UN JUICIO MACABRO

   Viajamos en el tiempo, hacia el pasado. Atrasamos el reloj más de mil cien años, hasta el año 891. Estamos en Roma. Acaba de ser elegido papa el obispo de Porto, diócesis cercana a la capital Romana. Se llama Formoso y su reinado discurre entre pretendientes a la corona italiana. Uno de ellos es Guido de Spoleto. Coronado por el Papa a regañadientes, Guido deja, al morir, la corona a su hijo Lamberto. El papa Formoso, otra vez a regañadientes, corona al sucesor Spoleto; pero no está conforme. Busca un aliado, y lo encuentra en Arnolfo de Carintia, rey de Germania. Lamberto, enterado de la traición, apresa al Papa. El germano se presenta en Italia, destrona a Lamberto y se hace nombrar emperador por el Papa liberado.

    Pero, pese a tener una agitada vida, Formoso, no ha pasado a la historia sólo por lo hecho en vida, sino por lo que le hicieron una vez muerto.

    En 896, sucede a Formoso un nuevo papa, Bonifacio VI que, gotoso, sostuvo sobre su testa la tiara papal apenas durante quince días. Un nuevo papa le sucede. El elegido es Esteban, de ordinal sexto. Éste era uña y carne de Lamberto Spoleto y rival, en su tiempo, del papa Formoso. Lamberto entra en Roma y se apodera de la ciudad. Ahora, en 897, Roma está bajo el poder de los más feroces y rencorosos enemigos que Formoso tuvo en vida. Esteban ordena exhumar el cadáver del antiguo Papa. Va a ser sometido a un juicio sumarísimo: comienza el “Concilio Cadavérico”.

   El cuerpo putrefacto de Formoso es llevado ante el tribunal. Todavía provisto de sus hábitos pontificales es sentado y sujeto con una cuerda para evitar que se desplome. Dicen, quienes lo ven, que sobre las carnes que aún quedan pegadas a sus huesos está todavía el cilicio con el que se mortificaba en vida. El juicio comienza. Se le acusa de todo cuanto la ocurrencia de sus enemigos idea. Y es condenado, anulados todos sus actos realizados durante su reinado, desprovisto de sus insignias papales, y por fin  mutilado cortándole los tres dedos de la mano que usaba para bendecir. Sus vengativos acusadores, aún insatisfechos, arrojan el cuerpo a una fosa común para que la turba enloquecida acabe el trabajo. El corrompido cadáver es arrojado al Tiber, hasta que, aguas abajo, fue recogido por algunos seguidores del papa ultrajado.

    Puede que por casualidad, aunque los romanos lo atribuyeron a la obra del Espíritu Santo, el caso es que la basílica de San Juan de Letrán, que era usada como residencia del Papa,  se desplomó(1). Los romanos tornadizos en sus opiniones, que poco antes habían lanzado el cuerpo de Formoso al Tiber, ahora temerosos del Cielo, lanzaron su furia contra el Papa. Esteban fue detenido y encarcelado. Murió estrangulado ese mismo año de 897.

   Formoso, restituido en su honor, fue enterrado en San Pedro y cuenta la leyenda que las estatuas de San Pedro, en señal de homenaje, giraban sus cabezas al paso del cortejo, como si lo siguieran con la mirada.

(1) Hay constancia de que dicho templo se encontraba en muy mal estado.
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LEYENDAS NEGRAS

    La  mala fama que recae sobre individuos, familias o naciones es injusta la mayor parte de las veces, y sólo en ocasiones merecida. Promovida, muchas veces, por enemigos sin escrúpulos, su fin ha sido la de desprestigiar al rival.

    La leyenda negra que ensucia la memoria de la familia Borgia parte de sus envidiosos rivales: Julián de la Rovere, futuro Julio II, y de los Sforza, Ludovico el Moro, tirano de Milán y Juan, sobrino suyo, primer esposo de Lucrecia Borgia.

    No fueron, desde luego, los valencianos, afincados en Italia, un ejemplo de buenas costumbres. Es verdad que el Papa Alejandro VI procreó sin cesar cuantos hijos le reclamaba su apetito sexual; que su hijo César, sifilítico como una gran parte de la población de aquella época, fue un guerrero odiado por sus enemigos, y que su comportamiento sin escrúpulos hizo que Maquiavelo pensara en él como modelo de su “Príncipe”; y que Lucrecia, hermana de César, fuera tenida por mujer lúbrica y acusada de mantener relaciones inconfesables con su padre.

Alejandro VI. Basílica de la Virgen de los Desamparados. Valencia
   
   Pero Alejandro, jefe espiritual de la Iglesia, pero también jefe de los Estados Pontificios no hizo más ni peores cosas que las que hicieron quienes le denigraban. Se le acusa de promiscuo y lascivo, y es cierto que de Vannozza Cattanei tuvo gran descendencia; de mantener a Julia Farnesio como amante y darse a variados placeres, y ciertamente vivió rodeado de lujos,  pero no están probados los demás excesos libertinos de los que le acusan sus detractores; de estar por los asuntos terrenales más que por los de Dios, y así debió ser probablemente, pero nadie quiere recordar que de su cuello llevaba permanentemente colgado un relicario con una hostia consagrada para comulgar si la muerte se le presentaba sin aviso.

   A César se le acusó de dar muerte a su hermano, algo que no se pudo probar; más bien hay fundadas sospechas de que quienes le atribuyeron el fratricidio fueron los verdaderos asesinos de su hermano Juan. Y a Lucrecia se le atribuyó un carácter libertino y se le acusó de criminal asesina. Lo cierto es que la hija menor del segundo Papa Borgia fue un instrumento en manos de su padre y hermanos. Casó con los maridos que la política papal exigía: del primero de ellos, un Sforza, impotente, se separó. En el tribunal de anulación, Juan Sforza, que se negó a someterse a una prueba de virilidad, no dudó en acusar a Lucrecia de incestuosa y envenenadora; hecha la injuria, los enemigos de los Borgia la difundieron. Y sin embargo, Lucrecia murió a los treinta y nueve años durante el parto de un hijo de su tercer marido Alfonso de Este. Los últimos años comulgaba a diario y mortificaba su carne con un cilicio.
   
   Quienes infamaron a la familia Borgia y consiguieron que la leyenda negra se implantase como verdad, no fueron mejores que ellos. Como lo había sido Lucrecia, se acusó a toda la familia de envenenadora y de fabricar su propio tósigo. Decían que atiborraban a los cerdos de comida untada con arsénico para después apalearlos, y recoger las babas que arrojaban debido a la paliza que, cargadas de arsénico, eran un veneno letal.  La leyenda negra llegó a su punto de máxima aceptación en la época romántica del siglo XIX. Hoy todavía se mantiene, pero la Historia, va poco a poco, colocando a cada uno de los protagonistas en el lugar que debe ocupar.

  Mucho más general y perjudicial para España ha sido la “Leyenda Negra” antiespañola, que se difundió por toda Europa y después ha sido admitida en todo el mundo. Fue divulgada por Antonio Pérez, bajo el pseudónimo de Rafael Peregrino, en las “Relaciones”.


   El que fuera secretario de Felipe II ha huido de la justicia que le acusa de matar a Juan Escobedo, el secretario de don Juan de Austria. Escobedo había descubierto los amores de Pérez con
la Duquesa de Éboli, tuerta, pero atractiva mujer, viuda del antiguo paje del rey Prudente, don Rui Gómez de Silva. Escobedo amenazaba con desvelarlo y Pérez lo manda asesinar. Pero al fin es descubierto. Lo encierran. Logra huir. Llega a Francia, después a Flandes(1). Allí el clima antiespañol es grande. Guillermo de Orange había escrito contra España. Pérez, fugitivo y traidor le imita: llama a Felipe el “Demonio del Mediodía”, le acusa de matar a su esposa Isabel, de encerrar al infante don Carlos hasta matarlo también.
    

   España domina el mundo. Las maledicencias son creídas, aumentan en número y se difunden: el fuego de la Inquisición parece existir sólo en España, los conquistadores españoles en el Nuevo Mundo son tiranos ejecutores de genocidios. En los siglos siguientes se mantiene la leyenda. La Historia no es escrita por españoles. Los historiadores extranjeros hincan el diente en España. Exageran cuanto de malo hizo España, rebajan cuanto de bueno también hizo; pero pasan de puntillas por el fuego de Juana de Arco, a la que un Papa español, Calixto III, un Borgia, rehabilitó en el siglo XV; por la tortura inhumana a la que se sometió a Ravaillac, el asesino de Enrique IV de Francia; a la matanza de hugonotes en Francia, la persecución de católicos en la Inglaterra de Cromwell o las matanzas de indios norteamericanos, en el afán colonizador del oeste norteamericano. 
    
(1)Tras salir Pérez de Madrid, huído, disfrazado de mujer, llegó a Aragón, vecindad suya, fuera de la jurisdicción real, donde encontró el apoyo de los aragoneses y del Justicia Mayor Juan de Lanuza. La lucha de Felipe II con la justicia aragonesa por recuperar a Pérez no trajo otra cosa que el enfrentamiento y la nueva huida de Pérez camino de Francia. Lanuza fue detenido, ajusticiado y su cabeza colgada en la Puerta del Puente, de donde pendió hasta 1599, año en el que durante una visita a Zaragoza de Felipe III, éste ordenó retirarla del lugar en el que estuvo colgada durante ocho años.
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AVERÍGÜELO VARGAS

    Así le decía Felipe II a su consejero, don Francisco de Vargas Mejía, cuando necesitada saber el estado de algún asunto peliagudo. Francisco de Vargas había nacido en Madrid en 1484. De notable familia, fue persona de gran influencia en la corte, perteneció al Consejo de Castilla con el emperador Carlos I, del que fue mano derecha, y después sirvió a Felipe II. Con el “Rey Prudente” desempeño importantes misiones diplomáticas. Tantas veces fue requerido por el rey con dichas palabras para indagar y resolver todo tipo de cuestiones, que la frase acabó usándose en los escritos en los que se solicitaba un informe, y después acabó siendo adoptada por el lenguaje para expresar situaciones en las que es muy difícil conocer algo y no merece la pena el esfuerzo dedicado para averiguarlo. Pero don Francisco sí dio respuestas a las cuestiones que su señor le formuló y, tras larga vida de servicio a España, se retiró y murió en el convento toledano de Sisla en 1560.

Aposentos de Felipe II en el Escorial. Desde allí el Rey Prudente
dirigía los reinos españoles.

    Don Francisco de Vargas fue un alto funcionario del reino, y aunque se dedicara a investigar lo que se le ordenaba, a desempeñar misiones en el extranjero, no puede ser considerado un espía; sin embargo, con el paso del tiempo la dedicación exclusiva a menesteres parecidos ha convertido el espionaje en oficio.

    Las naciones crean agencias para saberlo casi todo de los demás, y sus empleados se dedican a ello de modo muy... profesional, pero no siempre fue así. Sea cual sea la opinión que de los espías se tenga, lo cierto es que en cualquier conflicto se han utilizado sin ningún tipo de consideración moral. Napoleón Bonaparte usó de sus servicios, pero no se privó de decir: "Un espía es un traidor natural"; y su consideración por el público ha basculado entre el desprecio por la deslealtad y la admiración por el riesgo al que se someten.

   Admirado y odiado a partes iguales Sidney Reilly puede considerarse como un auténtico profesional. Todo en Reilly es enigmático. No se sabe donde nació, su vida fue un continuo secreto y su muerte un misterio. Por ello, quizás, dejó escritas unas memorias. Qué tienen de cierto, qué de leyenda es difícil saberlo. No todos sus biógrafos coinciden. Parece que él mismo decidió que lo ignoráramos casi todo de su vida.

    No es seguro que naciera en Rusia, ni siquiera el apellido con el que es conocido es el suyo. Cambió el verdadero, Rosenblum, por el de Reilly poco después de cumplir los veinte años cuando descubrió que su padre era un médico vienés de ascendencia judía, que había dejado embarazada a su madre antes de casarse con el oficial ruso con el que convivían.

    El descubrimiento hecho y su ascendencia judía le hicieron huir. Estando en Sudamérica fue reclutado por los servicios secretos británicos. Esa, al menos, dice una de las versiones que sobre la vida del espía se ha difundido, porque otra lo sitúa en París viviendo lujosamente de las rentas de un negocio de fármacos que regentaba, y del que pudieron salir los venenos que se usaron para dar muerte al rico primer marido de Margaret Callaghan, que a los cuatro meses de enviudar contrajo matrimonio con Reilly, que comenzó a disfrutar de la cuantiosa fortuna que Margaret había heredado de su difunto marido. A partir de ese momento, más aún que antes, y hasta su muerte, protagonizó una vida novelesca: bígamo, mantuvo a su primera mujer, Margaret, o quizá se dejara mantener por ella, mientras contraía matrimonio en Rusia con la condesa Massino. A estas alturas, el caudal de información en su poder sobre las actividades alemanas durante la Primera Guerra Mundial, a disposión de quien lo comprara, era tan grande que todo se le toleraba. Obtenía planos militares, información de movimientos navales, movimientos de tropas. La caída del zarismo y el ascenso de los bolcheviques supuso para Reilly un nuevo encargo: el secuestro de Lenin y la aniquilación del régimen comunista. El plan fracasó. Reilly logró escapar; pero el gobierno bolchevique quedó sobre aviso.

    En Inglaterra, divorciado de la condesa rusa, quiso mantener su condición de bígamo. Volvió a casarse. Ahora con Pepita Bobadilla, una conocida actriz sudamericana, según las crónicas, que en realidad había nacido en Hamburgo con el nombre de Nelly Louise Burton, y que más tarde publicaría las memorias que Reilly había escrito.

    Mientras, siguió tratando de derribar el régimen comunista. En 1925, en contacto con disidentes rusos, volvió a Rusia. No se le volvería a ver. Si se convirtió en agente soviético, si fue apresado y torturado por el régimen comunista o muerto por militares, como dijo su tercera esposa, Pepita Bobadilla, nadie lo sabe. Lo cierto es que el caso se cerró con la publicación de una esquela en la prensa anunciando su fallecimiento el 28 de septiembre de 1925, que muchos no creyeron, con razón, porque uno de los pocos hechos confirmados sobre la biografía del llamado “As de espías” es la de su ejecución en Moscú el 5 de noviembre de 1925, más de un mes después de la publicación de su esquela mortuoria.

    Si siempre se han hecho muchos esfuerzos por descubrir los asuntos del enemigo, no han sido menores los dedicados a impedirlo. Por ello al oficio de espiar se opone el contraespionaje.

   Durante la Gran Guerra, en enero de 1917, la sala 40 del Servicio de Inteligencia Naval británico interceptó un mensaje cifrado. Impreso en papel resultó ser un montón de números distribuidos en grupos  de varias cifras. Pero aquel mensaje no iba a ser uno más de las docenas de mensajes interceptados cada día por los servicios secretos. Aquél mensaje podía ser la causa de una declaración de guerra.

   Las potencias centrales, mantenían un doble frente ante la triple entente: por oriente ante Rusia, por occidente se enfrentaban a Francia, con el apoyo de Gran Bretaña. La incipiente y eficaz arma submarina alemana estaba decidida a cortar la ayuda que Inglaterra recibía por mar. Cada mes el tonelaje de buques mercantes llevado a pique por los torpedos alemanes superaba al del mes anterior. Pero el hundimiento del Lusitania, en mayo de 1915, con súbditos norteamericanos a bordo, cambió las cosas. El presidente Wilson exigió respeto a sus buques. Alemania no quería más enemigos. Al menos sin ayuda. Se plegó, de momento. Sin una marina libre, que pudiera atacar a cuanto flotara sobre las aguas atlánticas que no llevara bandera alemana, el frente occidental se complicaba.

   Alemania buscó una solución. El caso es habitualmente omitido al hablar de las causas por las que el gigante americano entró en la contienda, pero existió.

Aspecto aproximado que ofrecían las series numéricas del telegrama. Recreación.

    El mensaje descubierto por la sala 40 de los servicios secretos británicos llevaba la firma de Arthur Zimmerman, ministro de Asuntos Exteriores alemán. Iba dirigido vía Estados Unidos, que tenía a gala no interceptar los correos diplomáticos ajenos, al embajador alemán en México y el contenido, descifrado por los ingleses, una auténtica bomba: proponía a México que declarara la guerra a los Estados Unidos para recuperar los territorios perdidos casi setenta años antes por el tratado de Guadalupe Hidalgo tras la lucha entre los dos países, en tiempos de Santa Anna. Prometía que Alemania le prestaría toda la ayuda necesaria y que no se vería sola, pues Japón atacaría la costa occidental de los Estados Unidos. Pero el telegrama se hizo público. México, también Japón, negaron su autenticidad. Zimmerman pudo negarlo también. No lo hizo. Sorprendentemente se declaró autor del mensaje. Así, el poder norteamericano se mantenía prisionero en su propio continente. Al fin la publicidad del asunto desbarató lo que quizás de ningún modo hubiera ocurrido. Carranza, el presidente mexicano, declaró la neutralidad de su país. Estados Unidos podía poner su vista en Europa sin necesidad de mirar de reojo hacia sus fronteras.
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CUANDO BENEDICTO SE MANTUVO EN SUS TRECE

    Fue a la muerte de Gregorio XI, el último papa de la conocida "Cautividad Babilónica", cuando la Iglesia sufrió su gran división: el Gran Cisma de Occidente. En realidad las bases para que esto sucediera habían sido puestas unos setenta años antes, cuando Felipe IV el Hermoso logró que se eligiera un papa francés y se instalara en Avignon la sede de la cristiandad.

    Pero el fin de dicha “cautividad" se aproximaba. Ya Urbano V, el antecesor de Gregorio, había estado en Roma. Santa Brígida había logrado que Urbano volviera a la ciudad del Tíber. Se dice que la Santa le avisó que era voluntad de Dios que se mantuviera en Roma, y le advertía que la muerte llegaría pronto para él si la abandonaba; pero la situación en la ciudad era de continuo desorden  y el recién llegado no tuvo más remedio que volver a su trono aviñonés. Fuera por ésta o por otra razón, el caso es que nada más llegar a Avignon Urbano enfermó. Si fue castigado por la desobediencia al mandato divino puesto en boca de Santa Brígida nunca se sabrá, pero sí que, entregado a la voluntad celestial, entregó humilde su vida y al poco tiempo fue enterrado. La iglesia se lo premió y en el siglo XIX fue beatificado.

     A su sucesor, Gregorio, otra futura santa, Catalina de Siena, también logró convencerlo para trasladar la curia a Roma, y Gregorio XI,  sea por temor a seguir los pasos de su antecesor, sea porque creyera que Roma ya resultaba más confortable,  se instaló en la ciudad del Tíber. Estaba equivocado. La situación no era mucho mejor que la encontrada por Urbano y, al fin, doblegada su voluntad por las circunstancias, se disponía a dejar Roma y volver a Avignon cuando la enfermedad, también a él, le sobrevino y conforme con su destino esperó allí, en Roma, su final. Antes, consciente del peligro que su relevo iba a suponer para la Iglesia redactó una bula ordenando la rápida reunión de un cónclave para la elección de su sucesor.

Santa Catalina de Siena exhortando a Gregorio XI.
Azulejo del S. XVIII, Iglesia del Pilar. Valencia


















    Es a partir de ese momento cuando se desencadena la tragedia para la Iglesia. El cónclave se reúne. Hay mayoría de cardenales franceses, y el pueblo de Roma, muy alborotado, deja claro que no está dispuesto a consentir el nombramiento de un papa francés que regrese a Avignon. Continuamente los cardenales son increpados, amenazados, todos, los franceses, los italianos y el único español presente, don Pedro de Luna. Los romanos quieren un papa romano o al menos italiano y al fin lo consiguen. Han ganado la partida. Bartolomé Prignano, obispo de Bari, que ni siquiera es cardenal, será el nuevo vicario de Cristo en la Tierra. Bartolomé es coronado. Ahora es Urbano VI; pero el elegido, que siendo obispo de su diócesis en el sur de Italia había sido correcto en su trato y en su apostolado, muda su carácter. Su primera intención es la creación de varios cardenales italianos. Quiere contrarrestar el peso francés, y los cardenales galos, que, sin querer, obligados por las circunstancias, lo habían elegido, viéndose en peligro tratan de anular la elección.  La lucha es inevitable: se reúnen en Anagni y destituyen a Urbano; pero el papa no se da por depuesto y, a estas alturas, se ha convertido en un peligroso paranoico que les acusa de conspiradores y traidores. Muchos cardenales abandonan su obediencia. La respuesta es la muerte para cinco de ellos y la tortura para otros seis. El camino hacia una ruptura total parece inevitable. Una nueva reunión  termina con el nombramiento de un nuevo papa, Clemente VII, que vuelve a Avignon. La cristiandad tiene dos papas. Naturalmente el demente Urbano VI excomulga al aviñonés que, ni corto ni perezoso, hace lo mismo con el romano.

    Y habiendo dos papas los reinos europeos se ven en la necesidad de reconocer a uno de ellos, y lo hacen según sus intereses, inclinándose por una u otra obediencia, que no por diferentes doctrinas, que de éstas sólo hay una; porque esta división afecta a la Iglesia, pero es obra de hombres; sí, siervos de Dios, pero también señores y amantes de lo terrenal. Así, Francia, Escocia, Saboya y todos los reinos españoles reconocen a Clemente mientras que Inglaterra y Alemania se someten a la obediencia del papa de Roma. Al menos al principio, porque al mantenerse el cisma con las sucesivas elecciones de nuevos papas en una y otra sede papal, los reyes afectos a una obediencia van  cambiando de partido según su conveniencia.

    En 1409, tras treinta y un años de cisma y varios intentos de poner fin a esta situación, se convoca un concilio en Pisa. Manda en Roma Gregorio XII y en Avignon Benedicto XIII, el papa Luna. Es deseo de ambos acabar con el cisma, pero cada uno a su manera. Si el romano está dispuesto a abdicar si hace lo propio Benedicto, éste no tiene tan claro que esa sea la solución. Ninguno de los dos acude a Pisa, pero el concilio se celebra: ambos papas son acusados de cismáticos y herejes, son depuestos y declarada vacante la sede papal. Se elije, por tanto, nuevo papa: Alejandro V. Sin embargo, el concilio de Pisa, lejos de solucionar un problema, complica las cosas hasta lo indecible, porque el depuesto Benedicto no acepta su destitución y siendo así, Gregorio le imita. La Iglesia ha logrado tener tres papas. La cuestión del Gran Cisma sitúa a la Iglesia en una situación insostenible cuando al fallecer el último papa elegido en Pisa, Alejandro V,  antes de terminar su primer año de reinado, parece ser que envenenado, se nombra sucesor suyo a Baltasar Cossa, que adopta el nombre de Juan XXIII.

    Este pontífice merece un aparte en la historia del antipapado. Aunque provenía de familia de aristócratas, su juventud no se puede decir que fuera palaciega. De joven, como pirata, se había dedicado en el mar al abordaje de cuantos barcos avistaba; pero ya cardenal, asentado en tierra firme, no había olvidado su afición a las conquistas, ahora femeninas. Su fama ha crecido tanto en este aspecto que se le atribuyen cientos de  relaciones. No acaban ahí sus actos impropios del cargo que ocupa. Se cree que influyó decisivamente en la elección, en Pisa, de su antecesor Alejandro,  y que su breve reinado se debió también a su decisiva intervención, favoreciendo así su candidatura. Pese a todo durante bastante tiempo goza del favor de muchos. Segismundo, rey de Hungría, hijo del emperador alemán Carlos IV, es uno de sus valedores. No resulta difícil para Segismundo, deseoso de acabar con el Gran Cisma, convencer a Juan XXIII para que convoque y acuda a un nuevo concilio en Constanza.

    Con aspiraciones de ser el único papa, es el único de los tres que tiene la cristiandad que acude al concilio. Aunque de lo que allí le espera recibe, como si de una premonición se tratara, un aviso: cuando se traslada, en pleno invierno, camino de Constanza, su coche vuelca y el papa cae de su asiento. Él mismo, en el suelo, en contacto con la fría nieve, entre maldiciones y blasfemias, piensa si la silla de Pedro dejará de ser suya. No se equivoca. Cuando llega, pese al apoyo de su patrocinador, los cardenales arremeten contra él. Su fama no es buena, le reprochan sus actos de juventud y también los de su madurez. Es acusado de simonía, blasfemo y licencioso. Las cosas no pintan bien para él. Pone pies en polvorosa y disfrazado huye. Piensa que con su marcha el concilio terminará. Se equivoca. El concilio continúa sus sesiones. Después de declarar la superioridad del concilio sobre el propio papa, el 29 de mayo de 1415, en la duodécima sesión, Juan XXIII es depuesto(1). Aún durarán tres años más las reuniones en una ciudad ocupada por varios ejércitos de eclesiásticos, funcionarios, séquitos, comerciantes, soldados y gentes de todo tipo y vivir que se pueda imaginar. Y sin embargo, el objetivo principal del concilio, concluir con el Gran Cisma, no es logrado plenamente.

Peñíscola
















 
    Sí, se había logrado acabar con Jan Huss(2), deponer a Juan XXIII, que Gregorio XII renunciara, nombrar a Martín V, pero, empecinado, Benedicto se mantiene en sus trece. Ni abdica ahora ni lo hará nunca. Se considera el auténtico papa. Su argumentación parece estar bien fundada. Dice don Pedro que son los cardenales los encargados de elegir papa, que él es el único cardenal vivo desde el comienzo del cisma en 1378, cuando había un solo papa y por tanto, no habiendo otros que puedan votar nuevo papa más que él, se vota a sí mismo como papa verdadero.

    Don Pedro seguirá su lucha, y enrocado en el castillo de Peñíscola mantendrá una Corte Papal hasta el final de sus días.


(1) El huido y depuesto Juan XXIII fue detenido. Notificado de su cese, que aceptó resignado, fue encarcelado. Tres años duró su cautiverio en Alemania. Libre ya, se dirigió a Florencia. Allí, ante Martín V, el papa elegido en el mismo concilio que a él le había destituido, postrado a sus pies, le declaró su obediencia y Martín le nombró cardenal de Túsculo.

(2) Jan Huss, rector de la Universidad de Praga, ya había sido declarado hereje, por sus predicaciones, por Juan XXIII con anterioridad a la celebración del concilio de Constanza. Crítico con ciertos aspectos doctrinales y con la corrupción de la Iglesia, predicaba por un seguimiento más ajustado a los Evangelios. Segismundo le facilitó un visado para asistir al concilio y defender sus tesis. Los cardenales le conminaron a retractarse, a lo que se negó, siendo quemado en la hoguera. Tiende a considerársele una especie de proto-protestante. Al morir se cuenta que dijo: “Ahora quemáis un ganso –Huss significa ganso en su lengua bohemia- pero de mis cenizas nacerá un cisne que no podréis quemar”, lo que después se interpretó como el anuncio de la llegada de Lutero. 
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