VIAJES EN TERCERA PERSONA: DE CÁCERES A LISBOA (II)

    El viajero entra en Lisboa por el puente 25 de abril. Antes tuvo otro nombre, pero el pueblo ya disfrutando de la democracia, gracias a una revolución pacífica y floreal, se lo cambió. El puente es inmensamente largo, inmensamente alto. También es inmenso el tráfico que soporta. Tiene cincuenta años, y resulta tan admirable como una catedral de quinientos. Se pregunta el viajero cómo habrá que calificarlo dentro de cuatrocientos cincuenta años.

    A don Sebastiao Carvalho e Mello ha de agradecer el viajero que vea Lisboa como es. El que fuera hecho ministro y marqués por la gracia de su rey, don José I, mandó construir siguiendo los gustos racionalistas de la Ilustración la cuadrícula de calles en la que colocar a los menestrales, que sobrevivieron al gran terremoto que, en un visto y no visto, dejó Lisboa con un gran solar y treinta mil almas menos. El viajero deambula arriba y abajo por la Baixa Pombalina. Edificios abuhardillados, decimonónicos casi todos, jalonan las calles que fueron de los artesanos que les dieron nombre; hoy en la rua do ouro poco de este metal dorado podrá encontrar el viajero; tampoco encontrará mucho que justifique su nombre en la rua da plata; ni siquiera será fácil que en rua zapateiros pueda calzarse un par de mocasines nuevos. Lisboa, como otras grandes ciudades, crece, y modifica los hábitos comerciales de sus vecinos. No dirá el viajero porqué sucede esto, que para ello ya hay sesudos técnicos que lo cuentan; pero sí dirá que el resultado de ello es que a la plaza a la que le pusieron por nombre “del comercio” poco tráfico comercial le queda. Lo que ve, y en exceso, es el tráfico automovilístico, y también al rey don José que, cincelado por la hábil mano de Machado de Castro, parece salido del Arco Triunfal, que deja a sus espaldas, para asomarse al río Tajo que, desde su pedestal ve.
El viajero sabe que Lisboa es ciudad de alturas. Como Roma, está cimentada sobre siete colinas de las que el viajero desconoce el nombre, y aún ignora si lo tienen; así que piensa que será bueno verla desde arriba, y a ello se dedica. Utiliza el elevador de Santa Justa, que le sitúa treinta y dos metros por encima de las cabezas de quienes corretean por la rua do ouro. En lo alto, un suave céfiro despeja la mente del viajero y limpia la atmósfera de la ciudad. El viajero respira bien y ve mejor. Apoyado en los herrumbrosos hierros del mirador, ve lo ya visto, y de lo que no hablará más, que ya ha dicho mucho y no conviene extenderse en lo que no da más de sí. Mira a la izquierda, donde está el Norte y ve otra gran plaza con otro gran rey en su centro: Don Pedro, que de Portugal fue cuarto y de Brasil primero.

La plaza de Rossio desde elevador de Santa Justa.

    Junto a la plaza de Rossio el viajero no ve, pero sabe que está, la Plaza da Figueira. Allí han puesto no hace mucho, sobre caballería a don Joao I. De este monarca decir que fue el que derrotó a los españoles en Aljubarrota, consolidando la independencia lusitana; de su estatua el viajero no dirá nada más que está orientada al sur, mirando al Tajo del que, desde su reinado, el primero de los Avis, comenzarían a zarpar los barcos que traerían a Portugal el oro y las riquezas de la parte del mundo que España les dejó. El viajero ya vio en la Baixa como don José también se asoma al río, y lo mismo hacen don Pedro desde el Rossio y el marqués de Pombal desde su plaza, al final de la avenida de la Libertad. El viajero mira al frente, al oriente. Allí ve el castillo de San Jorge, y algo más a la derecha la Sé. Piedras enrojecidas por la arrebolada luz del sol que en su declinar dan sombra a la Alfama. El viajero, que ha satisfecho sus ganas de ver como si fuera un gerifalte toda la ciudad, no tiene vocación de pájaro, así que pone pies en tierra y va a Alfama.

    La esencia de Lisboa dicen que es el barrio, que con pies de plomo, resistió el gran terremoto que Voltaire hizo ver a Cándido desde el cercano puerto. Alfama, de resonancias árabes tiene cierto encanto, como sus vecinas Graça y Mouraira, donde dicen nació el fado, que hoy se escucha en el Chiado y en el barrio Alto. Barrios viejos, descuidados en muchas de sus partes, pero con fama, de la buena. Alfama es la elevación a la categoría de joya lo que otros lugares reclamaría la acción de la piqueta. Abajo, la casa dos Bicos, palaciega, entre admirada cochambre; subiendo, calles húmedas, empinadas, casi arriscadas. El viajero sube, baja, vuelve a subir. Va de un lado a otro y aparece en el mirador de Santa Lucía. Baja a la Sé, mitad iglesia, mitad fortaleza. Las torres almenadas la hacen castillo, el rosetón que pusieron entre aquellas, casa de Dios. Dentro el viajero ve tres naves, románica la central, con triforio, góticas las laterales y la girola. Allí las capillas, bien iluminadas, tienen meritorias sepulturas de factura gótica. No sale el viajero de la catedral sin ver una vitrina con valioso nacimiento barroco realizado por escultor de reyes. Machado de Castro puso al rey don José I en el Terreiro de Pazo y al Niño Jesús, también Rey, y de reyes, en la Sé lisboeta. Al lado, el viajero también ve la pila bautismal en la que fue bautizado Santo Antonio, el santo al que los italianos y parte del mundo cristiano hacen padovés.


Discutir si Lisboa tiene Santo propio es cosa posible, no lo es discutir que hay ángeles. Es viajero los vé y muchos en los azulejos que adornan iglesias, palacios y hasta fachadas de humildes casas de vecinos. El viajero no logra resistir la tentación de tener la propiedad de una imitación de aquello que le gusta. Le asegura la vendedora que está pintado a mano y que es obra de la fábrica de Santa Rufina, que está calle arriba camino del castillo: “Puede subir hasta la fábrica. Tiene un gran horno que podrá ver”. Le entrega un trozo de papel con su nombre y una recomendación para la visita y le apremia advirtiéndole que es tarde y que están a punto de bajar la persiana. El viajero aprieta el paso, va subiendo y al rato, falto de resuello, se detiene. No ve fabrica alguna, ni la de Santa Rufina, ni la de Santa Justa, que fue hermana suya, también mártir y protectora de ceramistas. El viajero vuelve sobre sus propios pasos, y casi sin querer, en un ángulo de la calle ve el taller buscado. Está cerrado, no por que sea tarde, sino por vacaciones; pero no tiene persiana. Se asoma y a través del cristal del escaparate ve, al fondo, el gran horno donde se coció el barro que se lleva de Alfama.
   
    Al día siguiente el viajero vuelve a Alfama. En largo da Sé, toma el tranvía número 28(1), que a estas horas de la mañana todavía tiene asientos libres y llega al Chiado, al otro lado de la Baixa. El barrio sufrió un pavoroso incendio algunos años antes de la llegada del viajero; pero ningún resto de aquel infierno ve. Las autoridades se aplicaron con diligencia en la reconstrucción. El viajero sube por rua Garret, toma café en A Brasileira, porque ha madrugado, lleva el estómago vacío y le apetece. Allí, en la terraza, todavía solo por lo temprano de la hora, un bruñido Pessoa de tamaño natural, sentado como lo estaría un cliente del café espera la llegada de contertulios. El viajero sabe que acudía allí a leer, hablar y beber. Leyó el viajero, no sabe donde, que en la taza de café se hacía servir el aguardiente o la absenta, muy popular en aquellos años hasta que su fama de perniciosa la convirtiera en licor prohibido. Pintores, literatos y otros cultivados hombres se aficionaron a ella. Van Gogh perdió su oreja a resultas de una borrachera de absenta. Sus principios narcóticos y su elevado contenido en alcohol fueron causa posible de genialidad y destrucción de quienes de ella dependieron. Van Gogh perdió una oreja, Hemingway la vida.

    Al viajero estas cuestiones de vida y muerte le traen a la mente lo visto en uno de los lugares más populares de Lisboa. La gente que allí acude es mucha. Al Campo Mártires de la Patria la gente va con sus flores, cirios y pequeñas losas de mármol que depositan en agradecimiento de favores y curaciones. El doctor Sousa Martins fue un médico bacteriólogo muerto hace ya cien años largos, y que a pesar del tiempo pasado no ha sido olvidado. Se le erigió monumento de la mano de Costa Mota, y aún hoy sigue la base del mismo sepultado bajo una montaña de estelas que de lejos recuerdan una escombrera. Una mujer de piel bien oscura, curtida por el sol, tiene parada a la sombra del médico. Despacha flores, velones, y da explicaciones: “Fue médico que se dedicó a los pobres, curando a muchos” cuenta la santera al viajero y otros dos visitantes, que curiosean por estos barrios tan cercanos al centro y tan alejados de la mirada de los turistas. Aún hoy se le rinde culto en una mezcla de superstición y religión; que la fe mueve montañas se sabe; y en el doctor Sousa muchos lisboetas tienen supersticiosa fe. El viajero confía en que la fe en el bondadoso doctor no lo sea en exceso, acaso de serlo sea un bulldocer, quién deba mover la montaña de escombros que ahogue al buen doctor.

    Al viajero, que subió al Campo Mártires de la Patria en el funicular de Lavra, el más antiguo de Lisboa, que bien pudo ser estrenado por el médico sanador, le queda poco tiempo y mucho por ver. No ve el Museo Gulbenkian, que tiene colecciones variadas de mucho provecho. Un retrato de la esposa de Rembrand, único conocido de dicha señora(2), está en las salas del museo fundado por el mecenas armenio que eligió Lisboa como casa. Sí ve la torre de Belem, hundidos sus pies en las aguas del Tajo, y el monasterio de Los Jerónimos, que muy cercano al río al viajero se le antoja estar viendo un barco en dique seco. Joya del arte manuelino, cuesta creer que haya sido labrado en piedra. El pórtico lateral resulta tan excesivo que podría creer el viajero que fue hecho con molde y no con cincel.
No puede el viajero conocer Lisboa y desconocer la sierra de Sintra, reducto de verdor florecido con los palacios de verano de los reyes y de los aristócratas que revoloteaban en torno suyo, pretendiendo obtener grandes favores a cambio de pequeños servicios. El viajero toma la carretera que bordea el estuario camino del mar. Llega a Estoril. Ve los jardines del Casino. Están bien cuidados, pero no le impresionan. Sigue camino y antes de llegar a Cascais, ve, casi en medio del río o del mar, el que llaman de la Paja, un islote. Es el islote de Bugío, que tiene faro, pero que parece fortín. Mandó construirlo Felipe II, cuando aquellas aguas y también las tierras eran España.

    Más adelante, en la hoy turística Cascais, el viajero hecha una rápida mirada a los acantilados de la “Boca do Inferno”, donde dicen que el mar resopla enfurecido formando surtidores de atomizada agua marina. El viajero llega con marea baja y calma chicha. Lo que debería estar lleno de espuma está vacío, y por tanto los bordes del precipicio y los miradores llenos de curiosos turistas en pantalón corto. El viajero se asoma un instante, calcula la profundidad de la sima y, dando media vuelta, se aleja camino de Sintra y su sierra.

    En la sierra de Sintra, el viajero sabe que hay palacios reales que admirar; pero se dirige adentrándose en la espesura de sus bosques hacia el Monasterio dos Capuchos, aquel que permitió decir a Felipe II, que en sus dominios se encontraba el monasterio más rico del mundo, el que construyó para ser enterrado, y el más pobre, a lo que el viajero añade, frío, húmedo y destartalado. Medio escavado en la roca, una sucesión de pequeñísimas habitaciones, en los que no se puede estar de pie integran la casa de unos monjes ascetas, que cubrieron sus paredes y techos con láminas de corcho como único amparo a los rigores del frío y la humedad.

(1)Aunque hay un tranvía turístico, pintado de color rojo, que realiza un recorrido por los lugares más típicos de Lisboa en horarios comerciales, el 28 de la red de eléctricos de la ciudad, pintado de amarillo, realiza su viaje ordinario entre Alfama, Graça y el Chiado, camino de Belém y el monasterio de San Jerónimo.
(2)Eso es lo que el viajero lee; aunque sabe que la esposa del pintor, Saskia, sí fue retratada por el artista en dos grabados que el viajero ha visto. Supone, por tanto, que se referirá el texto leído a un retrato al óleo.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA: DE CÁCERES A LISBOA (I)

    El viajero llega a Cáceres y busca la plaza Mayor, donde en tiempos pasados se celebraban todo tipo de espectáculos: desde justas medievales hasta corridas de toros. Allí está el Arco de la Estrella, que da paso a la ciudad monumental. Desde la plaza Mayor, el viajero cree que sabrá orientarse. No es así. El viajero ve a un hombre sentado sobre los escalones de los soportales, en un extremo de la plaza. Le pregunta por la plaza de San Juan. El hombre levanta la cabeza y molesto, le espeta al viajero, como si fuera cosa imposible no saberlo, que la plaza de San Juan está donde la iglesia del mismo nombre. Al viajero, que anda sofocado por los cuarenta grados que abrasan, y amenazan con reducir a cenizas a cuanto ser andante se atreva a circular por estas calles, le viene a la mente aquello del huevo de Colón: no sabe si fue antes el huevo o la gallina. Ahora, con los sesos a punto de hervir, al viajero le da igual si fue primero la iglesia o la plaza. El viajero tiene otras urgencias; por fin, el hombre apunta con un dedo en la dirección en la que debe estar lo que el viajero busca, y el viajero conformado le da las gracias y se encamina hacia su destino, ya muy cercano.

    Tras refrescarse, el viajero está listo para hincarle el diente al pastel que como en bandeja de plata se levanta dentro de las murallas que guardan la ciudad monumental.

    El Arco de la Estrella, que ya ha visto al llegar, es de lo mas moderno que podrá ver el viajero, es obra hecha en el siglo XVIII por el barroquísimo Churriguera. Deja a un lado la Torre de Bujaco y permite la entrada al cogollo monumental del antiguo Cáceres.

Cáceres. Torre de Bujaco y Arco de la Estrella

    El palacio Arzobispal, el palacio de los Ovando y la catedral de Santa María forman plaza. Es la catedral obra de más de dos siglos y por ello, amalgama de estilos arquitectónicos. Es en el interior donde se degustan las guindas del pastel cacereño. Enmarcadas por los arcos ojivales y las crucerías de las bóvedas, las filigranas platerescas de las sepulturas adornan los nichos de las naves laterales, y hacen dudar si se trata de nichos que acaban siendo capillas o capillas usadas como habitáculo eterno de quienes fuera dominaron la ciudad absolutamente, dentro del recinto amurallado, dejando al pueblo las faldas del cerro. La portada de la sacristía es obra de Alonso de Torralba y la hizo, como si fuera de plata, pero en piedra, allá por los primeros años del mil quinientos. Entre la sacristía y la capilla mayor hay un Cristo: gótico, negro, que parece vivo aún después de muerto: “Es sacado en procesión por las calles” escucha el viajero al guía que conduce a un grupo de visitantes. El viajero se recrea con el fastuoso trabajo realizado por Roque Balduque y Guillén Ferrant, que es de justicia que se sepa que fueron ellos, y no otros, quienes hicieron en madera de cedro el retablo de la capilla mayor.

    En el exterior al viajero le faltan ojos, que no vista, para tanto palacio. El de los Golfines de Abajo pasa por ser joya plateresca. Tiene una esquinada torre con robustos matacanes; y el viajero piensa que tales alardes defensivos trajeran causa de rivalidades entre señores mal avenidos. El de los Golfines de Arriba, también palacio, también fortificada su torre con matacanes, fue de las pocas que se salvó de ser desmochada por Real Orden concedida por los Reyes Católicos, que fueron quienes habían autorizado su construcción, a condición de que en la fachada que miraba al palacio de los Saavedra, que se habían opuesto a su construcción, no se abrieran huecos. El palacio, que ha padecido múltiples vicisitudes durante su larga historia, fue durante la última guerra librada entre españoles lugar donde se proclamó generalísimo de los ejércitos al militar sublevado. Hoy el palacio es en parte restaurante, donde es posible trinchar excelentes carnes. El viajero procura verlo casi todo: un poco de barroco construido por los jesuitas en el dieciocho y del que solo pudieron disfrutar durante doce años, pues fueron expulsados, nada más terminada su obra, por el rey que dicen fue el mejor alcalde de Madrid. Rodeado de ministros italianos, en pleno regalismo, se acusó a los miembros de la Compañía de tropelías e intrigas. No sería la última vez, que la Historia registraría otra expulsión. El cuarto voto siempre ha despertado recelos entre quienes han mandado, y ha servido más de una vez como causa de inicuas afrentas (1).

    El viajero, tras ascender por las escalinatas de la plaza de San Jorge, deja atrás las dos torres jesuíticas, y llega a la plaza de San Mateo. Aquí encuentra iglesia del mismo nombre, palacio de Las Cigüeñas -de las cigüeñas hablará el viajero más tarde- palacio de Las Veletas y convento de San Pablo.

    En este convento las monjas elaboran afamados dulces que expenden a través de un torno instalado en el zaguán de la fachada principal, bajo la espadaña de doble arco que advierte que aquello es casa de Dios. El viajero, goloso, se apresta a la compra. Se acerca al torno y ve un cartelito en el que lee “Hoy no se dispensa”. El viajero, con frustración, se aleja. Es fiesta de guardar, y las sores cumplen con el precepto. Al viajero le hubiera ido bien algún dulce: al paladar por lo del gusto, y a los músculos por lo del azúcar, que lleva mucho andado, y se van resintiendo.

    En la casa de las veletas, construida allá por el mil quinientos, hay un aljibe de la época de la dominación musulmana. Está en los sótanos del palacio, que fue antes alcázar moro. Todavía recoge agua de lluvia, que decantada en el fondo, limpia, quieta, refleja, gracias a una adecuada iluminación, las columnas, cuyas bases son romanas y los arcos de herradura, que formando cuatro arquerías con bóvedas de cañón, pasa por ser el aljibe más grande y mejor conservado de cuantos hay, ya sea en el mundo cristiano, ya sea en el musulmán. Siendo así su fama, no lo es igual su popularidad, muy injustamente disminuida; pero de estas cosas el viajero, que ya conoce algo de mundo, ha visto casos parecidos. En las plantas superiores el viajero ve los fondos que constituyen el museo provincial. Restos iberos de los carpetanos, romanos, árabes y la estatua original, hallada en las cercanías, del genio andrógino de los romanos, cuya réplica fue colocada, con desacierto, junto al abrevadero plateresco existente junto a la plaza Mayor.

    El viajero sale a la luz del día. Ha estado en el aljibe, hondo, oscuro, y la luz le ciega. Mira al cielo. Ve espadañas, campanarios, torres, desmochadas unas, otras no. En todas hay nidos de cigüeñas; zancudas de cuerpo blanquinegro y pico largo, que vigilan desde sus dominios calles y plazas. Tienen servidumbre de balcón. Allí vuelven año tras año, y allí tendrán sus crías lugar de crianza futura y mirador del quehacer humano.

    El viajero deja Cáceres. Surca carretera llana, recta. Ve dehesas. Espera ver toros a un lado, los ve; y puercos al otro, no los ve. No le importa. Sabe que los hay. Sabe que se alimentan de las bellotas que cuelgan de las encinas, que sí ve, y sabe que sus cuartos traseros, salados, prensados, colgados y curados son manjares que pocas regiones producen.

    En Portugal el paisaje es algo distinto, algo más montañoso. Olivenza queda cerca. Es español, aunque fue portugués durante ocho siglos, tiempo sobrado para que los portugueses añoren los tiempos de su dominio sobre la ciudad, que fue ganada para España por ese gran perdedor que fue Godoy. Al viajero le gustaría ir a Olivenza, pero sigue camino hacia el interior lusitano. Llega a Évora. Allí ve lo que puede; que en los sitios verlo todo supone quedarse a vivir.

    Hay en Évora ruinas romanas. Dicen que templo de Diana. No es seguro que sea así. Se le asignó esa advocación en la época romántica. El viajero rodea las ruinas, elevadas sobre una plataforma. El aspecto actual fue recuperado hace poco más de un siglo. Antes tuvo cerrados con muros los espacios intercolumnares. Fue fortaleza, matadero y se dedicó a un sinfín de usos bastardos, que no muestran más que el desprecio de las gentes por lo antiguo o el pragmatismo en épocas de miseria. Sólo ahora, con algo más de conciencia histórica y algo menos de necesidades materiales la humanidad se decide a conservar como fue lo que otros hicieron; pero sin exagerar, que el viajero ya ha visto desafueros notables que dejarían como mendaz lo dicho antes. El viajero usa una de sus cámaras. Lo que tiene delante lo ve en color, pero se lo imagina en blanco y negro. Dispara.


Evora. Templo de Diana

    Évora tiene catedral. La portada gótica, protegida por un atrio abre paso al interior, que tiene tres naves, la central en busca del cielo, se eleva más allá del triforio, máxima altura practicable para los comunes mortales. Las laterales, sin capillas, de lisas paredes hasta el inicio de la girola. El viajero sale de Évora. Deja cosas por ver. Ya volverá si puede. Rodea las murallas, atraviesa un arco del acueducto y piensa que pronto llegará a Lisboa.

(1) La Compañía de Jesús es la única orden regular que mantiene junto a los tres votos tradicionales el de la obediencia papal.
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¡QUÉ MALA SUERTE!

    Sin querer ahondar en cuestiones filosóficas acerca del fatalismo, la predestinación y el libre albedrío que lleven a discutir sobre la libertad del hombre, lo cierto es que hay ocasiones en las que suceden hechos indeseados, algunas veces de modo encadenado, que llegan a conmovernos por la indefensión ante lo irremediable.

    Y es que personajes de la historia tocados por la mala suerte hay muchos, pero si hay uno del que podemos hablar con propiedad de haberla tenido no es otro que el escritor uruguayo Horacio Quiroga.

    Casi recién nacido el pequeño Horacio quedó huérfano de padre. Un disparo de escopeta acabó con su vida. Si fue un disparo accidental o un suicidio no quedó esclarecido, el caso es que el pequeño Horacio quedó sin padre, aunque por poco tiempo. Su madre pronto contrajo nuevas nupcias; mas la mala suerte de Horacio no había hecho más que comenzar. Su padrastro muy deprimido a causa de una apoplejía decidió quitarse la vida, y no se le ocurrió peor manera que hacerlo con la escopeta que había dejado huérfano al chiquillo. En presencia de éste, Ascencio Barcos, que así se llamaba el padrastro de Horacio, apretó el gatillo del arma con el pulgar de su pie, muriendo en el acto.

    La vida de Horacio quedó marcada por el fatalismo y la desgracia. En mil 1902 Horacio Quiroga está en Uruguay. Ha regresado de Europa. En París ha conocido a Rubén Darío y a Manuel Machado, pero también ha pasado muchas penalidades. Y es en Montevideo donde la mala suerte le acecha de nuevo. Está en un hotel. Limpia el arma con la que su amigo Federico Ferrando se tiene que batir en duelo al día siguiente. Si el 6 de marzo de 1902 Federico debió morir o matar nunca lo sabremos. Accidentalmente a Horacio se le dispara el arma y pierde un amigo. La muerte de Ferrando ha sido fortuita, la justicia así lo entiende. Horacio queda libre y viaja a Buenos Aires.

    En 1910 contrae matrimonio con la jovencísima Ana María Cirés que le da dos hijos. El matrimonio se traslada a Misiones donde Horacio pone en funcionamiento una explotación agrícola, sin ningún éxito económico. Esto y el carácter atormentado de Horacio debieron ser la causa de que su matrimonio no durara mucho. Deprimida, Ana María también pone fin a su vida envenenándose.

    Aún continúan sus desgracias: pierde dos hermanos fallecidos a causa del tifus; pero entonces parece que su suerte cambia. Contrae segundas nupcias, esta vez con María Elena Bravo, treinta y un años más joven que él; sin embargo lo que puede parecer como la ruptura con la desgracia no es más que un espejismo. María Elena le abandona llevándose a la hija fruto del matrimonio.

    Y su mala suerte continúa con él mismo. Su salud nunca fue buena. Asmático desde la niñez, ahora a los cincuenta y ocho años se encuentra en un hospital. No es el asma la causa, sino una incurable enfermedad del estómago. Horacio pide permiso para salir. Se lo conceden. Cuando vuelve al hospital la vida se le está yendo. El cianuro comprado en una farmacia hace su efecto. A la mañana siguiente, 18 de febrero de 1937, yace sin vida en la cama del hospital.

    Sirvan unas rimas de Guillén de Castro escritas tres siglos antes para resumir la vida de quien se quedó en el intento de ser feliz.

                        Aquí yace un dichoso desdichado
                        que desdichado fue por ser dichoso.

*Algunos de los cuentos de Horacio Quiroga pueden leerse en http://www.patriagrande.net/uruguay/horacio.quiroga/cuentos.htm

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