LAS VÍSPERAS SICILIANAS

    Son las seis de la tarde del día 30 de marzo de 1282. Las campanas de la ermita de Santo Espíritu de Palermo repican llamando a vísperas. Es lunes de  Pascua de Resurrección y los palermitanos acuden al templo, a la romería que está a punto de comenzar. Cristo ha resucitado y los fieles se aprestan devotos a participar en una procesión que nunca se celebrará.

    Los soldados angevinos, dueños de la isla, la dominan sin consideración ni recato alguno sobre los sicilianos. No hacen sino seguir el ejemplo de Carlos de Anjou, el rey que por invitación del papa en tierra que no era suya llegó, y por la fuerza de las armas se quedó. Impuestos, desprecios y humillaciones son las penas que los habitantes del reino tienen que soportar, desde Palermo a Mesina, desde Brindisi a Nápoles.

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    Carlos de Anjou había llegado a Sicilia diecisiete años antes. Desde entonces las cosas no habían ido bien para los sicilianos. Carlos, que no será llevado a los altares como lo sería su hermano Luis, era ambicioso, batallador, cruel y estaba continuamente estimulado por su esposa Beatriz, que tan ambiciosa como él, no estaba conforme con ser sólo condesa de Provenza (1).

Luis IX, rey de Francia y hermano de Carlos de Anjou.
Retablo cerámico en el jardín de la Casa Museo Benlliure. Valencia.
             
    El responsable de esta situación había sido el papa Urbano IV, y ello por razones de necesidad política. Desde que Manfredo, hijo natural, pero legitimado, del emperador Federico, ocupó el trono siciliano, que más allá de la isla alcanzaba el sur de Italia hasta Nápoles, el papado se hallaba sujeto por una tenaza en la que padre al norte e hijo al sur maniataban el poder temporal del papa. Aún habría de esperar el papado tres años más para ver convertida en realidad su liberación: en 1265 otro papa de mismo ordinal y de nombre Clemente, en Roma, colocaba sobre la cabeza de Carlos la corona del reino que iba a conquistar. Se daba paso a las armas. Carlos penetró en el reino de Manfredo, que, casi abandonado por los suyos, incapaz de hacer frente al poderoso ejército del Capeto, hizo frente al invasor hasta ser vencido y muerto. A partir de entonces Carlos y sus tropas se enseñorearían sin contemplaciones por todo el reino.

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      Aquel lunes de Pascua, cerca de la ermita de Santo Espíritu, hay unos soldados franceses. Observan a los fieles acercarse a la iglesia. Uno de los soldados, de nombre Drouet, se fija en una mujer de gran belleza. Drouet comienza a hablarle con tosquedad de soldado. Bien sea por el desprecio con el que le obsequia la dama, bien por las ansias que en él despierta la mujer, el caso es que, falto de imaginación, no tiene mejor idea que comenzar a manosear a la dama, a levantar los vuelos de sus vestidos y meter sus manos por donde le está vedado, con el pretexto de demostrar que bajo las ropas esconde unas armas, que en manos de rebeldes supondrían una amenaza contra los franceses.

    Como es de esperar la mujer afrentada reacciona como el decoro exige. Se desmaya y cae al suelo. También la reacción de los palermitanos que la acompañan es la esperada. Se enfrentan a los franceses y  dan muerte a Drouet. De ahí a que la violencia contra el francés se generalice no hay más que un corto paso. Palermo y Sicilia toda se levantan en contra de los angevinos. Los sicilianos, contenidos hasta entonces, se lanzan a una implacable caza de soldados franceses, siendo prácticamente eliminados de la isla, pero no del reino. Carlos de Anjou está en la bota de Italia, también el grueso de sus tropas; así que se apresta a la reconquista de la isla.  Si lo consigue, los sicilianos tienen motivos para esperar lo peor. Y lo peor llega. Carlos sitia Mesina y rechaza toda negociación. Quiere una rendición sin condiciones y la entrega de ochocientos mesineses para ser decapitados como escarmiento. Los sicilianos necesitan ayuda, están dispuestos a entregarse a quien impida el triunfo del francés, y visto que el papa Martín IV ya dejó claro que él, también francés, y sometido a Carlos de Anjou, no pensaba mover un dedo a favor de los sicilianos, pensaron en Pedro III, el rey de Aragón, que deseoso de intervenir sólo esperaba la llamada. Al fin y al cabo no se trataba únicamente de agrandar su reino, sino de defender los derechos de sus hijos, nietos de Manfredo, muerto al enfrentarse al tirano diecisiete años atrás.

(1) A la soberbia unía el capital pecado de la envidia. Beatriz tenía tres hermanas y todas ellas eran reinas. En cierta ocasión, en París, se vio obligada, según exigía el protocolo, como condesa, a sentarse un peldaño por debajo de sus hermanas. La rabia sentida fue tal que enfurecida conminó a Carlos a conseguir un reino para ella. Algo que el Capeto, igualmente ambicioso, prometió conseguir, quizá más por sí mismo que para satisfacer a su esposa.
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JÁTIVA

   Játiva es ciudad bimilenaria, de historia ajetreada casi siempre, y cuna de grandes nombres del arte y la historia. El viajero llega avisado de su azarosa historia que le ha llevado a cambiar de nombre, a nacer, morir y renacer de sus cenizas, y ser capital de una provincia. Durante más de cien años, desde que Felipe V se lo impuso hasta que recuperó el que casi siempre tuvo, cuando las Cortes de Cádiz, fue conocida como Colonia Nueva de San Felipe.

    Pero vayamos por partes, que empezar por atrás y sin orden sólo lleva a confusión.

   En las afueras el viajero va en busca de la  ermita de San Feliú. Sabe de la antigüedad de esta iglesia. Fue construida en el siglo XIII. En el atrio de San Feliú es difícil no sentirse como un patricio romano asomado desde su villa mirando el horizonte. El atrio se sostiene sobre columnas romanas. La vista desde allí es magnífica. Un auténtico paisaje mediterráneo de tierra ocre y cielo azul.


    El viajero ya en la ciudad sube al castillo, construido, arruinado por los hombres y la naturaleza, y restaurado después. Ha sido defensa, prisión, y ahora para el viajero atalaya. Desde lo alto el viajero ve los lugares donde sucedió la historia que repasa mentalmente.

    El viajero pasa por alto lo que sucedió cuando la habitaban iberos, cartagineses y romanos, que la llamaron Saetabis Augusta, y de donde les viene a los vecinos del lugar el gentilicio de setabenses, y se acerca a los tiempos de mayor esplendor.

    En Játiva nació en 1378, en la barriada de Torre de Canals, un niño al que pusieron por nombre Alfonso. Alfonso era de buena familia. Sus antepasados habían ayudado mucho y bien a Jaime I, el rey reconquistador de todas estas tierras para la cristiandad, y habían sido beneficiados con tierras y privilegios. El niño Alfonso jugaba en las calles con sus amigos y correteaba de un lado a otro con la curiosidad propia de sus pocos años. Cierto día, cuenta la leyenda, un fraile dominico, tras una predicación, se acercó al pequeño Alfonso, le puso las manos sobre la cabeza y le dijo:
Un día, en el futuro, dirigirás la cristiandad y me canonizarás.
   Así fue. Aquel niño, Alfonso Borja, se convertiría en Calixto III, el primero de los papas Borgia, que ya con el apellido italianizado y con la tiara sobre su cabeza canonizó a Vicente Ferrer, el fraile que en su niñez le avisó de su destino.

La profecía de San Vicente (Luis Dubón Pórtoles)

    Llegaron tiempos de esplendor para Játiva, hasta que el fin de la dinastía austríaca en España le llevó a tomar partido por el bando perdedor.

    Carlos II fue el último de los Austria españoles. Murió sin heredero. Es difícil saber si fue una buena suerte para España su falta de progenie. Carlos, llamado el Hechizado, acumulaba en sí todos los defectos y taras de una continuada consanguinidad. De haber procreado, quién sabe qué apelativo hubiera recogido la historia para su vástago, y probablemente sus cualidades como gobernante no habrían sido mejores que las de su hipotético padre, casi nulas por cierto.

    En manos el gobierno de su segunda esposa Mariana de Neoburgo, que fingió estar encinta más de una vez, ésta no deja de procurar que el trono recaiga en los Habsburgo, pero Carlos, al fin, deja dispuesto que la corona pase a Felipe de Borbón, nieto de Luis XIV, éste casado con María Teresa de Austria, hija de Felipe IV de España; sin embargo el archiduque Carlos de Austria, también se cree con derechos suficientes, y cuando la excesiva deriva de Felipe V hacía su abuelo francés disgusta a los españoles, el archiduque pasa a la ofensiva y se proclama rey. España tiene dos reyes. No será por mucho tiempo. Felipe V será finalmente vencedor de una guerra de sucesión derivada de una esterilidad.

    Derrotados los partidarios del archiduque, hay valerosas pero inútiles resistencias. Una de ellas es la defensa que los setabenses hacen de su ciudad, aún después de la definitiva derrota en Almansa.  La resistencia es castigada con severidad. El 6 de junio de 1707 Játiva deja de resistir. La ciudad capitula y las tropas borbónicas se apoderan de la ciudad.  Primero la saquean, después obligan a su población a dejarla, por fin la incendian. También el castillo, donde el viajero está, sufre daños importantes. Un terremoto posterior casi lo arruinará. Dos años después del incendio, Felipe V ordena la reconstrucción de la ciudad; pero a partir de entonces se llamará Colonia Nueva de San Felipe, nombre que llevará durante un siglo. Los setabenses, que desde el incendio son también conocidos como “socarrats” no olvidan el daño causado y con rencor guardado durante siglos, a mediados del siglo XX decidieron condenar al rey destructor de la ciudad. El viajero deja el castillo y visita el ayuntamiento. Tiene éste una pequeña pinacoteca y entre los lienzos expuestos hay uno especial. Es un retrato de cuerpo entero de Felipe V. Por un momento el viajero piensa que el mundo está del revés. Mira a su alrededor y se tranquiliza. No es el mundo, ni siquiera él, sino el rey, el cuadro de Felipe V puesto boca abajo. No lleva mucho tiempo así. Fue a mediados del siglo XX cuando se le dio la vuelta al lienzo, que había estado hasta entonces como debe estar para una cómoda mirada. Pero los setabenses que no olvidan, aunque tarde, decidieron castigar la devastación de la ciudad por su orden, y quizá pensaron que era buena oportunidad para imponer el castigo el momento en el que no hubiera rey para impedirlo. Dicen los "socarrats" que así estará hasta que el rey pida perdón por lo hecho ahora hace trescientos años. El viajero, pese a las difíciles condiciones, la falta de luz y de un buen lugar de apoyo no quiere dejar de tener testimonio del cumplimiento de la pena impuesta al rey, y con una pequeña cámara fotográfica apoyada en una pared dispara.

 
    Ya fuera del ayuntamiento el viajero pasea por la alameda. Siente sed. La fuente de los veinticinco caños, neoclásica, mana abundante y fresca agua desde hace doscientos años. El viajero bebe y sacia su sed. 
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LOS PRETENDIENTES

    Nunca se resignaron a la pérdida de la corona española, por más que Fernando VII así lo había dispuesto con un poco de ayuda, todo sea dicho de paso, en los últimos años de su vida(1); y don Carlos, que no tardaría en hacerse llamar quinto de España, cuando nació Isabel no la aceptó como princesa de Asturias.

    Hasta tres guerras civiles enfrentaron a carlistas e isabelinos. Tras el abrazo de Vergara entre Maroto y Espartero que puso fin a la primera guerra carlista, se pensó, por un momento, que una boda entre la hija de Fernando VII, Isabel, y Carlos Luis, hijo del pretendiente Carlos V, resolvería el problema de la sucesión. Carlos Luis, que firmaba con el ordinal sexto, había recibido sus derechos dinásticos por abdicación de su padre. Pretendían los dos que Carlos Luis fuera el auténtico rey, título destinado a Isabel, que lo era por derecho propio, y a la que se quería convertir en reina consorte. Así las cosas el arreglo no fue posible, y la familia carlista siguió a la espera de una nueva oportunidad.

Isabel II niña (Miguel Parra. Museo de Bellas Artes de Valencia)

    Tras las revoluciones de 1848 que conmocionaron Europa, la familia carlista encontró apoyo en el Imperio Austrohúngaro. Se estableció en Trieste. Desde allí Carlos Luis y su hermano Fernando decidieron dar un impulso personal a sus pretensiones. Se preparó una intentona golpista para derrocar al gobierno liberal. Fue un fracaso. Carlos Luis y Fernando huyeron. Al fin fueron detenidos y encarcelados, pero los prisioneros eran primos de la reina. A nadie convenía esa situación. No resultó difícil obtener de ellos una renuncia por escrito de sus derechos dinásticos a cambio de su libertad. La reina y el gobierno de España lograban una solución aceptable: tener al pretendiente lejos de España y sin prerrogativas; mas no contó con que ambos infantes se iban a desdecir de lo aceptado tan pronto como se vieran libres. Por sí mismos o por la presión ejercida por los legitimistas, que creían un deshonor y falta ante Dios la renuncia de un derecho que les asistía por gracia divina, reclamaron sus derechos.

    Poco tiempo había pasado desde la liberación, cuando ambos hermanos se encontraban en Austria. Participaban en una peregrinación al santuario de Mariazell. Iba con ellos la esposa de Carlos Luis, María Carolina de las Dos Sicilias. La marcha era penosa. Hacía frío. La peregrinación exigía sacrificio. Terminada la peregrinación se encaminaron hacia el palacio de la duquesa De Berry. De pronto el infante Fernando se sintió indispuesto, grandes fiebres le aquejaron. Su hermano y cuñada le asistieron en todo lo que pudieron, pero nada pudieron hacer por él ni ellos ni los médicos, y  Fernando falleció al poco. Carlos Luis ordenó el traslado del cadáver de su hermano a Trieste. Le acompañarían en su último viaje, que también sería el de ellos, porque durante el camino se sintieron enfermos, con grandes fiebres, igual que el fallecido. En Trieste se celebraron los funerales por el alma del infante Fernando. 

  Carlos Luis y María Carolina no pudieron asistir. La enfermedad había hecho presa en ellos. Pocos días después Carlos VI fallecía. María Carolina, enamorada antes que enferma se negó a separarse del cuerpo de su esposo. Un día después que Carlos había contraído la enfermedad, y para un día después del óbito de su esposo anunció su propia muerte.

    Era mucha coincidencia la pérdida de dos pretendientes casi al mismo tiempo. La duquesa de Berry ya había hablado de la posibilidad de un envenenamiento al ver el cadáver del infante Fernando. Ahora con la muerte de Carlos Luis y su esposa las voces que respaldaban esta hipótesis se multiplicaban.  Si fue el tifus o un veneno la causa de las muertes quizá no se sepa nunca. Versiones interesadas apuntan en distintas direcciones que la Historia no ha resuelto aún.

(1) Sobre el conflictivo episodio del que resultó heredera la infanta Isabel se puede leer  “La niña que logró ser reina”.
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HISTORIA DE UN HOMBRE CONFIADO

    Pio XII fue elegido papa el 2 de marzo de 1939, cuando Mussolini llevaba mandando en Italia 17 años y Hitler 6 años en Alemania, cuando faltaba un mes para que Franco hiciera lo propio en España y cinco meses para que, con la invasión de Polonia, comenzara la Segunda Guerra Mundial: una situación internacional compleja con unos países democráticos débiles, contemporizando ante la agresividad de las potencias del Eje.
 
    Se le tiene por unos como un gran diplomático, que hizo lo que pudo; que puso la diplomacia vaticana, con toda su sutileza, en lucha con el poder nazi. Así se lo reconoció Israel después de la guerra, y durante mucho tiempo. Einstein y Golda Meir así lo hicieron.


   Otros le acusan de ambigüedad ante el problema judío, por insuficiente resistencia o colaborador incluso, por su pasividad, en la “solución final”; aunque esta postura crítica nació a raíz, fundamentalmente, pues antes apenas hubo contestación a lo hecho por Pio XII, de la publicación en 1962, en plena “guerra fría”, de la obra “El vicario” del alemán Rolf Hochhuth.

     No es objeto de esta “Historia de un hombre confiado” entrar en cuestiones tan controvertidas ─quizás en otro momento─  que posiblemente la Historia, más reposados los ánimos, interprete con objetividad en el futuro.

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    Su salud nunca había sido buena, y en los últimos años había empeorado sobremanera. Era Pío XII de carácter hipocondríaco, y esto posiblemente favoreció que somatizara dolencias irreales, pero fue su médico Ricardo Galeazzi Lisi quien se aprovechó de su enfermedad y sobre todo de su agonía. Con su decidido e inmoral comportamiento se aprovechó de la amistad brindada y abusó de la bondad innata de un hombre, Eugenio Pacelli, para sus propios intereses.

  La avanzada edad del pontífice mermaba sus fuerzas físicas, pero no queriéndose resignar a las limitaciones que su cuerpo le imponía, trataba de mantener su actividad invariable. Las ventanas de sus aposentos se veían iluminadas hasta altas horas de la madrugada.

   Médicos, casi curanderos por los métodos utilizados, se cebaron en él. Un tratamiento para fortalecer sus encías provocó un endurecimiento del paladar y del esófago. Era sólo un eslabón en la cadena de infortunios que debería sufrir el pontífice. En 1950, durante una celebración litúrgica sintió un desfallecimiento. Se temió por su vida, pero se recuperó, si bien quedó de manifiesto, a partir de entonces, su debilidad vascular, lo que se comprobó unos años después, cuando en 1954 nuevas indisposiciones pusieron en vilo a la cristiandad, siempre atenta a la salud del vicario de Cristo. Sea por la fortaleza interior que le impulsaba a permanecer en su puesto, sea por el tratamiento que se le administró, consistente en extractos de tejidos de cordero, el caso es que Pío XII se recuperó, como él mismo había anunciado, tras haberlo sabido gracias a una visión. El papa se mantenía en su puesto, activo y prolífico en la edición de todo tipo de escritos, lúcido y confiado en su misión, pero en 1958 la salud del papa se vio de nuevo amenazada por la enfermedad.

   Su médico, Ricardo Galeazzi Lisi, viendo próximo el final, habló con el papa. Éste veía con cierto reparo las operaciones que se practicaban sobre los cadáveres para llevar a cabo el embalsamamiento, así que no le resultó difícil al desaprensivo médico convencerle para que permitiera, tras su muerte,  inyectarle una especie de suero inventado por otro médico, el doctor Nuzzi, que aseguraba impedía la corrupción del cuerpo por espacio de un siglo. Se evitaba de esa forma la extracción de órganos.


    En octubre de 1958, tras una serie de noticias contradictorias, el papa entró en coma y el día nueve de ese mes expiraba en Castelgandolfo. Su médico, de inmediato, propuso el tratamiento previsto. Dijo que el papa le había dado su conformidad. De nada sirvieron las protestas de la madre Pascualina, la fiel monja que desde los tiempos de la nunciatura de Eugenio Pacelli en Munich le acompañaba(1).

    Si en los últimos años de su vida había sufrido los excesos de sus médicos, tras morir, esos mismos abusos provocaron reacciones que nadie habría podido imaginar. Se inyectó el preparado previsto. Los efectos no pudieron más catastróficos. El cuerpo del papa fue cubierto por un papel de celofán, quizá para impedir la fuga de los preparados aplicados al cadáver, quizá para impedir, en lo posible, el hedor que comenzaba a emanar. El cuerpo se tornó violáceo, comenzó a exhalar fuertes olores que hacían insoportable a la guardia su permanencia junto al cuerpo, por lo que debían ser relevados con mucha frecuencia y, al fin, ante tal desastre y el inminente traslado al Vaticano para su multitudinaria exhibición se procedió a recomponer el maltrecho rostro.

    No contento con la chapuza practicada, Galeazzi llegó al culmen de su indecencia vendiendo, por una importante suma de dinero a una revista francesa de gran tirada, unas fotografías que, con una pequeña cámara, había logrado hacer en los últimos momentos de la agonía del sumo pontífice. Aunque sólo llegó a publicarse una de ellas, el asunto supuso un gran escándalo. Galeazzi se defendió, negó haber hecho las fotografías. No fue creído. Un tribunal decretó su expulsión del cuerpo médico. Unos años después Galeazzi escribió unas memorias de sus experiencias con el pontífice, que fueron vendidas, y éstas sí publicadas.

(1) La madre Pascualina Lehnert fue ama de llaves, pero también persona de confianza del papa Pacelli. Su preclara inteligencia fue muy apreciada por Pío XII, y por lo mismo muy rechazada, salvo excepciones, por el resto. Prueba de ello fue el exilio de Roma al que se le obligó nada más morir el papa.


LA CRUZADA DE LOS NIÑOS

   Cuando a finales del siglo XI los turcos seljúcidas conquistaron Jesusalén, arrebatándoselo a los árabes, sustituyendo la tolerancia que estos tenían con los cristianos en sus peregrinaciones a Tierra Santa por la intransigencia y el vandalismo, el papa Urbano II predicó la Santa Cruzada al grito de “Dios lo quiere”. Dos grupos, casi simultáneamente, se dispusieron para tal labor. Uno, anárquico, promovido por Pedro el Ermitaño, estaba formado por gentes del pueblo, que se alistaron con buenas intenciones, a las que acompañaron toda clase de aventajados, ladrones, buscadores de fortuna, prostitutas, y que terminó en desastre. Otro, organizado, compuesto por caballeros, dirigido por Godofredo de Bouillon, que contaba con la bendición papal, también seguido por una cohorte de buscavidas; pero que al fin llegó a Jerusalén liberándolo.

    En los siglos siguientes se sucederían hasta siete cruzadas más con mayor o menor éxito. La más celebre, aparte la inaugural, fue la tercera; y ello por la personalidad de sus protagonistas: fue la cruzada de Federico Barbarroja, Ricardo Corazón de León y Felipe Augusto de Francia contra Saladino, que había recuperado Jerusalén en 1187 para los musulmanes. Otra, de las más ignoradas, sin ordinal que la coloque entre las reconocidas, aunque sucedida poco después de la cuarta, situada entre el mito y la realidad fue la que se ha venido en conocer como “La cruzada de los niños”.

Inocencio III. Iglesia del Temple. Valencia.

    En 1212, mientras en España Alfonso VIII de Castilla y Pedro II de Aragón triunfaban en la batalla de las Navas de Tolosa, con el apoyo del papa Inocencio III, que daba al conflicto carácter de cruzada, en Francia, un muchacho de Vendôme decía haber recibido el mandato divino de reclutar un ejército que reconquistase Tierra Santa. Niños de todas las edades abandonaban sus familias sin atender los ruegos de sus padres. El grupo aumentaba sin cesar. Se le añadían también adultos. No estaban bien organizados cuando comenzaron la marcha. Su intención era llegar al sur de Italia y embarcar; pero en Marsella el joven francés al que se le habían unido más de treinta mil personas, casi todos niños, pero también adultos, gentes humildes, desheredados y aventureros conoció a dos comerciantes con los que negoció la contratación de siete barcos con los que llegar a Tierra Santa. Como le ocurrió a Pedro el Ermitaño en la primera cruzada, la aventura se malogró. Los mercaderes llenaron los barcos con cuantos niños cupieron en ellos y desembarcándolos en Egipto fueron vendidos como esclavos. Los comerciantes, años después, durante la sexta cruzada, fueron capturados y ajusticiados. Otra versión de esta historia, parece que, igualmente real,  pero que orilla como la anterior la ficción, sitúa el punto de partida en Alemania, con itinerario parecido y resultado similar al de la expedición que partió de Francia. Estos, también en número de varios miles, se dirigieron a Brindisi, en el talón de la bota de Italia. Allí, diezmados por la dureza del viaje, fueron convencidos por el Obispo para que retornaran a sus casas.

    Las dos aventuras están condimentadas con grandes dosis de fantasía: desde el número de participantes, los itinerarios seguidos por los grupos que, según versiones, los hacen discurrir por Marsella, Génova o Brindisi, hasta el destino de los desgraciados niños vendidos como esclavos en Argelia, Túnez o Egipto.

    Al fin, el recuerdo de la cruzada de los niños y una leyenda algo posterior sobre unos hechos sucedidos en el pueblo alemán de Hamelín perduraron a lo largo de los siglos,  y sirvió de inspiración a distintos autores, hasta que los hermanos Grimm la popularizaran  como un cuento infantil.
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