QUE EL CIELO LO JUZGUE

    Es una de las esculturas más famosas de su autor, y de entre las muchísimas que hay en el monasterio de El Escorial, de las más admiradas. Y la esculpió un artista tenido por corrupto, inmoral, sin más principios que aquellos que podían beneficiarle, mujeriego y sodomita al mismo tiempo y, asesino. Se podría pensar que con tal semblanza personal, hecha por los historiadores, según sus actos y su autobiografía “Vita”, su padre, Giovanni, un maestro de obras florentino y aficionado a la música, anduvo errado al bautizarlo con el nombre con el que expresaba la alegría de su nacimiento, de su llegada a este mundo: Benvenuto.

    El saludado y nombrado así por su padre nació al comenzar el siglo XVI. Su vida transcurrió entre amigos y enemigos, entre cuidad y ciudad. Ya de joven, en su querida Florencia, tuvo una disputa con los hermanos Guasconti, también orfebres: apuñala a uno de ellos y se ve obligado a huir, lo hace disfrazado de fraile. Su destino es Roma. Su fama crece, el Papa le quiere, le da trabajo y le protege. Allí participa en la defensa de la ciudad frente a las tropas de Carlos de Borbón, al que, se dice, ha matado de un disparo de arcabuz. No hay certeza de que fuera así, pero sí de que asesinó tiempo después a un guardia que en defensa propia había matado a un hermano suyo durante una pelea; y a Pompeo de Capitaneis, otro orfebre al que acusaba de quitarle el trabajo: dos certeros cortes con su puñal dan con el rival en tierra para siempre; pero Cellini es un artista famoso, quienes tienen el poder y el dinero quieren que trabaje para ellos, también el nuevo papa Pablo III, que le protege, como hizo el anterior, aunque también tiene enemigos, y algunos de ellos quieren vengar a sus amigos asesinados. Benvenuto huye. Primero va a Florencia, después Venecia, París, otra vez Florencia, otra vez Roma… y, nueva disputa, ahora con el famoso Bandinelli, al que tacha de mal escultor.

    Porque Benvenuto Cellini se tenía a sí mismo como un buen escultor, aunque fuera más conocido como orfebre. Lo cierto es que tenía genialidad sobrada para todo arte, y fue él quien, como inspirado por la gracia divina, realizó el Cristo de mármol blanco que hoy podemos ver en el monasterio escurialense.

    Esa inspiración le ha llegado en 1566, cuando Benvenuto tiene 66 años. Esculpe “el Cristo”. Primero lo realiza en cera, por fin en blanco mármol de Carrara. Está orgulloso de él. Aunque, durante su vida, no ha cumplido como un buen cristiano, Benvenuto, como él mismo dice, se considera inspirado por el Todopoderoso para realizar una obra que le sitúa al nivel de los más grandes escultores. El Cristo acaba siendo comprado por Cosme de Medicis, que no lo había aceptado como regalo del escultor. En 1576 Francisco I Medicis, sucesor de Cosme lo dona a Felipe II, que lo aprecia en lo que vale. Lo manda llevar al monasterio del Escorial, obra cumbre de su reinado: palacio, monasterio y sepulcro suyo. La desnudez del cuerpo, objeto de crítica, impide que sea instalado en la sala capitular. Los monjes se oponen a tenerlo donde se reúnen, pero no impide al rey Felipe admirar la perfección y la belleza de la obra. Queda instalado en una capilla donde aún está, cubierta su desnudez, pero igualmente admirable, tal y como lo concibió Benvenuto Cellini. Juzguemos sólo su arte: esplendido, y sea el cielo quien juzgue su alma, en la que creía como mejor parte del ser humano, según manifestó en su testamento.
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LA MÁSCARA DE HIERRO

    Que haya habido un hombre que, durante toda su vida, se haya visto confinado, sin ser culpable de delito alguno, y con el rostro oculto para que nadie pudiera reconocerlo, más aún, conocerlo siquiera, es algo que siempre ha despertado la curiosidad de historiadores, novelistas y en nuestra época directores de cine. Varias películas se han rodado, con más o menos rigor, relatando las desventuras de tan enigmático personaje.

    Aunque se ha dudado de su existencia; sin embargo, está comprobado por la historia que el enmascarado vivió, ya que se conoce el nombre de su carcelero, el mosquetero Saint-Mars, el lugar de su muerte, la Bastilla, y la fecha, el 19 de noviembre de 1703.

    También parece claro que no fue cubierto con una máscara de hierro. En realidad su rostro debió verse oculto por algún tipo de antifaz, probablemente del tipo veneciano, de terciopelo, que cubría frente, nariz y pómulos. Aceptada su realidad existen varias hipótesis acerca de la posible identidad de tan desgraciado ser. La más difundida, aunque no por ello la más verosímil, es la que le atribuye parentesco fraterno con el rey Luis XIV de Francia. Según esta teoría, el rey Sol no habría soportado la existencia de un gemelo que eclipsara su luz. Voltaire, influyente como pocos en el siglo XVIII, defendió esta hipótesis. Novelistas, pero también historiadores, en el siglo XIX, la apoyaron. El vizconde de Bragelonne, tercera parte de una trilogía formada por “Los tres mosqueteros” y “Veinte años después” de Alejandro Dumás padre, sirvió para difundirla. Pura fantasía, como lo fue también mucha de la historia difundida por autores románticos en el siglo XIX. Pese a ser aún la creencia más aceptada, historiadores más rigurosos y críticos rechazan dicha solución.

    Otra hipótesis sobre la personalidad del prisionero enmascarado recae sobre Nicolás Fouquet. Había entrado en la administración de la mano de su padre y poco a poco había ascendido hasta convertirse en ministro de finanzas. Amasó una gran fortuna y adquirió con parte de ella un palacio que acondicionó y decoró de tal forma que rivalizaba con los del rey. Preparó una gran recepción a la que asistió Luis XIV. El rey Sol, una vez más, envidioso, creyéndose oscurecido, mandó apresar a su ministro. Tras un largo e inicuo proceso, Fouquet no volvió a ver la luz. Surgen dudas sobre su muerte. Aunque se afirma que falleció en 1680, no consta certificado alguno de su muerte. ¿Permaneció preso después de su fallecimiento oficial? Fouquet hubiera tenido 88 años al morir en la Bastilla en 1703. Es improbable que fuera el enmascarado, pero no imposible.

    También pudo serlo Antonio de Matthioli. Éste era secretario de Estado del duque de Mantua. Joven, impulsivo, estaba en la cima del poder, y hacía uso de él. Para ello precisaba de mucho dinero, y a cambio de él ofreció a Francia una fortaleza, que no pensaba entregar: Casale. Luis XIV, engañado, lo capturó y ordenó fuera preso hasta el fin de sus días. Nadie preguntó por él. Tampoco su duque movió un dedo por salvarle.

    Estos personajes y otros muchos han sido propuestos por la imaginación popular y también por la de los estudiosos como el desgraciado enmascarado, habitante de la Bastilla, custodiado por el mosquetero Benigne de Saint-Mars, persona muy próxima al rey. Saint-Mars se llevó a la tumba en 1708 el secreto de su identidad, cinco años después del fallecimiento del hombre de la máscara de hierro.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. BURGOS

     Las agujas de la catedral vistas desde el otro lado del Arlanzón emergen, por encima del arco de Santa María, apuntando al cielo, como si quisieran engancharse allí. El viajero cruza el arco, que es puerta, pero parece castillo, palacio y torre. Fue hecho en tiempos de Carlos I para recibirlo en una de sus visitas a la ciudad, y se le representó en él junto a los personajes más insignes que la ciudad había tenido hasta entonces y aún lo son ahora: don Diego Porcelos, su fundador; don Fernán González, el primer conde castellano desligado de los leoneses; y don Rodrigo Díaz, que no nació en Burgos, sino en Vivar, ni murió en él, pero que es allí donde dejó huella duradera de sus acciones.

     Por la puerta que hubo donde está la que el viajero cruza salió hacia el destierro con doce de los suyos(1), tras una campaña sobre Toledo sin el consentimiento del rey, al que tiempo atrás había obligado a jurar que no había ordenado dar muerte a don Sancho, el rey leonés, hermano y rival del castellano. Tiene el caballero de Vivar, en lugar destacado estatua ecuestre, de mediados del siglo pasado, vaciada por Juan Cristóbal. Está en actitud, que al viajero, poco dado a imaginaciones, le facilita comprender porqué a don Rodrigo se le ha atribuido la condición de “Cid Campeador”. Espada al frente y capa al viento, el viajero lo imagina fácilmente invencible por tierras castellanas, andaluzas o levantinas. El viajero no sabe cuantas como ésta habrá en otros lugares. Seguramente sea única, pero sabe de otra que tiene su original en Nueva York, y copias en Sevilla, San Francisco, Buenos Aires, San Diego y Valencia. La hizo Anna Hyatt, segunda esposa del hispanista Archer Huntington, el fundador de la Hispanic Society. Archer Huntington era hijo de un importante industrial de la siderurgia. Su destino hubiera sido dirigir los negocios familiares, pero Archer prefirió el mecenazgo de artistas. Viajo mucho y España fue uno de sus países preferidos para hacerlo. Esta afición le llevó a constituir en Nueva York una fundación que se ocupara del estudio y divulgación de todo lo español. Así nació la Hispanic Society. Era el año 1904. Entre tanto viaje, su esposa, al parecer también aficionada a las artes, particularmente a las interpretativas, acabó fugándose con un director de teatro inglés. El divorcio se produjo inexorablemente y también el consiguiente convenio económico, del que el señor Huntington no salió bien parado. Tiempo después Archer conoció a Anna, una madura escultora. Tenía especial afición por la anatomía equina. Archer la trajo a España, ya casados, donde él demostraría mucho interés por la figura del Campeador, traduciendo al inglés el Poema del Mio Cid. Así el fomento de ambas aficiones dio lugar al boceto que Anna, ya de apellido Huntington, realizó para una estatua ecuestre del Cid Campeador, que sería colocada frente a la entrada principal de la Sociedad Hispánica. Tan admirada fue la escultura que llovieron peticiones de muchas ciudades por poseer una igual. Anna, complaciente, hizo cuantas réplicas se le solicitaron.

     Si hay personajes con los que los españoles creen verse identificados el Cid es uno de ellos; representa la gallardía, el valor y el honor; el otro, también castellano, nacido quinientos años después de la imaginación de Cervantes es don Alonso Quijano, don Quijote, que también representa los mismos méritos; y la decadencia y la locura que se avecinaba en la recién comenzada centuria del mil seiscientos, el Siglo de Oro, bajo el exultante boato barroco y la locura guerrera de los Felipes y sus insaciables privados. Pobreza y locura, arte y genialidad.

     El viajero cruza el arco de Santa María y ve por primera vez la catedral. Su mole lo tapa todo sino fuera por los calados que los Colonia hicieron en sus torres. Llena de rincones, puertas, gárgolas, aún tardará el viajero en decidirse a ver el interior que sabe que iguala sino supera el exterior.

 Si fuera la saga de los Colonia hicieron lo que pocos supieron repetir, dentro ellos mismos y otros quisieron impresionar los ojos ya asombrados a la luz del sol: Felipe Vigarny pulió los sepulcros de don Pedro de Velasco, Condestable de Castilla, y su esposa doña Mencía de Mendoza. Las figuras de los yacentes casi hacen creer al viajero que pudieran ser cuerpos embalsamados en lugar de mármoles cincelados: tal es la perfección del detalle, que hasta las venas que discurren por el dorso de las manos de don Pedro parecen palpitar. Están los restos del condestable y señora en capilla propia, filigrana gótica obra de Simón y Francisco de Colonia, en la que el viajero ve el arranque de las nervaduras que conforman la bóveda; se cruzan poco después de nacer siguiendo paralelas hasta su destino en la clave. El viajero visita el claustro. En la capilla del Corpus Christi, a mucha altura, tanta que casi nadie lo ve si no se es buen observador o hay aviso por medio, está el cofre del Cid. La leyenda cuenta que estuvo lleno de piedras, pero los prestamistas Raquel y Vidas, que hicieron entrega a don Rodrigo del dinero para sus campañas en el destierro, lo creyeron lleno de oro, y en ese convencimiento y con la promesa de que sería suyo en el plazo de un año si en dicho tiempo el prestatario no estaba de vuelta le concedieron el préstamo. El Cid les impuso una condición: no deberían abrirlo hasta que expirase el plazo. Los prestamistas aceptaron convencidos del buen negocio que habían hecho. Pusieron el cofre a buen recaudo y el Cid partió hacia el destierro con su mesnada.

     Mucho le queda al viajero por ver, sobre todo en las afueras. Por un lado el Monasterio de las Huelgas Reales, lugar de descanso de reyes, hoy patrimonio del Estado. El monasterio esta cuidado como siempre lo ha estado por monjas de clausura. Es grande, fuerte, con una gran torre, y encierra mucho digno de ver; pero el viajero hablará de lo que más le gusta. Al otro lado de la ciudad, también en sus afueras está la cartuja de Miraflores. Pequeña, delicada, también gótica. Esta cuidada por monjes cartujos. Aunque la fundó Juan II, fue su hija Isabel la Católica quien llevó su construcción a buen fin. La obra, según planos, fue cosa de los Colonia, Juan y su hijo Simón. La reina Católica quiso que sus padres yacieran allí y encargo a Gil de Siloé la talla de sus sepulcros. Fue una buena elección. El viajero ve los sepulcros de Juan II e Isabel de Portugal y se pregunta quién sino él pudo hacerlos con tal primor; acaso su hijo Diego, que dejó constancia de su buen hacer en la escalera dorada de la catedral, que el viajero ya vió.

     El viajero vuelve al centro, camina por el animado Paseo del Espolón y vuelve a cruzar el Arco de Santa María. Casi al lado de la catedral esta la iglesia de San Nicolás. El viajero sube para verla por dentro. Sabe que hay un retablo labrado en piedra, que no puede dejar de ver. Antes entra otra vez en la catedral, por la puerta principal, a los pies del templo. Van a dar las horas y el viajero quiere ver el “Papamoscas”, artilugio con un autómata que señala las horas golpeando una campana al tiempo que abre la boca con cada toque. Las horas han pasado. Es tiempo de partir y de que el viajero visite otros lugares.

(1) Fue Manuel Machado quien en su poema “Castilla” dice que partió hacia el destierro con doce de los suyos:

                                        El ciego sol, la sed y la fatiga
                                        por la terrible estepa castellana
                                        al destierro con doce de los suyos
                                        polvo, sudor y hierro el Cid cabalga.

En realidad su mesnada estaba formada por unos trescientos hombres y su destierro duró seis años.

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ANIMALADAS

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VIAJES EN TERCERA PERSONA. GRANADA

    Apreciada por los españoles, también los extranjeros la han admirado. Chateubriand escribió un cuento de amor sobre ella: “El último abencerraje” y habló de sus ríos: “El Darro lleva oro, el Genil plata”. Washington Irving también escribió cuentos, los de la Alhambra. Su inspiración para hacerlo contó con un gran estímulo. Fueron escritos en las habitaciones del emperador, que el escritor norteamericano ocupó, en la propia Alhambra, cuando, durante su misión diplomática en España, estuvo en Granada en los años treinta del siglo XIX. El viajero no puede alojarse en la Alhambra. Se conformará con visitarla, pero toma habitación en hotel bien céntrico. Cerca tiene la Catedral, la Capilla Real, la Alcaicería y el inicio de las calles que cuesta arriba se adentran en el Albaicín.

    El viajero aprende, plano en mano, donde está lo que le interesa. Pasea por el dédalo de la Alcaicería, bazar muy disminuido en tamaño de lo que fue zoco y mercado de sedas, que sufrió incendio en mil ochocientos y pico, y fue reconstruido y confinado a un recinto que hoy hace las delicias de los compradores de recuerdos. En uno de sus límites, atravesando un arco de herradura sale a la plaza de Bib-rambla, donde desde siempre se han desarrollado todo tipo de actos: torneos, festejos, autos de fe, mercados. En otro de sus bordes el viajero cumple con el rito: tapear. Sentado en una mesa de mármol que tiene a su lado un cartelito con el aviso de que esa y las contiguas datan de los años mil novecientos treinta, que a ellas estuvieron sentados Falla y García Lorca y que, por lo pesadas y la fragilidad del mármol nadie debe tratar de moverlas, el viajero degusta unas habitas con jamón de Trévelez.

    Con el gusto satisfecho, el viajero sube por la calle de los Oficios. Entra en la Capilla Real. Fue deseo de la reina Isabel que sus restos y los de su esposo reposaran en Granada. Para ello mandó construir esta capilla; pero primero la reina y doce años después el rey, fallecieron sin que la capilla hubiera sido terminada. Su nieto, Carlos I de España, fue el encargado de continuar la obra. El emperador no estaba convencido de la idoneidad del lugar elegido por su abuela Isabel. Pensó en emplazar los restos de sus abuelos en la Capilla Mayor de la catedral. Encargó a Diego de Siloé su construcción –que ya había sido proyectada por los Reyes Católicos– pero finalmente el nieto cumplió la voluntad de sus católicos abuelos y los restos de los vencedores de Boabdil fueron depositados en la Capilla que la reina Isabel quería que fuera su última morada. El viajero, ya dentro de la capilla, ve los sepulcros de los Reyes Católicos, de su hija doña Juana y yerno don Felipe, en el centro de la capilla, sobre la cripta con los féretros que conservan sus cenizas. Saliendo de la Capilla Real el viajero rodea la catedral. La fachada principal es obra de Alonso Cano. Sabe el viajero que este artista, granadino de nacimiento, de vida agitada, protegido de Velázquez, desarrolló su genio en la pintura, la escultura y la arquitectura. La catedral es prueba de ello. Mucho de lo que hizo está allí. Tiempo tuvo para ello. Vivió durante una buena temporada en el primer piso de la torre, hasta que el cabildo catedralicio irritado por su comportamiento le ordenó abandonarlo. Su carácter irascible se advierte en los tratos que mantuvo con un cliente, un magistrado que le encargó una imagen de San Antonio de Padua. Al entregar la obra, solicitó el pago, que el artista fijó en cien doblones. El Magistrado contrariado le observó lo elevado del precio, diciéndole que le cobraba más de un doblón por día trabajado, más de lo que él mismo ganaba como magistrado. Cano irritado arrojó la figura al suelo, haciéndose añicos, mientras le decía al magistrado que el rey podía nombrar cuantos magistrados quisiera, pero un Alonso Cano capaz de hacer un San Antonio así, sólo estaba reservado a Dios. El viajero disfruta de la catedral, y en la sacristía, de una obra maestra: la escultura de la Inmaculada Concepción obra del omnipresente Cano.

    Si lo visto es la obra cristiana que decora Granada, al viajero le toca visitar la obra musulmana: el Generalife, palacio de verano de los reyes, en lo alto del cerro del Sol, y los palacios nazaríes, en la Alhambra. Hasta llegar allí el viajero pasea por los jardines. Por fín llega a los palacios. En una sucesión de salas y patios donde la geometría decora todos los rincones, el viajero deambula entre susurros de agua, admirando mocárabes y celosías en los palacios en los que disfrutaban del lujo, pero también conspiraban zegríes y abencerrajes. Desde el peinador de la reina, en las dependencias cristianas de los palacios nazaríes el viajero ve el Albaicín. Mira atento, busca y ve la torre de la iglesia de San Nicolás. Allí quiere ir el viajero.

La Alhambra

    Al barrio del Albaicín el viajero sube callejeando entre blancas paredes, pasa por la plaza de San Miguel Bajo y enfila directamente hasta la plaza de San Nicolás. Se hace tarde, el sol desciende deprisa y quiere disfrutar de la más universal de las vistas de la Alhambra. La luz arrebolada del ocaso alumbra la Alcazaba y el palacio de Carlos V. Detrás, a lo lejos, imponente, Sierra Nevada. El viajero fotografía lo que ve y continúa Albaicín adentro, se asoma a varios cármenes, ya vio otros en el Realejo, y desde el barrio del Sacromonte regresa al centro por la acera del Darro, custodiado en su paseo, ya casi nocturno, por la mole de la Alhambra, cruza la Plaza Nueva y llega a su destino.

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JUANA, LA PAPISA QUE NO FUE

    Allá por el año 855 ocurrió un hecho, que hasta el siglo XVII fue considerado histórico por la Iglesia. Fue elegido Papa, con el nombre de Juan VIII, una mujer. Nadie supo que lo era hasta que un parto, en el momento menos oportuno, descubrió el embarazo que había logrado ocultar durante nueve meses.

    La protagonista de esta historia había nacido en el año 822 en un pueblo alemán próximo a Maguncia. Una versión de la leyenda dice que el padre, monje, crió a su hija en un ambiente de estudio y fervor religioso, por lo que la pequeña Juana se convirtió en un modelo de virtud y sapiencia. Acompañando a su padre en el peregrinaje entre monasterios, Juana se instruía en todas las disciplinas, algo infrecuente entre las mujeres; otra, apunta a que acompañó a un amante, estudioso y viajero, al que imitó en el aprendizaje. No habría conseguido mantener dicho tipo de vida nómada y de formación de no haber adoptado, desde un principio, una indumentaria y modos masculinos. Viajo a Constantinopla y Atenas. Estuvo en Tierra Santa y, por fin, regresó a Europa. A mediados del siglo IX llegó a Roma. La Ciudad Eterna era un hervidero de disputas entre las familias más poderosas. Juana, culta y aparentemente virtuosa, no tardó en introducirse en los círculos pontificios. Ocupó varios cargos hasta obtener el cardenalato y, tras la muerte del Papa León IV fue elegida para ocupar la silla de Pedro. Poco más de dos años duró su reinado. Su virtud y santidad no debían estar reñidas con la lujuria. Juana quedó encinta. Sus mantos, casullas, túnicas y sobrepellices, que tan bien habían ocultado su género, disimularon igualmente su preñez; pero durante una procesión que presidía montada a caballo y discurría entre San Pedro y San Juan de Letrán ocurrió el parto. La gente primero atónita, luego enfurecida por el engaño, dio cuenta de ella lapidándola.

    La historia comenzó a difundirse en el siglo XII. Juan de Mailly, un monje dominico, y Martín el Polaco son dos de los principales divulgadores de la misma. Cada uno de ellos la sitúa en un tiempo histórico diferente; pero en esencia el relato, con mínimas diferencias, es el mismo. La propaganda que se hizo del caso fue considerable, y dio lugar a que la Iglesia la diera por cierta. A dicho convencimiento de certeza se ha debido la existencia de obras de arte, losas con inscripciones y esculturas que conmemoraban el hecho: en la catedral de Siena, en los bajorrelieves situados en el techo que representan a los Pontífices habidos hasta hoy, hubo un busto de la papisa situado entre León IV y Benedicto III.

    La leyenda también ha dado lugar a otros bulos. Se dice que a partir de dicho engaño la Iglesia comenzó a utilizar los sillones perforados. Son éstos unos asientos fabricados de pórfido o mármol con un orificio central, abiertos por la parte delantera que, las lenguas maledicientes se ocuparon de afirmar que eran usados para comprobar la masculinidad de los Papas. Quedan dos de ellos: uno está en Roma, el otro, llevado a Francia por Napoleón, está en el museo del Louvre. La mayoría de los estudiosos convienen en que dichos asientos no son otra cosa que sillones de alivio.

    Todo este cúmulo de fantasías, fueron en un principio usadas para desprestigiar al Papado Romano en una época de desorden. Se dice que el ficticio relato de la papisa Juana fue inventado por la Iglesia de Oriente, que no hacía mucho se había separado de Roma con el Cisma de Miguel Cerulario en 1054, y que la invención probablemente fue traída a occidente en el trasiego de Las Cruzadas. La Iglesia —y también la Historia— consideran hoy el caso como una leyenda. Una más de las muchas historias que, siendo inciertas, han pasado durante siglos como auténticas, y que, aún hoy, hay quien las quiere suponer así.
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EL TESORO DE PISCO: LA VERDADERA ISLA DEL TESORO

    Pisco es una población costera del Perú. Allí, hace más de un siglo, durante la Guerra del Pacífico que enfrentó a Bolivia, Chile y Perú entre 1879 y 1883, cuatro mercenarios: un español, un inglés, un norteamericano y un irlandés, aprovechando la confusión creada por el conflicto, convencieron al párroco de una iglesia de la localidad para que pusiera a salvo las riquezas del templo, trasladándolas a Lima o Cuzco, ciudades más seguras que Pisco. Embarcaron unas catorce toneladas de oro y joyas. Una vez en alta mar, los mercenarios asesinaron al fraile y a la tripulación del barco, apropiándose del tesoro. Luego, tomaron rumbo a las islas del Pacífico. Cuando llegaron a las Tuamotu, un archipiélago de atolones coralinos, enterraron la mayor parte del tesoro junto a la laguna de uno de los atolones, dirigiéndose después a Australia con el resto.

    Gastando el dinero a manos llenas, pronto acabaron con su fortuna. Decidieron, entonces, dirigirse al norte donde había una mina de oro. Allí pensaban reunir el dinero suficiente para adquirir un barco con el que ir en busca del resto de su tesoro; pero el español y el inglés resultaron muertos por los aborígenes, y el norteamericano y el irlandés acabaron con sus huesos en la cárcel a causa de una riña en la que resultó un hombre muerto. Cuando terminó la pena de veinte años a la que habían sido condenados, sólo el irlandés se mantenía con vida. Viejo y enfermo falleció al poco tiempo, pero antes de morir había transmitido el secreto del tesoro a un tal Charles Howe, un cazafortunas que, tras verificar la historia, organizó en 1913 una expedición a las Tuamotu en busca del tesoro. Después de varios años de infructuosa búsqueda cayó en la cuenta de que se había equivocado de isla. Por fin, cerca del atolón de Raraka, localizó el tesoro. Extrajo una parte de él y volvió a enterrar el resto con la intención de volver en su busca más adelante, de manera mas discreta. En 1932 Charles Howe, poco antes de emprender la expedición que le iba a convertir en un hombre rico, desapareció en la selva. Nada más se supo de él.
   
    Dos años después, otro aventurero que había conseguido apropiarse de los apuntes de Howe, incluido un plano que permitía localizar el tesoro, preparó otra expedición al atolón. Su nombre era George Hamilton y era un experto buceador. Ya en la isla, comenzó las perforaciones en la laguna, en el lugar en donde dedujo estaría el tesoro, pero conforme ahondaba en el fondo de la laguna, las corrientes del lago volvían a cubrir de arena el foso. Las condiciones de trabajo se hicieron muy difíciles. Hamilton fue atacado por un pulpo gigante. Al fin, Hamilton abandono la búsqueda.
  
    En 1994 el recuerdo del tesoro seguía vivo. Un descendiente de Hamilton examinó la vieja documentación y dispuso una nueva visita a la isla del tesoro, que también fracasó. La expedición se vio envuelta en una terrible tormenta de la que salieron con vida de milagro. No ha sido el último intento. Una popular productora de documentales dispuso el patrocinio de una nueva expedición a la isla. La expedición fue suspendida antes de partir. El tesoro sigue bajo las arenas de un perdido atolón polinesio. Quizá su destino no sea acabar en las manos de un aventurero. Puede que quede enterrado para siempre. Es posible que lo encuentre alguien que lo embarque de vuelta a Pisco. ¿Quién sabe? ¿Querría descubrirlo usted?
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