SANTILLANA DEL MAR

   Este pueblo de trazado medieval es lugar que casi nadie deja de visitar en Cantabria, y el viajero no iba a ser menos. Cuando llega lo encuentra a rebosar de turistas, así que se mezcla entre ellos y, como uno más, empieza a recorrer sus calles. Aparte de muchas tiendas con recuerdos que distraen la atención de los paseantes, el pueblo es una sucesión de casonas, blasonadas unas, plebeyas otras, y al final de la calle principal, el destino de todo visitante, la colegiata de Santa Juliana.

   Erigida a mayor gloria de esta santa martirizada en la actual Turquía, sus restos se hallan en el crucero del templo. No se sabe muy bien como, pero el caso es que sus huesos fueron llevados a este lugar hará unos mil y pico años y quienes los trajeron construyeron un santuario que, varios cientos de años después, fue convertido en el templo románico que hoy ve el viajero y dieron al pueblo el nombre de la santa traída, que con el tiempo ha quedado como lo pronunciamos ahora. A los pies del sepulcro hay un cartelito que refiere la historia de Juliana: de cómo fue ofrecida por su padre en matrimonio a Eluzo, el prefecto romano, pero que ella, educada en secreto en la fe cristiana, ponía impedimentos continuos a la boda, hasta que exigió para realizar los esponsales la conversión del pretendiente romano y pagano, lo que provocó la cólera del padre, pagano declarado también, que la entregó al no menos rabioso Eluzo, que enajenado ordenó su martirio. A esta historia el viajero añade que la Santa fue enaltecida por su martirio, pero también porque, al parecer, y según otra versión, la de la Leyenda Dorada, tras el martirio, que soportó resignada, salió victoriosa, fue liberada y abandonó su encierro, no se sabe cómo ni porqué con un demonio atado al extremo de un cordel.

Santillana del Mar. Colegiata







 
  Pero Santillana tiene mucho más. Hay un famoso parque zoológico donde el visitante puede ver gran cantidad de animales; aunque el viajero lo que quiere es hablar de otros animales, los que están pintados en los techos de una cueva desde hace catorce mil años: la cueva de Altamira. El viajero no la verá hoy, pero sí contará algo de ella.
 
   Dos casualidades marcan la historia de tan magnífico hallazgo. La primera de ellas ocurre en 1868, año de revolución, cuando Modesto Cubillas Pérez, un cazador, ve a su perro atrapado entre unas rocas, que resultan ser la entrada natural a una cueva desconocida hasta entonces. Modesto libera a su perro y avisa de su descubrimiento, sin que se le haga mucho caso. Mucho no, pero alguno sí, porque el propio Cubillas, que trabaja en la finca de don Marcelino Sanz de Sautuola,  habla a su patrón de la cueva. Es don Marcelino aficionado a la prehistoria y, en 1879, en una excursión en la que su pequeña hija María le acompaña, visita la cueva descubierta once años atrás, y se da la segunda casualidad. Acude allí don Marcelino buscando restos prehistóricos, hachas de silex, huesos… En eso está él, hurgando en el suelo a la luz de las lámparas, cuando María, a sus nueve años, mucho menos interesada en el suelo, mira al techo y avisa a su padre: “Mira, papá, bueyes”.

   La cueva fue cerrada al público a finales de los años setenta, aunque posteriormente su visita, de modo restringido, fue posible. La respiración y el calor generado por la enorme cantidad de visitantes ponía en peligro las pinturas y fue necesaria, a juicio de técnicos que de esto deben saber mucho, la clausura; pero el viajero que ahora está en Cantabria recuerda cuando de niño, poco antes del cierre, estuvo por primera vez en estas tierras y tuvo la suerte de entrar en la cueva. El viajero, pese a los años transcurridos, tiene bien vivo el recuerdo de la visita: el ambiente fresco, las trincheras abiertas en el suelo para poder llegar a pie hasta las pinturas, y no a gatas como hizo su pequeña descubridora, y las lonas colocadas sobre las inclinadas paredes del camino para recostarse a admirar ciervos, caballos y panzudos bisontes. Hoy, el viajero no las ve, pero su recuerdo se mantiene imborrable.
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LA MONJA ALFÉREZ

  Secundona y sin ningún atractivo físico, Catalina de Erauso nace en San Sebastián a finales del siglo XVI. Su familia tiene tierras y negocios pesqueros por lo que Catalina disfruta de una cómoda posición propia de la pequeña nobleza a la que pertenece. Tiene cuatro hermanos, de los que el mayor, Miguel, seguirá la carrera militar, y otras tantas hermanas; y a ella, la menor, como a otras de circunstancias parecidas, el destino le depara una existencia dedicada a Dios, tras los muros de un convento; pero Catalina, que tiene rasgos varoniles, fuerza de hombre y, como se verá, mentalidad masculina, no está por gastar su vida en monótonos ejercicios espirituales ni limitar sus aventuras al corto paseo que hay desde su celda al claustro conventual.

San Sebastián
 
    En cuanto tiene ocasión huye del convento y emprende una carrera que no terminará hasta que cumplidos los 58 años muera en México, después de una vida azarosa llena de aventuras.

    Su desbocada carrera en busca de fortuna le lleva al Nuevo Mundo. Toca tierra en Cartagena de Indias. Vestida de hombre, nadie sospecha que no sea lo que aparenta. Parece que un remedio aprendido de un italiano, que ella misma se aplicó, dio el resultado de secarle los pechos, lo que convenía mucho a su nueva condición. Recorre la América española. Se alista como soldado e interviene en las luchas contra los indios araucanos. Tiene valor, sabe manejar la espada y no le importa matar. Asciende al grado de alférez. Su vida transcurre como la de cualquier rudo soldado y cuando no participa en la lucha dedica su tiempo al juego y a lo que cualquier hombre acostumbra. Una partida de cartas la enzarza en una riña. Catalina mata a un hombre. No es la primera vez que quita una vida. En Trujillo, tiempo atrás, otro hombre perdió la vida por su mano. Una iglesia le dio refugio. Ahora, en la ciudad de Concepción, otra vez es recinto sagrado el que la salva. La iglesia de San Francisco le dará cobijo durante seis meses, hasta que la relajación de la vigilancia le permita huir. Al salir, de nuevo se mete en líos. Con un amigo, sin querer, participa en un duelo. Acude acompañando a un testigo. No es asunto que vaya con Catalina, pero al fin todos acaban empuñando sus aceros. Varios hombres mueren. En la lucha mata a su rival, pero quiere saber el nombre de su víctima. Lo pregunta.
   ─Soy el capitán Miguel de Erauso─ contesta el agonizante.
   Catalina queda paralizada.
   ─¿Y vos, quién sois? ¿Cuál es el nombre de quien se me lleva la vida?─ pregunta Arauso.
  Catalina casi sin habla reacciona al fin. Acierta a mentir: 
   ─Soy el alférez Díaz.
   Ha matado a su hermano.

   Y otra vez es recinto sagrado el que la protege; y otra vez acaba escapando; pero los problemas a Catalina la acompañan siempre, nunca logra dejarlos atrás. En una nueva correría, la penúltima, se hace notar y alguien la reconoce. Tiene cuentas pendientes con la Justicia y sus representantes hacen acto de presencia. Eso y formarse dos bandos empuñando sus armas es cosa de abrir y cerrar los ojos.  Pero un obispo, Agustín de Carvajal, la protege  y por fin descubre su secreto. Catalina, recuperado su género ante el obispo, habla de su servicio a la Corona. Queda redimida, se pone un hábito y se aloja en un convento de Lima. Todo el mundo la llama “La monja alférez”. Su fama crece y ella lo aprovecha. Vuelve a España, y se reivindica como un buen soldado y un buen español, tanto que en un viaje a Roma, donde todo el mundo la admira, cuando un cardenal la alaba y únicamente afea de su persona el ser español ella contesta :
   ─Veo precisamente en ello mi mayor mérito.

   Su futuro, camino de la madurez, será plácido. Se le asigna una renta, se le autoriza a vestir de hombre y ella misma decide serlo para siempre. Como Antonio Erauso embarca rumbo a México. Allí morirá, de muerte natural, conocido con tal nombre la que la historia recuerda como la monja alférez.  
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Y LLEGARON SIGUIENDO UNA ESTRELLA

    Conocidos desde antiguo, los belenes fueron traídos a España desde Italia por los reyes de Nápoles. Representaciones con pequeñas figuras del nacimiento de Jesús en el portal de Belén, algunos son verdaderas obras de arte formados por numerosas piezas mostrando variadas escenas de la tradición cristiana y costumbristas de la Palestina de hace dos mil años.

    En estas maquetas imaginamos unas bestias dando calor con su aliento a la Sagrada Familia, aliviando el frío invernal, por más que las investigaciones y los evangelios no hayan confirmado dicha estación ni determinado la fecha del nacimiento de Jesús, ya que no fue hasta tiempos del papa Liberio, en el siglo IV, cuando se decidió establecer el 25 de diciembre como fecha de  la natividad de Jesús. La declaración festiva de dicho día emana de un decreto de tiempos de Justiniano, el emperador bizantino, que ordenó a un monje escita, Dionisio el Exiguo, que precisara la fecha del nacimiento de Jesucristo para determinar el comienzo de una nueva era(1).

    También hay personajes cuyas figuras se van cambiando de lugar con el correr de los días: son los Reyes Magos. En número de tres, suelen ser colocados, al principio, lejos del portal, junto al palacio de Herodes (2), y se les va acercando, para dar más veracidad a la escena, conforme se acerca la fiesta de la Epifanía.

    Hasta considerarlos como hoy los representamos, según fueron descritos en el siglo VIII por San Beda el Venerable, han debido aceptarse ciertas premisas. Aunque el Evangelio de Mateo habla de unos magos llegados de oriente, la principal fuente sobre los Reyes Magos proviene de los evangelios apócrifos, aquellos no considerados por la Iglesia como auténticos, dudando por tanto de su absoluta veracidad, aunque ello no haya impedido llenar los templos de lienzos con escenas basadas en ellos.

    En el año 313 el edicto de Milán permitió la libertad de culto. Los cristianos dejaban de ser perseguidos. El emperador Constantino refundó en 330 la ciudad que mantuvo el recuerdo de su nombre, Constantinopla, hasta su cambio oficial por el de Estambul en 1930, aunque los turcos, desde su conquista en 1453 ya la llamaban así.  Constantino trasladó la capital hasta allí, dejando Roma, en generosa donación, a la Iglesia. Buena parte de dichas acciones a favor del cristianismo se debían a la influencia que la madre del emperador, Elena, ejerció sobre su hijo. Elena,  santa por aclamación popular, criterio seguido para la canonización de los santos hasta que a partir del siglo XIII fueran aprobadas por los papas, era poco amante de lujos. Contraria a la vida palaciega dedicó su vida a la búsqueda de los lugares santos: en la península del Sinaí, en medio del desierto, localizó, o creyó hacerlo, el lugar en el que Moisés, huyendo de Egipto con el pueblo de Israel, vio arder la zarza. Allí, era el año 327, mandó construir un monasterio, que unos doscientos años después Justiniano ordenó fortificar, y ya en el siglo XIX, Napoleón Bonaparte, durante la campaña de Egipto, reconstruyó. El monasterio de Santa Catalina alberga, después del Vaticano, la mayor biblioteca de manuscritos sobre la cristiandad que se conoce.

    Pero Elena, en su afán por localizar las reliquias de la cristiandad, no se detuvo. Por esa misma época, en Jerusalén, ordenó que se excavara en el monte de los Olivos. Quería hallar la cruz en la que Jesucristo fue crucificado, lo que según la tradición logró; y preparó una expedición para encontrar los cuerpos de los Reyes de Oriente que habían acudido a Belén con oro, incienso y mirra a adorar al niño Jesús.

Adoración de los Reyes. Anónimo S XVI-XVII
Claustro alto del Monasterio del Puig de Santa María. Valencia.

    El éxito acompañó la campaña. La expedición llevó a Constantinopla tres cuerpos que se afirmó eran los de los Reyes de Oriente. Tres siglos después los restos de los Reyes fueron trasladados a Milán. En Italia estuvieron cinco siglos más, hasta que el emperador Federico Barbarroja saqueó la ciudad y, como botín, se apropió de los cuerpos. Al fin, los restos de los Magos se trasladaron a Colonia.

     Tal era el gentío que acudía a venerarlos que se procedió a la construcción de un templo acorde con la importancia de los ocupantes y de la gran cantidad de visitantes que acudían a verlos. Y en ese templo, gótico, único que se mantuvo en pie tras los bombardeos que sufrió la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial, están aún hoy, en una gran urna, obra maestra de la orfebrería medieval, los restos de los Reyes Magos que vemos avanzar, en nuestros “belenes”, camino del portal.

(1) De los cálculos hechos por el monje Dionisio se dio cuenta en "El tiempo pasará".

(2) Alguna de las causas por las que se conoce como "un Herodes" a la persona de malos sentimientos fueron contadas en "Angelitos".
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