LO QUE DEBA SER, SERÁ

   Así dijo Esquilo, aunque muchos han sido los que han tratado de llevarle la contraria para evitar un destino insoslayable. El afán, a veces obsesivo, por conocerlo no ha hecho más que demostrar cuáles son nuestras limitaciones. La necesidad de conocer el porvenir tiene como consecuencia la aparición de aquellos capaces de satisfacerla: profetas, adivinos, personas extraordinarias tocadas con el don de la clarividencia han saciado el ansia por conocer el porvenir, la mayor parte de las veces con la vana intención de dominar y cambiar lo venidero.

   Pero ni el mayor empeño puesto en cambiar un anunciado y desgraciado futuro logra modificar el destino, cuando éste esta escrito.


   Domiciano fue uno de los que lo intentó sin lograrlo. Había dirigido Roma con cautela y prudencia al principio, pero tornose  autoritario en grado sumo después; y desconfiado de todo y todos, ordenó muchas ejecuciones, granjeándose el temor y el odio de muchos, Tácito uno de los que más, como bien se ocupó de dejarlo escrito. Los cristianos, con su propio Dios, incompatible con la deidad del tirano,  tampoco tuvieron fácil su existencia. Viendo enemigos por doquier, preguntó el emperador en cierta ocasión a un mago con fama de adivino cuál sería su final. Ascletarión, que ese era su nombre, le anunció que su muerte sería violenta. Entonces Domiciano preguntó al vidente de qué modo se produciría su propia muerte, y Ascletarión contestó:
    ─ Moriré devorado por los perros.
   Pero el emperador dispuesto a burlar las predicciones del mago en lo relativo a su propia muerte, haciéndolo errar en la suya, lo apresó, ordenó que le cortaran la cabeza y que su cuerpo, despedazado, fuera quemado. Cuando las llamas comenzaban a ganar altura se desató una gran tormenta, y los soldados que guardaban el lugar abandonaron sus puestos al caer una torrencial lluvia, que acabó por apagar el fuego, dejando el cuerpo de Ascletarión expuesto al apetito de unos perros que lo devoraron. Tiempo después, una noche, con gran violencia, resistiéndose cuanto pudo, Domiciano cayó apuñalado en palacio, como predijo Ascletarión. Tenía cuarenta y cinco años y había reinado durante quince el que fue último emperador de la dinastía Flavia.
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SIR JULIÁN ROMERO

   Si de un soldado se puede decir que murió con las botas puestas es preciso pensar en uno que vivió y murió en el siglo XVI, que desde que se puso el uniforme de las tropas imperiales, a los dieciséis años, hasta que, a punto de cumplir los sesenta, cayó fulminado de su caballo en las cercanías de Crémona, camino de Flandes, no dejo de servir con honor al ejército español dueño en aquel siglo de los campos de batalla europeos.

    Se llamaba Julián Romero de Ibarrola y nunca, aun en contra de sus deseos, a los que renunció con disciplina por los de su señor, dejó de ser un soldado. Estaba, cuando la muerte le sorprendió, de nuevo dispuesto a la lucha.

   Cuando en Torrejoncillo del Rey, un pequeño pueblo de Cuenca nace Julián, nadie puede imaginar que el destino le depara obtener los más altos honores. Ha nacido en una familia humilde y sus perspectivas no son halagüeñas, sin embargo el siglo XVI es en España un siglo de aventura. España es un hervidero, en el que la sangre española viaja por el mundo. Hombres cargados con lanzas unas veces, con cruces otras, recorren Europa y América forjando su futuro.

  Julián elige Europa. En Italia, alistado en las tropas imperiales, a sus dieciséis años, con su tambor, se enfrenta a los franceses; después Túnez y Flandes también conocen el valor de Julián, que con el grado de teniente llega a Inglaterra, casi por casualidad, y se queda. Enrique VIII,  por los servicios prestados en su lucha contra los escoceses, le premia por ello. Asciende a capitán y es nombrado caballero.

   La separación de Enrique de Roma tras el divorcio de Catalina de Aragón parece no gustar a Julián, que deja Inglaterra y vuelve a la lucha en Flandes, donde se le respeta el grado.  Cuando en agosto de 1557 las tropas del duque de Saboya ponen sitio a la plaza de San Quintín, Julián Romero esta allí.

  Con tres compañías del tercio de Alonso de Navarrete encargadas de reducir el Arrabal, un pequeño núcleo fortificado defendido por unos cien hombres y dos cañones, separado de San Quintín por el río Somme, Julián y sus arcabuceros se ocupan de defenderlo. El enclave es de la máxima importancia, pues en él se encuentra el único puente que permite el acceso a San Quintín desde el Sur, cruzando el río.

  Cuando se produce el asalto de las murallas de San Quintín, Julián destaca por sus acciones, por su bravura y captura a varios capitanes franceses. De su participación en San Quintín recibe nuevas distinciones y resulta nombrado maestre de campo y caballero de la Orden de Santiago, esto último mal visto por no cuadrar la limpieza de su sangre ni su fortuna con la ley de la Orden. Pese a ello es el comienzo del ascenso social de aquel humilde muchacho nacido en un pequeño pueblo castellano.

El monasterio de El Escorial fue fundado por Felipe II para conmemorar la victoria en San Quintín como residencia de los reyes y panteón real.

   Otra vez en Flandes, queda al servicio del duque de Alba y sigue destacando por sus acciones. Con sus hombres, participa en la célebres “encamisadas”, aquellas escaramuzas nocturnas en las que los arcabuceros vestían camisas blancas para reconocerse entre ellos, pero guardándose bien de mantener ocultas las mechas encendidas de sus armas, hasta irrumpir por sorpresa en los campamentos enemigos y sembrar el pánico.

   Próximo a los cincuenta años, Julián ha recibido honores, tiene dinero y busca reposo. Pide permiso para retirarse y volver a España, pero no se le concede. Sigue luchando hasta el fin. Ha quedado mutilado, durante sus más de cuarenta años como soldado ha perdido un brazo, un ojo, la audición en un oído y exhibe una cojera desde los tiempos de San Quintín, suficiente para convertirle en un mito. El mito al que el Greco, escribiendo en el propio lienzo “Julián Romero, el de las hazañas” y expresa mención a su condición de caballero de Santiago, pintó en el cuadro “Julián Romero y su Santo Patrono”;  y del que Lope de Vega y Tirso de Molina escribieron también.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. BARCELONA

   De Barcelona, el viajero, en la que ha estado unas cuantas veces, podría empezar a escribir y no parar. Tan inmensa es la cantidad de hechos, de monumentos, de historia allí ocurrida que el viajero tiene que hacer también un inmenso esfuerzo por resumir lo que no tiene resumen.

   El viajero nada más llegar se encuentra paseando por Las Ramblas y, aficionado como es a verlo todo desde lo alto, se le ocurre llegar hasta la del Mar y subir al monumento a Colón, erigido como homenaje al descubridor de América. Porque aquí, en Barcelona, fue recibido por los Reyes Católicos en 1493, poco después de ocurrir en la plaza del Rey hechos que pudieron cambiar la historia de España. Dejará el viajero para cuando pase por esa plaza, en el Barrio Gótico, el relato de aquellos sucesos, porque ahora en el interior del monumento a Colón, el viajero quiere contar algo de esta colosal obra.



   Apenas hay media docena de personas esperando, lo que es una gran suerte teniendo en cuenta que  el ascensor tiene una minúscula cabina cilíndrica en la que apenas caben tres o cuatro personas embutidas como si fueran arenques en una lata. Mientras espera su turno piensa en lo que sabe de este monumento proyectado por el arquitecto Cayetano Buigas, costeado por suscripción pública e inaugurado en 1888. Tiene una enorme base de granito y sobre ella se alza una columna  rematada por la estatua del descubridor de América, obra del escultor Rafael Atché. No dirá el viajero las dimensiones completas de la estatua, pero sí que bajo sus pies, cuya talla alcanza 1,20 metros, se halla el mirador al que el viajero está subiendo ya. La inauguración del monumento por la reina regente doña María Cristina fue un acontecimiento importante. No hay más que recordar los invitados e ilustres personalidades que acudieron al acto. Allí, aquel 1 de junio de 1888 estuvieron el rey Humberto  I de Italia y el presidente de los Estados Unidos Grover Cleveland.

   Desde el pequeño espacio del mirador, una especie de estrecho corredor circular el viajero se asoma por las mirillas de cristal. La vistas son magníficas en cualquier dirección, pero son las Ramblas, otra vez, las que acaparan su atención; porque si hay un paseo en Barcelona, síntesis de su ser cosmopolita, son ellas y por ellas regresa el viajero, pero saliendo y entrando continuamente por sus lados, para ver lo que los antiguos barrios barceloneses guardan. Primero se asoma a la Plaza Real, neoclásica y porticada,  luego, más allá, en el barrio de la Ribera,  a la basílica de Santa María del Mar, la iglesia gótica, en opinión del viajero, más bella de Barcelona; aunque de este templo el viajero dirá poco por faltarle las palabras, y porque hasta libros de gran éxito han escrito sobre ella, y con mejores letras que las usadas por el viajero; pero al menos sí contará que estuvo forrada de sobrecargadas tallas barrocas, que desaparecieron durante los once días que duró el incendio ocurrido durante la Guerra Civil española y dejaron la impresionante estructura que el viajero ve hoy.

   Al salir, sube por la calle Montcada, calle señorial donde las haya, cuajada de palacios construidos sobre los solares en los que estuvieron otros más antiguos del siglo XII, cuando fue trazada la calle; y de vuelta, entra en el barrio gótico el más antiguo de la ciudad.

   Al llegar a la Plaza del Rey el viajero empieza a imaginar lo que allí paso hace poco más de quinientos años. Los reyes Isabel y Fernando han llegado a Barcelona hace pocos días. Son jornadas llenas de agasajos y cortesía, pero aquel 7 de diciembre de 1492 sucede algo imprevisto.

   El rey Fernando ha recibido en audiencia a varios de sus súbditos, ha impartido justicia en ciertos casos que se le han presentado y al terminar, saliendo de Palacio hacia la plaza del Rey, mientras baja las escaleras, junto a la capilla de Santa Ágata, sucede lo que nadie espera. Desde atrás, un hombre desenfunda su espada, la levanta y, con todas sus fuerzas unidas al peso del acero, descarga el estoque sobre la figura real. El rey justo en ese momento ha dado un pequeño giro. Aunque ajeno a todo lo que comienza a suceder a su espalda el pequeño movimiento ha sido providencial. El golpe de la espada, cuyo filo estaba destinado a caer sobre la cabeza del rey, separa las carnes del monarca en la parte posterior de su cuello y hombro, abre un tajo, dicen los presentes, tan hondo que horroriza verlo. Mas no se desmaya el rey, que, vuelto, aún acierta a ver como Salcedo y Ferrol, dos de sus mozos, próximos al agresor, se abalanzan sobre él reduciéndolo, y con las pocas fuerzas que aún asisten a Fernando grita éste:
    ─Que no muera ese hombre.
   Ese hombre es Joan Canyamás, un payés al que por razón o por interés, se toma por loco. Aunque en un primer momento, hombres cercanos al rey vieron en el atentado razones políticas, achacando al influjo francés, al navarro o incluso al catalán, la acción del agresor, no tarda mucho en abrirse camino la idea de que Canyamás es un demente. Su propia confesión lo confirma.

   Dice Bernáldez, presente durante todos estos hechos y cronista, cómo el orate confiesa su culpa al reconocer cómo por sus orejas oía: “Mata a este Rey, y tú serás Rey, que éste te tiene lo tuyo por fuerza”. Confesión concluyente y categórica sino fuera por haberla hecho de la forma en la que se solían obtener las confesiones de quienes por las buenas todo lo negaban, por más que en el atestado oficial se reconociera dicha confesión también fruto del arrepentimiento de Canyamás.

   Obtenido un culpable, ni siquiera aquellas palabras del rey, ahora muy grave, con la fiebre alta y en un estado que augura el peor de los fines, salvan la vida del regicida. Sólo la reina, ante el arrepentimiento visto en el criminal, que le procura la asistencia de un confesor, que no podrá salvar su cuerpo, pero lo intenta con el alma, parece demostrar algo de clemencia con quién ha tratado de quitarle al esposo y padre de sus hijos. Fernando salvará su vida, pero cuando se recupere todo habrá terminado porque, el 11 de diciembre Joan Canyamás es ajusticiado con absoluta falta de caridad. El reo es sometido a cruel e inmisericorde tormento, su cuerpo lentamente mutilado de la manera más horrible hasta su muerte, y despedazado, fue finalmente quemado y aventadas sus cenizas.

   No muy lejos de la plaza del Rey está la de Sant Jaume. En ella, frente a frente están el ayuntamiento y el palacio de la Generalitat. De los dos es éste el que concentra, especialmente en su balcón, las mayores páginas de la historia de Cataluña. Tantos han sido los personajes asomados a él.

Construido a mediados del siglo XIX, el  Gran Teatro del Liceo ha sido 
durante mucho tiempo emblema de la vida cultural barcelonesa.

















    Y cerca también está la catedral. El viajero entra por la puerta del claustro. Es sombrío y lleno de vegetación. Un estanque sirve para que las trece ocas que allí habitan chapoteen y limpien sus blancas plumas. Leyó el viajero hace tiempo  ─y lo contó en otro lugar─, que su número coincide con los años que tenía Santa Eulalia, una de las patronas de Barcelona, la niña mártir, que en tiempos de Diocleciano fue torturada hasta la muerte. El viajero que sabe que los restos de la santa está en la cripta que hay bajo la capilla mayor entra en el templo. De lo mucho que tiene para admirar la iglesia, el viajero destaca un Cristo hecho en madera de olmo. Está en una de las capillas próxima a los pies del templo, la antigua sala capitular, y se le conoce como el Cristo de Lepanto porque esa era la cruz que en “La Real”, la nao capitana de don Juan de Austria, durante la batalla contra el turco, daba protección a la escuadra española y cristiana. La retorcida postura del Cristo cuentan que se debe a que avistada una bala de cañón que se le acercaba, lanzada desde una nave sarracena, se dobló en un escorzo casi imposible, evitando el alcance que parecía inevitable. No está muy seguro el viajero que las cosas fueran así, y no la mano del tallista la causante de tal contorsión, pero así se ha dicho y hasta escrito en muchos libros.

   Pero si hay en Barcelona un edificio famoso el viajero piensa sin dudarlo en la Sagrada Familia; también es la construcción más famosa de Antonio Gaudí. No olvidará el viajero contemplar algunas de sus obras: la Pedrera, el parque Güell, en la parte alta de la ciudad, encargo de Eusebio Güell, el industrial, mecenas y amigo del arquitecto reusense para el que construyó también su palacio residencia de la calle Nou de la Rambla; pero ahora ante las colosales torres del templo expiatorio, que esa fue la intención de Gaudí al diseñarlo, se le ocurre compararlo con las antiguas catedrales medievales. Como muchas de ellas, su construcción ha ocupado, y aún lo hace, mucho tiempo. Dos centurias abarcará seguramente su terminación definitiva y eso que las ilusiones, aun en vida de don Antonio, de terminar la obra en poco tiempo hubo quien las hizo suyas cuando el arquitecto fue preguntado en cierta ocasión  por el tiempo en el que estaría concluido el templo. Gaudí, como inspirado por la fe que siempre demostró y está a punto de llevarle a los altares respondió: “Mi Cliente no tiene prisa”.

   Como ya ha repetido el viajero aquí y en otros viajes, su afición a ver las cosas desde las alturas es grande, y en Barcelona tiene ocasión de hacerlo desde casi cualquier punto cardinal. Ya subió al monumento a Colón y ahora está justo en el otro extremo de la rosa de los vientos. Entre vueltas y revueltas, rodeando la montaña el viajero se ha plantado en la cumbre del Tibidabo.

   El viajero ya arriba, se da cuenta de como comparten el poco espacio disponible la Iglesia, para gozo del Alma y el viejo Parque de Atracciones, para disfrute del cuerpo. En la fachada de la cripta el viajero se queda un buen rato mirando el vistoso mosaico con la figura del Sagrado Corazón, bajo cuya advocación está el templo; luego, escala los peldaños de la escalinata y entra en la cripta. Entre penumbras a las que se acostumbra poco a poco, descubre otro mosaico, que nada tiene que envidiar al que  ha visto fuera. Es obra de los oficiales del los talleres Brú, de mediados del siglo XX.

En el exterior del templo el Parque de Atracciones ocupa el poco espacio que queda libre. Es un Parque de los que ya no se hacen, con su tiovivo con caballitos de colores, una pequeña noria, también muy vistosa, una avioneta digna del Barón Rojo, que suspendida por medio de unas varillas da vueltas alrededor de un eje, y que en su giro parece querer tocar las paredes del templo vecino. Todo el Parque parece una antigüedad,  más museo de la mecánica que Parque con las vibrantes y vertiginosas atracciones que mandan en el gusto actual. Y desde las terrazas, Barcelona, a los pies del viajero, primero los nostálgicos palacetes románticos y modernistas que fueron construidos durante el siglo XIX y primeros años del XX., después la ciudad toda, al fondo el mar y, mirando un poco al Sur, otra montaña, más famosa si cabe, porque en ella hay de todo: es parque, castillo, museo… Es la montaña de Montjuic. Cuando el viajero se acerca hasta allí, a plena luz del día, lo ve casi todo, y dice casi porque hay algo que sólo es posible ver cuando no hay luz, o mejor dicho, cuando el Sol ya no está y es otra luz, ésta domesticada, la que es envuelta por la oscuridad: la de la fuente mágica de Montjuic, diseñada por Carles Buigas, hijo de Cayetano, el autor del monumento a Colón del que el viajero ya dijo algo nada más llegar a la Ciudad Condal. Construida en 1929 con motivo de la Exposición Universal es aún hoy el más colorista espectáculo de los que se pueden ver en Barcelona, y gratis. Cuando el viajero llega a la fuente aún no es noche cerrada, falta un poco para que comience el espectáculo, pero el lugar está ya muy concurrido. Por suerte, el viajero, que se ha acercado a la barra del quiosco que hay allí, no sabe bien por qué, se ha ganado el favor de un galopillo del local, y en un periquete éste le ha montado una mesita en la terraza, sacado unos bocadillos y el viajero sentado, como en un palco, dispuesto a ver el espectáculo, que disfruta como un buen turista.

   Podría el viajero seguir enumerando los monumentos y lugares que Barcelona puede mostrar orgullosa, pero no es éste lugar para inventarios, aunque sí, para terminar, de nombrar a otro de los grandes de la arquitectura modernista. Genial como Gaudí, tan sólo su fama y conocimiento del público, de modo injusto piensa el viajero, es menor que la del arquitecto de Reus. El viajero habla de Luis Domenech Montaner. Para ver algo de lo que hizo no hace falta andar mucho. El Palau de la Música es ejemplo cercano al centro, que el viajero ya vio, pero no quiere irse de Barcelona sin ver con sus propios ojos otra de las obras que se le encargó hacer: el hospital que Barcelona necesitaba.

   A finales del siglo XIX, tras el incendio, en el Raval, un barrio próximo a las Ramblas, del antiguo y vetusto hospital de Santa Cruz, Barcelona queda sin el hospital general que la ciudad precisa. Y es a Domenech a quien se le encarga la construcción de uno nuevo.

El hospital que acabará llevando el nombre de San Pablo, nombre del
banquero, Pau Gil, que patrocinó su construcción fue concluido por
el hijo de don Luis, Pedro, en los años treinta del siglo XX.


















   Se le entregan 145 hectáreas del “ensanche” y pone manos a la obra. Y, ¡vaya obra! Casi una veintena de pabellones llenos de columnas, mosaicos, vidrieras, torres, cúpulas, todo ello con el colorido que un pintor de la época hubiera dado a sus lienzos, todos los edificios  rodeados de jardines, y que Doménech concibió así. Una obra útil pero bella, como una terapia más en la recuperación de los habitantes de aquella ciudad sanitaria. 

   Queda mucho más, pero el viajero debe partir, sabiendo que en cuantas visitas vuelva a hacer a está ciudad, siempre encontrará algún rincón, conocerá algún secreto que le haga pensar una y otra vez lo mismo: volver.
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EL HÉROE ROMEU

   La siguiente historia es una muestra de lo que sucedió después del 2 de mayo en muchos lugares de España. Es una historia de heroísmo menos conocida que las llevadas a cabo en las defensas de Zaragoza o Gerona, de las luchas de famosos guerrilleros como el cura Merino, Espoz y Mina o El Empecinado, que alcanzaron grandes honores, condecoraciones y títulos tras la guerra. Es, en fin, la historia de un espíritu.

   Habían pasado tan solo quince días desde que en Móstoles su alcalde, Andrés Torrejón, declarara la guerra a Napoleón, cuando en Valencia, Vicente Doménech, un humilde vendedor de pajuelas, de las usadas para prender fuego, enterado de los hechos ocurridos en Madrid, alzó también su voz contra el francés.

                                                         *

   Bernardo López García, en algunas de las estrofas de su poema “El dos de mayo”, expresa como pocos ese espíritu rebelde,  que contagió al pueblo llano y lo mantuvo siempre en pie, pese a la superioridad del invasor:

                              ¡Guerra! clamó ante el altar
                              el sacerdote con ira;
                              ¡Guerra! repitió la lira
                              con indómito cantar;
                              ¡Guerra! gritó al despertar
                              el pueblo que al mundo aterra;
                              y cuando en hispana tierra
                              pasos extraños se oyeron,
                              hasta las tumbas se abrieron
                              gritando: ¡Venganza y Guerra!

                                                       *

   Y fue a Vicente Doménech a quien la historia ha reconocido el mérito de la sublevación valenciana, pero no fue el único. Un cura, Juan Rico Vidal,  ayudó, y mucho, al levantamiento. Hubo momentos de gran anarquía cuando muchos franceses fueron asesinados y un grupo de gente descontrolada dio muerte al barón de Albalat y su cabeza, separada del cuerpo, puesta en lo alto de una pica y paseada por la ciudad.

   El 25 de mayo de 1808, dos días después del grito dado por “El Palleter”, los hermanos Bertrán de Lis puestos en contacto con el Padre Rico, y con ayuda de algunos militares, constituyen una Junta Suprema de Gobierno, autónoma, independiente y con plenos poderes, de momento, que no acata las órdenes dadas desde Madrid de reconocer a José Bonaparte, que va a ser proclamado rey de España el 11 de junio.

   Acompañando a Doménech, otros muchos se alistan en los ejércitos de Castaños o Cuesta. Algunos acabarán entregando sus vidas en la lucha contra el invasor. Muchos son los hijos de la patria que dejan familia y hacienda para defender una patria que pide su sangre, y a un rey que, como años después se verá, no la merece.

   Otros, que no se alistan, también quieren luchar, y forman guerrillas. José Romeu Parras hace las dos cosas, se alista y organiza su propia partida. Es saguntino, pertenece a una familia acomodada dedicada al comercio de vinos y cuando el pie francés se siente sobre la Piel de Toro tiene ya treinta años, mujer y dos hijos.

                                                       *

   Otra vez López  es quien habla de aquellas mujeres que ven partir a sus a sus hijos, a sus maridos,  a los que quizás no vuelvan a ver jamás:
                  
                                    La Virgen con patrio ardor
                                    ansiosa salta del lecho;
                                    y el niño bebe en el pecho
                                    odio a muerte al invasor;
                                    la madre mata a su amor,
                                    y cuando calmada está
                                    grita al hijo que se va:
                                    “¡Pues que la patria lo quiere,
                                    lánzate al combate y muere;
                                    tu madre te vengará!...”

                                                       *

   Al conocer Murat, el gran duque de Berg, la revuelta en Valencia, dispone un ejército para tomarla. Acaban de suceder muy sangrientos hechos en Madrid y se cree necesario neutralizar la insurrección valenciana. Un ejército de ocho mil hombres al mando del general Moncey, duque de Conegliano, se adentra en tierras valencianas y se dirige a la Capital con intención de conquistarla; pero Moncey, convencido de convertir la toma de Valencia en un paseo triunfal, no lo logrará. José Romeu, de su propio peculio, ha formado un pequeño ejército de dos mil hombres. Hostiga al francés constantemente. En tierras montañosas de la Valencia castellana y de la Hoya de Buñol causa muchas bajas en la expedición francesa, que acude, mal pertrechada, a la toma de la Ciudad. Por fin el mariscal Moncey se planta ante las murallas de Valencia. La artillería francesa retumba y los proyectiles dejan heridas las murallas, pero Moncey no podrá superarlas y acabará retirándose de nuevo a Madrid, dejando dos mil de los suyos en los campos de batalla.

Doscientos años después las torres de Quart aún
exhiben los impactos de la artillería francesa.

   Romeu y su tropa se convierten en azote de los franceses desde Morella hasta Elche. Nombrado capitán de granaderos y más tarde reconocido como comandante de las milicias de Chiva y Cheste se convierte en una pesadilla para los franceses.

   En 1812, Valencia es nuevamente sitiada. Ahora por el mariscal Louis Gabriel Suchet. Con un formidable ejército de treinta mil soldados, la resistencia opuesta por el general Blake es barrida, y Valencia por fin ocupada, pero Romeu no desfallece. Su empeño es acosar, hostigar, incomodar a los franceses, y debe hacerlo bien habida cuenta los desvelos de Suchet por capturarlo. Éste lo intenta casi todo, primero por las buenas: atrayéndoselo, a lo que el saguntino responde con duras acciones guerrilleras; y luego por las malas: arruinada la fortuna del héroe, también María, su mujer, es perseguida, pero cuando iba a ser detenida logra huir con sus hijos de su casa de Sagunto, ciudad también ocupada por Suchet, y encuentra refugio en las montañas.

El Mariscal Louis Gabriel Suchet, duque de la Albufera,
 por Vicente López Portaña. Museo de Bellas Artes de Valencia.

                                                        *

   Casi al mismo tiempo, durante ese verano de 1808, en Zaragoza, se escribirá una de las páginas más gloriosas en la defensa de España, que muy bien pudo inspirar la siguiente estrofa de López:

                                    Y suenan patrias canciones
                                    cantando santos deberes
                                    y van roncas las mujeres
                                    empujando los cañones;
                                    al pie de libres pendones
                                    el grito de patria zumba.
                                    Y el rudo cañón retumba,
                                    y el vil invasor se aterra,
                                    y al suelo le falta tierra
                                    para cubrir tanta tumba. 

                                                      *

   Pero los recursos del general francés son muchos. Si no logra atraerse la voluntad de Romeu, sí lo hace sobre la de uno de sus soldados. Una buena cantidad de dinero es suficiente para que uno de ellos, sin nombre para la historia, pero con apodo adecuado a su deforme condición moral, “El receloso”, se comprometa en la traición. En la localidad de Sot de Chera, el 7 de junio de 1812, se produce un encuentro entre jefes de distintas partidas guerrilleras. Allí va Romeu. Siente cierto temor, pues la población está en el fondo de un valle, rodeada de montañas. Es lugar idóneo para una emboscada, pero confía y acude a la reunión. Otros lo hacen también, como el famoso “Pendencias” que tiene su base por aquellos contornos. Quizás sea precavido en exceso y se preocupe por nada, piensa Romeu. Se equivoca.

   El traidor da cuenta de la reunión al comandante Turlot, jefe de la guarnición de Liria, población próxima al lugar del encuentro, que con mil quinientos hombres al mando del capitán Lacroix se deja caer sobre el valle llevando a cabo una redada de la que pocos escapan. Romeu desconocedor del terreno es capturado al día siguiente y trasladado a Valencia.  Suchet, que no quiere un héroe ni un mártir, trata de ganárselo otra vez. Le ofrece el indulto. Sólo tiene que reconocer a José Bonaparte como rey; pero Romeu se empeña en ser un héroe. El día 12 de junio, junto a la Lonja de Valencia, muy cerca del lugar en el que cuatro años antes “El Palleter” gritó “Guerra al frances”, el cuerpo de José Romeu Parras pende de una soga sujeta a su cuello.


El héroe Romeu

                                                          *

   Es Bernardo López García quien vuelve a escribir:

                                       Mártires de la lealtad
                                       que del honor al arrullo
                                       fuisteis de la patria orgullo
                                       y honra de la Humanidad.
                                       En la tumba descansad,
                                       que el valiente pueblo ibero
                                       jura con rostro altanero
                                       que, hasta que España sucumba,
                                       no pisará vuestra tumba
                                       la planta del extranjero.

                                                         *

   Había muerto un hombre, había nacido un héroe.

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REINAR DESPUÉS DE MORIR

   De cuantas historias de amor han sido en la historia, algunas se han hecho famosas por continuar más allá de la muerte de alguno de sus protagonistas. El caso de cómo, loca de amor, Juana sufría en vida la separación de su amado Felipe y después de muerto el esposo, era incapaz de separarse de él(1), no ha sido el único que los libros de historia nos cuentan. En realidad, mezcla de leyenda e historia, muchos de estos casos han sido inspiración de grandes obras de la literatura.

   Hacia 1640 Luis Vélez de Guevara escribió, con cierta fantasía, en “Reinar después de morir”, unos hechos ocurridos trescientos años antes, que la historia cuenta así:

   En Portugal reina Alfonso IV. Es hijo de Dinis y de Isabel, la reina santa. En 1309 contrae matrimonio con Beatriz de Castilla. Pese a ser el heredero legítimo, alberga la sospecha de que su padre siente predilección por otro de sus hijos, éste bastardo, tenido con Aldonza Rodríguez, que también lleva por nombre Alfonso. Esto supone que las relaciones entre padre e hijo no sean buenas y que los celos que siente el heredero de su hermanastro Alfonso Sánchez, que con tal nombre se le conoce, sean causa de guerras civiles entre padre e hijo, aunque de las disputas siempre la reina Isabel se ocupe, incluso interponiéndose entre los dos bandos en el propio campo de batalla, hasta neutralizarlas.

   Como había sucedido entre su padre y su abuelo, tampoco Pedro se llevaría bien con su padre el rey Alfonso. Pedro había estado casado con la infanta castellana Constanza Manuel. En vida de ésta Pedro había tenido como amante a Inés de Castro, hermosísima mujer, llegada a Portugal como asistente de la princesa castellana, pero al morir Constanza, su viudo decidió proseguir con igual intensidad y sin tapujos  su relación con Inés.

   Los versos de Vélez de Guevara dejan fuera de toda duda el amor que se profesaron los amantes.

                                  El alma al verla salió
                                  por la puerta de los ojos,
                                  y a sus plantas, por despojos,
                                  las potencias le ofreció;
                                  el corazón se rindió
                                  sólo con llegar a ver
                                  esta divina mujer,
                                  y ella, viéndome rendido
                                  y en su hermosura perdido,
                                  pagó con agradecer.

   Pero no debió gustar mucho a los nobles portugueses ni al propio rey Alfonso las relaciones de Pedro con Inés, con la que tuvo varios hijos que, a los ojos de algunos nobles y al fin también del rey, parecieron un inconveniente para el mantenimiento de la soberanía portuguesa independiente de la castellana, por lo que, por impulso real o al menos con su consentimiento, al llegar el 7 de enero de 1355, ausente Pedro, tres cortesanos, Pedro Coelho, Álvaro Gonçalves y Diego López Pacheco, llegan a Coimbra y dan muerte a Inés degollándola.

   Pedro, al conocer el asesinato de su amada Inés, rabioso, ciego de ira, se enfrenta a su padre. Se declara una guerra civil. Pedro saquea propiedades reales en el norte de Portugal y se dirige a Oporto, sitiándola. Finalmente, como había sucedido con Santa Isabel que intercedió entre su abuelo Dinis y su padre, ahora su madre Beatriz media entre padre e hijo y evita el enfrentamiento, comprometiéndose ambos a no guardarse rencor entre ellos ni Pedro a buscar venganza contra los autores materiales del crimen.

   Pedro tiene paciencia y espera. Aplacada su ira, mas no su deseo de venganza, cuando, muerto su padre el 28 de mayo de 1357, fue coronado aún no se había apagado en él la sed de venganza. Logró que dos de los asesinos de Inés, Coelho y Gonçalves, que estaban en Castilla le fueran entregados –López Pacheco había huido a Francia–, los sometió a tortura hasta morir y declaró a Inés como legítima esposa suya.

Monasterio de Alcobaça, escenario de la leyenda en la que
 Inés de Castro se convirtíó en reina después de morir. 

   Es a partir de ese momento cuando la leyenda se apodera del relato, deja de ser historia de los hechos, para ser la historia de lo que alguien deseo que hubiera sido: que Pedro no sólo rehabilitara el nombre y la memoria de Inés, sino  también su cuerpo, colmándolo de honores. Ordenó que se exhumaran los restos de Inés, que permanecían en Coimbra, en el convento de Santa Clara, y que fueran trasladados a Alcovaça, monasterio de importancia fundado a principios del siglo XII por Alfonso Henríquez, el primero de los reyes que tuvo Portugal, en el lugar en el que dos riachuelos se juntan: el Alcoa y el Baça. Lo mandó erigir para conmemorar la reconquista de Santarem, y quiso que fuera tan importante, que lo hizo para alojar a mil frailes. Allí, puesto el cadáver de Inés sentado en un trono junto a él, también sentado en otro igual, ordenó que nobles y cortesanos presentaran  sus respetos a la reina, y besaran su mano en señal de acatamiento.

   Dos sepulcros encargados por Pedro, uno para Inés y otro para sí mismo,  piezas excelsas del arte gótico funerario fueron labrados para ser colocados uno junto al otro ─hoy separados en contra de la voluntad del monarca, uno en cada brazo del crucero de la iglesia de Alcovaça─, como reconocimiento a su mutuo amor.

(1) Además del citado caso de Juana y Felipe, más extensamente contado en “Las cosas del querer” y el menos conocido de la poetisa Carolina Coronado que tuvo a su fallecido esposo Horacio Perry momificado en su casa de Sintra hasta su propia muerte, también en “Locuras de amor” fue contado otro caso, impregnado de leyenda y contado por el mismo autor en “Noches lúgubres”. Es el del escritor José Cadalso, perdidamente enamorado de la actriz María Ignacia Ibáñez, quien tras la muerte de la amada, pretendió exhumarla de la fosa en la que fue enterrada para verla por última vez.
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LA SÁBANA

   Muchas veces a lo largo de los tiempos, los artistas han tratado de realizar sus obras conforme a la naturaleza de las cosas y también de las personas; sin embargo sus patrocinadores y clientes, otras tantas, han tratado de limitar su libertad de hacer.

   Es difícil tomar partido por unos u otros en estas cuestiones de arte; si el cliente que encarga una obra se obstina en determinadas condiciones puede pensarse que su derecho sea bastante; pero en el arte quizás convenga ser más flexible de lo que fueron los propietarios de algunas obras.

   El Cristo blanco de Cellini expuesto en El Escorial está cubierto con un paño. Un año después de que Benvenuto Cellini lo terminara, se cerraban las sesiones de Concilio de Trento. Ningún desnudo sería desde entonces bien visto y la obra de Cellini, que los frailes del monasterio juzgaron indecorosa ante la visión íntegra de la anatomía del crucificado, fue cubierta por un paño que aún perdura.

   También Miguel Ángel sufrió las presiones puritanas de Biaggio en su obra “El juicio final”, en la Capilla Sixtina del Vaticano; pero el genial Buonarroti, difícil de doblegar, tomó venganza y puso al censor en el sitió que creyó le correspondía (1).

   Carlos III, había llegado desde Nápoles. Fue un buen rey para España este Borbón, más en el arte estuvo sujeto a los convencionalismos de la época. Convencido de la obscenidad de la desnudez del cuerpo humano, ordenó que todas las pinturas de palacio que pudieran llevar a pecaminosas miradas concupiscentes fueran retocadas, cubriendo las carnes para una mejor salvación de la almas de quienes las miraban. A Dios gracias ─porque Dios nada impone en el arte, es la mente de algunos hombres─ Mengs,  pintor de la corte, desobedeció el mandato real.

   Y más cerca en el tiempo también hay casos: En la catedral de Valencia existe una capilla, la de San Francisco de Borja, con cuadros de Goya. Uno de ellos es “La muerte del impenitente” en el que se ve al agonizante, recostado en el lecho, acosado por los demonios, y próximo a él San Francisco de Borja mostrándole un crucifijo del que parten rayos, que no quieren ser otra cosa que la emanación del perdón y la misericordia divina.


   El agónico personaje semidesnudo, está cubierto con una sábana que cubre parte del cuerpo del endemoniado; y parece que así estuvo desde el principio, aunque haya, parece que infundadas, varias teorías que apuntan a que no siempre fue así. El historiador Francisco Tramoyeres, a comienzos del siglo XX, se hizo eco de la leyenda que afirmaba que don Francisco puso el cuerpo del moribundo en el lienzo, abandonado en el lecho, yéndosele la vida en la misma forma en la que uno llega a ella, que esto no gustó nada a los canónigos de la Seo valenciana, que exigieron a Goya que el cuerpo del moribundo fuese tapado en sus partes pudendas con alguna prenda, a lo que don Francisco a regañadientes y tras mucha discusión cedió, pero que lo hizo con trampa, pintando a la aguada una sábana, que con la conveniente limpieza descubriría el cuadro como él lo concibió. La leyenda se confirmó como tal cuando en los años treinta del siglo XX, en una limpieza y restauración que se hizo del cuadro, la sábana se mantuvo en su sitio, la varonil anatomía del moribundo siguió oculta a la vista y quedó desterrada la teoría de la aguada. Pero aún se mantiene otra teoría. Ésta defiende que el cabildo catedralicio, ante la negativa de Goya al decoroso cubrimiento, encargó a otro pintor que colocara el dichoso trapo. Esa fue la hipótesis defendida por el historiador francés Charles Yriarte a finales del siglo XIX, que en su biografía de los que han estudiado mucho el hacer del maestro aragonés se aventura a decir que la sábana, llena de arrugas y pliegues, no hubiera sido pintada así por don Francisco.

   Sin embargo el cuadro, pintado en 1788, es digno de atención sea cual sea la hipótesis correcta, o incluso aunque ninguna de ellas sea cierta, ya que el boceto del cuadro, que fue propiedad del duque de Osuna y hoy de la marquesa de Santa Cruz también exhibe una sabana colocada sobre el impenitente retratado, quizás contradiciendo cualquier fantástica suposición, ¿o no? Quién sabe.

(1) En una esquina del mural, con cuerpo de demonio y…su propia cara. La historia de esta “pequeña venganza” de Miguel Angel se puede leer en “El poder del pincel”.
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LA MANO DE PLATA

   Ésta es la casi desconocida historia de un soldado, de un soldado valiente. Comenzó sus veintiocho años de vida en Cartagena a comienzos de 1881 y desde bien joven quiso ser militar, por lo que al cumplir la edad reglamentaria Antonio Ripoll Sauvalle ingresa en la Academia de Infantería de Toledo. Pero valiente como es, necesita de aventuras, las que no encuentra en su sedentario destino cartagenero. Solicita, pues, su marcha a Filipinas. Allí sí encontrará la acción que busca.

   Ripoll llega a Filipinas con grado de alférez. Está en Manila cuando las tropas americanas comienzan su ofensiva. El 13 de agosto de 1898 entra en combate y resulta herido. Una de las balas enemigas alcanza la muñeca de su brazo izquierdo. Ripoll, ya en el hospital, se enfrenta a lo peor: la amputación de su brazo. Tiene diecisiete años y su carrera militar apenas iniciada parece terminar; pero no, Ripoll no es hombre de los que se resigna con facilidad; no está conforme con su destino y al llegar a Madrid, como capitán, rechaza ser un mutilado de guerra. Pide audiencia real y la consigue. Ante la reina regente pide que se le permita seguir en activo. Doña María Cristina tiene palabras cariñosas para el muchacho, y también hechos: accede a la demanda y además ordena que sea fabricado un brazo ortopédico de aluminio. Un brazo de plata dirán que lleva y por tal será conocido en el futuro. Un brazo que,  enguantado, le caracterizará siempre.


   Pero Ripoll es activo por naturaleza, y vehemente. Estando en Cartagena un periódico local edita un artículo que ofende al estamento militar. Ni corto ni perezoso, ante la pasividad de sus compañeros, se presenta en la redacción del diario:
   ─ Infamias son las publicadas por este diario. ¿Quién es el autor de semejante disparate? Atrévase a dar la cara─ grita Ripoll.
    No son palabras ni formas las del oficial fáciles de dejar de tener en cuenta y por fin el autor del artículo da la cara y se presenta ante Ripoll, que pese a su juventud, o quizás por ello, conmina al periodista a retractarse de lo escrito o a batirse en duelo. Pero ni una cosa ni otra suceden. Ripoll entonces abofetea al redactor con su enguantada “mano de plata” para provocar el lance. Otros redactores de la publicación, solidarios con su compañero, al conocer la agresión protestan por ello. Ripoll les reta igualmente. Su carácter vehemente y su ímpetu reforzado por su juventud le procuran un arresto de doce días, que más parece un castigo simbólico que un correctivo a su mal genio.

   Por fin en 1909 Ripoll vuelve a la acción. Se han declarado hostilidades en  Melilla contra los rifeños y el capitán Ripoll pide su traslado a dicha plaza.  En las inmediaciones de la ciudad, entre Zeluán y Ben-Bu-Ifrur, la columna del capitán Ripoll cierra la retirada de una misión de reconocimiento, pero desde una casa rodeada de chumberas arrecia el fuego enemigo sobre la columna española. Ripoll decide asaltarla y, calada su bayoneta, se lanza con los suyos al ataque. El avance es decidido, no le falta valor al capitán, pero una bala le alcanza, y Ripoll cae. Sus soldados asustados, sin jefe, retroceden y el cuerpo del capitán queda yerto en el campo de batalla sin que se pueda retirar su cadáver.

   Cuando varios días después se puede recoger el cadáver, al cuerpo del capitán le falta su brazo de aluminio, que los rifeños creen de plata. Los rifeños pedirán un rescate por la pieza, que al fin será recuperada. Hoy los restos del capitán Antonio Ripoll Sauvalle al que por decreto firmado por Alfonso XIII el 6 de octubre de 1909 se le concedió la cruz de San Fernando de segunda clase, reposan en el panteón de héroes de Melilla y su “brazo de plata” se conserva y puede ver en el Museo Histórico Militar de Valencia, merced a la donación hecha por su familia.
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