EL XIX. CUANDO MADRID PUDO SER CARLISTA

   Así pudo ser el 12 de septiembre de 1837. Ya desde 1835 se habían llevado a cabo aventuras carlistas por tierras castellanas. Muchas de ellas eran meras escaramuzas de partidarios del infante don Carlos, más voluntariosas e impregnadas de romanticismo, como la del cura de Sigüenza don Vicente Batanero, que auténticas expediciones militares. Quizás la más importante, por la duración y sobre todo por la distancia recorrida, fue la de Miguel Gómez, un antiguo colaborador del malogrado Zumalacárregui, curtido en la guerra contra los franceses, que en 1836 se aventuró por tierras castellanas, extremeñas y andaluzas, y perseguido por Espartero, Narváez y Alaix recorrió casi cinco mil kilómetros hasta su retorno a la seguridad de las tierras del norte, bajo control carlista.

   Pero la expedición militar más meticulosamente preparada para internarse en el corazón de la España realista es la paradójicamente denominada Expedición Real, porque, aunque no la dirige, eso lo hace el infante don Sebastián de Borbón y Braganza y el jefe del Estado Mayor, general Moreno, la manda el infante don Carlos que se hace ya llamar Carlos V. El 15 de mayo de 1837 la expedición sale de Estella y se dirige a Huesca, luego se interna en Cataluña y se dirige al sur cruzando el Ebro. Yendo aún más al sur, Valencia queda al alcance de los absolutistas, pero en lugar de tratar de tomarla emprende el camino de Madrid.

   En la Capital comienza a extenderse el temor ante la llegada de los absolutistas. No les falta razón para tenerlo. De manera independiente a la Expedición Real, a mediados de julio, un grupo carlista mandado por Juan Antonio Zariategui había salido del norte, había cruzado media España, y tras dejar atrás Segovia y dar el salto a la sierra de Navacerrada se había plantado a las puertas de Madrid. Pero Zariategui ignoraba que las fuerzas de don Carlos estuvieran tan próximas a las suyas propias y a Madrid; y el peligro que se cernió sobre la Capital, que pudo haber puesto en grave aprieto a los defensores de Madrid, se desvaneció al volver sobre sus pasos Zariategui, que solo no contemplaba la conquista de la capital.

Estatua del general Espartero en el Paseo del Espolón de Logroño

   Sin embargo, el grueso de las fuerzas absolutistas, la expedición Real, sí estaba dispuesta a ello. De momento la llegada de Espartero a Madrid dio algo de tranquilidad. Reorganizado el gobierno puesto en sus manos por la reina regente María Cristina, Espartero sale de Madrid en busca del Pretendiente. Cuando, en Cuenca, conoce que la expedición Real está en Tarancón y avanza sobre Madrid sale en su persecución. Pero la ventaja es suficiente. El 12 de septiembre las tropas carlistas entran en Arganda. Unos escuadrones a las órdenes de Cabrera, que se había unido a la expedición cuando esta cruzó el Ebro, toman Vallecas. Ahora sí, la situación de Madrid es crítica. El capitán general de Madrid, don Antonio Quiroga, poca resistencia puede oponer, sus fuerzas son muy escasas. Allí en lo alto, en el camino de Vallecas, la Expedición Real está formada, su vista puesta en Madrid. Unos lanceros de Cabrera se lanzan al ataque y ponen en fuga a los cristinos; pero aquello no es más que un aviso de lo que el Tigre del Maestrazgo desea hacer. Cabrera está deseoso por lanzarse al asalto, pero la orden no llega. Pasa el tiempo. Madrid contiene el aliento. Cabrera, impaciente, espera la señal de ataque. De pronto, avanzada la tarde, la imponente vanguardia de la Expedición Real da media vuelta y se retira. Cabrera resopla, está indignado, pero obedece. Cuando Espartero llega a Madrid el Pretendiente y su ejército ya no esta allí. Espartero en lugar de permanecer en Madríd prosigue la persecución. Y al fin lo alcanza. En Aranzueque, junto al río Tajuña, Espartero cañonea a la Expedición Real, que a estas alturas es un grupo de soldados en desbandada. Cabrera, con los suyos, ante el cariz que toman los hechos, retorna al Maestrazgo. El resto de la expedición, como puede regresa a sus bases del norte.

   Si fue el temor o la prudencia los que llevaron al Pretendiente don Carlos a dar la orden de retirada, cuando la situación parecía claramente favorable, o una cuestión política como pudo ser un compromiso de María Cristina de acceder al futuro matrimonio de la princesa Isabel, aún muy niña, con Carlos Luis, hijo del pretendiente, no ha quedado plenamente esclarecido. Cierto es que a Madrid se acercaban las tropas de Espartero que convergían con las de los generales Ferraz y Oraá, también camino de la capital; sin embargo la mayoría de los autores se inclinan a pensar en que la expedición se alineó frente a Madrid, como si de una parada militar se tratara a la espera de que doña Cristina de Borbón, en relación a la entrega de la mano ─y la corona─ de su hija, saliera a ratificar un compromiso de enlace con Carlos Luis. Años más tarde el asunto volverá a ser causa de conflicto, y una nueva negativa al matrimonio de Isabel con Carlos Luis, conde de Montemolín, enlace en el que los absolutistas habían puesto grandes esperanzas, hasta el punto de haber abdicado don Carlos en su hijo, precipitará el comienzo de la segunda guerra carlista.

 (1) Una interesante reseña sobre el periplo de Gómez se publicó en el blog Crónicas de Torrelaguna al que puede acceder desde aquí.
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EL ALMIRANTE

   Cuando a finales del siglo XIII el pequeño reino de Aragón es aún una débil potencia en el concierto europeo, su rey, Pedro el Grande, decide mirar hacia el Mediterráneo. Atrás quedan las victorias de su padre, el gran conquistador rey don Jaime, más ocupado, como lo fueron y lo seguirán siendo los reyes castellanos, en recuperar para la cristiandad las tierras ibéricas ocupadas por los hijos de Alá.

   Ahora, con la vista puesta en el horizonte lejano que ofrece el mar, piensa en las tierras italianas que por derecho corresponden a sus propios hijos, los nietos de Manfredo, el rey de Sicilia, muerto por Carlos de Anjou.

   Y para ganar aquellas costas, para dominar el mar, Pedro necesita barcos. Las atarazanas de la Corona de Aragón comienzan a construirlos; pero una vez botados necesita que alguien capaz los mande, los haga navegar victoriosos y llevarlos a buen puerto. Y para ello precisa un almirante. Mientras lo busca –no tardará mucho en hallarlo–,  coloca al mando de la escuadra a su hijo Jaime Pérez, un hijo natural, pero fiel, tenido con una de sus amantes, María Nicolau. Al fin y al cabo, en esos primeros momentos, él mismo piensa navegar con la escuadra, y nada se va a hacer sin su autorización.

Atarazanas de Valencia
















    Por fin encuentra al hombre que cree más idóneo, y los hechos demuestran que no se ha equivocado. El elegido se llama Roger de Lauria. Al mando de la escuadra aragonesa, sus victorias contribuyen decisivamente al asentamiento de las tropas de don Pedro en Sicilia y el sur de Italia. Y así, con el prestigio ganado, durante la guerra con Francia, en 1285, en aguas catalanas, vuelve Lauria a demostrar su capacidad. En una batalla nocturna frente a la costa de Palamós, los buques del almirante infligen una severa derrota a los franceses. Muchas naves son hundidas esa noche y las que logran escapar serán capturadas al día siguiente. Se calcula que unos cinco mil franceses perdieron la vida en la batalla. Aún así, el número de prisioneros fue considerable.

   Lo sucedido a partir de entonces constituye uno de esos episodios deplorables que la historia se empeña en recordarnos sobre personajes de brillantes biografías.

   No son aquellos siglos tiempos de consideración y generosidad con los vencidos ni con los prisioneros, como no lo serán tampoco los siglos posteriores; pero en aquellos era la crueldad moneda corriente, que hoy horroriza y entonces no movía a la compasión por el vencido. Y Roger de Lauria, hombre de carácter, es ejemplo de esto último.

    Separa primero a los más valiosos a fin de exigir rescate por ellos, mientras que del resto se deshace sin el menor atisbo de piedad: de los heridos, arrojándolos al mar en aguas del puerto de Barcelona; y del resto, unos trescientos, enviándolos de vuelta a su campamento francés, puestos los desgraciados en fila, uno detrás de otro, todos ciegos y sin vista por haberles sacado los ojos menos a uno que hará de guía de la columna por dejarle un ojo sano y que así, tuerto, pueda dirigir la columna hasta sus cuarteles.

   No será la última vez que sus enemigos sufran su carácter violento. Muerto Pedro el Grande y su sucesor Alfonso, Aragón está bajo el cetro de Jaime, mientras un hermano suyo Fadrique, gobernador de Sicilia primero, se separa de él, cuando aquél se conviene con el papa y los angevinos.

   Lauria y don Fadrique, perdida la confianza mutua, se separan también, y el almirante, con su hacienda y bienes italianos perdidos, y también parte de sus ideales a cambio de nuevos bienes y beneficios en Aragón, puesto al servicio de don Jaime, sufre una derrota en Catanzaro.

   Don Jaime se prepara para el ataque de Sicilia. Lauria anhela entrar en combate. Con su cuerpo herido, aunque menos que su amor propio, el almirante se lanza al ataque sobre Sicilia, le apoya Juan de Lauria, sobrino suyo, pero los mesineses salen al encuentro de Juan, capturan dieciséis galeras y lo apresan. El joven sobrino de Roger es tenido por traidor, y como a tal se le trata, siendo decapitado.

   El rey don Jaime, ante las pérdidas, ordena la vuelta a Aragón. El almirante, transforma su furia en odio. Cuando al año siguiente se prepara una nueva campaña, el almirante no da tregua, la muerte de su sobrino exige venganza. El 4 de julio de 1399, a la altura del cabo Orlando las cincuenta y seis galeras de don Jaime avistan las cuarenta de su hermano don Fadrique. En todos los barcos van gentes de Aragón, y en las dos escuadras son aragoneses quienes las mandan, y además son hermanos. Pese a todo, muchos van a morir. Las escenas de heroísmo y entrega por ambas partes son constantes. Hasta el propio rey don Jaime resulta herido: un dardo ha atravesado su pie, quedando clavado en la cubierta de la galera capitana sin que el monarca pueda moverse. Pero sin dar muestra de dolor continúa don Jaime dirigiendo y alentando a sus hombres con su ejemplo, hasta que la victoria llega para los aragoneses, que tras esta victoria se retiran, quedando Lauria avenido con el papa y el rey don Carlos de Nápoles.

   Y es entonces cuando, según afirman algunos autores, pues otros aseguran no haber pruebas que lo acredite, nuevamente el almirante da muestras de su crueldad. Difícil es asegurar si se dejó llevar por los crueles sentimientos que se le atribuyen por unos o es leyenda negra que injuria a los hombres excepcionales, máxime, como se ha dicho, en una época de rudos comportamientos, y en la que, a modo de ejemplo, a los desertores se les vuelve a aplicar como castigo la pena que, no muchos años antes, en tiempos de Carlos de Anjou, se les imponía, cortándoles las manos.    

   Así pues, muchos de los prisioneros hechos en las dieciséis naves capturadas son ejecutados de la forma más sanguinaria, como lo volverán a ser poco después otros en la última batalla de Lauria en Sicilia, junto a la isla de Ponza. Allí se enfrentan las naves sicilianas apoyadas por algunas genovesas del partido gibelino, contrario al papa Bonifacio, mandadas por Conrado de Oria, buen marino y muy considerado por don Fadrique. Conrado presenta digna resistencia al invencible almirante, pero al final, tras ver incendiada su nave se rinde. Capturada la nave del jefe genovés, Lauria apresa a Conrado y mutila a la mayor parte de la tripulación, cortando las manos de los remeros y sacando los ojos a los ballesteros. A Oria, que es sometido a riguroso cautiverio, se le exige la entrega de su castillo de Francavilla, pero Oria se niega:
  ─ El castillo es de Sicilia. Fadrique es su Rey, y yo no entrego a los enemigos del rey lo que es suyo.

   Enterado de esto don Fadrique, más inclinado a salvar la vida del caballero fiel que la posesión de un castillo, ordenó la entrega de la fortaleza a Lauria.

   Al fin, el almirante, alabado por el papa, que calificó como de “muy agradables” sus servicios, sin crítica a sus posibles excesos e inclinado a la paz, volverá a Aragón. Allí se ocupará de los señoríos en las tierras valencianas de Cocentaina, Alcoy, Muro y otras que los reyes aragoneses desde Jaime El Conquistador le fueron entregando en premio a sus servicios.
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LA PRESIDENTA

   Aunque Catalina de Erauso, aquella muchacha donostiarra, nacida en el siglo XVI y hecha monja por voluntad familiar, pero por propia voluntad convertida en soldado, es la “monja alférez” por antonomasia, otra mujer, Francisca Zubiaga de Bernales, nacida poco más de tres siglos después, se ganará también dicho sobrenombre. Poco tienen en común salvo que las dos abandonaron un convento y ambas con una casaca sobre el cuerpo empuñaron la espada.

   Francisca nace el 11 de septiembre de 1803 en Cuzco. Es hija de un alto funcionario español, pero ella es peruana, y se siente así. Ese sentimiento y su ambición le llevan a aprovechar la ocasión que se le presenta. En 1825, con el virreinato del Perú extinto tras la batalla de Ayacucho, Francisca contrae matrimonio con un maduro Agustín Gamarra Massia, a la sazón prefecto de Cuzco.

Las relaciones entre Bolivar y Gamarra no fueron buenas. Durante
una fiesta dada en homenaje del  Libertador, un exceso de "cortesía"
de éste hacia doña Francisca dio lugar a rumores, que provocaron
en Gamarra una antipatía hacia Bolivar que no supo disimular.

   Su gusto por el mando pronto se hace patente. Cuando Gamarra se presenta en la Bolivia del general Sucre, Francisca le acompaña vestida a lo militar y al mando de tropas; cuando Gamarra se dirige al norte en la guerra con Colombia, Francisca, que a estas alturas es conocida como La Mariscala, permanece en Cuzco, ocupando el puesto de su esposo; cuando en 1829 Gamarra es nombrado Presidente del Perú, Francisca es su más firme y fiel colaboradora.

   El matrimonio, como corresponde, se traslada a Lima, la capital. Desde allí, nuevamente Gamarra se traslada a Bolivia para tratar con Santa Cruz, el sustituto de Sucre, diferencias entre los dos jóvenes países; pero su esposa esta vez permanece en Lima. Ahora, envidiada y odiada a partes iguales por casi todos, es “la presidenta”. Los roces con el gobierno son continuos, en especial con el vicepresidente, el general Gutiérrez de la Fuente. El encono entre ambos se pone de manifiesto durante una representación teatral a la que asisten los dos: cuando va a dar comienzo la función, el público reclama el cambio de la obra, pide a gritos que se sustituya la obra anunciada por “La monja alférez” de Juan Pérez de Montalbán, en alusión a los orígenes de “la presidenta” y su afición a los uniformes. Como si de un guión escrito se tratara, el vicepresidente, con un gesto, accede y comienza la nueva función, que el plantel de actores tenía ensayada.

   No es la única afrenta que doña Francisca debe soportar: muchas familias de la alta sociedad limeña mantienen el respeto forzadas por la situación. Francisca es la esposa del presidente Gamarra y de facto ejerce, en ausencia de su marido, como presidenta, pero cuando es posible quienes la detestan  aprovechan cualquier ocasión para tratar de ponerla en evidencia.

   Así sucede cuando, en 1831, una dama de la buena sociedad trata de humillarla en lo que las mujeres, en estos casos, dan gran importancia. Se va ha celebrar un gran baile y la citada señora logra persuadir a una de las sirvientas de doña Pancha, que también así se le conoce, para que, después de entregarle una sustanciosa cantidad de dinero, le indique el vestido que se le prepara para la ocasión; pero doña Francisca, lista como ella sola, descubre el asunto, y con la más absoluta reserva se hace preparar otro traje. El día de la fiesta acuden los invitados, la dama beneficiaria de la confidencia, segura de poner en ridículo a la “presidenta” luciendo el mismo vestido que cree llevara doña Francisca, se presenta en el salón. Poco después lo hace doña Pancha, esplendorosa, con su precioso traje. No va sola, le acompaña su criada, está con el vestido copiado. No hace falta decir la vergüenza de una y la complacencia de la otra al verse aquella reflejada en una criada.

   Tampoco el desaire del teatro Principal queda sin venganza. Al fin, doña Francisca logra convencer a su esposo de que La Fuente conspira contra él, tratando de ocupar su puesto. Una noche se presenta el general Eléspuru en el domicilio del vicepresidente La Fuente al mando de una tropa, que irrumpe ruidosamente en el domicilio. Una suerte para La Fuente que, avisado por el escándalo, logra escapar por una ventana. Acabará refugiado en Chile, desde donde advertirá sobre la conspiración de doña Francisca para destruir el sólido y fiel apoyo que el presidente tenía en él.

   Los abusos y arbitrariedades se suceden. La prensa arremete contra el gobierno, y éste trata de amordazarla. Gamarra, su esposa y sus partidarios se ven envueltos en un último escándalo: un periodista, Juan Calorio, muy crítico con el presidente, es apaleado, casi muerto. La situación se vuelve muy difícil para el gobierno, y para doña Pancha, que tiene mucho que ver en todo. Tanto que incluso la esposa de Calorio asegura haberla visto, de uniforme, entre el grupo que asaltó a su marido.

   La situación de descrédito es tan grande, que las siguientes elecciones suponen un fracaso para Gamarra, que igual que su esposa, con sus partidarios, se enfrenta a los vencedores. Doña Francisca, fiel a su ser, de uniforme y pistola al cinto, lucha por recuperar el poder, y pierde. Huirá con su esposo. Acabarán separándose, él para seguir en solitario su carrera política, ella muy enferma para acabar refugiada en Chile, donde, a los treinta y dos años, morirá sola y cargada de deudas.
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