinidad, representa al Dios Uno y Trino, con un Dios Padre de tan clara vocación miguelangelesca que al viajero lo primero que le viene a la imaginación al verlo es el Moisés del genial escultor italiano. Tal maravilla hace que sea de justicia decir que quien la hizo se llamaba Juan de Anchieta, natural de Azpeitia y cuya influencia y escuela perduró durante mucho tiempo.

   De las obras civiles, el castillo es la obra más importante. A finales del siglo XVI Felipe II mandó erigirlo, aunque la mayor parte de las obras se realizarían durante el reinado de su hijo Felipe III. Se halla en un estado de conservación excelente, en parte por los cuidados y reparaciones recibidos en los últimos años y en parte por su escasísima participación en acciones de guerra. Desde que se finalizó su obra, tuvieron que pasar casi dos siglos en ser usado para lo que fue construido y aún así, con sus protagonistas con los papeles cambiados, porque, en su único episodio bélico, eran los franceses los que lo defendían de los españoles, que trataban de rendirlo. Hacia 1809, las tropas francesas tuvieron fácil adueñarse de la fortaleza ante la escasa oposición presentada por unos escasos cuarenta defensores, entre los que se encontraba un joven Francisco Espoz, que luego tendría mucho que ver en la recuperación del castillo. Allí estuvieron los franceses hasta que en 1814, tocando fin lo que para Napoleón comenzó como un paseo triunfal y al fin una pesadilla, el mariscal don Francisco Espoz y Mina ordena tomar Jaca y recuperar el castillo que él mismo había tenido que abandonar derrotado cinco años antes. El 17 de febrero de 1814, después de recuperar Jaca y poner sitio al castillo, oficiales españoles y franceses firmaban las condiciones de la capitulación.

Castillo de San Pedro.









 
   El viajero, que ya ha dicho que vuelve a Jaca después de unos años, casi diez años después de su primera visita, tiene motivos, como los tiene un alumno que deja para septiembre alguna asignatura. No tuvo tiempo de ver entonces una de las piezas más antiguas que guarda, más bien esconde, la ciudad: el sarcófago de la infanta doña Sancha Ramírez, hija de Ramiro I; pero que sabe que está en la iglesia del monasterio de las benedictinas desde que en 1622 las monjas lo trajeron desde la iglesia de Santa Cruz de la Serós. Siempre cerrada la iglesia del monasterio el viajero, dispuesto a aprobar esta asignatura y con buena nota, pregunta. Le dicen que si acude al monasterio las monjas le abrirán la capilla. No es la primera vez que esto le ocurre, pero sí que nada más llegar y atenderlo la monja que se ocupa de recibir a los visitantes, cuyo nombre olvidó preguntarle, y bien que lo siente el viajero, ésta en lugar de acompañarle le entrega la llave para que él mismo se sirva. Es una llave grande, de hierro viejo, pero bruñido el metal por su uso y por la pulcritud con la que su dueña la conserva. El viajero abre el portón y entra. Al momento otra monja entra en la iglesia por alguna puerta próxima al presbiterio, enciende las luces y se sienta en uno de los asientos del coro mientras el viajero descubre lo que venía a ver.

   El sarcófago de doña Sancha está en una capilla a los pies del templo, por donde ha entrado el viajero. Es una joya del arte funerario románico. Si fue labrado a finales del siglo XI o a principios del XII es cosa que no importa mucho al viajero, que lo admira y hasta puede ver a la propia doña Sancha en una de las figuras que decoran uno de los laterales del sarcófago.

Sarcófago de la condesa doña Sancha.










 
   Ha leído algo el viajero de la importancia que para la historia de Aragón tuvo esta infanta, que así nació por su origen, aunque se la conozca más como condesa, pues ese título adquirió al casarse con el conde Ermengol III de Urgel, del que quedó viuda, sin hijos, al morir el conde en el asalto a Monzón. Ermengol, siempre en campaña, tuvo poco tiempo o quizás poco interés; curtido en amores, viudo dos veces ya al unirse a Sancha, con hijos de sus anteriores matrimonios, parece que tomó la afición de visitar el harén que encontró en el palacio musulmán, que hizo suyos tras la toma de Barbastro.  Viuda, pues, doña Sancha tomó los hábitos, pero sin renunciar al mundo. Con la total confianza de su hermano el rey, se interesó por los asuntos del reino, ayudó en cuanto le mandó don Sancho y contribuyó mucho a la educación de sus sobrinos, futuros reyes de Aragón don Pedro y don Alfonso. El viajero satisfecho y agradecido devuelve la llave, da las gracias y vuelve a la calle Mayor.

   Al viajero siempre le ha gustado, cuando ha sido posible, ver las cosas desde lo alto, y Jaca le brinda la ocasión de hacerlo desde la cumbre del monte Rapitán que le acerca al cielo unos trecientos metros sobre las cabezas de quienes caminan por las calles jaquesas. Desde allí, contempla el valle de Canfranc, la peña Oroel, y a sus pies, ante sus ojos con los que la abarca toda, Jaca. Detrás del viajero el fuerte Rapitán. Comenzó a construirse en 1884 con la intención de defender los pasos pirenaicos que desde su altura podía vigilar, pero aunque se artilló, cuando fue terminado su uso apenas era ya necesario para lo que se había construido, aunque sus muros sirvieron de cárcel unas veces y paredón de ejecuciones otras. Hoy, como hace diez años el viajero lo ve cerrado y sin uso, por más que haya leído que se usa para la celebración de actos culturales.

Fuerte Rapitán. 












 
   Callejeando de nuevo el viajero dedica un rato a ver las cosas que cualquier folleto turístico le enseña y de paso encontrar, por casualidad, aquellas otras que no lo hace. Después de ver la Torre del Reloj, en un pequeño parque encuentra la ermita de Sarsa. No es éste el sitio donde haya estado siempre. Donde hoy puede verla el viajero sólo lleva cuarenta años, que es bien poco sabiendo que esas piedras colocadas unas sobre otras hasta tomar forma de ermita románica fueron puestas hace unos novecientos años. El pueblo al que la ermita servía de parroquia fue abandonado en los años setenta del pasado siglo y la iglesia, que hubiera acabado arruinada, traslada piedra a piedra hasta donde hoy está. No puede por menos el viajero que agradecérselo a quien corresponda, pues aparte de facilitar su contemplación, seguramente así la ermita logre cumplir otros novecientos años, y aún más.

   El viajero tiene que dejar Jaca, pero se pregunta si acaso sea la penúltima vez que la vea. Porque Jaca ha sido parada y fonda de peregrinos del Camino de Santiago en una de sus rutas francesas desde hace siglos, como hoy lo es de veraneantes y turistas. Méritos para ser así los tiene sobrados.
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PODEROSO CABALLERO...

   Nicolás Flamel tuvo una larga vida que abarcó buena parte del siglo XIV y principios del XV. Vivió en París junto a Pernele, su esposa y colaboradora. Aunque no provenía de una familia rica, sin embargo, repentinamente, comenzó a patrocinar la construcción de iglesias, hospitales y centros de caridad. Poco sabríamos de él sino fuera porque él mismo dejó escrita su fabulosa historia.

   Con gran esfuerzo,  aprendió a leer y escribir, y estudió latín. Obtuvo el cargo de escribano y abrió un establecimiento en el que vendía libros, llevaba los asuntos que sus clientes le encargaban y ejercía funciones de notario. Cierto día entró en su tienda un desconocido que le ofreció un libro. Tenía por título “El libro de la figuras jeroglíficas”. Estaba escrito en hebreo, lengua que Nicolás desconocía, y estaba firmado por Abraham el judío. Nicolás que había soñado tiempo atrás que le pasaría lo que ahora le estaba sucediendo adquirió el libro.

   Trató de traducirlo, pero nadie era capaz de ayudarle en dicha tarea. Después de varios años sin avances en la comprensión del libro decidió viajar a España. Copió varias páginas del manuscrito y emprendió la marcha hacía Santiago de Compostela. La ruta jacobea concentraba en aquella Europa medieval, además de incontables fieles peregrinos, gran cantidad de gentes en busca de algún tipo de iniciación sobrenatural.

   Durante su largo viaje hizo parada en León. Allí conoció a Canches, un judío converso que, entusiasmado con las hojas que Flamel le mostró, dijo ser capaz de traducirlo e interpretarlo. Durante el camino de regreso el judío murió, y Nicolás regresó a París. Allí, con lo que el judío Canches le había enseñado antes de morir, sin más ayuda que la de su esposa Pernele  logró, por fin, comprender el contenido del libro.

Catedral de León
    
   El propio Flamel dejó escrito que, con lo aprendido en aquel libro, logró obtener la piedra filosofal, transmutar en oro diversos metales, y muchos lo creyeron; sobre todo aquéllos que pensaban que esa era la causa de su repentino enriquecimiento. Lo más probable es que lograra su desahogada posición gracias a su despacho, en el que atendía a importantes familias parisinas. Y junto al oro, la eterna juventud, que tampoco consiguió, porque, ya avanzado el siglo XV falleció y fue enterrado. Quienes pensaban que Flamel era capaz de vivir eternamente, de obtener oro a partir del plomo, debieron quedar decepcionados; pero tiempo después, nuevos perseguidores de la eterna juventud y de la transmutación de los metales profanaron su tumba en busca del libro del judío Abraham. El libro no estaba allí, el cuerpo de Nicolás Flamei tampoco(1).

    También en Francia, se conoce el caso, mucho más reciente, de otro súbito enriquecimiento, cuyas causas no se han podido determinar.

   En el pequeño pueblo de Rennes le Château el padre Berenguer Saunière es el encargado de velar por las almas de sus feligreses. Es párroco de aquel lugar desde 1885 y vive con la modesta paga de cura rural. El templo parroquial está en un estado ruinoso. Construido sobre los cimientos de un templo visigodo precisa una restauración urgente. El padre Saunière decide acometer las obras. Es el año 1891. Varios operarios trabajan en la capilla. Por orden del párroco van a trasladar de lugar el altar mayor. Al hacerlo, dejan al descubierto un hueco. De él extraen un cilindro que contiene unos pergaminos. Sauniére, siempre vigilante, toma el cilindro y despide a los obreros.

   A partir de ese momento, el padre Saunière y su ama de llaves, la joven Marie Dénarnaud, que cuida de las cosas del párroco más allá, según se dice, de lo necesario cambian su sencilla vida. Él comienza a realizar suntuosas obras, se hace construir una biblioteca e invita a ilustres personajes de la época que, sin dudar, acuden a aquel pequeñísimo y perdido pueblo del sur francés.  Ella, Marie, ya sin reparos, disfruta del mismo lujo que el padre Saunière, viste a la última moda de París y hace oídos sordos a los comentarios que de ella se hacen en el pueblo. 

    Tales dispendios acaban llegando a oídos del obispo de Carcassonne. El prelado, intrigado, pregunta al sacerdote a qué se debe y cuál es la fuente del dinero que los permite. Saunière da la callada por respuesta. Las especulaciones sobre el contenido de aquellos pergaminos se acrecientan: ¿Planos para descubrir un tesoro visigodo? ¿Información  sobre alguna dinastía europea a la que Saunière chantajea?

   Tras la muerte del padre Saunière en 1917, Marie sigue disfrutando del mismo bienestar material que hasta entonces. Preguntada muchas veces por la razón del súbito enriquecimiento del padre Saunière, mantiene un cerrado silencio, pero anuncia que antes de morir desvelará el secreto; sin embargo en 1953 Marie  muere repentinamente llevándose consigo el misterio de Rennes le Château.

    Hoy, la riqueza de este pequeño pueblo proviene del turismo que, atraído por esta historia, acude a ver la obra que hace cien años un sencillo párroco de pueblo, conocedor de un misterioso secreto, levantó.
  
  (1)Antes de que fanáticos buscadores de la piedra filosofal abrieran la tumba de Nicolás Flamel, ya habían registrado su casa, que aún existe en el número 51 de la actual Rue de Montmorency, considerada la más antigua de la capital francesa.
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EL BASTARDO

   “Y antes de que saliésemos nos llegó la noticia de que el infante En Pere, teniendo sitio a un castillo de Fernando Sánchez, lo había cogido preso y lo había hecho ahogar. Y a nos placionos mucho cuando lo oímos porque era cosa muy dura que era nuestro hijo, y se había alzado contra nos, a pesar de que le habíamos hecho bien y le habíamos dado tan honrada heredad”.

   Así decía Jaime I cuando conoció que su hijo Pedro, el heredero, había cumplido sus instrucciones. Más razones de Estado que inquinas personales, que las hubo sin duda por parte de Pedro, parecen ser las causas de este fratricidio, y por las que el crimen, a decir de unos o la ejecución según otros, fue un castigo esperado y poco censurado, a tenor de las manifestaciones del rey que, sin rubor, demostraba su alegría por la eliminación no del hijo, sino del traidor.

    Aunque Ferrán Sánchez había sido siempre mimado por su padre que le dio títulos y rentas, nunca estuvo conforme con lo recibido y fue instigador de continuos problemas para el reino, bien por su influencia sobre la nobleza a la que soliviantaba, bien por entrar al servicio de los enemigos de su padre.

   Ferrán era hijo de Blanca de Antillón, una de las muchas amantes de Jaime I de Aragón. Posiblemente envidioso de su hermano Pedro, el heredero que él, por su nacimiento bastardo, nunca podría ser fue la causa por la que los hermanastros se llevaran tan mal.

Jaime I el Conquistador
Camarín de la Virgen en el monasterio del Puig de Santa María. Valencia

    En 1271, Ferrán acusa a su hermanastro de haber intentado asesinarle y que de milagro ha logrado escarpar de sus asesinos. Jaime, conquistador de reinos, pero blando con sus hijos, como siempre lo ha sido con sus nobles levantiscos, quiere saber lo sucedido. Pedro lo niega, pero no convence. Crecido al creer que su hermanastro parece quedar como culpable, Ferrán se siente seguro. En realidad no hay motivos para tal confianza. Pedro, aparte una personal inquina por Ferrán lo considera un peligro para el reino, máxime estando el bastardo al servicio del rey de Sicilia, Carlos de Anjou, asesino del abuelo materno de sus hijos, el rey Manfredo de Sicilia, y rival de la corona aragonesa. Su padre el rey también acaba convencido del peligro que supone para el reino la actitud de su hijo Ferrán, en tratos con el francés y cabecilla de los nobles aragoneses enfrentados a él.

   Así las cosas, no era más que cuestión de tiempo que suceda lo irremediable; y por fin Pedro está dispuesto a dar el golpe definitivo. Sitiado en el castillo de Pomar, cerca de Monzón, Ferrán sabe que su única salida es escapar. Disfrazado de pastor sale de su castillo al tiempo que un sirviente, vestido con sus ropas y a lomos de su mejor caballo corre al galope en dirección contraria, tratando de distraer a los sitiadores. Ferrán parece estar de suerte. Nadie repara en él. Todos corren tras el jinete que, a matacaballo, parece inalcanzable, pero no lo es. Cuando el sirviente es capturado y descubierto el ardid, se despliegan grupos de soldados en busca del fugitivo. Por fin lo encuentran. Está tratando de cruzar el río Cinca, pero su caudal es enorme y desiste. Se esconde entre los trigales. De nada le sirve. Es capturado. Ferrán teme a Pedro, sabe que le odia, pero confía en la habitual condescendencia de su padre. Siempre le perdonó. No sabe que ahora las cosas han cambiado, que es el propio don Jaime quien alienta a su hijo Pedro para suprimir el peligro que les amenaza. Y así lo hace. Cuando Pedro llega al lugar es su voz la que da la orden directa de arrojarlo al río y ahogarlo en sus aguas.

   Pese a sus palabras, es casi seguro que no fuera igual el sentir de don Jaime, que eliminaba un enemigo del reino, pero pedía un hijo; y el de don Pedro, que siempre mantuvo un conflicto, a vida o muerte muchas veces, con su hermanastro, y que únicamente eliminó un enemigo suyo y de su futuro reino. El reino del que apenas un año después sería rey.
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GUSANOS

   1905 no fue un buen año para Rusia. Nada más comenzar el año, el día 9 de enero, según el calendario Juliano seguido aún en la Rusia zarista(1), una enorme multitud de manifestantes se dirige hacia el Palacio de Invierno. Los días anteriores se habían declarado varias huelgas. La situación de los trabajadores, de la población en general, es de gran penuria, y la guerra con Japón no hace más que empeorar las cosas.

   Encabeza la manifestación el pope Gapón. Enarbola una cruz, como otros participantes lo hacen con iconos; tampoco faltan retratos del zar. La manifestación, que parece una procesión, es una marcha pacífica, como parece desprenderse del manifiesto que el propio Gapón quiere entregar al zar Nicolás, que mal aconsejado, ha abandonado San Petersburgo la víspera. Sin embargo, en palacio no se tiene esa misma idea. El temor injustificado a un asalto cunde. Allí el gran duque Vladimir se contagia de ese temor, y su reacción da paso a la tragedia.

   Sobre el inequívoco sentido del manifiesto da cuenta el siguiente párrafo: “Nosotros, obreros y habitantes de la ciudad de Petersburgo, nuestras mujeres, nuestros hijos, y nuestros viejos padres impotentes, hemos venido a ti, Soberano, a buscar justicia y protección. Estamos en la miseria (…) Ordena llamar enseguida ante ti a representantes de la tierra rusa, de todas las clases, de todos los estados; el campesino y el obrero, el sacerdote, el capitalista, el maestro, ¡Que todos elijan sus representantes! ¡Que todos sean libres e iguales en el derecho de voto! Ordena pues que las elecciones para la Asamblea Constituyente tengan lugar sobre la base del sufragio universal secreto e igualitario. Es nuestro principal pedido”.
  
   Al llegar a la plaza del palacio la caballería carga sobre los manifestantes y varios destacamentos de policía y tropa abren fuego: “Locos de terror, los manifestantes emprendieron veloz huída en todas direcciones, pero ahora recibían los disparos por la espalda.”, dirá Kerenski, testigo de excepción de aquellos hechos.

   El resultado de aquel “Domingo Sangriento” es una masacre en la que mueren alrededor de mil personas entre hombres, mujeres y niños y varios miles más resultan heridos. El pope Gapón, que ha encabezado la protesta logra salvar su vida. Dicen que en un primer momento se ha hecho el muerto para después, pasados los instantes de mayor peligro, con ayuda de sus amigos, huir disfrazado(2).

Aunque provisto de buenas intenciones, Nicolás II vio como algo natural su situación. Por ello, poco después de ser coronado dijo:  "Que sepan todos que mantendré la autocracia con la misma firmeza que mi padre".
No supo comprender los cambios que se avecinaban y que acabarían trágicamente con su reinado y al fin con la dinastía de los Romanov.

    Al mes siguiente otro acontecimiento viene a echar más leña a la hoguera en la que se está convirtiendo Rusia. El 5 de febrero cuando el Gran Duque Sergio, gobernador de Moscú, persona muy poco querida por su carácter autoritario, viaja en su carruaje, un terrorista arroja una bomba al paso del coche. El Gran Duque muere en el acto, su cuerpo destrozado y el magnicida detenido. Sin embargo el Gran Duque no es llorado, al contrario, el ambiente revolucionario hace aparecer al asesino Kaliaev casi como un héroe.

   De este modo, mientras la inestable situación en Rusia se complica, la guerra contra Japón continúa. Todo había comenzado por la posesión de Port Arthur, en poder ruso, pero apetecido por Japón. Las cosas, en la impopular guerra con Japón, a ocho mil kilómetros de Rusia, toman mal cariz. La distancia es mucha para Rusia. La armada japonesa domina los mares y Rusia necesita más barcos en Asia. Se envía la flota del Báltico, que realiza una proeza inútil. Zarpa de sus bases europeas y recorre medio mundo hasta llegar a su destino. Siete meses necesita el almirante Rodiestvenski para dejar Europa, rodear África y en Asia ya, tratar de llegar a Vladivostok(3), lo que no consigue: poco antes de llegar a su destino, el 14 de mayo de 1905, la escuadra japonesa del almirante Togo sale al encuentro de la rusa en Tushima. El desastre es total, la flota rusa es prácticamente destruida o capturada y Rodiestvenski hecho prisionero.

   Pero la flota del Báltico hundida en los mares chinos no es la única que tiene la Rusia zarista. Otra importante flota esta en el mar Negro.

   La incendiaria situación que se vive tiene un nuevo episodio sangriento. La ciudad de Odessa en la ribera del mar Negro vive momentos de grandísima tensión. Sea por azar o debido al clima general de descontento, el caso es que pronto la ciudad va ha recibir ayuda.

   Por aguas del mar Negro navega el acorazado Potemkin(4). Seguramente el calor del recién inaugurado verano sea la causa de que la carne que sirve de rancho a la marinería del buque se halle infestada de gusanos. Cuando la tripulación conoce esto, se niega a comer la carne podrida. Para convencerlos de que no hay nada malo en ella, el médico del barco la examina y anuncia que está en perfectas condiciones para su consumo. Ordena que se lave con salmuera y se cocine, pero los marineros se siguen negando a comerla. La respuesta del capitán Golikov, que considera aquello como un motín, no es otra que ordenar el fusilamiento de los que se han negado a comer la carne.

   Cuando un grupo de marineros, constituido en pelotón de fusilamiento, apunta con sus armas a otro de compañeros suyos a la espera de la orden de disparar, un marinero, Matiushenko, activista revolucionario, logra que la tripulación se amotine y que los fusileros dirijan los cañones de sus armas hacia el capitán y los oficiales, disparando sobre ellos. Al fin los amotinados toman el control del buque y se dirigen hacia Odessa. Al conocerse en la ciudad lo sucedido, el pueblo se vuelca con los amotinados, les suministra alimentos, mientras desde el Potemkin se disparan cañonazos sobre las fuerzas zaristas. Finalmente el buque abandona Odessa, zarpa sin rumbo fijo y acaba entregándose a las autoridades rumanas en el puerto de Constanza.

  No acabarían aún las desgracias en aquel aciago año. Terminado el verano, con una guerra perdida y el país paralizado por constantes huelgas de carácter revolucionario llega el turno del campesinado.

    Cincuenta años atrás el abuelo de Nicolás, el zar Alejandro II, había firmado un decreto que abolía la servidumbre. El ucase, en teoría, liberaba a los campesinos de la situación de esclavitud en la que se hallaban: les permitía libertad de residencia, contraer matrimonio libremente, trabajar para sí mismos; incluso se les asignaban lotes de tierras en las que trabajar, pero que se entregaban a cambio de gravámenes que debían amortizar a lo largo de cincuenta años. Ello supuso en la práctica que muchos de aquellos campesinos recién emancipados seguían bajo la práctica autoridad de los nobles que mantenían buena parte de las tierras.

   Ahora en el invierno de 1905, los campesinos sin tierras acuciados por la necesidad y espoleados por los activistas comienzan a hacerse notar, se agrupan y, sobre todo en las zonas más productivas, donde el campesinado no era absorbido por la industria, comiezan a quemar las propiedades de los nobles, de los propietarios en general, en una acción de clase, en la que no importa el pensamiento liberal o conservador del terrateniente, sino el hecho de serlo. Más de dos mil haciendas son arrasadas, y las pérdidas enormes.  Al fin, el orden es restablecido por el gobierno del conde Witte, que en diciembre ordena la detención del presidente del soviet de San Petersburgo, Trotsky y todos sus compañeros de asamblea, instigadores de la mayoría de los actos revolucionarios de aquel año, que iban dejando de ser burgueses para adquirir un carácter proletario. La semilla de lo que culminaría poco más de una década después había sido puesta.

(1) Todas las fechas están indicadas según el calendario Juliano, que en este tiempo lleva trece días de retraso respecto al calendario gregoriano que no fue adoptado por Rusia hasta 1917; así el 9 de enero se corresponde con el día 22 del mismo mes en el calendario Gregoriano; el 5 de febrero, día del asesinato del Gran Duque Sergio, con el 17 de mismo mes y el 14 de mayo, fecha del gran desastre naval en el Pacífico, con el 27 de igual mes.
Sobre el cambio de un calendario a otro se hizo una breve explicación el “El tiempo pasará

(2) La muerte del monje Gapón constituye aún un misterio. Su cuerpo fue encontrado colgando de una soga en una cabaña en Ozerkiy el 10 de abril de 1906. Aunque se pensó en un principio en la policía como causante de su muerte, parece que fue un revolucionario de nombre Rutenberg,  uno de los que le ayudaron a huir en el “Domingo Sangriento”, quien le asesinó al descubrirse su colaboración secreta con las autoridades.

(3) El viaje de la flota estuvo salpicado de numerosos incidentes que demostraban la imprudencia y nerviosismo de los mandos: en aguas atlánticas la emprendieron a cañonazos con unos pesqueros británicos. El incidente, conocido como “El incidente Hull” supuso un gran conflicto con Gran Bretaña, cuya solución requirió muchos esfuerzos diplomáticos.

(4) Los detalles de lo sucedido en aquel buque están basados en lo representado en una famosa película realizada veinte años después, con la carga propagandística que imponía el régimen leninista gobernante en 1925; pero básicamente los hechos se corresponden con la realidad.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. SEVILLA

   Una sola vez ha estado el viajero en Sevilla, en una visita larga para verla, pero corta para conocerla, ya que de esta ciudad, capital de Andalucía, podría el viajero comenzar a decir y no encontrar final a sus palabras. Porque un país, una ciudad, un lugar se visita caminando, sí; pero también leyendo lo que otros caminaron y contaron a los demás.

   No guardará el viajero, como en otras ocasiones ha hecho, un orden cronológico, porque aunque la flecha del tiempo transcurre lineal, en Sevilla, el viajero lo percibe todo como un algo inmenso y sin orden. Primero, porque cuando al poco de llegar, en uno de los primeros paseos por la ciudad, por el barrio de Santa Cruz, se encuentra, más por casualidad que por otra cosa, la primera sorpresa: una calle corta, solitaria, con una pequeña, humilde y vieja casa, aunque bien cuidada, con sus ventanas enrejadas y bajo una de ellas una plaquita con tres palabras escritas: Velázquez, casa natal. El viajero sonríe. No es la primera vez que encuentra estos lugares escondidos y apartados fuera de las rutas turísticas y apenas visitados. Y no será su casa natalicia lo único que vea el viajero del genial pintor de nuestro Siglo de Oro, porque en la plaza del Duque de la Victoria, en la que el viajero espera encontrarse con el general Espartero, es con don Diego, pincel y paleta en manos, dispuesto a pintar el mundo de su época, a quien vuelve a ver.

   Poco después el viajero vuele a sonreír. De nuevo la suerte se alía con él, porque no muy alejado de los lugares donde los turistas, como un ejército de cazadores con sus armas convertidas en cámaras fotográficas, se agolpan en busca de instantáneas que llevar como recuerdo, el viajero encuentra otro lugar, regalo para la vista y remanso de paz: la plaza de Santa Marta. Camino de la catedral el viajero se fija en una persona que sale de un estrecho callejón, su entrada pintada de blanco, el pasillo que se abre blanco también. De haber ido distraído, y resulta muy fácil estarlo con la vista de la Giralda ante los ojos, es probable que el viajero hubiera pasado de largo, pero la curiosidad le puede y se adentra por el estrecho pasillo, dobla un par de veces al llegar a sendos recodos del camino y, tras cruzar un pequeño portal, llega a la plaza que al viajero le hace el efecto de ser un resumen de la Andalucía tradicional: muros encalados, rejas, naranjos, una cruz. Y otra vez, el viajero está solo en ese lugar. A quince metros la agitación de los turistas es frenética. A pie, en carruaje, la gente va de un lado a otro, vuelve, regresa otra vez: de la catedral, al palacio arzobispal, del Archivo General de Indias a los Reales Alcázares; pero allí sólo se escucha el silencio.



   El viajero durante este magnífico desorden que supone su trajinar por Sevilla vuelve a verse donde ya estuvo, en la plaza del Duque. Ha estado antes, muy cerca de allí, en el palacio de Lebrija y al salir, dispuesto a dar un paseo por la famosísima calle de las Sierpes, el viajero, de natural goloso, va a dar satisfacción a lo que más le gusta. Sabe que son famosos en Sevilla unos pastelitos que llaman yemas de San Leandro, y sabe también que se elaboran en el convento que hay bajo la advocación de este Santo. No los comprará en el convento, porque la impaciencia le hace sucumbir a la tentación donde más cerca las tiene, que es en el número uno de la calle de las Sierpes. Allí, en la famosa confitería “La Campana”, tras guardar turno pacientemente, compra una cajita de las famosas yemas que llevan el nombre del Santo, que fue obispo de Sevilla y hermano de otro más famoso aún y sevillano de adopción también: San Isidoro, autor de sus famosas Etimologías, compilación del saber de la época.

   El viajero dirá algo de San Leandro ─y de su hermano─, que no está bien tomar sus dulces, sin contar algo de lo que hizo y le llevó a los altares. Aunque parece que nació en Cartagena, como su hermano menor Isidoro, pronto se trasladó a Sevilla. Influyó mucho en la conversión de los godos arrianos al catolicismo, sobre todo de Hermenegildo, que abrazó la fe cristiana siendo, o apunto de serlo Leandro obispo de Sevilla. No estuvo solo en tal propósito. La esposa de Hermenegildo, Ingundis, una princesa franca y católica, tuvo también mucho que ver en ello. El caso es que convertido Hermenegildo, acabó revelándose contra su padre Leovigildo, arriano, proclamándose rey y provocando una guerra entre los godos españoles, en la que llevarían la peor parte, primero la ciudad de Sevilla, sometida a asedio por Leovilgildo, que acabaría tomándola el año 583; y después Hermenegildo y su familia. Él, porque fue capturado y, en una obscura y enigmática trama, asesinado en la cárcel de Tarragona donde estaba preso sin abjurar de su recién adquirido credo, lo que le valió la santidad cuando, en el siglo XVI, el papa Sixto V lo canonizó;  y su esposa e hijo, que, aunque habían sido puestos a salvo, eso creía Hermenegildo, bajo la custodia de los bizantinos, dominadores del sureste español, tendrían un futuro incierto: Ingundis parece que murió en el viaje, camino de Constantinopla, puede que en África, al decir de unos, en Sicilia, según otros; y Atanagildo, su hijo, del que sí parece que llegó a la capital bizantina, pero del que poco o nada se sabe.

   Pero no es de estas cosas de las que el viajero quiere seguir hablando, porque Sevilla aún no ha hecho más que comenzar a contarle cosas, y el viajero debe dar un paso más en su recorrido.

   Los dos hermanos, obispos y santos, tienen capillas en la catedral sevillana de mucha importancia, casi tanta como todo lo demás que el viajero verá en ella, una de las más grandes de la cristiandad. El viajero sube a la Giralda con mucho menos esfuerzo del esperado. Una rampa continua le lleva casi sin darse cuenta casi hasta la terraza. La vista de la catedral a sus pies, y toda la ciudad casi hasta el horizonte retienen un buen rato al viajero; sin embargo, cuando vuelve a bajar, al salir del templo, pero sin abandonar la catedral, evoca una historia fantástica que leyó hace tiempo, la de un amor que no pudo ser. Cuando el viajero accede al Patio de los Naranjos desde el interior, ve suspendidos del techo por medio de unos cables dos cosas que parecen fuera de lugar. Son un colmillo de elefante y un cocodrilo, que pasan desapercibidos para la mayoría de los visitantes que acceden al Patio por la puerta llamada del Lagarto. Al parecer, según Ortiz de Zúñiga, allá por el año 1.260, durante el reinado de Alfonso X el Sabio, el sultán de Egipto pidió al rey castellano la mano de su hija Berenguela, de las legítimas, la mayor. Entre los presentes que ofreció al rey para ganarse una decisión favorable incluyó un cocodrilo, que una vez muerto fue disecado. El paso del tiempo, que no perdona y todo lo convierte en polvo, deshizo el cuerpo seco del reptil y se tomó la decisión de hacer una copia del mismo en madera. Naturalmente Berenguela no partió hacia Egipto como hubiera deseado el sultán. Sabe el viajero que por ese mismo tiempo, Berenguela había sido ofrecida como esposa a Luis IX de Francia, pero la prematura muerte del novio dejó a la infanta castellana para vestir santos, a lo que se dedicó con verdadero interés, fundando conventos y profesando en el monasterio de Las Huelgas en Burgos.






   No puede el viajero dejar de acercarse al río que cruza la ciudad. De lo que hay asomado a sus orillas el viajero guarda en su memoria todos los detalles que puede; pero además de la plaza de toros de La Maestranza y la Torre del Oro, en su margen izquierda, gusta mucho al viajero el puente de Triana, primero de los puentes que de obra hubo y que en realidad tiene por nombre el de la reina que por entonces, mitad del siglo XIX, regía los destinos españoles: Isabel II. Ha leído el viajero en algún lugar que fue encargado a unos ingenieros franceses, que se inspiraron en otro existente en París, el del Carrusel, con el diseño que tuvo antes de ser sustituido por el actual de hormigón. Al viajero, al que éste de Sevilla le ha gustado mucho, lo ve sólido y firme y le alegra pensar cuánta vida ha pasado sobre él, y cuanta pasará sobre sus arcos en los próximos siglos.

   Nuevamente, en este discurrir a salto de mata por la ciudad y el tiempo, el viajero se encuentra ante los Reales Alcázares. De lo mucho que el viajero admira allí dirá poco, porque ya tiene aprendidas desde hace tiempo aquellas palabras de Voltaire en las que aseguraba que el secreto de resultar aburrido consiste en contarlo todo, y el palacio, o mejor dicho los palacios son tan magníficos que el viajero está seguro de no encontrar adjetivos suficientes para exaltar el esplendor del patio de las Doncellas, el salón de  Embajadores o los jardines, remanso de paz en los que el viajero apurará todo el tiempo que se le permite estar en ellos, hasta que la luna empiece a vencer al sol, y por fuerza deba volver al ruidoso ajetreo exterior.


   De un palacio a otro. Si terminó el día anterior en los Reales Alcázares, comienza el nuevo con la vista de otro, también importante. Porque los muros del de San Telmo también concentran mucha de la historia de Sevilla, y de España. El viajero que no ha podido resistir la tentación ha pasado por delante de su fachada, del hotel Alfonso XII, de la antigua fábrica de tabacos, llegado al parque de María Luisa y asomado a la plaza de España subido en un carruaje. Tantos tiene Sevilla, que no le ha resultado difícil tomar uno cerca del ayuntamiento. Le parece bien al viajero comenzar así el día, y además le resulta agradable escuchar el sonido de los cascos de la bestia sobre el asfalto. Al cruzarse su landó con otro repleto de turistas, se ve reflejado. Nunca ha renegado de serlo él también. Hace tiempo que dejó de preocuparse por la gruesa línea, que separa o funde, quién sabe, la actitud del viajero de la del turista. Al que ahora está en Sevilla le gusta ser las dos cosas. Ve a la velocidad del trote equino un poco de todo, que le ha dejado la sensación de de haber visto un mucho de nada, así que por la tarde vuelve a pie. Tranquilo, admira lo que ya miró por la mañana y en el parque de María Luisa encuentra un buen sitio donde sentarse un rato. Está ante el monumento a Gustavo Adolfo Becquer. Esta allí desde 1911 y está dedicado al poeta y, como no, al amor. Fue por iniciativa de los hermanos Quintero que se esculpiera, y bien que lo hizo el escultor don Lorenzo Coullaut. Allí sentado, a la sombra de la frondosa vegetación, el viajero piensa en lo acogedora que ha sido la ciudad para las gentes de otros lugares. Ya dijo algo de San Leandro y San Isidoro al principio, y como ellos otros muchos ha ido llegando y quedándose. En el cercano palacio de San Telmo,  también vivieron unos ilustres moradores.



   A mediados del siglo XIX el Estado, propietario del edificio, lo vendió a María Luisa de Borbón, esposa de don Antonio de Orleans, duque de Montpensier, aquel infante francés, que lo sería también de España, y que no dejaría de serlo, pese a los muchos esfuerzos que hizo por poner sobre su cabeza la corona de España. Cuando en 1848 la revolución se adueña de Francia, el duque, hijo menor del rey francés Luis Felipe, con su esposa, la infanta María Luisa, hermana de la reina española, se refugian en España. Deciden instalarse en Sevilla, en los Reales Alcázares, donde les nace la primera de sus hijas; pero los duques, quieren casa propia, y San Telmo les parece un buen lugar. No es el duque hombre que pueda estarse quieto. Inteligente, culto y ambicioso, conspira mucho y más de una vez él y su familia tienen que abandonar su palacio. Los duques, entre idas y venidas, convierten San Telmo en una nueva corte. Reciben visitas. Una de ella es la de una mujer de edad avanzada llamada Cecilia, nacida en Suiza, pero que vive en Sevilla, muy cerca de San Telmo, en el patio de Banderas de los Reales Alcázares, gracias a la mediación de los duques y la decisión de la reina Isabel, que le ayudan ante el estado de necesidad en el que ha quedado tras el fallecimiento de su esposo, el tercero de los que tuvo, mucho más joven que ella, al que una tuberculosis se lo llevó antes de hora. Cecilia Böhl de Faber y Larrea, que utiliza un pseudónimo masculino “Fernán Caballero” en sus escritos, acude con frecuencia a San Telmo. Sabe escribir historias y también contarlas, y en el palacio sevillano hace las delicias de los duques y sus hijos, entre ellos de María de las Mercedes, llamada a ceñir la corona de España, pese a todas las rencillas familiares que obstruyen su relación con Alfonso XII. El viajero, aún sentado ante el monumento a Becquer, mira las figuras femeninas del monumento, alegorías del amor que llega, que vive y que muere; y piensa que así fue el de María de las Mercedes y Alfonso. El viajero, por fin, se levanta y deja el jardín, donación de la duquesa a la ciudad, pues pertenecían al palacio, el cual también donó, éste a la Iglesia, que lo convirtió en seminario.

   De vuelta, el viajero está a punto de terminar su visita; aún hecha una última mirada. Allí en lo alto ve el Giraldillo, símbolo de la fe. Con otra virtud, con la esperanza de volver, el viajero marcha. Aún tiene Sevilla muchas historias que contarle.

*Más fotografías de Sevilla aquí.
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