"Señoras y señores, tengo que anunciarles algo muy grave. Aunque parezca increíble, ante las observaciones científicas y las pruebas que tenemos ante nuestros ojos, resulta inevitable dar por sentado que aquellos seres extraños que aterrizaron esta noche en una granja de New Jersey constituyen la avanzadilla de un ejército invasor proveniente del planeta Marte”.
Así decía el locutor que aterrorizó América la noche del 31 de octubre de 1938, la noche de Halloween. Se trataba de una función de teatro radiofónico de la compañía Mercury Theatre on the Air retransmitida desde los estudios de la Columbia Broadcasting Company, en Nueva York, pero lo que se contaba en ella, una ficción, era contado como si de un boletín de noticias se tratara, como si realmente sucediera, como si se estuviera produciendo una invasión marciana. Y la gente, contagiada de una histeria colectiva, presa del pánico, salió a la calle pidiendo ayuda, huyendo sin saber adonde ir. Las ambulancias acudían en auxilio de quien no lo necesitaba. La policía veía colapsados sus teléfonos. La gente huía sin destino determinado. Cualquier lugar era bueno siempre que estuviera lejos de los lugares en los que los marcianos habían aterrizado.
Todo esto sucedía como consecuencia de la transmisión de un guión ideado por un joven de veintitrés años llamado Orson Welles, basado en una novela escrita cuarenta años antes por H.G. Wells titulada La Guerra de los Mundos. Welles avisado de los efectos que la transmisión producía la interrumpió varias veces. Anunció que se trataba de una fantasía, que el mundo no corría peligro. Era demasiado tarde. El pánico, extendido, había hecho presa en la gente: algunos decían haber visto seres que rociaban con veneno los campos, otros, precavidos, solicitaban máscaras antigás para sobrevivir al envenenamiento del aire. Muchos se desmayaban, otros, resignados, oraban en las iglesias.
Y es que el miedo es uno de los sentimientos del que rara vez logramos escapar. Podemos sentirlo por lo conocido o por lo ignorado, individualmente o de forma colectiva, ser un temor insuperable, convertirse en pánico o terror que atenacen la voluntad de sus víctimas o dominarlo, imponiéndonos a él con temple, aunque no sin consecuencias, como le sucedió a un coronel del ejército durante una campaña en las colonias. Fue el rey Alfonso XII el que con su curiosidad permitió se conociera la historia.
El caso fue que el rey Alfonso pasaba revista militar a un grupo de soldados. De pronto llamó su atención un coronel que pese a su juventud exhibía una blanca cabellera impropia de su edad. Preguntó el rey por tan prematura anomalía y el coronel, solicito, le contó que durante una campaña en ultramar se vio obligado a vadear un río. En ello estaba –dijo el coronel– cuando note que algo hacía presa sobre una de mis piernas. Era un caimán que tiraba de mí con más fuerza de la que yo disponía para llegar a la orilla; pero el pánico en lugar de vencerme me dio bríos, saqué fuerzas de flaqueza y logré desembarazarme del reptil y alcanzar la orilla. El precio de aquel sobrehumano esfuerzo se concentró en mi pelo que se volvió, como por arte de birlibirloque, todo él, blanco como la cal.
Don Alfonso felicitó al militar por el feliz final de su aventura y lo despidió.
Tiempo después volvieron a coincidir, cuando el militar, por indicación de una dama que se lo aconsejó, había teñido su cabello de negro con el fin de recuperar el aspecto juvenil que por su edad aún le correspondía. El rey que disponía de buena memoria, al ver un nuevo cambio en el color de su cabello se dispuso a saludarlo y le preguntó: “Coronel: ¿otra aventura con un caimán?”