EL CANTO DE LOS ÁNGELES

    En el siglo XVI, el papa Paulo IV, haciendo una interpretación literal de lo dicho por San Pablo en la primera de sus epístolas a los Corintios, prohibió que las mujeres participaran con su voz en los oficios y cantos religiosos; pero las necesidades corales seguían exigiendo voces con tonos altos, y fueron los niños los encargados de tales menesteres, al principio; pero los niños, por naturaleza, se hacían hombres, sus voces cambiaban, se hacían graves, inservibles como coros angelicales. No había pasado medio siglo desde que Paulo IV impidiese oír voces femeninas en los templos cuando otro papa, Clemente VIII, consentía lo prohibido por las leyes canónigas y civiles, justificando la castración “a mayor gloria de Dios”.

    Al tiempo, con los modos barrocos, la ópera adquirió fama y difusión durante el siglo XVII por toda Europa. Primero en Italia, luego en Alemania, España, Francia. Los castrati eran los sujetos ideales para la interpretación de las piezas destinadas a las sopranos femeninas. Los desgraciados, privados de su hombría, mantenían su fina voz infantil de modo permanente, sus voces eran más potentes, con unos registros incluso superiores a los femeninos y gracias a su mayor capacidad pulmonar, eran capaces de mantener una nota durante más de un minuto sin necesidad de aspirar más aire.

    Aunque se conoce algún caso desde el siglo XII, no fue hasta entonces cuando los castrati se hicieron famosos. Solicitados por los mejores teatros, fueron muchos los dedicados al bel canto. Nacía el fenómeno de los castrati, de los que hubo muchísimos, anónimos la mayoría, que fallecieron durante la operación o que, ya mutilados, no alcanzaron las expectativas que otros pusieron en ellos, convirtiéndolos en seres traumatizados. La cantera de voces era inagotable. Los niños enviados por sus padres al cirujano eran generalmente de familias humildes. Esperaban que el sacrificio al que iban a someter a sus hijos sirviera para hacerles ricos. De los que sobrevivían, la mayor parte tenía su destino en el coro de una iglesia; sólo unos pocos lograrían dejar sus nombres escritos en las enciclopedias.

    Carlo Broschi fue uno de ellos. Nació en las cercanías de Nápoles. Contrariamente a lo que era corriente, su familia era acomodada, pero la prematura muerte de su padre complicó la situación económica de la familia y posiblemente fuera la causa de que sobre el joven Carlo, aún niño, cayera el filo del cirujano. Educado por el maestro Nicolás Porpora, Carlo resultó un alumno aventajado. Él mismo adoptó el nombre de Farinelli, con el que pasaría a la posteridad. Cantó en Nápoles, Venecia, Viena, Londres…, su fama le precedía. En 1737, con treinta y dos años, en la cima de su fama, Isabel de Farnesio, segunda mujer del enloquecido Felipe V, lo trajo a España. El rey aliviado de su locura por los trinos del cantante no lo dejaría volver a su Italia natal. Farinelli se ganaría su confianza. Polifacético, no sólo cantó. Asesoró a los reyes en muchos asuntos, artísticos y de toda índole: los jardines de Aranjuez serían remodelados por él. Al morir Felipe, su hijo Fernando VI lo retendría en España haciendo las delicias de éste y de doña Bárbara de Braganza, la reina. Tras más de veinte años de servicio a los Borbones, otro rey de esta dinastía, llegado para ocupar el trono de España desde Nápoles, la tierra del cantante, lo despidió diciendo: “Los capones no los quiero más que en la mesa”. Farinelli volvió a Italia, donde retirado vivió los últimos veinte años de su vida, muriendo en Bolonia en 1782.

Carlos III

   El siglo XIX marcó el declive de las interpretaciones operísticas de los castrati. José Bonaparte, prohibió, siendo rey de Nápoles antes que de España, la enseñanza de los estudios musicales a los castrati en los conservatorios napolitanos. La práctica de la castración, siempre prohibida, casi siempre tolerada, se veía como abominable. Los castrati dejaron los teatros. Ya sólo se les podía escuchar en los coros de las iglesias. A finales del siglo XIX, únicamente en la capilla Sixtina, hasta que en 1902 el papa León XIII prohibió también allí la participación del último de los castrati, Alessandro Moreschi, que aún siguió cantando hasta su definitiva retirada en 1913. Moreschi falleció en Roma, su ciudad natal, a los 64 años, olvidado y solo; sin embargo, resistiéndose al olvido quiso que la posteridad le recordara.

    Entre 1902 y 1904, Moreschi realizó una serie de grabaciones que han llegado hasta nosotros. En ellas se puede apreciar su peculiar voz. Son el testimonio de un fenómeno que, aunque muy antiguo, tuvo en los siglos XVIII y XIX su máximo esplendor: un oropel cubriendo la miseria humana. 
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Nota: En el siguiente enlace se puede escuchar, en la voz de Alessandro Moreschi, el Ave María de Bach en una grabación de 1.904 que, con independencia de las consideraciones de todo tipo que puedan hacerse, es un histórico documento sonoro de grandísima importancia: http://youtu.be/slhhg8sI6Ds

MÁRTIRES

    En los primeros tiempos del cristianismo proliferaron las persecuciones, de las que fueron causa el empecinamiento de algunos fieles por mantener sus creencias. La Iglesia reconoció su sacrificio y les otorgó laureles. Los hechos de sus vidas llegan a nosotros en hagiografías y sus figuras en iconos colocados en los altares de los templos con la palma del martirio entre las manos.

   De Santa Librada se sabe que es protectora de las embarazadas, que ella y sus ocho hermanas, según la tradición, nacieron de un mismo parto, y que la madre, avergonzada, pues en aquellos tiempos se creía que los partos múltiples eran consecuencia de relaciones promiscuas, ordenó que las niñas fueran arrojadas al río, pero la sirvienta, que debía cumplir el encargo, desobedeció la orden y las recién nacidas acabaron bajo la tutela del obispo de Braga, San Ovidio. Al fin fueron detenidas, pero lograron escapar, dispersándose. Poco a poco serían capturadas y poco a poco muriendo mártires.

     En la catedral de Sigüenza existe una urna, que se asegura contiene los restos de la mártir. El irreverente Camilo José Cela contó lo que le pedían a esta santa las mujeres que acudían a su capilla, donde se le venera, cuando se les acercaba el feliz, pero doloroso momento del parto: “Santa Librada, Santa Librada, que sea tan grata la salida como la entrada”.

   Los tiempos del emperador Diocleciano fueron de gran tribulación para los cristianos, y en España, Daciano, enviado por emperador para dirigir la persecución, fue el guardián de la fe pagana. El prefecto Daciano nada más cruzar los Pirineos fue dejando el rastro de su crueldad sobre quienes profesaban la nueva religión monoteísta, contraria al paganismo del imperio. Era la respuesta de la autoridad romana, en un momento de inestabilidad, ante cuanto se oponía a la figura teocrática del emperador.

     Santa Eulalia es una de las patronas de Barcelona. Sus restos se conservan en una urna depositada en la cripta que hay bajo la capilla mayor de la catedral. Se dice de ella que fue hija de familia acaudalada y que fue educada en la fe cristiana. Bien jovencita, cuando apenas contaba trece años, se presentó ante las autoridades romanas protestando por las injusticias cometidas sobre cristianos que no hacían mal a nadie. Fue detenida y sometida a todo tipo de suplicios hasta morir. Daciano fue el responsable. En recuerdo de los escasos trece años que tuvo de vida hay en el claustro de la catedral de Barcelona trece ocas. Quien visite la Ciudad Condal, y vaya a su catedral, podrá verlas corretear por el jardín o nadar en el estanque del claustro, ajenas al trajín que les rodea y a la curiosidad de sus admiradores, visitantes del templo, que no dejan de fotografiarlas.

Ocas de la catedral de Barcelona

      En la misma época y torturado por el mismo personaje que dio suplicio a la niña Eulalia, San Vicente fue objeto de las mayores torturas imaginables. Vicente había nacido en Huesca. Nombrado diácono, estaba en Zaragoza con el obispo de dicha ciudad, Valero, que también sería santo, cuando llegó a la romana Cesar Augusta el prefecto Daciano. No le faltó tiempo para detener al prelado y a su diácono. Les conminó a renegar de su fe y, viendo fallidos sus intentos, decretó una penosa marcha a pie hasta Valencia de los dos detenidos. Al llegar, con las fuerzas mermadas, prosiguió el castigo. El obispo Valero, tartamudo, pidió a su diácono que usara su voz para manifestar la inquebrantable fe de ambos, y Vicente así lo hizo. Daciano, indignado, desterró a Valero y aplicó toda su crueldad sobre Vicente, que debió soportar penalidades insoportables: azotado, sus carnes desgarradas, descoyuntados sus huesos y confinado en un calabozo con el suelo cubierto de guijarros cortantes, Vicente resistía cuantos castigos se le infligían sin mella en su fe y sin que la vida quisiera abandonarle pese a lo cruento de los suplicios a los que era sometido. Por fin se le introdujo en un horno, y su cuerpo, sin vida, arrojado en un campo para ser devorado por las alimañas; pero el cadáver de Vicente fue defendido por un cuervo. Daciano al conocer lo sucedido ordenó se arrojara el cuerpo de Vicente al mar, atado a una rueda de molino, pero el mar devolvió el cuerpo. En la playa  de Cullera el cuerpo del mártir fue recogido por sus seguidores, que le enterraron y comenzaron a venerarlo(1). Hoy sólo un brazo incorrupto del Santo mártir se conserva. Está en una capilla, en la girola de la catedral de Valencia desde hace unos cuarenta años, por donación del doctor Pietro Zampieri, que lo poseía.

Catedral de Valencia. Brazo incorrupto de San Vicente Mártir.

      Sólo diez años después de los martirios de Eulalia y Vicente, con el edicto de Milán promulgado por  Constantino en 313 daría comienzo  la tolerancia del culto cristiano en el imperio.


(1) Los restos del Santo no han sido encontrados desde que, enterrados en Valencia, fueron ocultados ante la invasión árabe. Cierta leyenda dice que, en una barca guardada por cuervos, los restos arrojados al mar en Valencia llegaron hasta Lisboa, doblando el cabo que llevaría su nombre. En la Sé lisboeta hay una urna en la que se asegura están los restos del Santo; aunque lo cierto es que se cree que éstos están enterrados en el subsuelo de Valencia. Varios intentos se han realizado para encontrarlos. Todos infructuosos. Es posible que el crecimiento urbano haya destruido el lugar del enterramiento. No sería imposible, incluso, que una de las líneas del “metro de Valencia” que pasa muy cerca del lugar donde siempre se le veneró arrasara el lugar.
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CRIMEN SIN CASTIGO

    Ésta es la historia de un asesinato del que sólo hay una certeza: la identidad del muerto; del resto sólo incertidumbre. No hay seguridad sobre la autoría del crimen ni sobre el móvil, aunque sí muchas sospechas. Don Luís de Góngora lo explicó muy bien con una décima que compuso para, de modo sutil, dejar escrito lo que muchos pensaban sobre el caso:

                                Mentidero de Madrid
                                decidnos, ¿quién mató al conde?
                                Ni se sabe, ni se esconde
                                Sin discurso, discurrid
                                Dicen que fue el Cid,
                                por ser el conde Lozano.
                                ¡Disparate chabacano!
                                La verdad del caso ha sido
                                que el matador fue Bellido
                                y el impulso soberano.

    Don Juan de Tassis y Peralta, segundo conde de Villamediana, fue un personaje de novela. Sus intensos cuarenta años de vida fueron una constante búsqueda de aventuras y peligros. Fue correo mayor del reino, un cargo bien retribuido que le permitió satisfacer su gusto por las obras de arte. Llegó a poseer una estimable colección de cuadros y joyas, especialmente diamantes. También dedicó tiempo a componer poemas, algunos muy críticos con sus enemigos, que le valieron la continua hostilidad de sus destinatarios; otros galantes, que utilizó para sus conquistas amorosas. Cortesano ambicioso, pendenciero, imprudente, lujurioso y a menudo mendaz, al principio ganó la confianza de un jovencísimo Felipe IV al que acompañaba en correrías por los barrios bajos de Madrid. La enemistad del ascendente conde de Olivares (1), que veía en él un peligro, y las osadías de Villamediana en palacio le alejaron del rey. De compañeros en juergas pasaron a ser rivales: por un lado la pugna por doña Francisca de Tabora, amante del rey, y cortejada también por el conde; y por otro el rumor, convertido en clamor, de que el conde cortejaba a la propia reina Isabel, que le correspondía. Algunas anécdotas hablan sobre dicha relación: se cuenta que estando la reina asomada a un balcón del alcázar unas manos, desde atrás, taparon sus ojos:
    ─ ¡Estaos quieto, conde! ─dijo la reina creyendo que aquellas manos eran las de su amante, al tiempo que se daba la vuelta.
    La reina, rápida de reflejos, al ver la cara contrariada del rey por titularlo conde, añadió:
    ─No os extrañéis, acaso ¿no sois conde de Barcelona?


Meninas de Manolo Valdés. Doña Francisca de Tabora pudo ser
causa, entre otras de la rivalidad entre Felipe IV y el conde de Villamediana. 
    
    Si a estas audacias cortesanas se unen ambiciones políticas, las sospechas de Góngora parecen fundadas.

    Y todo en el poema apunta hacia el autor del crimen sin decirlo: Bellido Dolfos fue el asesino del rey de Castilla, Sancho II, durante el sitio de Zamora. Se supone, que el tal Bellido fue inducido a cometer el asesinato por doña Urraca, defensora de Zamora y hermana de Sancho, cuando aquel se ofreció al rey castellano para indicarle los lugares más vulnerables de las murallas zamoranas y, aprovechando un descuido, lo mató de un lanzazo.

    Bellido Dolfos fue el instrumento de la voluntad ajena, y ha quedado como símbolo de la violencia ordenada por tercero, y Góngora lo utilizó para involucrar al rey en el asesinato.

   Al anochecer del 21 de agosto de 1622, Villamediana iba acompañado de don Luis de Haro, amigo suyo, en coche de caballos, de regreso a su casa. De pronto un hombre, se cree que un tal Ignacio Méndez, aupándose al estribo del coche se asomó al interior y clavó una daga en el pecho del conde. La muerte fue casi instantánea. El agresor se dio a la fuga. Parece que hubo quien le ayudó en la huida. Nunca las investigaciones, obstruidas, llegaron a conclusión alguna. A Méndez, años después, Olivares ya conde-duque lo nombró guarda mayor de los reales bosques.

 (1) Don Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde de Olivares añadió al título de conde el de duque dos años después del asesinato de Villamediana. Durante muchos años, hasta su caída, locura y muerte en Toro, dirigió los destinos de una España, en la cumbre del arte y las letras, que se desangraba en lo humano y en lo económico, tratando de mantener un imperio, que otros trataban de arrebatarle.

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AGOTES: UNA SEGREGACIÓN DEL PASADO

    Son conocidos como agotes, pero se ignora porqué se les llama así. También se desconoce su procedencia, aunque existen varias hipótesis sobre su origen: descendientes de fugitivos leprosos, grupos godos aislados en las montañas o antiguos seguidores de la herejía albigense huidos de Occitania. Algunos de los estudiosos del asunto apuestan por esta última como la más probable. Dicen que, convertidos al catolicismo, fueron acogidos por la Iglesia, pero despreciados por la sociedad.

    Sea cual fuere su origen, lo que sí conocemos es la ignominia a la que fueron sometidos. Habitaban en varios valles pirenaicos, pero donde se establecieron las mayores colonias fue en el valle del Baztán.

    Las primeras noticias que conocemos sobre su existencia proceden de los lejanos tiempos del siglo XIII, y desde que conocemos algo de ellos, sabemos que fueron discriminados, apartados de la sociedad. Su aislamiento propició una endogamia que, con el paso de las generaciones, dio lugar a taras. Enfermedades como el bocio y el cretinismo contribuían a incrementar el rechazo que pesaba sobre ellos. No se les permitía cazar en los bosques, pescar en los ríos, beber en las fuentes. Eran cristianos y la Iglesia los aceptó, pero no les dio un buen trato. En muchas iglesias tenían una puerta lateral, exclusiva para ellos. Dentro, también disponían de unos bancos especiales, y en algunos lugares al comulgar se les tendían las sagradas formas sujetas a un palo para no tener que acercarse a ellos. Los niños hijos de agotes eran bautizados en pilas distintas a las que usaban los niños que no lo eran. Vivían marginados, obligándoles a llevar una marca, y al morir también eran enterrados aparte.

    En el siglo XIV, en Arizcun, se construyó un barrio con el impulso de los Ursúa, una de las familias nobles del Valle del Baztán. Se le llamó Bozate. Desde entonces sería su hogar. Allí vivirían y morirían, marginados, despreciados; aunque no parece que sea cierta la especie de que los Ursúa o los Goyeneche, distinguidas familias de Arizcun los tuvieran sometidos a algún tipo de dominio personal.

    Unos cuatro siglos después, en los primeros años del siglo XVIII, don Juan de Goyeneche y Gastón, natural de Arizcun, pero asentado en Madrid, hombre emprendedor, promueve la fundación de un nuevo lugar. Le pondrá por nombre Nuevo Baztán, y estará llamado a ser un foco industrial, y su morada. Encargó a José Benito de Churriguera la construcción de la que, separada de Olmeda, sería villa y dispuso la llegada de agotes que, con fama de buenos constructores y carpinteros, contribuyeron a la construcción del palacio y de las industrias que durante casi un siglo, hasta su declinar económico, darían vida al sueño de Goyeneche, que al morir quiso ser enterrado en la iglesia de San Francisco Javier.

Panteón de hombres ilustres. Madrid.

    En 1817 el conde de Ezpeleta, virrey de Navarra, promulgaba el decreto de igualdad de los agotes. Parecían terminar setecientos años de oprobio; pero no sería así. La ignorancia o el temor de las gentes no se borraban con un decreto.

    Así, la situación de marginalidad perduró, con toda su crudeza, durante el siglo XIX, y aún en el XX habría episodios de intolerancia, parece que ya superados.

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LAS COSAS DEL QUERER

    La bautizaron con el nombre de Juana, y aunque nació princesa, acabó siendo reina. Bien jovencita, como era costumbre en la época, sus católicos padres concertaron su matrimonio con el archiduque Felipe de Austria. Era un matrimonio interesado, que respondía a los intereses de la corona, pero Felipe era apuesto, y la princesa española quedó prendada de inmediato. Como se suele decir, se mataron dos pájaros de un tiro.

    La boda se celebró en Lille. Pronto Juana descubre la inclinación de su esposo al galanteo. Enamorada y celosa, Juana vigila a Felipe como buenamente puede. Por fin vuelven a España. Van a ser jurados príncipes de Asturias y Gerona; pero Felipe no estará mucho tiempo. Él regresa a Flandes, y deja en España a Juana, que no soporta la soledad tras la marcha de su esposo. Felipe es atractivo, le llaman el Hermoso, gusta de las mujeres a las que él también agrada. Juana lo sabe y ahora no puede vigilarlo. Al fin deja España, pese a la oposición de sus padres, y parte en pos de su esposo. La vida del matrimonio es una sucesión de reuniones, siempre fogosas, y ausencias, en las que Juana, dominada por los celos, parece enloquecer (1).

    Pero si en vida Juana da muestras de excentricidad, fue la muerte del amado la que trastornó definitivamente a la reina.

   Quizás el repentino e inesperado fallecimiento de Felipe(2) agravase considerablemente la locura de la reina; el caso es que a partir de ese momento se sucedieron en cadena una serie de actos, a cual más patético.

    Juana ordena que se traslade el cuerpo de Felipe a la cartuja de Miraflores. Si en vida cuidó celosa que ninguna otra mujer se lo arrebatara, muerto Felipe, la cosa sigue igual. La reina está abatida, no hay consuelo para ella. Juana guarda la llave del féretro. Nadie salvo ella puede ver a Felipe. Varios días después, el cadáver de Felipe desprende un olor nauseabundo. Juana no parece sentirlo. Desconsolada abre la caja y se abraza al cuerpo en descomposición.

Cartuja de Miraflores (Burgos)

    En noviembre de 1506, casi dos meses después de la muerte de Felipe, Juana, ante la insistencia de sus próximos, decide el traslado del cadáver a Granada. Sus irracionales celos le llevan a participar en el viaje. En una de las etapas el cortejo se detiene en un convento. Juana ordena proseguir la marcha. El convento es de monjas. Ninguna mujer debe acercarse a Felipe.

    Durante el viaje se declara la peste. El viaje se interrumpe. El cortejo se desvía a Tordesillas. Allí, Juana ya desequilibrada por completo, es confinada por orden de Fernando, el rey Católico, y padre suyo.

    Aislada, prisionera y loca, quién sabe cuanto, Juana ocupa unos aposentos con vista al templo y directamente al ataúd de Felipe, que por orden suya es ubicado allí hasta que los restos del príncipe son trasladados a la capilla Real de la catedral de Granada, terminada de construir por orden de Carlos, rey de España y emperador de Alemania, que ya acoge los restos de Isabel y Fernando, los padres de una reina que no reinó, pero que nadie dejó de considerarla como tal. En 1555 fallece Juana reuniéndose definitivamente con su amado en Granada.

    Si la obsesión de Juana de Castilla por mantener próximo a ella los restos de su esposo fue grande, no lo fue menos la de otra mujer, culta y sensible, que mantuvo a su lado la momia de su marido hasta que la muerte de ella los separó, o unió, quién sabe, definitivamente.

    Carolina Coronado nace en Almendralejo. No ha cumplido aún los treinta años cuando contrae matrimonio con un diplomático norteamericano, Horacio Perry. El matrimonio vive en Madrid, donde Carolina se codea con políticos y literatos de la época. Es culta, educada y hermosa. Espronceda escribe unos versos dedicados a su belleza y Madrazo la retrata para la posteridad; pero la desgracia se cierne sobre ella. En Lisboa fallece Horacio. La demencia hace mella en Carolina. Enamorada del esposo, manda embalsamarlo. Ya no se separará nunca de él. En su residencia de Sintra la momia de Horacio la acompañará hasta el fin. Poetisa romántica y tocada de amor escribirá:

                           ¿Cómo te llamaré para que entiendas
                           que me dirijo a tí, ¡dulce amor mío!,
                           cuando lleguen al mundo las ofrendas
                           que desde oculta soledad te envío?

    Y supo cómo llamarlo. Durante los siguientes veinte años llamó e hizo llamar al esposo, en cuerpo presente, momia acartonada, “el silencioso”, del que no se separó hasta su muerte. En 1911, Carolina Coronado fallece en Sintra. Horacio y Carolina una vez más siguen juntos. Sus restos son trasladados a Badajoz, donde aún reposan.


(1) Valga como ejemplo de su demencia el episodio sucedido en el castillo de la Mota en el que decidió instalarse en una garita, más próxima del camino a Flandes, donde se encontraba su querido, que en sus confortables aposentos.

(2) Parece que Felipe había realizado un gran ejercicio físico en el juego de la pelota. Al terminar la partida, sudoroso, pidió agua para refrescarse. Al día siguiente estaba indispuesto, con fiebre alta. Pocos días después, en Burgos, en el palacio del Cordón, Felipe el Hermoso dejaba este mundo.
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ALGO DE POLÍTICA

    Miramos hacia el pasado, hasta el año 1837. Se ha promulgado una Constitución que termina con el viejo régimen, que acaba con el feudalismo, el mayorazgo, el diezmo… Todo había comenzado veinticinco años antes, en Cádiz, pero un rey “deseado”, aunque “indeseable” reinaba como si nada se hubiera hecho. Ahora la reina gobernadora, María Cristina de Borbón, regente a la espera de que la niña que iba a ser reina creciera, pasa por malos momentos. Criticada por sus constantes amoríos y por negocios que sólo a ella benefician está en una encrucijada. La puntilla está a punto de caer sobre su real testuz.

    La constitución del 37 dice que para el gobierno de los pueblos haya ayuntamientos nombrados por los vecinos. Se redacta una ley, pero el espíritu liberal no se respeta. La Ley de Ayuntamientos propuesta deja en manos del rey y de los partidos la designación de alcaldes y ediles. En 1840, los liberales piden a la regente que no firme la ley. María Cristina acepta, al fin y al cabo ella siempre ha tenido cierto talante liberal. Después la regente sale de viaje. Llega a Barcelona, y allí firma la ley. Madrid se revoluciona. La gente se arma. La regente, asustada, nombra a Espartero jefe del gobierno, pero Espartero es liberal, es contrario a la ley que la regente le había prometido no sancionar. María Cristina, en Valencia, es conminada. Tiene mucha gente en contra, debe compartir la regencia, derogar la reciente ley firmada…, también hay otras exigencias. Se niega a todo. Espartero, también en Valencia, se reúne con ella. Al fin, María Cristina decide salir de España. Abandona a sus hijas y renuncia a la regencia, que será para Espartero. La escena en el palacio de Cervelló, donde se aloja en Valencia con sus hijas, es conmovedora. Madre e hijas son un mar de lágrimas, pero sus hijas deben quedarse: Isabel debe ser reina.

Palacio de Cervelló. Valencia

    María Cristina embarca en “El Mercurio” camino de Francia. Ahora, María Cristina, de profesión sus negocios y sus conspiraciones, vive en París. Rodeada de lujo está en contacto con España. Le visita Narváez, que aún no es espadón(1), pero se va entrenando para ello.

    Llega el otoño de 1841. Una noche lluviosa llega al palacio Real una partida de gente armada. El grupo entra por la fuerza. En la escalinata comienza un tiroteo. Desde el rellano de los leones los asaltantes disparan y desde lo alto de la escalera los alabarderos defienden la posición, el palacio y a la reina niña, a la que los asaltantes quieren secuestrar.

Palacio Real de Madrid. Rellano de los leones, escenario del tiroteo.

    El comandante Dulce y su exigua tropa mantienen la posición. La reina y la infanta, asustadas, son trasladadas a un aposento más seguro. Isabel quiere que venga Espartero, Luisa Fernanda quiere rezar. Desde la calle una bala rompe el cristal y se incrusta en el marco de una ventana. Es en la habitación donde están las niñas. Pánico. Vuelven a ser trasladadas. Por fin Dulce y sus alabarderos controlan la situación. Al alba todo ha terminado. Los responsables directos ajusticiados, sólo ellos. Espartero aún durará dos años en la regencia, hasta el bombardeo de Barcelona, después el exilio en Londres, mientras Isabel, que sólo tiene trece años, es declarada mayor de edad y jura la Constitución. María Cristina ya no volverá a ser regente pero podrá volver a España.

(1) Ramón María Narváez ha pasado a la Historia como el “Espadón de Loja” ya que, espada en mano, irrumpió en el Consejo de Ministros presidido por el conde de Clonard, disolviéndolo.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA: TOLEDO

     Antes de llegar a Toledo el viajero ya ve destacar contra el cielo el perfil de la torre de su catedral. Sobresale sobre todo, y le hace recordar que Toledo fue muchas veces capital. Lo fue para los visigodos, lo fue para Castilla y para España; así que no le extraña comprobar, ya llegado a la ciudad, que para admirar cuanto de diverso arte ha hecho el hombre sea capital estar allí. El tiempo ha respetado muchos de los sillares y ladrillos puestos en los últimos diez siglos, y los edificios destruidos han sido rehechos. El Alcázar sucumbió, pero fue reconstruido; también la plaza de Zocodover renació y vive pujante irradiando sendas comerciales donde la luz, reflejada por los damasquinados de los escaparates, alumbra a los turistas que suben y bajan por sus calles.

     El viajero vuelve a ver la torre de la catedral. Allí está la campana gorda, en un solitario campanario, con su caperuzón de tres pisos, como si fuera una tiara sobre la cabeza de una Iglesia que mandó, y mucho, sobre una España devota, sometida en casi todo a una jerarquía eclesiástica directora de conciencias.

     El viajero rodea la Primada a pie antes de entrar por la puerta Llana. Al viajero le parece enorme. Tiene cinco naves. El coro, en el centro, es una filigrana tallada por el formón de Berruguete y otros. La capilla mayor tiene sitio para la figura de Abu Wallid, el único musulmán al que se le ha dado vecindad con ángeles y santos: fue este alfaquí quien rogó a Alfonso VI, que había reconquistado Toledo para la cristiandad, que perdonase al arzobispo y a la propia reina, que habían roto la promesa del rey de permitir que el templo siguiera siendo mezquita, convirtiéndola en templo cristiano.

     El viajero no quiere dejar de ver el claustro al que se llega por la puerta de Mollete(1), que ve cerrada. Pregunta, y le contestan. La puerta la abren a las cinco de la tarde y sólo un rato.

     Pero el viajero no quiere perder el tiempo. Toledo es pequeño en espacio, pero enorme el tiempo necesario para ver siquiera algo. El viajero va hacia la iglesia de Santo Tomé. Allí está El entierro del conde Orgaz(2), obra cumbre del Greco, si se puede decir esto, y no que su obra es una cordillera de grandiosos picos. Allí, en el lienzo ve al Conde, a San Esteban y San Agustín, que le sostienen; a los amigos del Conde y al propio Greco y a su hijo. El viajero queda ensimismado ante el cuadro. No encuentra el momento de salir. El cuadro parece retenerle, y se queda allí buen rato inmóvil, como si estuviera pegado al suelo por imán que le impidiera moverse.

     Por fin sale, y vuelve a la catedral. La puerta de Mollete está abierta. El claustro tiene los muros con pinturas de Maella y Bayeu. Junto a la puerta en muy mal estado, y sin que parezca que haya intención de restaurarla, la pintura del martirio de un niño cristiano por judíos. En los pisos altos las viviendas de Claverías. Las mandó construir el Cardenal Cisneros como celdas para clérigos. Acabaron sirviendo como casas de los empleados de la Primada y de sus familias, cuando en los momentos de omnipresencia en la vida de la ciudad mantenía en nómina una legión de operarios de todo ramo.

Claustro de la catedral del Toledo en 2003

     "La Catedral" de Blasco Ibañez ilustra bien como era la vida en el templo hace cien años y como en distintos momentos de su historia acontecieron variados sucesos que determinaron que el viajero vea las cosas como están hoy: allí está la capillita de la Estrella. Ésta ya existía antes de que se construyera la Catedral. Era propiedad del gremio de los tejedores, cardadores y laneros, quienes rendían culto a la Virgen titular de la capilla. La cedieron para la construcción del templo a condición de seguir siendo dueños de la misma y del espacio inmediato hasta las primeras pilastras. Así fue. Los laneros en su fiesta usaban de su derecho perturbando los oficios religiosos. En el siglo XVIII, el Arzobispo Valero Losa les puso pleito, que perdió y le ocasionó la muerte por el disgusto. En un arrebato de soberbia humildad dispuso ser enterrado allí, frente a la capilla, para ser pisoteado por sus vencedores. El viajero quiere saber como era por fuera el personaje, que por dentro ya intuye tuvo nobleza en su carácter; así que entra en la Sala Capitular. Allí están retratados todos los arzobispos primados de España. Siguiendo el orden del tiempo llega al mil setecientos y pico. Lo encuentra: delgado, con la mirada fija de las personas determinadas a un fin. Piensa el viajero, aunque no es un entendido en estas disciplinas pictóricas, que quien se encargó de pintarlo supo entender bien al personaje.

     No se olvida el viajero de ver otras maravillas. Las que puede: aún dentro de la Catedral el transparente, y enfrente la capilla de San Ildefonso donde hay sepulcro con los restos del cardenal Gil Carrillo de Albornoz, que murió en Italia, y cuyo cortejo fúnebre se trasladó a pie hasta la sede de la que fue arzobispo. Un año duró el traslado, y hasta el propio rey Enrique II arrimó el hombro a fin de obtener las indulgencias plenarias que se concedían a los cristianos que participaran en el mismo. Debió pensar que las necesitaba, no en vano pasó a la Historia como “el fratricida”. Ya fuera, San Juan de los Reyes le retiene un buen rato. Fue fundado por los Reyes Católicos para conmemorar la victoria sobre el rey de Portugal, don Alfonso, defensor de “La Beltraneja”, en la lucha por la corona de Castilla. El viajero se despide con una mirada desde los “cigarrales”. Decide que volverá otra vez.

(1) Molletes eran las piezas de pan que en esa puerta se bendecían para repartirlos entre los pobres; ya no se mantiene esa tradición caritativa; pero sí su recuerdo en el nombre de la puerta.

(2) Unas excelentes fotografías y sendos detallados y didácticos estudios de este cuadro y sus personajes podrá el lector encontrarlos mediante estos enlaces en los blogs España Eterna y Arte Torreherberos
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