Educación y cultura son dos aspectos distintos y a la vez tan unidos entre sí en la formación de las personas que siempre han sido considerados juntos, como parte del aprendizaje.
Un ejemplo de ello fue la publicación en 1798 del “Tratado de las Obligaciones del Hombre”, un tratado sobre la moral y un libro de urbanidad, obra de Juan Escoiquiz, nombrado por Carlos IV preceptor del príncipe Fernando. Juan Escoiquiz había nacido en Ocaña a mediados del siglo XVIII, y como paje del rey Carlos III recibió la esmerada educación que se daba a los personajes principales de la corte. Inclinado a la carrera eclesiástica debía conocer bien la teoría sobre las correctas prácticas morales sobre las que escribió, pero que no llevó a la práctica. La Historia le recuerda como un personaje sin escrúpulos, intrigante, que influyó negativamente sobre su pupilo, que aprendió poco de lo bueno que su maestro escribía y mucho de lo malo que hacía.
Juan Escoiquiz instruyó a un príncipe. Cayetano Ripoll lo hizo con niños de las clases populares hasta que se lo impidieron por la fuerza. Ripoll fue un maestro de escuela. Había nacido en Solsona en 1778, pero ejerció su magisterio en el barrio valenciano de Ruzafa. Antes, había participado en la guerra del francés. Fue hecho prisionero y llevado a Francia. Entre rejas, Ripoll se entregó a la lectura, estudió a los filósofos franceses y dio muestra de buenos sentimientos compartiendo su comida y ropa con otros presos. Ya en España, se dedicó a la enseñanza en su escuela de Valencia. Liberal, masón, deísta en los abominables días de la década ominosa, los tiempos del feroz absolutismo ejercido por Fernando VII, en su escuela se decía Alabado sea Dios en lugar del Ave María Purísima, corrientemente usado como saludo al comenzar las clases. Sus alumnos no recibían más instrucción religiosa que los Diez Mandamientos y se vieron privados de la asistencia a misa. Una beata le delató por ello. Fue detenido y acusado de apóstata por una Junta de Fe, que le acusó de privar a sus alumnos de la educación religiosa necesaria. Se trató de convertirle. Teólogos y religiosos trataron de convencerlo de la necesidad de volver a la fe perdida. Ripoll, pertinaz, fue condenado a morir ahorcado acusado de contumaz herejía por la Junta de Fe, heredera del tribunal inquisitorial. Fue el último condenado por la Inquisición. Bajo su bamboleante cuerpo colgado de la soga se colocaron unas llamas pintadas en la base del cadalso, recuerdo de las antiguas piras purificadoras del mal. Era el 31 de julio de 1826. Cayetano Ripoll tenía cuarenta y ocho años. El escándalo fue tal, incluso en el resto de Europa que apoyaba a Fernando VII, el rey absoluto, que éste se vio obligado a reprobar a la Junta, que, sin atribuciones, había condenado al maestro, y a la audiencia que había confirmado la sentencia. Palabras que pronto se llevó el viento. No sería hasta 1834, reinando Isabel II, cuando el gobierno de Martínez de la Rosa, presidente del Consejo, decretó la definitiva abolición de la Inquisición.
No mejoraría mucho la situación a lo largo del siglo diecinueve, que fue un siglo de convulsiones políticas. En el último cuarto del siglo hubo voces que clamaron por cambiar las cosas. Era preciso, sacar al país del marasmo cultural en el que se encontraba. Con casi un ochenta por ciento de analfabetos varones y un porcentaje aún mayor entre las mujeres, ni siquiera los dirigentes políticos daban muestras de mucho conocimiento: cierto ministro, de viaje por Francia, fue llevado de visita al palacio papal de Avignon. Al salir comentó a su secretario, que le había acompañado durante la visita: "Interesante, pero eso de que los papas hayan vivido aquí tantos años, como dice el guía, me parece difícil, porque si fuese verdad se sabría".
Este estado de cosas propició la aparición de los regeneracionistas. Uno de sus más brillantes promotores fue Joaquín Costa Martínez, un aragonés de procedencia humilde. Fue criado, albañil y carpintero, estudio dibujo y se hizo delineante. Comprobó el atraso en el que yacía España y que arrastraba a toda la sociedad y a él mismo, pero voluntarioso estudió Derecho y aprobó oposiciones a notarías. Fue Notario en Jaén y Madrid y junto a Giner de los Rios, Azcárate, Salmerón y otros acabaría creando la Institución de Libre Enseñanza en 1876, una especie de universidad paralela liberada del inmovilismo que atenazaba los centros oficiales de la enseñanza. Querían espabilar España, europeizarla, hacer llegar la cultura a todos, y que las palabras de Antonio Machado dedicadas a Castilla, pero aplicables a casi toda España pudieran dejar de ser verdad: “Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora”.