MORELLA

    No es muy grande, ni en tamaño ni en población, pero es enorme su historia. Sus calles rodean la parte baja de la muela en cuya cúspide está el castillo, pero el viajero antes de subir a la fortaleza corretea por sus calles: la de Blasco de Alagón, toda porticada, llena de tiendas y restaurantes, es de mucho provecho para el viajero. Allí comerá más tarde. Callejeando, el viajero busca una casa a la que llaman Rovira. Está en la calle de la Virgen y en la fachada tiene unos azulejos con la representación de un milagro, de los muchos que San Vicente hizo, que dicen sucedió allí. San Vicente tenía ya gran fama. Una familia se encargó de alojar al Santo. El cabeza de familia pidió a su mujer ofreciera lo mejor de la casa para agasajar al célebre taumaturgo; ésta quiso preparar al Santo el más exquisito plato y, perdido el sentido común, no le vino otra cosa a la cabeza que matar a su hijo, degollándolo, y guisarlo para ofrecérselo al invitado. Aun, para asegurarse de que el guiso estaba en su punto tomó un dedo del infante cocinado y lo probó. San Vicente con la clarividencia de quien está tocado por la gracia de Dios, sin que nadie le advirtiera, supo lo sucedido y tomando los trozos del niño lo devolvió a la vida, eso sí, sin el dedo que la demente madre se había comido.
                                            


    Y fue por este tiempo cuando hubo en Morella un importantísimo encuentro. En él se trató de dar solución al cisma de occidente, que mantenía a la Iglesia Católica dividida entre las obediencias romana y aviñonesa, y aún de una tercera: la pisana, porque poco antes, tratando de solucionar el problema de la bicefalia en el gobierno de la Iglesia, se organizó un concilio en Pisa para elegir un papa que sustituyera a los dos existentes con sedes en Roma y Avignon. El resultado no pudo ser más desafortunado: la existencia simultánea de tres papas. En Morella se reunieron Fernando de Antequera, el rey aragonés entronizado por el Compromiso de Caspe, Benedicto XIII, el papa Luna y San Vicente Ferrer. Las conversaciones no dieron el fruto deseado, pero sí una frase para la posteridad. Benedicto no abdicó, y desde entonces la testarudez mantenida por alguien contra toda adversidad se conoce como “mantenerse en sus trece”, el número romano que don Pedro de Luna llevaba tras su nombre papal, y del que nunca estuvo dispuesto a prescindir.

    El viajero sigue paseando. Hay en Morella muchos monumentos que el viajero va viendo, pero de todos la basílica arciprestal de Santa María es el que mayor arte atesora. Fue declarada monumento nacional en 1931, y con razón piensa el viajero, porque ya por fuera, el viajero admira sus dos portadas: la de los apóstoles y la de las vírgenes, una al lado de la otra, las dos góticas. Sobre ellas hay una leyenda que asegura fueron construidas simultáneamente, que los constructores fueron un padre y su hijo, y que mano a mano, uno al lado del otro, rivalizaron en la construcción de ambas entradas al templo. No está claro, de ser cierto, cual de los dos resultó vencedor en tal desafío, pero el viajero, puesto en el trance de ser juez no habría sabido que partido tomar.(1)


    Dentro del templo, a los pies del mismo, el viajero ve el coro y su escalera de acceso, magnífica ésta, llena su baranda de tallas hechas por el morellano Antonio Sancho y el italiano Jussepe Beli.

    Con los ojos bien abiertos el viajero sigue mirando puertas, murallas, conventos, como el de San Francisco, y el castillo, que lo domina todo y desde el que se protegía a la población.

    El castillo, hecho y rehecho varias veces, fue bastión de Ramón Cabrera, el general que tomó partido por el pretendiente Carlos Isidro, que se hizo fuerte allí en 1838, hasta que otro general, Baldomero Espartero, dos años después, tomó Morella por la fuerza, después de que Cabrera se negara a aceptar el fin de la primera guerra carlista, tras la firma de Convenio de Vergara firmado por el propio Espartero y Maroto.

    No es de extrañar que Cabrera, como casi cuatrocientos años antes había hecho el papa Luna, se mantuviera en su posición: en 1836 potenció la guerra de guerrillas, fueron capturados varios alcaldes isabelinos, y ejecutados. La respuesta, llena de venganza, no tardó en llegar: la madre de Cabrera fue detenida y fusilada en Tortosa. Los ecos de tal barbarie sonaron en toda Europa. La sinrazón campaba en la mente de los combatientes. Varias mujeres inocentes fueron asesinadas por las tropas de Cabrera. Al fin, la superioridad de las fuerzas isabelinas mandadas por Espartero puso en fuga a Cabrera, que pasó a Francia, hasta la segunda guerra carlista, en la que también participó.

    El viajero termina satisfecho su visita. Entró en Morella por la puerta de San Miguel, ahora sale por la de San Mateo, y se dirige a otros lugares.

(1) En 1840, durante el saqueo al que Morella se vio sometida durante el asalto del general Espartero, un incendio destruyó el archivo municipal donde se conservaban los documentos sobre la construcción de ambas puertas.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. SEGOVIA

    El viajero entra en Segovia, atardeciendo, por la avenida del Padre Claret, desde la que ve, a contraluz, la silueta del acueducto. Aquí, como en ningún otro lugar puede ver como los romanos hicieron obras para durar. Hace casi dos mil años empezaron a colocar piedra sobre piedra, de modo que cada una de ellas sujetara a la siguiente, o a la anterior, porque el viajero no está seguro de cual es la piedra que hace que todo se mantenga así desde que, en tiempos de Domiciano, se alzasen sus arcos hasta los veintiocho metros de altura en la popular plaza del Azoguejo. El viajero cruza los arcos en un sentido y en otro varias veces. Toca los bloques de granito, casi megalíticos, que son la base del monumento. Comprueba, como ha leído, que no hay nada que una unas piedras con otras y comienza a subir por la calle Cervantes, que más adelante se llama Juan Bravo y siguiendo Infanta Isabel. Al principio, en la de Cervantes el viajero ve la casa de los Picos, nombre más noble para la que antes fue llamada Casa del Verdugo o del Judío; más adelante el torreón de Lozoya y cerca la iglesia de San Martín, en un ensanche de la calle, con un atrio porticado, bajo la mirada permanente desde hace más de ochenta años de un Juan Bravo vaciado en bronce, por el escultor Salinas en 1921, que ese nombre y tiempo son los que figuran al pie de la obra. Tiene el comunero, a su mayor gloria, además de estatua, calle y teatro en la plaza Mayor; y muchos comercios también le rinden homenaje rotulando los establecimientos con su nombre.










   En la plaza Mayor está el ayuntamiento, herreriano, con soportales, como todos los edificios de la plaza. Allí, el viajero se refresca en una de las terrazas que la ocupan. Sentado junto a una columna de los porches del ayuntamiento ve el ábside de la catedral. La llaman “la dama de las catedrales” y lo hacen con acierto, porque difícilmente se puede ver mayor coquetería que la que exhibe su gótico florido. No será aquí donde el viajero le prive, por no decirlo, de dicho título, que bien ganado lo tiene. Fue la última gran catedral gótica construida, cuando ya el arte ojival había perdido toda austeridad y se manifestaba como un exuberante ramillete de piedra tallada: pináculos, gárgolas, arbotantes; así terminó el gótico, así le sucedería el arte renacentista que le siguió, que acabó degradándose hasta lograr tener su propio nombre: Barroco.

    El viajero deja para otro momento la mirada del interior. Entra en un restaurante. Sirven cochinillo, cordero, todo tipo de asados, judiones de la Granja. Pide judiones. El plato lleva morcilla, chorizo de Cantimpalos, magro y algo de tocino de cerdo y, judiones; luego toma un asado de cordero. Reposa un rato, y sale a la calle.

    El viajero una vez visto el interior de la catedral se dirige al alcázar. En sus jardines ve el edificio del laboratorio de química. Entre este y otro instalado en Madrid, dotados de todos los medios que en la época había, Joseph Louis Proust, eminente químico francés, traído a España por Carlos IV, impartió clases y enunció la ley de las proporciones definidas.

    El viajero entra en el alcázar, lo recorre todo y se asoma a las terrazas. Mira al norte y ve lejos, en lo alto de una loma, un pueblo. Es Zamarramala. El día de Santa Agueda es día de fiesta en dicho lugar. Se elije alcaldesa y mandan las mujeres por un día. Mas cerca, el viajero ve una pequeña iglesia. Tiene planta dodecagonal y una torre cuadrada. Es la iglesia de la Vera Cruz. El viajero va a ir a verla. Desciende del alcázar, cruza el río Eresma y se planta ante la pequeña iglesia. La leyenda asegura que fue obra de los templarios, pero fue la Orden del Santo Sepulcro, que se integraría después en la de San Juan de Jerusalén, la que dio orden de construirla. Ahora es la Orden de Malta, heredera de aquéllas la que la guarda y celebra diversos actos en el templo. El viajero pasea por su interior. Original y misteriosa, su galería interior, circular, rodea un edículo, construcción formada por planta baja y piso alto al que se accede por dos cortas escaleras. En la planta baja, que tiene cuatro entradas, que se prolongan en forma de túnel hasta el centro, el viajero sorprende, sentada en el suelo, en meditación, a una muchacha. Esta allí, con los ojos cerrados, callada. Le llega un rayo de luz que entra por la puerta abierta. El lugar tiene fama de misterioso y esotérico. Uno de esos puntos telúricos que algunas personas dicen sentir. Y, la presencia de la muchacha parece confirmarlo. El viajero algo incrédulo de estas cosas sale de la capilla y siguiendo el curso del Eresma llega a un parquecillo. Desde allí la vista del alcázar es una de las más usadas en las postales. Pero además de la vista el paraje guarda el santuario de la Patrona de la ciudad: la Virgen de la Fuencisla. Al patrón, San Frutos, ya lo vio en la catedral.

    El viajero vuelve al centro. Pasea por los barrios segovianos: el de los caballeros, el de los canónigos; callejea un rato y sale de Segovia. Va a ver el palacio de La Granja, desmesura del primer Borbón que tuvo España, Felipe V, y su esposa la reina Isabel de Farnesio; pero eso será otra historia.
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HÉROES

    Valor y generosidad son sus principales atributos. Pusieron su vida en peligro o llegaron a perderla, porque juzgaron que así era como cumplían con su deber, o porque creyeron justa la causa que les impulsaba a actuar. Muchos son anónimos, nada se sabe de ellos ni de lo que hicieron; otros, unos pocos solamente, han logrado permanecer en la memoria de los hombres. La Historia les recuerda.

    A finales del siglo diecinueve España defiende como puede sus últimas colonias americanas. Las condiciones de lucha son terribles en la manigua cubana. Las bajas abundan tanto por las acciones de guerra contra los insurgentes independentistas, como por las adversas circunstancias que desgastan a unas mal pertrechadas tropas.

    Eloy Gonzalo era un muchacho humilde criado por la familia de un guardia civil que lo adoptó, pues Eloy había sido abandonado por su madre al nacer. No tuvo suerte el joven Eloy, que perdió a sus padres adoptivos cuando era poco más que un niño. Tenía veintiún años cuando se alistó como soldado. Una borrachera y un expediente por desobediencia dieron con sus huesos en un penal militar, hasta que la indulgencia llegó en forma de pasaporte a Cuba.

    Allí, en los momentos difíciles del combate, aflora el carácter de Eloy. En Cascorro las tropas españolas libran combate contra los insurgentes, que tratan de tomar la población defendida por el capitán don Francisco Neila al mando de unos ciento setenta soldados. Corta fuerza frente a los dos mil atacantes. El enemigo desde un caserón cercano arrecia con disparos sin cesar. La situación es insostenible. Eloy, a sus veintisiete años, se ofrece voluntario. El 22 de septiembre de 1896 se presenta ante el capitán Neila:
    ─Sólo necesito un bidón de petróleo, una antorcha y que aten un cabo a mi cintura. Me arrastraré hasta la posición enemiga y la incendiaré─ dice Eloy.
    ─Es muy peligroso, es casi seguro que serás descubierto, y las consecuencias terribles ─ le avisa el capitán.
    ─Lo sé, mi capitán. Por ello es preciso que me aten con la soga. Si soy abatido, quiero que recuperen mi cadáver tirando de ella. No quiero quedar, ni siquiera muerto, en poder del enemigo.

    Con valor inmenso, Eloy repta camino del caserón, lo incendia y regresa. Es un héroe. Todos se lo reconocen, sin embargo, la fatalidad se ceba en él. Lo que no pudo el enemigo de su patria, lo consigue el enemigo que se ha introducido en su sangre. El 18 de junio de 1897 muere en Cuba, convaleciente de unas fiebres adquiridas en la selva, cuando todavía no había pasado un año de su gesta.

    Así, con el bidón bajo el brazo y con una cuerda, que no hizo falta usar, rodeándole el cuerpo, está representado el héroe en la estatua que, en 1902 el rey Alfonso XIII inauguró en la castiza plaza de Cascorro de Madrid.


Eloy Gonzalo
Al pie del monumento está escrito:
EL
AYUNTAMIENTO
DE MADRID
A
ELOY GONZALO
1901
 
    Dos años después, a 15.419 kilómetros de distancia, otro grupo de españoles defendía la escasa superficie ocupada por la iglesia de un pequeño poblado de chozas en la isla filipina de Luzón: Baler es el nombre de este lugar, alejado y mal comunicado de Manila. Los cincuenta y cuatro militares que se parapetaron con mucha munición, pero con poca comida quedaron reducidos a treinta y tres once meses después. El fuego enemigo y el beriberi(1) fueron las causas principales de tantas bajas en una tropa que comenzó defendiendo suelo español y sin saberlo, y sin quererlo saber durante mucho tiempo, acabó defendiendo un pedazo de tierra que ya no lo era(2).

    Durante la resistencia hubo actos de cobardía y deserción como los de José Alcaide Bayona que, descubierto en sus intenciones de traición, fue sujeto con grillos, hasta que en un descuido logró escapar y llegar hasta las filas enemigas, que le acogieron y a las que puso al corriente de cuantas penalidades pasaban los sitiados y de las carencias que soportaban(3); pero fueron más los actos de valor: Gregorio Catalán Valero, un joven de Cuenca, de veintidós años, labrador antes de ser soldado, tomó una antorcha y, como émulo de Eloy Gonzalo, aunque sin cabo que permitiera recuperar su cuerpo si era abatido, prendió fuego a las casas de paja que rodeaban la iglesia y suponían parapeto de los atacantes y base en la construcción de trincheras muy próximas a la iglesia, ahora castillo. Como el héroe cubano, regresó sano y salvo al protector refugio, y los sitiadores estuvieron, desde entonces, un poco más lejos. Muchas otras proezas se llevaron a cabo, que son mayores cuanto mayores eran las adversidades, y éstas eran muchas. A la falta de comida, había que añadir el confinamiento de tantos hombres en tan corto espacio, la falta de higiene y de ropa y calzado al final. Pero pronto todo iba a terminar; ya en las últimas, a punto de lanzarse a la jungla en huida antes que entregarse, un diario entregado, como tantos antes, que creían los sitiados falsificación y superchería para hacerles salir, demostró el error en el que se encontraban. El Imparcial que tenía el teniente Martín en sus manos, que hablaba de la rendición de España seis meses antes, y de otras muchas noticias, todas falsas a su juicio, por ser igualmente falso el periódico, contenía una nota verdadera que convertía en verdad todo lo demás. Decía la nota que el teniente Francisco Díaz Navarro había sido destinado a Málaga; y esto sólo lo sabía él, porque Francisco Díaz era amigo suyo, habían sido compañeros en el mismo regimiento y le había dicho, como se hablan los amigos, que cuando acabara su destino en Cuba pediría el traslado a Málaga. Su novia estaba allí y también su familia.

Quizá nunca, tan pocas palabras hayan puesto fin a una guerra. Aquella había terminado por fin para los últimos de Filipinas.


(1) La enfermedad del beriberi, consistente en la falta de vitamina B1, produce trastornos de tipo nervioso, hormigueo, calambres en las piernas, parálisis muscular, confusión mental, coma y finalmente la muerte.

(2) El 30 de junio de 1898 se cerró la puerta de la iglesia de Baler. Cuando el 14 de agosto de ese mismo año España capituló ante los Estados Unidos, dicha puerta siguió cerrada, y así seguiría hasta el 2 de junio del año siguiente, fecha en la que se abrió ante las evidentes pruebas de las derrota española.

(3) José Alcaide Bayona sintió un odio cerval por el teniente Saturnino Martín Cerezo, el teniente que debió hacerse cargo del destacamento al morir el Capitán Morenas a los tres meses de comenzar el sitio. Ya entre las filas enemigas, Alcaide difundió la especie de que el teniente Martín Cerezo había asesinado al capitán, pero dicha patraña acabó siendo descubierta. Finalmente José Alcaide fue traído a España junto a otros desertores y, encarcelado, inició una huelga de hambre que, pese a los intentos de alimentarlo a la fuerza, acabó con su vida.
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