TAMERLÁN Y EL LARGO VIAJE DE CLAVIJO

   Hoy viajaremos a la historia a través del tiempo, a un lugar lejano y poco conocido de la misma, pero también viajaremos en el espacio, porque los protagonistas de la historia de hoy, que llegaron a conocerse, anduvieron, cada uno en lo suyo, de Norte a Sur, de Este a Oeste, guerreando, conquistando, uno; observando y escribiendo el otro. Se podría decir, en el más popular y sencillo de los lenguajes, que no pararon en torreta.

   El reloj de nuestra máquina del tiempo señala el año 1404. Al descender de ella apenas resuenan en la lejanía las gestas de Gengis-Khan, ocurridas doscientos años atrás. Ahora nos encontramos en Samarkanda, la ciudad capital de un nuevo imperio ganado por las armas en pocos años y que, en pocos años también, como un azucarillo en el agua, se diluirá tras la muerte de su creador.   

  Allí, en Samarkanda, un hombre casi septuagenario, pero enérgico aún, con una cojera más que aparente, espera a un visitante. No es la edad la razón de su cojera. La arrastra desde hace más de cuarenta años y, aunque nadie conoce la causa de la misma, sí conocemos su consecuencia. Recibirá por ella, en el futuro, el sobrenombre del “El cojo”. Su nombre es Timur, al que por su defecto, se le añadirá la palabra persa “leng”. Occidente le conocerá como Tamerlán.

   Tamerlán lleva toda la vida batallando, ha conquistado Persia, Azerbayán, Georgia, Armenia; también el Caúcaso es suyo; ha dominado buena parte de Mesopotamia, invade Siria y alcanza las costas del Mediterráneo.

   No contento con esto Tamerlán pone sus ojos en oriente: arrasa la India y toma Delhi, saqueándola. Sus ansias de dominio son incontenibles, la crueldad de sus soldados también. Se dice que sus  ejércitos construyen montañas con los cráneos de los vencidos. Envalentonado, de Este a Oeste el tártaro se planta en Asia Menor. Allí, en Ankara, tiene enfrente al sultán Bayaceto, que le ha retado; parece un rival peligroso. Es valeroso, atrevido, pero imprudente; quizás por ello los suyos le conozcan como “El rayo”. Tamerlán lo captura. Bayaceto, ante su captor se muestra arrogante y el tártaro, guerrero despiadado, lo traslada a Samarkanda prisionero en una jaula, tratamiento muy humillante para el sultán, que poco tiempo después, al saber que iba a ser exhibido así por las calles de Samarkanda morirá; su desaparición será un alivio para el imperio bizantino, que logrará sacudirse el peligro otomano durante unas décadas. Breve tregua, que terminará antes de lo que los bizantinos hubieran deseado. El poder otomano reconstruido, pronto pondrá sitio a la ciudad que Constantino rebautizara con su nombre.

   En Castilla se sabe de primera mano lo sucedido en Ankara. Payo de Sotomayor y Hernán Sánchez de Palazuelos, embajadores de Castilla, lo han vivido en primera persona, han conocido al caudillo mogol, y éste les ha hecho homenajes y ha ofrecido bienes para el rey castellano, que son llevados por Mahomat Alcagi, un emisario tártaro, que acompaña en su regreso de Anatolia a Sotomayor y Sánchez de Palazuelos.


   Enrique de Castilla corresponde con otra embajada. El 23 de mayo de 1403 fray Alfonso Paiz Santamaría, Rui González de Clavijo y Gómez de Salazar parten en una carraca rumbo al lejano imperio de Tamerlán. De dejar testimonio escrito de las vicisitudes y aventuras, que serán muchas, que la embajada pueda vivir en su travesía por tierras de Turquía, aguas del mar Negro, Armenia, Irán hasta llegar a la capital del imperio, Samarcanda, se va a ocupar Clavijo. Dejará constancia en “Embajada a Tamerlán”, aunque sus notas pronto quedarán en el olvido. Tendrán que pasar doscientos años para que Argote de Molina(1), en 1582, las edite y dé a conocer las experiencias vividas en Constantinopla, Trebisonda, Teheran y Samarcanda por aquella embajada de Enrique III.

  Cuando Clavijo y sus compañeros llegan a Samarkanda, Tamerlán los recibe con grandes homenajes y consideración, son invitados a continuas fiestas y presentados a los señores de Samarkanda. Así continúan  las cosas durante algunas semanas, hasta que por fin, en noviembre de 1404, dos meses y medio después de su llegada, se les da aviso de la precaria salud de Tamerlán, que no les recibirá más, y se les instruye de que mejor será que regresen a su país, de grado o por la fuerza. Sin despedirse del emperador mogol tendrán que marchar; y así lo escribe Clavijo. Si la mala salud del Khan es la causa de su expulsión, pues el gran Señor Taburmec, así le llama el cronista en su escrito, es de avanzada edad y, efectivamente, parece que ve mal y tiene problemas para andar más allá de la dificultades derivadas de su cojera; o son razones de Estado, pues Tamerlán está a punto de comenzar una campaña contra China, es difícil de precisar. Quizás ambas razones tengan algo de verdad, pues lo cierto es que no había terminado Clavijo su viaje de regreso a Castilla, cuando recibe la noticia de la muerte de Tamerlan en Otrar. Acababa de partir rumbo a China. El 19 de enero de 1405 Tamerlán deja este mundo y abandona a su suerte el imperio que no podrá superar su ausencia.

  Treinta años habían bastado para crear un formidable imperio.  Había derrotado enemigos y conquistado grandes territorios, pero no había sido capaz de estructurar un Estado. Muy pronto se declararon guerras internas entre sus hijos y sus nietos. Por fin, uno de sus hijos,  Shahrukh, logrará imponerse. Tampoco conseguirá que perdure la herencia de su padre y el imperio de Tamerlán se eclipsará con la misma rapidez con la que se había formado.

(1) Gonzalo Argote de Molina nació en Sevilla en 1548, militar al servicio de Felipe II, es conocido como historiador, anticuario y editor.
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DE LOS ESPEJOS

   Siempre los espejos han ejercido una grandísima influencia en el comportamiento de las personas. Desde el mito de Narciso que al ver su propia imagen reflejada en las aguas quedó enamorado de ella, de sí mismo, muchas han sido las obras de la literatura en las que los espejos han sido coprotagonistas, casi con igualdad de rango, con los personajes que reflejaban. También la pintura se ha ocupado de ellos.

 Ovidio nos habló de Narciso, del imposible amor sobre su amado, que se difuminaba al tratar de tocarlo, hasta que, roto el espejo mil veces, desesperado, abatido, se convirtió en una flor(1).

   Pero el espejo ya era conocido. El más antiguo que se conoce y conserva se halla en el museo de El Cairo. Tiene unos cuarenta siglos de antigüedad y posiblemente fuera fabricado por hebreos o egipcios, los primeros que se dedicaron a ello. Fabricados con metales finamente pulidos su uso fue extendiéndose.

  Su propiedad de reflejarlo todo parece que convenció a Arquímedes a fabricarlos como arma de guerra. Se dice que, durante la Segunda Guerra Púnica, en el sitio de Siracusa, los construyó cóncavos, y dirigiendo con ellos el reflejo del Sol sobre las naves de Marcelo, éstas fueron fulminadas por los concentrados y abrasadores rayos(2).

   En el espejo su dueño podía verse, pero a veces podía ver algo más, dando al espejo, en estos casos, un carácter mágico. Por ello fue objeto deseado por magos y alquimistas, cuyos reflejos eran puestos al servicio de reyes y personas principales.  Y no sólo el espejo cumplía con su obligación de reflejar lo que se le ponía delante, también se creyó posible que lo que en él se veía quedara allí guardado. Puede que por esta razón Gutenberg, antes de inventar la imprenta, trató de hacer fortuna con la fabricación de espejos. Aprovechando esta creencia instaló, en Strasburgo, una fábrica para producirlos a un precio asequible. Su clientela eran los peregrinos que viajaban a santuarios y lugares de culto, que los llevaban y, reflejados en ellos dichos lugares y las reliquias de los santos a los que veneraban, creían ver atrapado en sus espejos algo de esa santidad.

   Pero no sería hasta el siglo XVI cuando en la Venecia de los Dux comenzó a usarse el vidrio. En Murano, isla veneciana a salvo de indiscretas miradas, se guardaba el secreto del cristalino y famoso vidrio veneciano.

   Y el espejo, pieza imprescindible en todo tocador, en todo salón,  se volvió rebelde, sobrepasó sus funciones: comenzó, caprichoso, a hablar y a mostrar lo que había más allá de él. Se convirtió casi en una ventana.


   Los hermanos Grimm hicieron que un espejo hablara, que contestase a una malvada reina que preguntaba a diario sobre su belleza. El espejo, como si tuviera vida propia, contestaba, y la pérfida reina,  con la información de su cristalino confidente, llena de vanidad, cumplió el infame papel que Jacob  Grim le dio.

  Hans Christian Andersen, otro cuentista, también estuvo preocupado por la magia de los espejos. En cierta ocasión viajo a Nápoles. Había llegado a sus oídos que en la habitación de cierta casa había un espejo mágico. Se decía que en él había desaparecido una niña vestida de verde, como si hubiera sido engullida por el cristal. Aseguraban que de vez en cuando la niña, convertida en mariposa, salía del espejo y sobrevolaba la estancia, desapareciendo de nuevo en el espejo. Andersen quiso  verlo. Alquiló la habitación y pasó una larga temporada en ella. Nada sucedía. Decepcionado decidió marchar. A punto de abandonar la casa, la criada que adecentaba la habitación, gritando, le urgió a volver. Andersen, veloz, llegó a la habitación. Una mariposa parecía fundirse en el espejo desapareciendo de su vista.

    Jerónimo Scotto, un aventurero italiano, dicen que poseyó uno, también mágico(3) que le dio fama y le encumbró hasta que… perdió la magia y abandonó a su dueño.

   Oscar Wilde también dio protagonismo a un espejo, siempre visible, que reflejaba la juventud y belleza permanente de Dorian Gray, mientras un cuadro, siempre oculto, tapado, escondía la fealdad física y moral del reflejado en aquél. Gray descubriría, con horror, al destapar el cuadro, que no siempre un espejo dice la verdad. Ambos, espejo y cuadro serían destruidos.

   Y si los escritores se han ocupado de los espejos, llenando páginas enigmáticas, los lienzos de los pintores nos enseñan, en un alarde de imaginación, como los espejos pueden reflejar, sin necesidad del azogue, a quienes se miran en ellos.

   Para el genial Velázquez los espejos eran un reto. En “Las meninas” los reyes no están en la escena, podría decirse que eran ellos los que la contemplaban, que eran ellos quienes hubieran podido pintar a su familia, apareciendo, como quien hace una fotografía, reflejados en un espejo; pero no, don Diego dejó claro que era él quien dirigía la escena. Con un pincel en la mano, parece querer demostrar que puede pintarlo todo: lo que tiene delante y lo que hay detrás.


(1) Narciso era hijo de Cefiso y de Leiríope. Fue objeto del amor de la ninfa Eco, que no vio, por más intentos que hizo, recompensado su amor con la atención de Narciso, que sólo tenía ojos para sí mismo. La enamorada ninfa se quejó a la diosa Némesis, rogándole sometiera a Narciso al inalcanzable amor que ella misma había padecido.

(2) Aunque la preparación de estos artilugios solares está más próxima a la fantasía que a la realidad, lo cierto es que Arquímedes, que resultaría muerto durante el sitio de Siracusa, sí diseñó y fabricó diversas armas arrojadizas de gran efectividad, que opusieron gran resistencia a Marco Claudio Marcelo, el general romano encargado del sitio.

(3) Para saber algo más de este caso se puede acudir en historia intrascendente a "El espejo mágico de Scotto".
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“VIE DE CHÂTEAU”

“…y permitid que yo renueve los más sinceros e invariables sentimientos con los cuales tengo el honor de ser, Sire, de V.M.I. y R. su más humilde y muy obediente servidor, Fernando.” 

   Así terminaba la carta que, el 22 de junio de 1808, desde Valençay, escribió a Napoleón el que había sido rey de España durante apenas mes y medio, durante la primavera de aquel año, y volvería a serlo durante casi veinte años, a partir de 1814. 

   Quizás, de haberla conocido el pueblo español que, garrote en mano, andaba defendiendo el solar patrio de la pisada que el dueño de la voluntad de Fernando ─y de otras muchas cosas─ tenía puesta en España no hubiera deseado tanto el retorno de quien con tan escasa dignidad disfruta de una cómoda y apacible vida en el castillo de Valençay, donde Talleyrand, príncipe de Benevento, su propietario, procura hacer lo más entretenida posible la vida del Borbón, como mejor manera para impedirle recordar que había sido rey de España. Allí, en el castillo, Fernando parece encontrarse en su salsa. Sin más obligaciones que perder el tiempo, adulado por una “pequeña” corte de españoles que orbitan a su alrededor, Talleyrand organiza juegos, cacerías y por las noches entretenidas veladas en las que no faltan los bailes y las galanterías. Tanto empeño pone el príncipe de Benevento en ello, que encarga a su esposa que provea tales veladas de un nutrido y hermoso ramillete de distinguidas damas para distraer a los ociosos moradores del castillo y, llegado el caso, conseguir que alguna de ellas logre seducir a Fernando. Piensa que así, acaso pueda controlarlo aún más o quizás, simplemente, que sucumba a la flechas de cupido, entierre cualquier atisbo de dignidad y se abandone aún más en la entrega al nuevo dueño del mundo. Pero Benevento no cuenta con que las cosas, a veces, suceden como uno no querría que pasasen. No es Fernando el enamorado durante aquellos días, sino su mayordomo, el duque de San Carlos que se rinde a la propia madame Talleyrand, que le corresponde. Hasta Napoleón conocerá del asunto y lo utilizará en el futuro para humillar a su ministro cuando las diferencias entre ambos estén a la vista de todos. 

Fernando VII de Capitán General,
por Miguel Parra Abril. Museo de la Ciudad, Valencia.

   Mientras, parece que Fernando, envilecido y holgazán, se encuentra a gusto en su cárcel de Valençay, tanto que cuando, con ayuda inglesa, se prepara su fuga, no muestra gran interés.

   El gobierno de Inglaterra, nación aliada de España en la lucha contra la Francia de Napoleón, decide intentar la liberación de Fernando. Los ingleses entran en contacto con el barón de Kolly, con fama de atrevido aventurero, pero que nada más llegar a París resulta detenido. Al parecer un tal Richart, que conocía el plan, le había delatado. Puesto Kolly en el trance de colaborar o tener un destino incierto, pero nada halagüeño, el barón, con gran dignidad, se niega a lo primero; mas los franceses empeñados en poner a prueba a Fernando convencen al delator Richart para que, haciéndose pasar por Kolly, se presente en Valencay, explicando el plan de fuga a Fernando, quien en lugar de rechazarlo lo escucha para luego denunciarlo al gobernador del castillo, monsieur Berthemy.

   Si Fernando actuó así por astucia o porque, acomodado en su jaula dorada, prefería la vida regalada que Napoleón le proporcionaba es cosa incierta, aunque probable lo primero, puesto que su indignidad siempre, nunca estuvo reñida con su doblez. No sería hasta 1814 cuando, para desgracia de los españoles, Napoleón, que necesita fijar su atención en el frente oriental, lo devolverá a España. 
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. GERONA

   Cuando el viajero llega a Gerona sabe enseguida hacia donde debe ir. La mole de su catedral, como un faro, le avisa. Construcción altísima y encaramada sobre un montículo sobre el que se asienta, lo domina todo; aunque no está sola, porque la iglesia de San Félix tiene una torre que rivaliza con ella. Rodean la catedral grandes jardines, de un verdor exuberante, y los restos de la muralla.

  Para verla por dentro el viajero, desde la plaza de la Independencia, ha cruzado el río Onyar por una de las pasarelas que entran en el barrio antiguo, ha visto las multicolores fachadas de los edificios que por su parte posterior se asoman al río y, ya en la judería, auténtico dédalo de callejones empinados, el viajero llega a la plaza de la Catedral, a los pies de la escalinata. Tiene ésta un solo tramo, pero con tres terrazas en cada lado, que sirven de descansillo, y que el viajero agradece mucho. Arriba ya, el viajero entra en el templo. Si por fuera, de la fachada el viajero no ha dicho nada por no merecerlo mucho en su humilde opinión, del interior no pararía de hablar durante buen rato. Gótica, de una sola nave, la catedral es anchísima, dicen que es el templo de estas características más ancho de Europa(1), altísima, con triforio que la circunda, y larguísima. A partir del crucero la girola nos hace creer que estamos en un templo de tres naves, pero de nuevo al salir del deambulatorio la amplitud del templo se vuelve a imponer, y eso que un horroroso coro, de medianas dimensiones, afea el espacio e impide apreciar en toda su extensión la espaciosa nave.








    Pero el viajero quiere contar lo que ve con orden: en la girola, entrando por el lado del evangelio está la sacristía. En su entrada, un sepulcro parece hacer de dintel a la puerta. Es el sarcófago de Ramón Berenguer II,  Cabeza de Estopa, así conocido por  sus rubios cabellos. De este príncipe la leyenda cuenta que alternaba las tareas del gobierno con su hermano Berenguer Ramón, personaje éste de malos instintos y que deseaba el gobierno para sí solo, cuando aprovechando un viaje o una cacería, que no esta claro que hacía Cabeza de Estopa en el bosque que le trajo la ruina, se vio abordado por unos desconocidos y resultó muerto. Tampoco se sabe con rigor si fue Berenguer Ramón quien dio o mandó dar muerte a su propio hermano; el caso es que acabó creyéndose así y la historia, implacable con los felones, a acabado llamándole “el Fratricida”.

   Saliendo de la catedral por los pies de la misma, el viajero baja, con mucho menos pesar, la escalera que tanto le costó subir y se dirige a la próxima iglesia de San Felix, también gótica. Allí hay otro sepulcro. El del patrón de la ciudad San Narciso.

  Tiene esta iglesia dos sepulcros del Santo Obispo, el más nuevo es neoclásico, labrado en el siglo XVIII, y ocupa una gran capilla. Este sepulcro guardó los restos del santo hasta 1936 cuando extraídos de la urna fueron dispersos y arrojados al río Onyar. Antes habían estado en otro sepulcro, mucho más antiguo, del siglo XV, de alabastro, que ocupa una pequeña capilla cerca del presbiterio. Junto a esta capilla hay un cuadro. Representa el famoso milagro de las moscas.






    El viajero hace algo de memoria y sabe que aunque al hablar de Gerona venga rápido a la mente la formidable defensa hecha ante los franceses durante la Guerra de la Independencia, tan bien contada por don Benito Pérez Galdós en sus Episodios Nacionales, algo más de quinientos años antes la Ciudad ya fue escenario de otra defensa no menos heroica.

    En 1285, Felipe III el Atrevido está a punto de invadir el reino de Aragón. Cuenta el francés con mucha ayuda, primero la del papa,  que además de prestar sus ejércitos ha excomulgado al rey aragonés, dando carácter de cruzada a la expedición francesa y nombrando un legado con grandes poderes en la persona del cardenal Juan Cholet, que se permite el lujo, imprudentemente, de desposeer a Pedro III de su reino y nombrar y entregar la corona aragonesa a Carlos, el hijo menor del rey francés, que tan imprudente como el legado, reparte señoríos entre sus caballeros; después cuenta con la ayuda de Jaime de Mallorca, hermano carnal de don Pedro, traidor a su hermano, que si bien no aporta soldados, permite la entrada francesa por el Rosellón.
Son muchos los enemigos, y muy poderosos, y don Pedro no cuenta con aliados. Está solo, tanto que hasta los nobles aragoneses le han dado la espalda. Sólo cuenta con catalanes para defender sus tierras. Únicamente Castilla, en su retaguardia, se ha declarado neutral.

   Tras una relativamente fácil entrada del ejercito francés en tierras catalanas, las tropas de Felipe, que quintuplican(2) en número a las de Pedro, se aprestan a la toma de Gerona, ciudad importante que el rey aragonés considera plaza principal en la defensa de Cataluña.

   La defensa de Gerona, pues, la encomienda don Pedro al vizconde de Cardona, Ramón Folch, que, vacía la ciudad de civiles, la ocupa con unos tres mil quinientos hombres, entre ellos dos mil quinientos almogávares y seiscientos ballesteros sarracenos de probada eficacia en el tiro, dispuesto a vender cara la pérdida de la ciudad.

    Los ataques franceses son constantes, pero la defensa de los de Cardona es heroica. El conde de Foix, por orden del rey Felipe, se entrevista con Cardona. Quieren los franceses que el sitio a la ciudad sea breve y ofrecen al vizconde convertirlo en un hombre rico, el más rico del reino, si entrega la plaza. Folch rechaza la propuesta. Dos días después, un pequeño grupo de sarracenos sale de la ciudad; los ballesteros se acercan al campamento francés con todo sigilo, penetran en una tienda, asaetan a cinco caballeros, toman prisioneros a treinta y ocho más y, con el mismo sigilo con el que han llegado, regresan a la ciudad. Cuando a la mañana siguiente, 28 de junio, los franceses descubren los cadáveres de los caballeros muertos achacan su muerte a civiles catalanes del campamento. A la vista de los sitiados varios de estos civiles son ejecutados. La respuesta de Cardona no se hace esperar. Los treinta y ocho caballeros franceses capturados aparecen colgados por los pies en lo alto de las murallas gerundenses.

   La visión de los suyos colgando de las murallas espolea el furor de los sitiadores. Un grupo se lanza contra una de las puertas de la ciudad, mas en ese momento aquéllas se abren y una fuerza irresistible de almogávares sale a su encuentro. El desastre para los franceses es enorme y el campo queda sembrado de cadáveres. Los sitiadores tratan de recuperar los cuerpos de sus caídos. No lo consiguen. Por el contrario, en el intento, caen muchos más, varios caballeros entre ellos. Felipe ordena negociar otra vez. Manda ofrecer quinientas libras a cambio de poder recoger los cuerpos de los nobles franceses caídos a los pies de las murallas, luego mil ante la negativa de Cardona; pero es inútil. Ramón de Folch no tiene precio, y contesta:
   ─ Ni quinientas ni mil ni cien mil libras que se me ofrecieran serían suficientes. No hace falta pagar nada para dar honores a los cuerpos de unos caballeros.
   Y dicho esto permite el paso a los franceses para retirar a sus muertos, quedando los franceses muy impresionados por la generosidad del vizconde y su despego por el dinero.

    El tiempo parece transcurrir en contra de los sitiados, cuyas provisiones merman rápidamente, y sin embargo la realidad es otra.

    La tradición cuenta que un hecho milagroso vino a poner la situación de parte de Cardona: al parecer los franceses acudieron con las peores intenciones a la iglesia de Santa María extramuros donde se encontraba el sepulcro del patrón de la ciudad, San Narciso, profanándolo. En ese momento comenzaron a salir del sepulcro del Santo Obispo ingentes cantidades de moscas, que provocaron una epidemia que comenzó a diezmar el ejército francés. Muchas debieron ser y horrible su visión cuando un cronista dijo que eran “grandes como uñas, de color negro y verde”. Fuera por mediación San Narciso o por el hacinamiento de cien mil hombres y sus respectivas bestias concentradas en pleno estío en mínimo espacio, sin higiene de ninguna clase, lo cierto es que iniciada la epidemia, ésta se extendió con la velocidad del rayo y se produjeron tantas bajas que los franceses, viendo que de seguir así las cosas la conquista de la plaza sería imposible propusieron, en un último intento negociador, la capitulación de Gerona a lo que los sitiados, sin vituallas y en situación desesperada, pero desconocida por los franceses,  accedieron, pero en condiciones tan ventajosas para ellos que se pactó la entrega de la ciudad bien avanzado el mes de septiembre, prácticamente cuando los franceses habían perdido la guerra y, apenas ocupada Gerona, Eustaquio de Beumarchais bajo cuyo mando estaba la cuidad la tuvo que devolver.





   El viajero vuelve a la realidad, apunto de salir, cerca de una capilla próxima a la salida ve a una mujer sentada ante una pequeña y vieja mesa. Tiene varios objetos religiosos, rosarios, estampas… y tres ejemplares de un libro. El viajero saluda a la señora, curiosea y pide permiso para ojear el libro. Toma el primero, que está sobre los otros dos. Se nota que muchas otras manos anteriores a las del viajero han pasado aquellas páginas. Es una “Vida e historia de San Narciso” escrita por el presbítero José Mercader y Bohigas, que lo escribió en 1954, siendo cura párroco de aquella iglesia de San Felix. La edición es del mismo año en el que fue escrito y al viajero le impresiona mucho pensar que aquel libro pueda llevar esperando en aquella mesa que alguien lo compre más de sesenta años. Al viajero, viendo la incrédula cara de la señora que está tras la mesita, se le antoja que su impresión no anda muy alejada de la realidad. El viajero pregunta el precio y la señora se lo da en euros, pero como traducción del que debía tener en pesetas hace mucho, como si el tiempo se hubiera detenido; y el viajero conforme con el precio deja el ejemplar que ha visto y dice a la señora que se lleva el libro, pero el que esta debajo del que ha estado mirando.

   Otras muchas cosas enseña Gerona al viajero: los baños árabes, el antiguo monasterio de Sant Pere de Galligants, con su torre octogonal de estilo románico lombardo, preciosa, y dos paseos muy recomendables, uno por el adarve de la muralla, desde donde el viajero contempla la mejor vista de la ciudad y un relajante paseo por la porticada Rambla de la Libertad.
  
(1) Hay un pequeño pueblo en el sur de Francia, Mirepoix, cuya iglesia de una sola nave es tenida en aquel país por la de mayor anchura del mundo. El viajero la ha visto y, aunque no sabe con exactitud las dimensiones de esta iglesia, sí puede asegurar que es tan espectacular su arco que, ciertamente, rivaliza con la de Gerona en anchura.

(2) La mayor parte de cronistas y autores coinciden en que Felipe III contaba con unos 200.000 efectivos entre caballeros, infantería y tropa de todo tipo, frente a los 40.000 integrantes del ejercito de Pedro III.
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DOÑA VIRTUDES

    Cuando llegó a España para casarse todos sabían que no era el amor el motor de aquella unión. Alfonso XII, rey de una monarquía restaurada apenas diez años antes, no había olvidado a María de las Mercedes, muerta muy pocos meses después de contraer matrimonio, recién cumplidos los dieciocho años, de la que Alfonso sí había estado enamorado; pero España aún no tenía un heredero varón y se planteó la necesidad de buscar nueva esposa para el rey.

    De entre la lista de candidatas presentada al joven rey, Alfonso puso el dedo sobre el nombre de una archiduquesa de Austria que no le era desconocida: María Cristina de Habsburgo-Lorena. La había conocido cuando al salir de España con su madre, camino del exilio, Alfonso fue enviado a Viena para seguir sus estudios. Con ella y con su hermano, el archiduque Federico, primos segundos del emperador Francisco José, cuando niños, habían compartido juegos y aventuras infantiles, aunque de aquello hacía mucho tiempo.

   Arcachon era lugar de veraneo muy de moda en aquellos tiempos, y se conviene que allí se produzca el encuentro entre ambos jóvenes, los dos de veintiún años entonces. Acompaña a la virtuosa María Cristina su madre la archiduquesa Isabel Francisca, que dicen causa honda impresión en el joven rey español. Tras ocho días compartiendo mantel, paseos, recuerdos y confidencias se separan con el compromiso de una boda.

    El 27 de noviembre de 1879, en la basílica de Nuestra Señora de Atocha de Madrid, Alfonso XII y María Cristina contraen matrimonio. Los años siguientes no son felices para la joven reina, mujer culta, que habla varios idiomas y bien instruida. Parece que sólo la música es capaz de aliviar sus penas: las de no dar un heredero varón a la corona primero, porque si apenas a los nueve meses de contraer matrimonio da a luz una niña, María Mercedes la llamaron, que sería proclamada princesa de Asturias; tiempo después otra hembra, María Teresa, viene al mundo, para desesperación de todos; y las de no sentirse amada después; ni por el rey ni por el pueblo, éste siempre tan atento a lo superfluo, que quizás la compara con la encantadora María de las Mercedes; que no aprecia las indiscutibles cualidades de la nueva reina, y la tiene por extranjera y poco atractiva.

   Y mientras María Cristina es muy aficionada a la música, Alfonso es aficionado a las cantantes. Elena Sanz, que tuvo dos hijos del rey, y varones, lo que la reina no lograba tener; y la Biondina, bien lo supieron. Esto hace insoportable la vida de María Cristina en Madrid, que logra que la primera, con sus hijos, abandone España camino de París; y que de la segunda se ocupe Cánovas, puesto sobre aviso de las intenciones de la reina de dejar la Capital, incapaz de soportar tanta humillación sino se hacía algo al respecto. Y no son Elena Sanz y La Biondina las únicas. 

   Todo esto, además, no contribuye a la buena salud del rey al que el tiempo se le acaba. La tuberculosis que padece desde joven ha clavado profundamente sus garras en él. Alfonso utiliza pañuelos rojos, disimula así las pequeñas gotas de sangre que arroja cuando tose, aunque ello no logre engañar a quienes están más cerca de él.

   Pero María Cristina vuelve a quedar encinta. Alfonso no conocerá a la criatura; cuando nazca, él habrá muerto ya. Tenía veintisiete años. Queda la reina como regente sola y muy poco reconocida, cuando no despreciada, como cuando Cánovas afirma considerando la gravedad de la situación: ¡Qué problema…y con esa tonta!; pero María Cristina se hace valer. Poco a poco,  muy cuidadosa con su embarazo y atenta a todo, se ocupa de la regencia, recibe a diario al Presidente, despacha con su secretario, todo con encomiable sentido del deber.

   A mediados de marzo de 1886, la regente, viuda ya seis meses, se prepara para el parto. La expectación por conocer el género del recién nacido es grande. Cuando comienzan a sonar las salvas de ordenanzas, todo el mundo comienza a contarlas: quince indicarán el nacimiento de una hembra, veintiuna el de un varón. Al sonar el decimosexto de los disparos, el gentío congregado prorrumpe en vítores. España tendrá rey. Se llamará Alfonso y no Fernando, como hubiera querido su padre.

Doña María Cristina de Habsburgo-Lorena,
pintada por Julio Cebrián Mezquita (Detalle)
Museo Palacio de Cervelló (Valencia)

    Desde ese momento, María Cristina reparte sus energías entre los cuidados de su hijo Alfonso y el país que la ha hecho reina. Preside los consejos de ministros, que siempre comienzan a la hora fijada; dicen que lee todo lo que firma y pregunta sobre todos los asuntos: en cierta ocasión se iba a entregar la Gran Cruz de Isabel la Católica a cierto personaje. La reina, interesada, pregunta a Sagasta, presidente del Consejo entonces, sobre los méritos que reunía aquel personaje para recibir la Cruz. El apuro de don Práxedes fue tan grande que sólo acertó a decir a la reina que desconocía las causas concretas de la concesión, pero sí sabía que aquel personaje nunca hizo mal alguno, de lo que muy pocos pueden presumir y que un hombre así merece los mayores premios.

   La actividad de la reina transcurre con la discreción que su rigurosa educación le impone y la correspondiente a su cargo de regente durante los tiempos del turnismo político: aquel pacto establecido entre Cánovas y Sagasta durante los años finales del siglo XIX, al que muchos han acabado llamando “los años bobos”, en los que la reina, que trató de hacerse valer desde el comienzo de la regencia, consiguió ser respetada por todos: Sagasta la respetaría con afecto, Cánovas reconocería estar arrepentido de aquellas  injustas palabras dedicadas a la reina al quedar viuda y hasta Castelar, el republicano, le demostró gran respeto y reconocimiento. María Cristina acabaría siendo conocida como “doña Virtudes”, tanto por los que la consideraban beata y mojigata, como por los que le reconocieron su integridad, que fueron la mayoría; y es que María Cristina fue una reina leal a la Constitución, a los gobiernos y discreta en el ejercicio de sus atribuciones, lo que no pudieron decir ni María Cristina de Borbón ni la hija de ésta, Isabel II, y suegra de la regente, todavía viva y residiendo en París.

    En el mes de agosto de 1897, Antonio Cánovas del Castillo es asesinado por el anarquista Miguel Angiolillo Gollí en el balneario de Santa Agueda, próximo a San Sebastián, donde poco antes el presidente había despachado con la reina, de veraneo en Miramar, palacio levantado por su orden poco antes. No sería éste el último  y más amargo momento de la reina. La pérdida de Cánovas la dejaba en vísperas del gran desastre del noventa y ocho: Un Austria forjó un imperio en el que nunca se ponía el Sol, un Austria perdería la última tierra de aquel imperio.

    Cuatro años después, Alfonso XIII fue proclamado rey. María Cristina, discreta como siempre, habitaría una apartada ala del palacio Real, donde dedicada a la música, la lectura y la familia, alejada hasta donde le fue posible de los avatares de la política nacional, llevaría una vida retirada de todo bullicio. Sería su hijo quien en adelante se ocuparía con mayor o menor acierto de ello.
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