DOS HERMANAS

    No llegaron a ser tan famosas como su padre, pero casi. Se llamaban Adela y Baldomera y tuvieron unas vidas dignas del ejemplo que su progenitor les dio. Su padre era Mariano José de Larra, el escritor y articulista romántico y atormentado, que se descerrajó un tiro por desamor. Adela fue la que, sin comprenderlo bien, descubrió el cuerpo sin vida de su padre exclamando: “Papá se ha caído de la silla”(1). Tenía seis años.

    Fruto del matrimonio de Mariano con Josefina Wetoret, las dos hermanas darían mucho que hablar. De pequeñitas, como si el destino las preparara para ello, hacían progresos en lo que más tarde, de mayores, les iba a servir; Adela, la mayor, aprendía música y baile; Baldomera, la menor, que no fue reconocida por su padre, se aficionó a los números.

    Ambas tuvieron mucho que ver con los tiempos en los que reinó Amadeo de Saboya, aquel italiano al que España, después de despedir a Isabel II de su oficio de reina, le ofreció la corona española, y que también acabó siendo despedido, o mejor dicho él mismo se despidió poco después sin comprender a la nación sobre la que debía reinar, y sin que ésta hiciera mucho por comprenderle a él.

    El nuevo rey llega a España por mar y nada más hacerlo sufre su primer revés. Su principal valedor, el general Prim, ha sido asesinado, la víspera de su llegada, en la calle del Turco de Madrid. Solo, sin amigos, con muchos enemigos, busca consuelo, hasta la llegada de su esposa, en una guapa madrileña de nombre Adela, conocida por su belleza y los tirabuzones que cuelgan sobre sus orejas. Por ello se le conoce como “la dama de las patillas”. Tres meses tardó en llegar la reina a España, tiempo en el que el rey acudía oculto bajo una capa española a la residencia de la señora de García Noguera, que ese era el nombre del rico marido de Adela.

La Cibeles
La diosa Cibeles fue testigo de las idas y venidas del rey, camino
del palacete en el que vivía Adela en el Paseo de la Castellana.

    Poco después, antes de cumplirse los dos años de reinado, Amadeo volvió a Italia. La marcha de Amadeo dejó sin trabajo a un hombre, médico de profesión. Su nombre era Carlos de Montemayor y su cliente el rey a cuyo servicio estaba. Ahora sin trabajo abandona España y a su mujer Baldomera. Ésta comienza a verse en dificultades económicas, se ve en la necesidad de pedir, y lo hace a una vecina suya. Le pide una onza de oro y le promete devolverle dos en el plazo de un mes. Baldomera cumple lo prometido. La operación se repite una y otra vez, su fama crece. Funda la “Caja de Imposiciones”. Recibe dinero, cada vez en mayores cantidades, y lo remunera puntualmente, ahora con un rédito del treinta por ciento con los recursos que no deja de ingresar. Adela es simpática, amable, con don de gentes y admirada. La avaricia alcanza a todos, pobres y ricos. Al fin sucede lo inevitable. La pirámide que ha construido, de la que ella es única gestora, está a punto de desmoronarse. Tiene mucho dinero pero ya no entra el suficiente para mantener el engaño. Un cliente pide se le devuelva el capital, y sucede lo inevitable. Baldomera pone pies en polvorosa. Sube a un tren que le lleva a Francia, llevándose consigo todo el dinero que puede. Por fin es detenida y entregada a la justicia española, que la trata con benevolencia, en parte porque sus propias víctimas la perdonan y abogan por ella. Una condena de seis años y un rápido indulto la dejan en libertad.

    Hay incertidumbre sobre su final. Unos la sitúan en Cuba, otros en Argentina, puede que permaneciera en España bajo el amparo de su hermano Luis Mariano. Estuviera su final en uno u otro lugar, fue libre aunque pobre, tan pobre como era cuando pidió prestada su primera onza de oro.

(1) Sobre la atormentada vida de Larra y su suicidio se puede leer el artículo "Locuras... de amor".

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IMPERIALISMO

    Si no hay duda sobre la manera en la que Cartago fue borrada de la faz de la tierra, sí hay misterio sobre su fundación. Una mezcla de mito y realidad empañan el conocimiento sobre la fundación de una ciudad, capital de una república, que influyó durante siglos y ha dejado huella en la humanidad.

    Varias leyendas se entremezclan. Las últimas, apoyadas en las que vienen de atrás, alteran las versiones de lo que pasó, hasta que Virgilio, encumbrado escritor, en La Eneida, impone su versión al mundo. Convierte al mítico Eneas, el héroe troyano perseguido por los dioses, en amante de Dido(1), fundadora de Cartago. Pero Eneas, manejado por los dioses, que le atormentan, abandona a Dido, que apenada, se quita la vida.

    Sin embargo, dentro de la incertidumbre histórica en la que nos sumerge la mitología cuando pretende ser Ciencia, se nos habla de Dido, una princesa de Tiro, que quedó viuda por el asesinato de Sicarbas, y se vio obligada a dejar Fenicia.

    Acompañada de varios nobles tirios llega al norte de África. Conoce a uno de los jefes de las tribus de la región y, astuta, lo convence para que le entregue toda la tierra que sea capaz de abarcar con una piel de buey. Dido corta la piel de toro en finísimas tiras que va atando entre sí por sus extremos. Por fin, extiende la piel del buey sobre el suelo. La larga tira de piel, una vez extendida, comprende un enorme perímetro, en cuyo interior cabrá Cartago.

    De su esplendor y su poderío económico y militar la historia dice mucho: Amílcar Barca, Asdrúbal y Aníbal dejaron magníficas páginas escritas para la Historia. Sus victorias y también sus derrotas sirvieron para dejar admirables páginas en la literatura: Salambó, la hija de Amilcar Barca, es la protagonista en la novela que Gustave Flaubert situó en los tiempos que siguieron a la derrota púnica en la primera guerra mantenida con Roma, cuando los mercenarios derrotados se sublevan contra sus jefes cartagineses.

    Cartago tras cada derrota se recuperaba, soberbia, de sus propias cenizas. Después de la segunda guerra púnica, con la muerte de Asdrúbal y la enigmática desaparición de Aníbal, Cartago se recupera rápidamente. Lleva camino de convertirse, otra vez, en un peligro para Roma, enemiga permanente de Cartago. Apenas han transcurrido diez años desde la última derrota cartaginesa, y Roma mira asombrada la fulgurante recuperación de su rival. En Roma se alzan voces reclamando la eliminación del enemigo. Catón, el gran orador, finaliza sus discursos, fuera cual fuese el asunto de los mismos, con la frase: “En cuanto al resto, Cartago debe ser destruida”. Y…se le hará caso.

    Al comenzar la tercera guerra púnica. Escipión Emiliano es el encargado de borrar Cartago de la faz de la tierra y a ello se dedica con todas sus fuerzas. Cartago es arrasada. La lucha había sido encarnizada. Los romanos avanzaban a sangre y fuego. Casi un mes estuvo la ciudad en llamas. Del medio millón largo de habitantes con los que contaba la ciudad, apenas sobrevivieron cincuenta mil, que acabaron como esclavos en su mayoría. El solar sobre el que hubo una ciudad fue cubierto de sal (2). Nada crecería sobre aquel suelo a partir de entonces. Sólo la memoria nos recuerda lo que allí hubo(3).

(1) La destrucción de Troya de la que Eneas, personaje mítico, logra escapar, está comprobado que sucedió unos quinientos o seiscientos años antes de la fundación de Cartago.

(2) En realidad se trataba de una ceremonia simbólica en la que se esparcía un poco de sal para declarar estéril la tierra enemiga.

(3) Los romanos fundaron una nueva ciudad en tiempos de Augusto, que también fue conocida como Cartago, y llegó a ser de gran importancia hasta su definitiva destrucción por los árabes.

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JUSTICIA A LA CARTA

    En el siglo XIV reinaba en Castilla Pedro I. Su reinado fue una sucesión constante de luchas, y su actitud le hizo merecer el apelativo de “el Cruel”, pero también se le conoce como “el Justiciero”.

    Se cuenta que en cierta ocasión se presentó ante el rey un muchacho reclamando justicia por la muerte de su padre a manos de un sacerdote que, durante una discusión, le había clavado una daga en el pecho, quitándole la vida. El rey preguntó al joven si habían castigado al clérigo por aquel crimen.
    ─Sí, se le condenó. No podrá decir misa durante un año─ contestó el muchacho.
    El rey asintió y preguntó al joven:
    ─Y tú, muchacho: ¿Serías capaz de matar al sacerdote, asesino de tu padre? El joven, resuelto, contestó afirmativamente.
    Tiempo después el rey presenciaba una procesión. De pronto se produjo un gran tumulto. El rey se interesó por lo que ocurría. Llevaron a su presencia al causante del altercado. Era un joven. Le habían detenido por dar muerte a uno de los sacerdotes que desfilaba en la procesión.
    ─Dime, muchacho: ¿Por qué lo has hecho? ─ preguntó el rey.
    ─Era un criminal. Mató a mi padre.
    El rey preguntó a los presentes si era aquello cierto, y la gente confirmo que lo que el joven decía era verdad, y que el sacerdote fue condenado a no decir misa durante un año.
    Entonces el rey preguntó al muchacho qué oficio tenía.
    ─Soy zapatero─ contestó.
    ─Pues, condenado quedas por el crimen que has cometido. Desde hoy hasta que pase un año te estará prohibido fabricar zapatos.

    Si el caso del rey castellano parece que forma parte más de la leyenda que de la historia, no ocurre lo mismo con lo hecho por Paul Magnaud, conocido como “el buen juez”, que sí está bien documentado, aunque sea poco conocido. Magnaud había nacido en Bergerac. Estudió Derecho y acabó convertido en juez. Su vida profesional transcurría con la normalidad del funcionario ocupado en dictar sentencias conforme a los Códigos vigentes. Un día, dicen algunos autores, estando en París, adquirió un ejemplar del Quijote, que al parecer leyó de un tirón. Nada sería igual desde ese momento. Como Alonso Quijano sobre Rocinante es Don Quijote, Magnaud en su tribunal se transformó en “el buen juez”.




    El asunto más conocido, que dio notoriedad a Magnaud, fue el de una mujer, que en 1898, había sido detenida acusada de robo. La mujer, Elisa Ménard, de condición muy humilde, acuciada por el hambre propia y de los suyos, hurtó una pieza de pan. El comerciante la denunció, pero ella se defendió alegando su estado de necesidad para el que no vio otra salida que el robo de aquel pan; y el juez Magnaud, entonces presidente del tribunal de Château-Thierry, también lo vio así. La sentencia fue benévola, pero sonada. Y no fue la única, siguieron otras que humanizaban la aplicación de la Ley. Conforme sus resoluciones seguían el dictado de su conciencia arreciaban en su contra las críticas de sus compañeros, que le criticaban y anulaban sus sentencias cuando eran apeladas en instancias superiores. Pero él, obstinado, luchó contra cuantos molinos aparecieron en su marcha y al fin cansados unos y compresivos otros, dejaron que el “buen juez” siguiera siéndolo.

    Y es que la necesidad no legitima el robo, pero nadie debe quedar sin pan con el que mantenerse vivo. Así lo entendió Magnaud, que como un nuevo Don Quijote, ha pasado a la pequeña historia de los hombres como “el buen juez”.
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