EL XIX. UN SABOYA EN EL PALACIO REAL

   Sin el apoyo de Prim, recién asesinado, el nuevo rey se instala en el Palacio Real, pero aunque pone empeño en hacer las cosas bien, no tiene suerte Amadeo. Sí, el pueblo no lo ve con malos ojos; su juventud, aspecto gallardo y actitud alejada del boato isabelino, a lo que contribuye mucho su esposa María Victoria, le favorece; pero la aristocracia no lo aprecia de igual modo. Ven en Amadeo el intruso que impide el paso al joven Alfonso y los carlistas el obstáculo a sus pretensiones. Pocos son los que acuden a palacio, el duque de Sesto no le saluda; tampoco la reina se libra del desprecio de las damas de la corte, que incluso organizan actos para desairar a la nueva dinastía. Y en cuanto a la Iglesia, su alto clero, hace gala de una falta de caridad impropia de su doctrina.

   Entre los políticos la cuestión no es mucho más favorable para el nuevo rey. Que los federalistas le ataquen no sorprende a nadie; pero sí el tono empleado por su más brillante orador, don Emilio Castelar, hombre educado y de tacto, que en las Cortes ─y así consta en el diario de sesiones─  dijo: “(...) Vuestra majestad debe irse, como seguramente se hubiera ido Leopoldo de Bélgica, no sea que tenga un fin parecido al de Maximiliano de Méjico… Esta nación que peleó tres siglos contra los romanos y siete contra los árabes; ésta nación, que venció a Carlomagno, el mayor guerrero de la Edad Media, en Roncesvalles; a Francisco I, en Pavía, y a Napoleón, el gran capitán de los tiempos modernos, en Bailén y Talavera; esta nación cuya gloria no cabe en los espacios, cuyo genio tuvo, como Dios, fuerza creadora para lanzar un nuevo mundo, una nueva tierra en la soledad del océano; esta nación que cuando iba en su carro de guerra veía tras de sí a los reyes de Francia, a los emperadores de Alemania seguir humildes sus estandartes; esta nación de la que eran alabarderos, maceros, y nada más que maceros, los pobres, los oscuros, los hambrientos Duques de Saboya, los fundadores de la dinastía (...)”.

   Es verdad que los ejecutores de la revolución de septiembre están con él, más o menos; o quizás muerto Prim, más menos que más, pero sus preocupaciones son luchar entre sí, sobre todo en el partido radical, Ruiz Zorrilla y Sagasta, juntos en un propósito antes, alejados ahora uno del otro, cuando más les necesita España y su nuevo rey.

   Porque desde el principio de la monarquía saboyana los problemas se ven llegar. Nada más ser Amadeo rey el antiguo regente, Serrano, forma gobierno. Apenas seis meses después estalla la primera crisis. Amadeo encarga la formación de un nuevo gabinete, pero al poco, el duque de la Torre confiesa al rey que nadie acepta ser ministro, ni Ruiz Zorrilla ni Sagasta. Finalmente es Ruiz Zorrilla quien se hace con el poder, que ofrece a don Práxedes la cartera de Estado, que no es aceptada. Es el comienzo de las disputas, el encono y la animadversión que ambos se profesarán en adelante, la causa del desgobierno y la desgracia para la nueva dinastía. El asunto de la quintas, aún no resuelto, la indisciplina en el ejército, la escasa actividad económica, que conduce a la miseria generalizada del pueblo, lo que obliga al ministro Figuerola a poner la hacienda pública en manos de la banca judía francesa son una mínima parte de los sufrimientos que España padece; y ello mientras la Nación se desangra en Cuba y los movimientos carlistas  enfrentan una vez más a los ejércitos españoles.

  Crisis tras crisis, gobierno tras gobierno, unos de Sagasta, otros de Zorrilla, alguno de Serrano, el rey está cada vez más solo, como sola, o casi, sino fuera por Concepción Arenal, está la reina, dedicada a obras piadosas.

Firma del rey Amadeo de Saboya (Fotografía tomada del libro
España Histórica de Antonio Cárcer Montalbán. Ediciones Hymsa. 1934.

   Y solos los dos, como en una repetición de la historia ocurrida pocos meses antes, afrontan el trance que, tras la guerra de la Independencia, ningún monarca español ─del  que sólo las reinas regentes María Cristina de Borbón y María Cristina de Habsburgo se libraron─  logró evitar durante el siglo XIX: un atentado contra sus vidas.

   Tienen los reyes, en las calurosas noches del verano madrileño, costumbre de salir en carruaje a dar un paseo nocturno por los jardines del Retiro y volver luego a palacio. La noche del 18 de julio de 1872, Amadeo podía haber variado su itinerario. Así se lo había aconsejado el presidente del Consejo y la prudencia; pero como Prim, quién sabe si en recuerdo suyo, sin hacer caso, enfila el camino habitual tras su paseo nocturno. La reina va con él. También ella conoce el peligro. Enterada, ha tratado por todos los medios, sin lograrlo, de convencer a Amadeo para cambiar la ruta; pero ante la insistente negativa decide, aún embarazada como está, acompañarle y afrontar con él un único destino.

   Y es que ese mismo día, unas horas antes, por casualidad, se había sabido que la vida del rey estaba en peligro. Cierta persona, instruida y bien relacionada que acababa de salir de la Biblioteca Nacional acertó a escuchar, sin que se percataran de su presencia, la conversación que mantenían dos individuos apostados junto a un coche:
   ─Esta noche el rey debe morir. Será al final de la calle del Arenal, cerca de la plaza de Isabel II, cuando regrese a palacio. Se bloqueará el camino para facilitar el asalto. Avisa para que estén todos listos y, advierte que nadie se eche atrás. Quién abandone lo pagará caro.

   
   Aterrado el buen hombre, al oír aquello, corre a comunicar a un militar amigo suyo la noticia que, siguiendo un conducto casi reglamentario, llega a oídos de Cristino Martos, ministro de Estado y del presidente del Consejo Ruiz Zorrilla. No hace caso el rey al requerimiento del presidente para evitar el trayecto y se dispone una discreta vigilancia  y  protección del monarca(1).

   Cuando, casi de madrugada, los reyes vuelven a palacio, en la Puerta del Sol, el coche real se cruza con el de don Pedro Mata, el gobernador civil de Madrid, que dando la vuelta, se coloca detrás del de los reyes, mientras éste sin detenerse emboca la calle del Arenal. Varios hombres están apostados al final de la calle. La policía, que discretamente vigila, los ha visto salir poco antes de una taberna de la Plaza Mayor y tomar posiciones. Cuando el coche real alcanza el lugar previsto la calle se halla cortada y el cochero obligado a detener el coche. Es el momento en el que varios individuos armados con trabucos y revólveres se acercan al coche detenido dispuestos a abrir fuego. El rey, para proteger a María Victoria, cubre el cuerpo de la reina con el suyo propio. El cochero azuza los caballos. Se oyen disparos. Uno de los caballos es herido por varias descargas. Por fin el coche se mueve. La policía responde con fuego a los atacantes. El tiroteo continúa mientras el coche de los reyes se aleja. Los reyes están a salvo. Milagrosamente no han sufrido daño y llegan a palacio. Uno de los criminales es abatido y tres más detenidos. De estos y de los muchos más detenidos en los días siguientes se constató la filiación republicana de los regicidas o al menos eso se deduce al ser un republicano el único muerto durante el tiroteo.

   Las muestras iniciales de apoyo y simpatía hacia los reyes duran poco. Siguen solos, aislados. A finales de 1872 Amadeo se reúne con Serrano. Quiere limar asperezas. Si alguien puede apoyarle es el general. La acción política y lo personal se mezclan en el encuentro. Aprovechando que el nacimiento del tercer hijo del rey está próximo Amadeo y el duque hablan:
   ─Como sabes, Francisco, falta poco para que nazca mi tercer hijo. La reina sería dichosa si Antonia aceptara ser su camarera en el bautizo llevando al recién nacido a la pila bautismal, y los dos accedierais al padrinazgo del nuevo infante de España. Serrano trata de obtener ventajas a cambio. Condiciones inaceptables que el rey no admite. En un clima que augura tormentas futuras se despiden:
   ─Majestad, me hacéis gran honor, pero sabéis que las circunstancias actuales no son las más propicias. En mi nombre y en el de mi esposa os agradezco el honor que nos hacéis, pero no podemos aceptar vuestro ofrecimiento. Deseo lo mejor para vuestra majestad, para la reina y el feliz desenlace en el parto.

   El rey está molesto, lleva dos años soportando desprecios. Ha tenido buena voluntad. Quizás haya cometido errores. España no es una nación fácil de comprender y menos de gobernar, pero si hay algo que sí comprende es que no se le quiere ni se le respeta. La cuerda nunca ha estado más tensa.

   El 29 de enero de 1873 María Victoria da a luz un niño, un infante de España. Un nuevo incidente agria más aún las relaciones del Gobierno con el rey. Cuando ese mismo día el gabinete y una representación de las cámaras acuden a la presentación del vástago real en el palacio real, el rey les da plantón(2). Sin recibirles, ordena que el mayordomo de palacio, el conde de Rius, les anuncie que el bautizo se celebrará al día siguiente. Al conocerse los hechos en las Cortes, los parlamentarios, indignados, explotan en feroces críticas contra el rey, a los que el Gobierno, pese al agravio, en boca de Cristino Martos, trata de apaciguar.

   Tras el bautizo, en el que la duquesa de Prim actúo como camarera de la reina se celebra el banquete. El rey y el presidente Zorrilla ocupan sus asientos uno junto al otro, se cruzan reproches y el rey, al parecer, dispuesto a no dejarse doblegar por voluntad que no sea la suya habla sobre su futuro en términos que Zorrilla no alcanza a comprender. La suerte del rey parece echada. Si durante dos años parecer haber ido a remolque de lo que los partidos decidían, también parece resolver que es hora de ser él quien decida su propio futuro. La ocasión se presenta enseguida, el asunto Hidalgo estalla ante el rey como artillería pesada, porque asunto de artilleros es.

   Cuando el general Baltasar Hidalgo Quintana fue destinado como Capitán General con destino en Vitoria, el rechazo de los oficiales del cuerpo de Artillería fue unánime. Alegando enfermedad se negaron a presentarse ante el nuevo Capitán General. Su pasado en la cuartelada de San Gil de 1866 le marcó siempre. Responsable de la asonada, que  fue sofocada y varios suboficiales fusilados, Hidalgo fue condenado a la pena de muerte. Huido y exiliado, con el triunfo de la revolución de septiembre regresó a España y fue rehabilitado, pero nunca aceptado por el cuerpo artillero.

   El caso se fue complicando con el perseverante rechazo a Hidalgo  en  Vitoria y en su posterior destino en Cataluña, y el asunto por fin llega a las Cortes. Ante tan complicada situación y aprovechando la oposición el conflicto el Gobierno decide reorganizar el cuerpo de Artillería, presentando al rey el decreto de supresión del Cuerpo previamente votado favorablemente en la Cortes.

   Contrario, pero sin más remedio que acatar la decisión de las Cortes, Amadeo firma el decreto y anuncia su intención de abdicar. El martes 11 de febrero de 1873, entrega al presidente Ruiz Zorrilla su renuncia y la de sus hijos y sucesores a la Corona de España.

   Ese mismo día la Asamblea nacida de la monarquía moría;  y con su mismo cuerpo renacía como republicana. La mayoría de los ministros, también monárquicos ─sólo cuatro de ellos: Fernández de Córdoba, Beránguer, Echegaray y Becerra, se habían levantado como ministros al servicio de un rey y acostarían como ministros de la República─, renunciaron a sus cargos, pese al intento de Rivero, presidente del Congreso, de obligarles con autoritarismo inaceptable a mantener sus carteras. Cristino Martos, desde el banco azul le contestó: “No está bien, señores representantes de la Nación española, que, contra la voluntad de nadie, parezca que empiezan las formas de la tiranía el día que la monarquía acaba."

Cristino Martos por Sorolla.
Museo de Bellas Artes de Valencia.

   La primera República daba el primer mal paso de una andadura efímera, por un camino por el que no supo transitar. Muchos serían los inconvenientes, muchos también los enemigos.

(1) Hubo posteriormente gran polémica, tanto en España como en Italia, sobre porqué el Gobierno expuso al rey a tan peligroso trance y no trató de impedir el atentado.
(2) Aunque era costumbre en la Corona hacerlo así, ya le había manifestado el rey a Ruiz Zorrilla que consideraba familiares y privados los primeros instantes tras el nacimiento de su hijo, reservando los actos públicos para el día del bautizo.
Licencia de Creative Commons

LA DUQUESA

   No, no fue una linajuda dama orgullosa de título nobiliario la protagonista de esta historia. Así, con ese nombre, se constituyó una sociedad mercantil, cuyo objeto era la minería y cuyo propósito era al parecer encontrar un tesoro. El lugar elegido fue un cerro próximo al granadino pueblo de Pinos Puente, el Cerro de los Infantes.

   El lugar tiene su historia y su leyenda. De la primera es por lo que el cerro recibe su nombre, porque allí el 25 de junio de 1319, don Juan(1), infante de Castilla, y su sobrino don Pedro, también infante, murieron durante la batalla de la Vega de Granada contra los ejércitos del sultán nazarí Ismail I; de la segunda porque hubo allí un palacio que guardaba grandes tesoros, que nunca fueron encontrados.

   El mismo año en que Isabel II dejaba España, llega a “La Duquesa” José Da Costa Leitao Oliveira, un arribista portugués de currículum poco recomendable, que atento a cualquier oportunidad y atraído por el olor del dinero se presenta en Pinos Puente. No le cuesta mucho ser nombrado director del proyecto; pero sus intenciones son otras. En realidad, Da Costa es un alumbrado, o un loco, quién sabe. Se autoproclama con el rimbombante título de  “El tercer testamento” de reminiscencias mormónicas, un enviado de Dios. Se rodea de una corte “divina”. Su facilidad para hacer prosélitos para su causa es enorme. Casi como un nuevo mesías en poco tiempo sus seguidores son legión. Pronto el cerro, la mina, el tesoro son olvidados, de momento.

   Lo que sucede en Pinos Puente llega a oídos del Gobernador Civil de Granada don Francisco García Goyena. No parece gustarle mucho al gobernador lo que allí sucede, y requiere a la propiedad de la mina para que la actividad de “La Duquesa” sea la expresada en sus estatutos y no otra. Mientras Da Costa sermonea a sus fieles, suben al cerro dos guardias civiles para notificar la orden gubernativa. Manda el cabo Andrés Pérez, que se ocupa de dar lectura a la nota del gobernador, más no puede terminar, Da Costa, a quemarropa, dispara contra el cabo Pérez. Lo mata. Luego, acólitos suyos, un tal Rivera y otro llamado Cid, exculparían al portugués, diciendo ser ellos quienes dieron muerte a Pérez. El dominio de Da Costa sobre las voluntades ajenas es indudable. Las autoridades, tras el crimen, buscan a Da Costa, no lo encuentran. Preguntan. Todos callan, aunque saben. Le han ayudado a huir. Lo han tenido oculto en Granada. Allí ha estado muchos días a salvo. Pretenden sus seguidores sacarlo de España por Gibraltar. De camino lo llevan a la choza del santo de Ojén, un  santurrón anacoreta que habita por aquellos parajes malagueños. Da Costa, que cuenta con ayuda, espera el momento. No lo consigue, enterada la Benemérita es capturado en la Sierra Parda de Ojén.

Granada desde El Generalife. Da Costa se ocultó en Granada a la espera
del momento apropiado para, a través de Gibraltar, huir de España. 

   Y se le juzga. Un Consejo de Guerra lo condena a muerte, también a los otros inculpados en el asesinato del cabo Pérez que se declararon culpables; mas éstos, con mejor suerte, fueron indultados el mismo día de su ejecución. Tuvo que ver mucho en ello el obispo de Granada y, sobre todo, el duque de Abrantes, pues uno de los condenados era guardia suyo.

   El 21 de febrero de 1879, en los muros del cementerio de Pinos Puente está José Da Costa Leitao Oliveira, enfrente hay un pelotón de fusilamiento. Es el fin de una historia que más valdría no hubiera sucedido.

(1) El infante don Juan de Castilla, hijo de Alfonso X y hermano del Sancho IV, ganó fama durante los sucesos de Tarifa donde el infante, aliado entonces de los benimerines, raptó al hijo del defensor de la plaza Alonso Pérez de Guzmán, que sería conocido desde entonces como “el Bueno”, amenazando con matarlo si no rendía Tarifa. Famosa fue la respuesta que dio Guzmán al infante por dicha amenaza cuando le constestó:  “Más vale honra sin hijo, que hijo sin honra” y arrojando su puñal para el sacrificio de su hijo, mantuvo la plaza por encima de la vida de su hijo.
Licencia de Creative Commons

AMÉRICA, ¿DEBIÓ LLAMARSE ASÍ?

   Fue a decir de unos un gentil, desenfadado y gracioso florentino; aunque otros lo calificaron como de feliz impostor y, llegando más lejos, un americano, Ralph Emerson, en el siglo XIX escribió: "Extraña que toda América deba llevar el nombre de un ladrón, Américo Vespucci, negociante de conservas en Sevilla (…), y cuyo puesto más elevado en el escalafón naval fue el de segundo contramaestre en una expedición que nunca se dio a la vela, pero quien se dio trazas para suplantar en este mundo mentiroso a Colón y bautizar la mitad del globo con su propio nombre de embaucador”.

   La historiografía, en general, ha sido muy crítica con la figura del florentino. Ha puesto en duda alguno de sus viajes y desde luego muchos de sus relatos, tachados de fantasías. Y en parte parece que así fue, como también la de tener cierta propensión a atribuirse méritos que no le correspondían, pero también, es posible que fuera el primero en comprender que aquellas tierras descubiertas por Colón, y sobre las que él mismo puso sus plantas, no eran Asia, sino un Nuevo Mundo. 

                                                          *

   Cuando Cristobal Colón descubre nuevas tierras, Américo Vespucci ya lleva en Castilla dos años. Proviene de una notable familia florentina  relacionada con los Medici, y durante su juventud había sido educado conforme a su posición. Ahora, instalado en Sevilla, es agente de los Medici, y a orillas del Guadalquivir se ocupa de los asuntos portuarios al servicio de sus jefes.

   Vespucci, que ha conocido a Colón,  ha colaborado en la preparación de alguno de sus viajes. Él mismo quiere viajar. Se embarca en varios viajes, sin que se sepa con exactitud en cuantos. Con Juan de Ojeda, al servicio de España, en los últimos años del siglo XV; al servicio del rey de Portugal en algún otro, nada más comenzar el XVI. 

   A su vuelta, se encierra, escribe. A la Casa Medicis, primero. De su afán resulta un escrito: “Cuatro navegaciones”, que trata de difundir por las cortes europeas. Y no sólo en las cortes.

   En Saint-Dié, en los Vosgos franceses, hay un grupo de geógrafos. El club en el que se reúnen y trabajan recibe el nombre de Gimnasio Vosgos.  Allí se prepara una obra, Cosmographiae e Introductio. La escribe Martin Waldessemüller. Y al club llega el escrito de Vespucci. Se decide incorporarlo a la obra de Waldessemüller, editada en 1509, como un apéndice, y sin ninguna observación sobre la falsa afirmación de Vespucci de haber descubierto él, en su primer viaje, las nuevas tierras antes de que Colón llegara a ellas; antes al contrario, Waldessemüller añade un comentario(1) y un mapa en el que las nuevas tierras son designadas como América, de lo que años más tarde se arrepentiría e intentaría corregir; pero era ya tarde. A partir de 1513 nuevos mapas de Waldessemüller omitieron el nombre de América, y el propio cartógrafo reconoció a Colón como descubridor. De nada serviría.


  En 1538, Mercator, un cartógrafo flamenco, cuyo verdadero nombre era Gerard Kremer, editó, y fue rápidamente vendida su primera edición, un mapa en el que figuraba el nombre América. Era Mercator, cartógrafo conocido y apreciado. Su obra era muy estimada, y nada más fue necesario para que aquellas tierras descubiertas por Colón, que durante algún tiempo fueron conocidas con diversos nombres según el país en el que se hablara de ellas, fueran finalmente reconocidas con el nombre del florentino que logró, en parte gracias a la mentira, en parte al azar y la ingenuidad de  Waldessemüller y sus colegas, que un nuevo continente llevara su nombre.

(1) “Como pronto se verá, Américo Vespucci ha descubierto una cuarta parte… ¿porqué no llamarla América, es decir, tierra de Américo, con el nombre de su sagaz y gran descubridor, así como Europa, y Asia llevan nombre de mujeres?”
Licencia de Creative Commons

CHINCHÓN

   Cuando el viajero acude Chinchón, lo hace a propósito, porque para estar allí, no hay que pasar, hace falta ir. Y la razón que ha tenido el viajero es doble: sabe que en el pueblo, muy próximo a Madrid, que en tiempos de Alfonso XIII se hizo ciudad, se come bien, y sabe también que allí pasaron muchas cosas y vivió mucha gente de las que han hecho historia.

   Chinchón tiene una plaza, que lo es casi todo. Por ser, al viajero le parece que es hasta mirador. Un mirador un tanto peculiar, porque, al contrario de lo que sucede con los miradores, tiene sus mejores vistas de abajo hacia arriba; y eso no es todo: sino que es el propio mirador, la plaza, su mejor vista. Por lo hermosa que es y por los testimonios del pasado que guardan sus piedras y maderas, que de éstas hay más que de las primeras.

   El recinto bastante grande, de forma poligonal e irregular, está cerrado por viejas casas con balcones de madera, casi todas de tres plantas. Hoy la mayor parte de los inmuebles están ocupados por restaurantes desde cuyos balcones los comensales pueden disfrutar de las vistas de todo lo que sucede a ras del suelo, como en tiempos pretéritos se podía observar lo que allí sucedía, fuera bueno o malo. Porque en la plaza de Chinchón a pasado de todo. Fue, y sigue siendo, mercado, coso taurino o plató de cine.


   Por esta plaza anduvo Goya, que pasó algunas temporadas descansando y haciendo lo que mejor sabía hacer. De su estancia allí queda un cuadro en la iglesia de la Asunción y en el Museo del Prado dos más, uno sobre los desastres de la represión francesa en la villa, que fue muy perjudicada por el mariscal francés Claudio Víctor Perrín, que el viajero lo quiere dejar escrito para vergüenza suya; y otro de la condesa de Chinchón, porque de cuantas condesas de Chinchón han sido, María Teresa de Borbón y Vallabriga es la que más ha dado que hablar. Esposa de Godoy, ninguneada por el valido amante de Pepita Tudó, dueño del corazón de la reina María Luisa, María Teresa aborreció  a su esposo y hasta el fruto que de aquel matrimonio nació. Para muchos otros Godoy resultará también insoportable, para el rey Fernando VII el primero, que le perseguirá implacable con saña, pero eso sucedió lejos de Chinchón.

   Sabe también el viajero que tiempo atrás hubo otra condesa de Chinchón, menos famosa, y con razón, pues lo que se dice que hizo no está bien documentado, pues hay datos muy contradictorios que ponen en duda lo que como leyenda pugna por ser verdad. Quizás lo fuera. Era esta señora, de nombre Francisca Enriquez de Rivera esposa, la segunda que tuvo, del IV conde de Chinchón. Eran los tiempos de Felipe IV. Cuando el conde fue nombrado virrey del Perú, los condes se trasladaron al Nuevo Mundo. Poco después doña Francisca cayó enferma. Unas fiebres la consumían. Según una de las versiones más difundidas de la leyenda, enterado del asunto el corregidor de Loja, don Juan López Cañizares, advirtió éste al conde que él mismo estuvo aquejado del mismo mal y una infusión de una corteza usada por los naturales del país, y que a él le administró un misionero, le sanó al poco de tomarla. Dicho y hecho, la condesa probó aquella infusión y se curó al poco tiempo.  Era aquella corteza la de un árbol llamado quina y la señora pensó que tan gran remedio debía ser conocido por todos. Se empeñó en darlo a conocer y aún hoy, sea o no cierto, se le atribuye el descubrimiento de dicha droga.

   El viajero vuelve a esta tierra, deja la América de la condesa, y mientras pasea por los soportales de la plaza, después de hacer una buena digestión ayudada con un sorbo de anís, del famoso “Chinchón”, dulce, como al viajero le gusta, encuentra un local en el que venden de todo, también ajos, que dicen son finos y de gran sabor; porque si el aguardiente local tiene fama, no es menor la de sus ajos, y el viajero no quiere dejar de decir algo de lo que con tanto orgullo produce el pueblo.

   De camino, apunto de dejar Chinchón, el viajero pasa ante la Casa de la Cadena, una casona barroca. Es conocida porque fue hospedería y en ella se alojó el rey Felipe V durante una visita que en tiempos de la Guerra de Sucesión hizo al lugar. El viajero tiene otros planes. La gran ciudad próxima le espera.

Nota: De lo insoportable que fue Godoy para Fernanndo VII puede saber algo más el lector en "Historia de un ensañamiento".
Licencia de Creative Commons

El XIX. ESPARTERO, EL FIN DE SU REGENCIA

   Casi desde el primer momento las conspiraciones contra el regente Espartero se suceden. Es cierto que el duque de la Victoria ha sido designado regente por votación, pero también que su autoritarismo se hace patente enseguida. Él mismo escribe: “ (…) con la Constitución  se manda como con la Ordenanza (…)”. María Cristina, la reina gobernadora, exiliada en París, con su apoyo, fomenta las conspiraciones. Allí está Narváez, que en septiembre de 1841 pone en marcha un plan para expulsar a Espartero del poder. No está solo. Los generales O’Donnell, Diego de León, de la Concha, Borso di Carminate  y otros, le acompañan en la aventura. O’Donnell desde Pamplona, Diego de León y de la Concha, en Madrid y Narváez desde Andalucía, tras esperar su momento en Gibraltar, lo intentan. El plan es muy atrevido, incluye el secuestro de las infantas, de las que se ha hecho cargo el regente.

   Pero las cosas no pueden ir peor para los golpistas. Enterado el gobierno, el levantamiento es abortado. En el Palacio Real se produce un tiroteo, el comandante Dulce, al mando de los alabarderos rechaza el asalto. Muchos logran huir: Narváez, O’Donnell, de la Concha; el general Pezuela, que participa  en Madrid, lo logra también. Diego de León, que podría haber huido, se entrega, confía que el duque de la Victoria no será estricto con él. Se equivoca, es condenado a muerte. De la dignidad con la que acepta su ejecución baste decir cómo, ya en el lugar donde va a ser fusilado, pide permiso para leer la sentencia, ordena al piquete que le va a fusilar su formación y grita: “No muero como traidor”.

   Repleta de sociedades secretas o semisecretas, algunas de ellas con inclinaciones a la conjura, aunque enmascaradas por idearios orientados hacia la libertad, España es un hervidero de fuerzas en choque. Desde París Narváez, que no se desanima tras el fracaso del año anterior, es el alma impulsora de una de ellas. Le ha puesto por nombre “Orden Militar Española”  y, en 1842, nada más nacer se pone en marcha para alcanzar sus fines: derrocar al general Espartero. Siguen con él los generales O’Donnell y Pezuela y además, Fernández de Córdoba, el escritor Patricio de la Escosura y muchos militares descontentos con las políticas llevadas a cabo por el gobierno con el estamento militar. También ahora cuentan los miembros de la “Orden” con el apoyo de María Cristina, de su esposo Muñoz y discretamente de Luis Felipe de Francia, como lo demuestra que sea la valija diplomática francesa la utilizada por los conjurados para comunicarse.

El general Narváez por Vicente López.
Museo de Bellas Artes de Valencia.

   Prim, que actúa por su cuenta, también es requerido. Viaja a Francia, habla con Narváez, pero no es posible el arreglo. Son muchas las diferencias entre ellos. Ya no sintonizarán en el futuro.

  Mientras, en España, se suceden las crisis, dimiten los gobiernos. Un proyecto de amnistía es en parte la causa. Permitirá volver a quienes desde el extranjero confabulan. Las fuerzas en contra del regente se multiplican. Prim censura en las Cortes su autoritarismo, al tiempo que en muchos lugares se producen levantamientos. Y Prim que no es ajeno a todo esto, poco después, desde Reus, su ciudad natal, reclama la mayoría de edad para la infanta Isabel. Ya es hora. España debe tener una reina, no un regente. Sabe también lo que Narváez está dispuesto a hacer y que cuenta con fuerzas suficientes para intentarlo.

   Serrano se pronuncia en Barcelona. Valencia también se ha sublevado. En ella, Narváez, procedente de Marsella, desembarca el 27 de junio. Camino de Madrid, toma Teruel. Allí proclama su compromiso con la Constitución del 1837 y su disposición a la unidad con los progresistas.

   Cuando Narváez llega a las puertas de Madrid, donde las tropas del gobierno se unen, sin apenas lucha, a las del futuro duque de Valencia, el duque de la Victoria, ya no está en la capital. En el puerto de Santa María, a bordo del “Betis”, Espartero zarpa hacia Gibraltar. Otro buque, el Malabar, le conducirá al exilio londinense. No estará, sin embargo, allí mucho tiempo.
  Licencia de Creative Commons

EL RAYO DE SINALOA

   Heraclio Bernal tuvo una existencia corta en el tiempo, pero intensa en sus vivencias. Mitad bandolero, mitad guerrillero, comenzó como lo primero y acabó siendo, por lo segundo, un mito.

   Agitado México en tiempos de Juárez, primero con el artificioso Imperio de Maximiliano,  luego con el Porfiriato, la niñez de Heraclio Bernal transcurre entre El Chaco, donde nació un 28 de junio de 1855, hijo de Jesús y de Jacinta; Guadalupe de los Reyes, una mina de plata a la que su padre trasladó la familia en busca de trabajo y Palo Verde, la tierra de su madre.

 Ya mayor, muerto Juárez, Lerdo de Tejada en su exilio norteamericano y Porfirio Diez dueño de México, Heraclio, por su cuenta, vuelve a la mina, a trabajar. Las condiciones de trabajo son malas, para él y para todos los trabajadores. Protesta por ello. Quizás harto, un día roba unos lingotes de plata, pero es descubierto y denunciado. La leyenda que paralelamente se escribe con la historia lo convierte en víctima de una trampa de quien mal le quiere en la mina.

   Pero huye. Comienza una carrera desenfrenada, mezcla de delito y justicia social. Le acompaña Gonzalo Landeros. Perseguido, con malas compañías, su camino se traza inexorable por la senda del bandolerismo.

   Heraclio es jovial, alegre, buen bailarín, le gusta perfumarse, galán con las mujeres  y osado, muy osado, con los hombres. Ya con cierta fama de bandolero, buscado por las autoridades para apresarlo, sin aviso, aún con riesgo de ser reconocido, llega a Cosalá. Allí se celebra una partida de cartas. Uno de los jugadores es el general Cleofás Salmón, prefecto del distrito. Heraclio se acerca. Mira. Pide jugar y le dejan. Cuando termina la partida sus bolsillos están tan llenos como vacíos los de sus compañeros de mesa. Y Heraclio parte con sus ganancias. Al momento, un niño entra en el local, lleva una nota para el prefecto Salmón. Dice: “Espero volver a jugar con usted y que tenga mejor suerte. Heraclio Bernal”. Salmón enrojece de ira. No será la única vez que Bernal se presente de incógnito para darse a conocer luego.

   Durante los tiempos que siguen Heraclio y sus hermanos se dedican a lo único que ya pueden seguir haciendo. Sí, se apropian de lo ajeno. Los bienes de los comerciantes, de los explotadores de las minas de plata, casi todas en manos extranjeras, son ahora el botín de sus atracos. No hay mina cuya caja fuerte no deje de serlo a manos de Heraclio y su partida.

   Y la gente del pueblo comienza a verlo de otro modo, con otros ojos. Porque Heraclio entrega mucho de lo que roba a los ricos, a los necesitados, se presenta en los pueblos, da dinero, participa en fiestas; y se declara, como lo es su padre, juarista, partidario de la Constitución de 1857 y declarado enemigo de Porfirio Diez, el dictador.

 
   Ayudado y ayudando al general rebelde Ramírez Terrón, que antes de ser rebelde tuvo mando importante cuando Porfirio Diez tomó la presidencia de la República en 1877, a veces juntos, la mayor parte por separado, Terrón y Bernal asaltan y toman pueblos y ciudades de Sinaloa. Colaborando con el general, Heraclio ya es teniente de guerrillas.

   El 26 de junio de 1880, Ramírez Terrón y Heraclio Bernal se apoderan de Mazatlán. Bernal parte y deja allí a Terrón. Victoria efímera, pues el general la abandona enseguida ante el temor de quedar sitiado por las tropas del gobierno que se aprestan a liberar la capital. En su huída toma y abandona distintas localidades y asalta, como hace Bernal, algunas minas de plata. Descubierto y perseguido por el capitán Juan Gómez, Terrón es abatido.

   Los tiempos que siguen ven a Heraclio Bernal como un cabecilla ubicuo. Los asaltos de su partida se producen en muchos lugares. En todos se pronuncia el grito “Aquí Bernal” y Bernal ora aquí, ora allá, a dicho grito, sin tiempo para estar en todos a la vez, se convierte en rayo.

   El gobierno estrecha el cerco sobre Bernal. Se envían más tropas. De nada sirve. Visto como un bandolero por las autoridades, cada vez está más comprometido en la lucha política. Comienza a publicar manifiestos, proclamas, planes políticos. En 1886 ya es teniente coronel de los rebeldes. Recibe la noticia de que el general Trinidad García de la Cadena pronto se levantará en armas contra el dictador Diez. Bernal acoge el aviso con esperanza. Vana. El 1 de noviembre de ese mismo año García de la Cadena es asesinado. El mismo, poco antes, durante una refriega es herido, pero logra huir.

   Si por la fuerza no es posible, quizás por la delación y la recompensa, ésta siempre tentadora y lenitivo de escrúpulos, sea posible la captura del cabecilla. Así lo piensa el gobernador del Estado de Sinaloa, Francisco Cañedo, quien ofrece diez mil pesos de gratificación por Bernal.

   Crispín García es un campesino que recorre aquellos caminos. Cierto día se cruza con un hombre y una mujer. Crispín es un hombre perspicaz. Curtido en la vida, que ya ha puesto en peligro otras veces, habla con los viajeros. Son la novia de Heraclio y uno de sus hombres. Sospecha. Les sigue. Sí, ha encontrado a Heraclio Bernal. De vuelta, da cuenta de su hallazgo y, con sigilo y rapidez, se prepara una partida. Con Bernal en la montaña en la que se refugia, aparte de su novia, Bernardina García, sólo hay seis hombres. Muchos de los que con él estaban han sido abatidos en los últimos tiempos y otros, muchos, tomando su propio camino han dejado al guerrillero para hacer lo único que saben hacer bien: robar en su propio beneficio.

   Al amanecer del día 5 de enero de 1888, en la montaña en la que se esconde, comienza un tiroteo fatal. Bernal es herido, pero resiste. El propio Crispín García participa en la escaramuza. Es un buen tirador. Apunta sobre Heraclio. Dispara. La bala atraviesa la cabeza del acorralado. Muere el hombre, nace el mito al que el pueblo cantará un corrido mexicano. Algunos verán en él al pionero de revolucionarios que años después darán batalla a la injusticia.
Licencia de Creative Commons

EL MUSEO DEL PRADO: SU MEJOR LEGADO

   Aunque es considerado un borrón en la historia de España; aunque hurgando en los libros de historia es difícil encontrar que algo bueno hiciera; aunque a Fernando VII, quizás el rey que más desdeñosos motes haya coleccionado para adjetivar su ser, excepto el primero, que pronto fue olvidado y; aunque la historia le ha juzgado con merecido rigor, de su voluntad absoluta ha llegado a nosotros, quizás su más generosa herencia.

   Fue la obra de un rey, que siendo apisonadora de libertades, sin embargo, democratizaría el arte. Fue la creación del un museo público: el Museo del Prado.

  Apenas hacía dos meses que había vuelto a España el rey deseado, cuando el 4 de julio de 1814 anunció su intención de crear un museo público de pinturas con los fondos reales, de su propiedad por tanto. Si fue porque París tenía desde 1793 abiertas al público las puertas del Museo del Louvre, o por imitación a lo hecho por los reyes napoleónicos distribuidos por Europa, incluido José, ya fuera de España, pero que había tratado de fundar en Madrid uno, que de haber sido hubiera llevado el nombre de Museo Josefino, lo cierto es que la generosidad en este caso del rey fue grande, y justo es reconocérselo. Unos cinco años, pues el museo abrió sus puertas el 19 de diciembre de 1819, se tardó en elegir y rehabilitar el lugar, el viejo y medio arruinado palacio que Villanueva había construido como Museo de Ciencias Naturales. Todo ello pagado con el peculio privado del rey, que sin duda fue su alma impulsora, aunque sin olvidar otros estímulos como los de la propia reina, en aquellos días Isabel de Braganza, mujer culta y amante de la artes.


   No acabó aquí la bondad de Fernando. Inaugurado el museo, no se olvidó de él hasta que murió: gastos generales, de manutención y personal fueron pagados por el monarca, que autorizó desde el principio y hasta el fin de su reinado la entrega, al naciente museo, de muchos de los cuadros colgados en los Reales Sitios. Más aún, de su propio bolsillo pago obras con el mismo destino. Así sucedió con una Trinidad de Ribera que el rey adquirió para el museo en 1820, o con el celebérrimo Cristo Crucificado de Velázquez, que propiedad de Godoy, que lo había comprado, pasó a su esposa, la condesa de Chinchón, que lo poseyó en París. Al morir la condesa fue el duque de San Fernando, cuñado de la condesa, quien lo regaló al rey Fernando, y éste, generoso una vez más, lo cedió al museo en 1829. Entre unas cosas y otras, las aproximadamente 300 obras con las que se inauguró el museo en 1819 pasaron a ser cerca de 4.000 en 1827, apenas quince años después, que seguirían aumentando.

   De la protección de la que gozó el museo en vida del rey dan cuenta  los problemas y peligros en los que se vieron las obras allí depositadas en cuanto murió. Los cuadros fueron incluidos como de libre disposición en las disposiciones testamentarias del rey. El peligro de reparto entre los herederos y la dispersión de la colección fue real, pero la sensatez imperó. Se adjudicaron a Isabel, menor de edad, se compensó a su hermana Luisa Fernanda en lo le correspondía como haber por ese concepto y la colección quedó a salvo, y por tanto el museo. Sólo treinta años después, en 1865, el deseo de Fernando VII se vería asegurado cuando las obras fueron adscritas al patrimonio de la Corona, dejando de ser propiedad personal de la reina.

Nota: De Fernando VII y su poco ejemplar comportamiento público y privado se pueden leer algunos detalles en: "Vie de château", "Historia de un ensañamiento" o "La niña que logró ser reina".
Licencia de Creative Commons
Related Posts with Thumbnails