PORTENTOS

    Considerados como tradición por unos o como leyenda por otros, son recordados por creyentes o usados muchas veces en la literatura por escritores de cualquier pensamiento, porque las historias contadas forman parte de nuestra cultura, con independencia de lo sobrenatural que pueda suponer su veracidad.

    La dinastía merovingia fenece por su propia ineptitud, y los mayordomos de palacio, auténticos virreyes del pueblo franco, acaban asumiendo el poder. Provenían estos mayordomos, que fundarían la dinastía carolingia, de dos personajes poderosos, latifundistas, y muy influyentes en el reino franco de Austrasia. Se llamaban Pipino, apodado el viejo, y Arnulfo; y fue precisamente éste quien tras dejar la descendencia necesaria para asegurar la dinastía, tomó los hábitos y acabó convertido en obispo.

    Siendo obispo de Metz debía de tener un sincero sentimiento religioso del que la fe debió de ser puntal imprescindible. Se dice que Arnulfo, que se consideraba siervo humilde de Dios y pecador, se apoyó en su inquebrantable fe para lograr la santidad.

    Convencido de su condición de pecador, hizo penitencia y dejó en manos de Dios la absolución de sus pecados. Arrojó un anillo al río Mosela y declaró que no se consideraría absuelto de sus faltas hasta que el anillo volviera a sus manos. Pasó mucho tiempo. Cierto día, cuando los cocineros del palacio arzobispal de Metz preparaban la comida del obispo, al destripar un pescado que iban a cocinar, apareció el anillo. Fue llevado al prelado y éste, feliz, se consideró absuelto y ganada fama de santidad. Arnulfo murió en 640 y tiempo después sería santificado. Su festividad se celebra en la actualidad el día 18 de julio.

    De San Roque, unos ochocientos años después, no se puede asegurar con absoluta certeza que fuera francés, aunque la mayor parte de las fuentes apuntan que nació en Montpellier, sin embargo, sí se puede decir que es uno de los santos más celebrados. En España, muchísimos de sus pueblos celebran procesiones, romerías y actos de devoción el día dieciséis de agosto, en pleno periodo estival. Es entonces cuando se le puede ver fuera de las iglesias, sobre su peana, acompañado de su perro, el fiel animal que le ayudó, le llevó comida y le salvó de una muerte segura cuando enfermo de peste se había refugiado en una cueva para evitar el contagio a los demás. El can lamía las llagas del Santo y éstas poco a poco se cerraban. Antes y después de esto dicen que obró muchos milagros curando enfermos. Por eso, bien lo cuenta Camus en “La peste”, los apestados se encomiendan a su protección.

   Después del zarandeo festivo vuelve Roque a sus altares en las pequeñas iglesias de tantos pueblos españoles, en busca de reposo; pero ni allí lo encuentra.


   Unos ripios con entonación de pregón de pueblo hablan de ello:

                                Por orden del señor alcalde
                                se hace saber
                                que está prohibido
                                jugar a la pelota
                                en las paredes del templo.
                                Que al otro lado está San Roque
                                muy tranquilo con su perro
                                y el otro día a pelotazos
                                lo tiraron de su puesto(1).


    Dos siglos más deberían pasar hasta que, Fray Luis Beltrán, un dominico nacido en Valencia, hijo de notario, de salud quebradiza, se dedicó a los menesteres principales de la orden en la que ingresó: predicar. Primero en España, después en América.

Casa natalicia de San Luis Beltrán en Valencia











 
   En el Nuevo Mundo obró muchos milagros entre innumerables tribulaciones. Fue envenenado más de una vez, pero su “frágil” salud resistía la acción de cuanto tósigo se le administraba. Entre los muchos portentos que se dice realizó se conoce uno muy famoso y razón por la que se le representa en muchos cuadros e imágenes con un crucifijo entre las manos, con el extremo más largo con la forma de la empuñadura de una pistola. Resulta que las predicaciones de Fray Luis resultaban convincentes para muchos y esto debió resultar molesto o contrario a los intereses de cierto cacique. Éste no vio otra solución a la pendencia que atacar al predicador con su arma, una pistola con la que apuntó a Fray Luis; pero en el momento del disparo el arma se encasquilló. Fray Luis tomó el arma del agresor y al momento se la devolvió convertida en un crucifijo. Eso dicen que pasó.

(1) Coplilla que debe tener mucho tiempo. Me la recitó mi padre, que la oyó de niño en su pueblo. Y a saber cuanto tiempo tendría ya cuando él la escuchó por primera vez. 
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UN JUICIO MACABRO

   Viajamos en el tiempo, hacia el pasado. Atrasamos el reloj más de mil cien años, hasta el año 891. Estamos en Roma. Acaba de ser elegido papa el obispo de Porto, diócesis cercana a la capital Romana. Se llama Formoso y su reinado discurre entre pretendientes a la corona italiana. Uno de ellos es Guido de Spoleto. Coronado por el Papa a regañadientes, Guido deja, al morir, la corona a su hijo Lamberto. El papa Formoso, otra vez a regañadientes, corona al sucesor Spoleto; pero no está conforme. Busca un aliado, y lo encuentra en Arnolfo de Carintia, rey de Germania. Lamberto, enterado de la traición, apresa al Papa. El germano se presenta en Italia, destrona a Lamberto y se hace nombrar emperador por el Papa liberado.

    Pero, pese a tener una agitada vida, Formoso, no ha pasado a la historia sólo por lo hecho en vida, sino por lo que le hicieron una vez muerto.

    En 896, sucede a Formoso un nuevo papa, Bonifacio VI que, gotoso, sostuvo sobre su testa la tiara papal apenas durante quince días. Un nuevo papa le sucede. El elegido es Esteban, de ordinal sexto. Éste era uña y carne de Lamberto Spoleto y rival, en su tiempo, del papa Formoso. Lamberto entra en Roma y se apodera de la ciudad. Ahora, en 897, Roma está bajo el poder de los más feroces y rencorosos enemigos que Formoso tuvo en vida. Esteban ordena exhumar el cadáver del antiguo Papa. Va a ser sometido a un juicio sumarísimo: comienza el “Concilio Cadavérico”.

   El cuerpo putrefacto de Formoso es llevado ante el tribunal. Todavía provisto de sus hábitos pontificales es sentado y sujeto con una cuerda para evitar que se desplome. Dicen, quienes lo ven, que sobre las carnes que aún quedan pegadas a sus huesos está todavía el cilicio con el que se mortificaba en vida. El juicio comienza. Se le acusa de todo cuanto la ocurrencia de sus enemigos idea. Y es condenado, anulados todos sus actos realizados durante su reinado, desprovisto de sus insignias papales, y por fin  mutilado cortándole los tres dedos de la mano que usaba para bendecir. Sus vengativos acusadores, aún insatisfechos, arrojan el cuerpo a una fosa común para que la turba enloquecida acabe el trabajo. El corrompido cadáver es arrojado al Tiber, hasta que, aguas abajo, fue recogido por algunos seguidores del papa ultrajado.

    Puede que por casualidad, aunque los romanos lo atribuyeron a la obra del Espíritu Santo, el caso es que la basílica de San Juan de Letrán, que era usada como residencia del Papa,  se desplomó(1). Los romanos tornadizos en sus opiniones, que poco antes habían lanzado el cuerpo de Formoso al Tiber, ahora temerosos del Cielo, lanzaron su furia contra el Papa. Esteban fue detenido y encarcelado. Murió estrangulado ese mismo año de 897.

   Formoso, restituido en su honor, fue enterrado en San Pedro y cuenta la leyenda que las estatuas de San Pedro, en señal de homenaje, giraban sus cabezas al paso del cortejo, como si lo siguieran con la mirada.

(1) Hay constancia de que dicho templo se encontraba en muy mal estado.
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LEYENDAS NEGRAS

    La  mala fama que recae sobre individuos, familias o naciones es injusta la mayor parte de las veces, y sólo en ocasiones merecida. Promovida, muchas veces, por enemigos sin escrúpulos, su fin ha sido la de desprestigiar al rival.

    La leyenda negra que ensucia la memoria de la familia Borgia parte de sus envidiosos rivales: Julián de la Rovere, futuro Julio II, y de los Sforza, Ludovico el Moro, tirano de Milán y Juan, sobrino suyo, primer esposo de Lucrecia Borgia.

    No fueron, desde luego, los valencianos, afincados en Italia, un ejemplo de buenas costumbres. Es verdad que el Papa Alejandro VI procreó sin cesar cuantos hijos le reclamaba su apetito sexual; que su hijo César, sifilítico como una gran parte de la población de aquella época, fue un guerrero odiado por sus enemigos, y que su comportamiento sin escrúpulos hizo que Maquiavelo pensara en él como modelo de su “Príncipe”; y que Lucrecia, hermana de César, fuera tenida por mujer lúbrica y acusada de mantener relaciones inconfesables con su padre.

Alejandro VI. Basílica de la Virgen de los Desamparados. Valencia
   
   Pero Alejandro, jefe espiritual de la Iglesia, pero también jefe de los Estados Pontificios no hizo más ni peores cosas que las que hicieron quienes le denigraban. Se le acusa de promiscuo y lascivo, y es cierto que de Vannozza Cattanei tuvo gran descendencia; de mantener a Julia Farnesio como amante y darse a variados placeres, y ciertamente vivió rodeado de lujos,  pero no están probados los demás excesos libertinos de los que le acusan sus detractores; de estar por los asuntos terrenales más que por los de Dios, y así debió ser probablemente, pero nadie quiere recordar que de su cuello llevaba permanentemente colgado un relicario con una hostia consagrada para comulgar si la muerte se le presentaba sin aviso.

   A César se le acusó de dar muerte a su hermano, algo que no se pudo probar; más bien hay fundadas sospechas de que quienes le atribuyeron el fratricidio fueron los verdaderos asesinos de su hermano Juan. Y a Lucrecia se le atribuyó un carácter libertino y se le acusó de criminal asesina. Lo cierto es que la hija menor del segundo Papa Borgia fue un instrumento en manos de su padre y hermanos. Casó con los maridos que la política papal exigía: del primero de ellos, un Sforza, impotente, se separó. En el tribunal de anulación, Juan Sforza, que se negó a someterse a una prueba de virilidad, no dudó en acusar a Lucrecia de incestuosa y envenenadora; hecha la injuria, los enemigos de los Borgia la difundieron. Y sin embargo, Lucrecia murió a los treinta y nueve años durante el parto de un hijo de su tercer marido Alfonso de Este. Los últimos años comulgaba a diario y mortificaba su carne con un cilicio.
   
   Quienes infamaron a la familia Borgia y consiguieron que la leyenda negra se implantase como verdad, no fueron mejores que ellos. Como lo había sido Lucrecia, se acusó a toda la familia de envenenadora y de fabricar su propio tósigo. Decían que atiborraban a los cerdos de comida untada con arsénico para después apalearlos, y recoger las babas que arrojaban debido a la paliza que, cargadas de arsénico, eran un veneno letal.  La leyenda negra llegó a su punto de máxima aceptación en la época romántica del siglo XIX. Hoy todavía se mantiene, pero la Historia, va poco a poco, colocando a cada uno de los protagonistas en el lugar que debe ocupar.

  Mucho más general y perjudicial para España ha sido la “Leyenda Negra” antiespañola, que se difundió por toda Europa y después ha sido admitida en todo el mundo. Fue divulgada por Antonio Pérez, bajo el pseudónimo de Rafael Peregrino, en las “Relaciones”.


   El que fuera secretario de Felipe II ha huido de la justicia que le acusa de matar a Juan Escobedo, el secretario de don Juan de Austria. Escobedo había descubierto los amores de Pérez con
la Duquesa de Éboli, tuerta, pero atractiva mujer, viuda del antiguo paje del rey Prudente, don Rui Gómez de Silva. Escobedo amenazaba con desvelarlo y Pérez lo manda asesinar. Pero al fin es descubierto. Lo encierran. Logra huir. Llega a Francia, después a Flandes(1). Allí el clima antiespañol es grande. Guillermo de Orange había escrito contra España. Pérez, fugitivo y traidor le imita: llama a Felipe el “Demonio del Mediodía”, le acusa de matar a su esposa Isabel, de encerrar al infante don Carlos hasta matarlo también.
    

   España domina el mundo. Las maledicencias son creídas, aumentan en número y se difunden: el fuego de la Inquisición parece existir sólo en España, los conquistadores españoles en el Nuevo Mundo son tiranos ejecutores de genocidios. En los siglos siguientes se mantiene la leyenda. La Historia no es escrita por españoles. Los historiadores extranjeros hincan el diente en España. Exageran cuanto de malo hizo España, rebajan cuanto de bueno también hizo; pero pasan de puntillas por el fuego de Juana de Arco, a la que un Papa español, Calixto III, un Borgia, rehabilitó en el siglo XV; por la tortura inhumana a la que se sometió a Ravaillac, el asesino de Enrique IV de Francia; a la matanza de hugonotes en Francia, la persecución de católicos en la Inglaterra de Cromwell o las matanzas de indios norteamericanos, en el afán colonizador del oeste norteamericano. 
    
(1)Tras salir Pérez de Madrid, huído, disfrazado de mujer, llegó a Aragón, vecindad suya, fuera de la jurisdicción real, donde encontró el apoyo de los aragoneses y del Justicia Mayor Juan de Lanuza. La lucha de Felipe II con la justicia aragonesa por recuperar a Pérez no trajo otra cosa que el enfrentamiento y la nueva huida de Pérez camino de Francia. Lanuza fue detenido, ajusticiado y su cabeza colgada en la Puerta del Puente, de donde pendió hasta 1599, año en el que durante una visita a Zaragoza de Felipe III, éste ordenó retirarla del lugar en el que estuvo colgada durante ocho años.
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