EL XIX. LA CRISIS DEL RIGODÓN

   El 10 de octubre de 1856 Isabel II cumple veintiséis años. En palacio hay baile para celebrarlo. Asiste lo más granado de la corte, el cuerpo diplomático y por supuesto el gobierno, dirigido en ese momento, y desde hace poco, por el general O’Donnell. No falta tampoco el general Narváez que, desde París, acude a un baile que no se puede perder.

   No había sido fácil para O’Donnell conquistar el gobierno. Desde que en el verano de 1854, durante la Vicalvarada, se vio forzado al trato con Espartero, el camino hasta la presidencia del Consejo había sido todo menos un camino de rosas. El entendimiento inicial entre O’Donnell y Espartero parecía a todas luces antinatural, y pronto los hechos lo demostraron. El conde de Lucena, que se había visto obligado a ceder la Presidencia a Espartero no estaba dispuesto a verse relegado a un segundo plano por los progresistas de Espartero, por más que estos hubieran contribuido decisivamente al éxito del pronunciamiento, y logró hacerse con la cartera del Ministerio de Guerra. Con el ejército bajo su control las cosas, cuando llegará su momento, serían más fáciles. No se equivocaba.

    Dos años después, con constantes rifirrafes entre moderados y progresistas a cuenta del proyecto de una nueva Constitución, y cierto incidente entre el Ejército y la Milicia, O’Donnell plantea a la reina lo insostenible de la situación. La reina, que firmó a regañadientes la ley desamortizadora de Madoz, descontenta, y también presionada por la Iglesia y otros sectores afectados, toma partido por O’Donnell. Así las cosas, al celebrarse la reunión del Consejo presidido por la reina, el ministro de la Gobernación, Patricio de la Escosura, anuncia su dimisión, que la reina acepta. Cuando se levanta para abandonar su puesto en el Consejo, Espartero llama su atención:
   ─Escosura, espere, que nos vamos juntos.
   ─Pues O’Donnell no me abandonará─ dicen que se le oyó decir a la reina.
   Era el fin del bienio progresista. Ni siquiera Isabel sabía que ella misma sería quien, con su actitud caprichosa, muy poco tiempo después, no dejaría al conde de Lucena otra salida que dejarla también.

   Porque aquella noche del día 10 de octubre todo está dispuesto para que dé comienzo el baile. Como procede, lo abre la reina que baila con el presidente del Consejo don Leopoldo O’Donnell. El resto del público espera, unos como simples espectadores; otros aguardan acontecimientos. Al terminar el primer rigodón, Isabel pregunta a O’Donnell:
   ─Leopoldo, ¿Qué te parece si el segundo rigodón lo bailo con el general Narváez?
   ─Majestad, sois la reina, pero aquí está el cuerpo diplomático, y me parecería lo más correcto que el segundo rigodón lo bailara su majestad con algún miembro de ese cuerpo. Así lo exige la etiqueta, y sería lo más conveniente ─contesta O’Donnell.


   Isabel se encoge de hombros mientras O’Donnell abandona la pista. La reina desde el centro de la sala recorre con su mirada al público asistente hasta que la detiene en Narváez. Es una invitación, que el duque de Valencia acepta y O’Donnell parece comprender: no es casual la pregunta de la reina, no es casual la llegada del espadón desde París.

   Al día siguiente la renuncia de O’Donnell está sobre la mesa de la reina, que sin pensarlo dos veces encarga a Narváez la formación de gobierno. Tres meses ha durado el gobierno de O’Donnell, pero pronto tendrá una nueva oportunidad, porque el gobierno del duque de Valencia, apenas durará un año lleno de dificultades, de enfrentamiento con la camarilla de palacio; de duelos, casi novelescos, a espada, como el que se produjo con el ministro de Guerra Urbiztondo y el rey Francisco de Asís(1), que terminó con la vida del ministro al ser atravesado su cuerpo por el estoque del espadón; y disputas hasta con la propia reina, que le pidió el ascenso para su último amante Enrique Puigmoltó, a lo que el duque de Valencia se negaba. Pronto Narváez dejaría paso a otro, y nuevamente el conde de Lucena, el general Leopoldo O’Donell, estaría allí, a la espera.

(1) El novelesco episodio de dicho duelo y el gran escándalo que se produjo fue contado en "El paso honroso".
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INCOMPRENDIDOS

    El hombre, en su afán por conseguir hacer lo que por su propia naturaleza es imposible, ha intentado desde que se sintió capaz, gracias a su inteligencia, volar como los pájaros y nadar como los peces. Poco a poco lo ha ido consiguiendo; pero los intentos por lograrlo han sido muchas veces protagonizados por individuos que, solos, casi sin ayuda, entregaron esfuerzo e ilusión a cambio de desprecio, porque muchos han sido los personajes a los que la sociedad más próxima a ellos ha dado la espalda. Merecedores de honores y éxito, sin embargo fueron ninguneados por sus compatriotas, y su genio ignorado. 

   Algunos de ellos fueron inventores. Narcís Monturiol Estarrol fue uno de los más brillantes y más ignorados. Él fue uno de los que logró que el hombre nadara como un pez, casi. 

   Ya lo habían intentado otros anteriormente. Desde la edad antigua, pasando por Leonardo Da Vinci, que también dedicó tiempo a este asunto, hasta otros muchos ya en los siglos XVIII y XIX; pero en España Narcís Monturiol fue quien diseño una máquina capaz de desplazarse bajo la superficie del mar. Le puso por nombre Ictíneo, nombre muy apropiado para el caso, que luego llevaría el ordinal primero, porque no suficientemente arruinado con el intento, don Narcís construyó un segundo aparato, ya con un pequeño motor, capaz de permanecer sumergido varias horas. Para la construcción de este segundo sumergible se vio en la necesidad de constituir una sociedad que se encargara de desarrollar el proyecto, pero ni la reina Isabel ni los altos mandos de la Marina ni los industriales catalanes, al tanto de los avances de Monturiol, tuvieron más allá que buenas palabras para el inventor. El buque fue desguazado y la obra de don Narcís injustamente olvidada. 

   Isaac Peral, no tuvo mejor suerte que Monturiol, aunque al menos su obra, hecha para surcar aguas profundas, no fue desguazada, y puede contemplarse en Cartagena, ciudad natal del inventor. 

Con un desplazamiento de 77 toneladas, tiene 22 metros de eslora
y 2,9 metros de manga. Su autonomía alcazaba las 400 millas y era
capaz de navegar con sus once tripulantes a 30 metros de profundidad.









   Isaac Peral Caballero era militar, y bajo ese prisma construyó, y por ello se le considera su inventor, un submarino, una máquina de guerra propulsada por motores eléctricos, dotada de armamento, periscopio, y todo lo necesario para la acción bélica. La nave fue botada el 8 de septiembre de 1888 en el arsenal de la Carraca, en Cádiz, y las pruebas que siguieron resultaron, salvo algún percance, entre los que hay que incluir algún sabotaje, exitosas, pero nuevamente, como si del sino de todos los inventores españoles se tratara, comenzaron los problemas, las incomprensiones y los desencuentros. Se pusieron trabas de todo tipo, hubo sospechas sobre el robo o copia de los planos; y Peral que había contado con la comprensión de la reina doña María Cristina de Habsburgo y el decidido apoyo del ministro de Marina el almirante don Manuel de la Pezuela vio como la envidia y el interés se convirtieron en sus enemigos más implacables. Un nuevo ministro de Marina, don José María Beránger Ruiz de Apodaca, trocó facilidades por obstáculos. Es posible que, entre otras, la razón de la obstrucción al proyecto desde el ministerio, se debiera a la pretensión de Peral de presentarse como diputado por Cádiz, igual pretensión a la que aspiraba un hijo del ministro Beránger. El caso es que al fin el proyecto fue cancelado, y el proyecto se malogró. Peral, agraviado y enfermo, abandono la Marina y trató de defenderse del maltrato recibido mediante la publicación de un manifiesto, que ningún diario importante de los de la época quiso o se atrevió a editar. Finalmente en “El Matute”, un diario satírico de pequeña tirada Peral logró, pagando por ello, que se publicase su manifiesto, un escrito lleno de amargura en el que se lamentaba del trato injusto recibido, de la entrega generosa de su aportación a la Nación y del perjuicio que para la misma supondría la anulación del proyecto. 

   No anduvo equivocado don Isaac. En España no volvería a construirse un submarino hasta treinta años después.
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¡ESO DE GARCÍA!

   El presente artículo tuvo, todavía puede tenerlo, una carga ideológica, que no es intención evaluar aquí. Fue en un contexto histórico muy preciso y distinto al actual cuando fue escrito, aunque parte de las cuestiones que se plantean en él puedan tener vigencia aún hoy; pero no es este el lugar y no ha sido esa la razón de su publicación aquí, sino únicamente la de la curiosidad histórica de lo que como pretexto para escribirlo tuvo su autor, y la propia historia posterior del texto.

                                                      *

    Cuando Helbert Hubbart escribió “Un mensaje a García” Cuba ya no era española. Hacía seis meses que la guerra se había perdido, y dos que se había consumado el desastre en París con la firma del tratado de paz, que más que un tratado de paz fue la forma de tratar a España como una potencia derrotada. Con cierta oposición, el tratado había sido ratificado en España por la reina María Cristina y en los Estados Unidos por el Senado.

   Dos son los protagonistas inspiradores del mensaje. Del capitán Andrew Summer Rowan poco dicen los libros de historia. Fue el encargado de llevar el mensaje, aunque las penalidades que padeció hasta lograrlo parecen estar lejos de la epopeya anunciada por Hubbart.

    Algo más se sabe de García. El general Calixto García Iñiguez había participado ya en las anteriores guerras de Cuba, traído a España prisionero, se le puso en libertad y volvió a Cuba para unirse a los rebeldes. Figura importante junto a los hermanos Maceo y Máximo Gómez, recibió apoyo, como todos los insurgentes, desde la Norteamérica del presidente McKinley y los periódicos World y Journal de Nueva York, cuya feroz propaganda, en especial contra el general Weyler, que con un eficaz sistema de aislamiento de la tropas insurgentes, por medio de “trochas”, estaba inclinando a su favor el resultado de la contienda, influyó en la opinión pública norteamericana y en el ánimo del nuevo gobierno de Sagasta, que relevó al general Weyler del mando, siendo sustituido el 31 de octubre de 1897 por el ineficaz general Blanco. La suerte estaba echada.




    Altero el orden de las cosas y reproduzco primero el “Mensaje a García” seguido del prefacio, que el propio Hubbart escribió en la edición de 1913, puesto ahora al final, por su propio interés, por ser historia del artículo en sí mismo y por considerar que haciéndolo así el lector se hará mejor idea, favorable o contraria, de su valor, al no verse influido por la difusión lograda, en aquel contexto histórico, por el texto.


El mensaje

"En todo este asunto de Cuba hay un nombre que sobresale en el horizonte de mi memoria como el planeta Marte en su perihelio. Cuando se declaró la guerra entre España y los Estados Unidos, era muy necesario comunicarse prontamente con el Jefe de los insurrectos. Encontrábase García, allá, en la manigua de Cuba, sin que nadie supiera su paradero. Era imposible toda comunicación con él por telégrafo o por correo, El presidente tenía que contar con su cooperación, sin pérdida de tiempo. ¿Qué hacer?
Alguien dijo al Presidente: "Hay un hombre llamado Rowan que puede encontrar a García, si es que se le puede encontrar". Se trajo a Rowan y se le entregó una carta para que a su vez la entregara a García. De cómo fue que este hombre, Rowan, tomó la carta, la selló en una cartera de hule, se la amarró al pecho, hizo un viaje de cuatro días y desembarcó de noche en las costas de Cuba en un bote sin cubierta; de cómo fue que se internó en las montañas, y en tres semanas salió al otro lado de la isla, habiendo atravesado a pie un país hostil, y entregado la carta a García, son cosas que no tengo deseo especial de narrar en detalle. Pero sí quiero que conste que Mac-Kinley, Presidente de los Estados Unidos, puso una carta en manos de Rowan para que éste la entregara a García. Rowan tomó la carta y no preguntó: "¿Dónde está García?”
¡Loado sea Dios! He aquí un hombre cuya figura debe ser vaciada en imperecedero bronce y puesta su estatua en todos los colegios del país. No es la enseñanza de libros lo que los jóvenes necesitan, ni la instrucción de esto o aquello, sino el endurecimiento de las vértebras para que sean fieles a sus cargos, para que actúen con diligencia, para que hagan la cosa "llevar el mensaje a García".
El general García ya no existe, pero hay otros García.
No hay hombre que haya tratado de administrar una empresa que requiera mucho personal, que, a veces, no se haya quedado atónito al notar la imbecilidad del promedio de los hombres, la inhabilidad o la falta de voluntad de concentrar sus inteligencias en una cosa dada y hacerla.
La asistencia irregular, la desatención ridícula, la indiferencia vulgar y el trabajo mal hecho parece ser la regla general.
No hay hombre alguno que salga airoso de su empresa a menos que, quieras o no o, por la fuerza, obligue o soborne o otros para que le ayuden, a menos que, tal vez, Dios Todopoderoso, en su bondad, haga un milagro y le envíe el Angel de la luz para que le sirva de auxiliar.
Tú, lector, puedes hacer esta prueba. Te encuentras en estos momentos sentado en tu oficina. A tu alrededor tienes seis empleados. Llama a uno de ellos y pídele lo siguiente: "Tenga la bondad de buscar en la Enciclopedia y hágame un memorándum corto de la vida de Correggio".
¿Crees que el empleado contesta "Sí, señor", y se marcha a hacer lo que tú le dijiste?
Nada de eso. Te mirará de soslayo y te hará una o más de las siguientes preguntas:
¿Quién era el Correggio?
¿En cuál enciclopedia?
¿Dónde está la Enciclopedia?
¿Acaso fui empleado yo para hacer eso?
¿No querrá usted decir Bismark?
¿Por qué no lo hace Carlos?
¿Murió?
¿Hay prisa para eso?
¿No sería mejor que le trajera el libro y usted mismo lo buscara?
¿Para qué quiere usted saberlo?
Y me atrevería a apostar diez contra uno, que después que hayas contestado el interrogatorio y explicado la manera de buscar la información que necesitas y por qué la necesitas, tu empleado se retira y obliga o otro compañero a que le ayude a encontrar a García; regresando poco después diciéndote que no existe tal hombre. Desde luego, puede darse el caso de que yo pierda la apuesta, pero según la ley de promedios no debo de perder.
Ahora bien; si tú sabes lo que tienes entre manos, tú no debes molestarte en explicar a tu auxiliar que "Correggio" está indicado con "C" y no con "K", sino que sonriente y de buen humor le diras: "Está bien, déjelo", y dicho esto, te levantarás y lo buscarás tú mismo.
Y esa incapacidad para obrar independientemente, esa estupidez moral, esa deformidad de la voluntad, esa falta de disposición para hacerse cargo de una cosa, y realizarla, esas son las cosas que ha propuesto para lejos, en lo futuro, el socialismo puro. Si los hombres no actúan por sus propias iniciativas para sí mismos, ¿qué harán cuando el producto de sus esfuerzos sea para todos? La fuerza bruta parece necesaria y el temor a ser "rebajado" el sábado a la hora del cobro, hace que muchos trabadores o empleados conserven el trabajo o la colocación.
Anuncia buscando un taquígrafo, y de diez solicitantes, nueve son individuos que no tienen ortografía, y lo que es más, de individuos que no creen necesario tenerla. ¿Podrán esas personas escribir una carta a García?
-“Mire usted, me decía el gerente de una gran fabrica, mire usted aquel tenedor de libros".
-Bien, ¿qué le paso?
-Es un magnífico contable, mas si se le manda hacer una diligencia, tal vez la haga, pero puede darse el caso de que entre en cuatro salones de bebidas antes de llegar y cuando llegue a la Calle Principal ya no se acuerde de lo que se le dijo.
¿Puede confiarse a ese hombre que lleve un mensaje a García?
Recientemente hemos estado oyendo conversaciones y expresiones de muchas simpatías hacia “los extranjeros naturalizados que son objeto de explotación en los talleres", así como hacía "el hombre sin hogar que anda errante en busca de trabajo honrado", y junto a esas expresiones con frecuencia empléanse palabras duras hacia los hombres que están en el poder.
Nada se dice del patrono que se aventaja antes de tiempo, tratando en vano de inducir a los eternos disgustados y perezosos a que hagan un trabajo a conciencia; ni se dice nada del mucho tiempo ni de la paciencia que ese patrono ha tenido buscando personal que no hace otra cosa sino "matar el tiempo" tan pronto como el patrono vuelve la espalda. En todo establecimiento y en toda fábrica se tiene constantemente en práctica el procedimiento de selección por eliminación. El patrono se ve constantemente obligado a rebajar personal que ha demostrado su incompetencia en el fomento de sus intereses, y a tomar otros empleados. No importa que los tiempos sean buenos, este procedimiento de selección sigue en todo tiempo y la única diferencia es que, cuando los cosas están malas y el trabajo escasea, se hace la selección con más escrupulosidad, pero fuera, y para siempre fuera, tiene que ir el incompetente y el inservible.
Por interés propio el patrono tiene que quedarse con los mejores, con los que puedan llevar un mensaje a García.
Conozco a un individuo de aptitudes verdaderamente brillantes, pero sin la habilidad necesaria para manejar su propio negocio, y que, sin embargo, es completamente inútil para cualquier otro, debido a la insana sospecha que constantemente abriga de que su patrono le oprime o trata de oprimirle. Sin poder mandar, no tolera que se le mande. Si se le diera un mensaje para que lo llevara o García, probablemente su contestación sería: "Llévelo usted mismo"
Hoy este hombre anda errante por las calles en busca de trabajo, teniendo que sufrir la inclemencia del tiempo. Nadie que le conozca se ofrece a darle trabajo, puesto que es la esencia misma del descontento. No entra por razones y lo único que en él podría producir algún efecto sería un buen puntapié salido de la punta de una bota del número nueve, de suela gruesa. Sé, en verdad, que un individuo tan moralmente deforme como ése, no es menos digno de compasión que el físicamente inválido; pero en nuestra compasión derramemos también una lágrima por aquellos hombres que se encuentran al frente de grandes empresas cuyas horas de trabajo no están limitadas por el sonido del pito y cuyos cabellos prematuramente encanecen en la lucha que sostienen contra la indiferencia zafia, contra la imbecilidad crasa y contra la ingratitud cruenta de los otros, quienes, a no ser por el espíritu emprendedor de éstos, andarían hambrientos y sin hogar.
Diríase que me he expresado con mucha dureza. Tal vez sí; pero cuando el mundo entero se ha entregado al descanso, yo quiero expresar una palabra de simpatía hacia el hombre que sale adelante en su empresa, hacia el hombre que aun a pesar de grandes inconvenientes, ha sabido dirigir los esfuerzos de otros hombres, y que, después del triunfo, resulta que no ha ganado nada mas que su subsistencia.
También yo he cargado mi lata de comida al taller y he trabajado a jornal diario, y también he sido patrono y sé que puede decirse algo de ambos lados.
No hay excelencia en la pobreza "perse"; los harapos no sirven de recomendación; no todos los patronos son rapaces y tiranos; no todos los pobres son virtuosos.
"Mis simpatías todas van hacia el hombre que hace su trabajo cuando el patrono está presente, como cuando se encuentra ausente. Y el hombre que al entregársele una carta para García, tranquilamente toma la misiva, sin hacer preguntas idiotas, y sin intención alguna de arrojarla a la primera alcantarilla que encuentre a su paso, o de hacer cosa que no sea entregarla al destinatario, ese hombre nunca queda sin trabajo ni tiene que declararse en huelga para que se le aumente el sueldo. La civilización busca ansiosa, insistentemente, a esa clase de hombres. Cualquier cosa que ese hombre pida, la consigue. Se le necesita en toda ciudad, en todo pueblo, en toda villa, en toda oficina, tienda y fábrica, y en todo taller. El mundo entero lo solicita a gritos; se necesita y se necesita con urgencia al hombre que pueda llevar un "Mensaje a García”.


PREFACIO
Un artículo que ha dado la vuelta al mundo

Esta pequeñez literaria, Un Mensaje a García, fue escrita una noche, después de la comida, en una hora. Érase el veintidós de febrero de mil ochocientos noventa y nueve, natalicio de Washington, y ya íbamos a entrar en prensa con el número de marzo de nuestra revista Phillistine. Brotaba candente de mi corazón, escrita cual fue, después de pesaroso día dedicado a tratar de enseñar a ciertos indolentes moradores de la villa a abjurar de aquel estado comatoso en que se encontraban y a infiltrarles radioactividad.
La idea surgió de una pequeña discusión, cuando tomábamos el té, en la cual mi hijo Bert lanzó la especie de haber sido Rowan el verdadero héroe de la guerra de Cuba. Rowan salió solo y realizó su propósito llevó el mensaje a García. Cual destello de luz vino a mi mente la idea. Es verdad, me dije, el muchacho tiene razón: héroe es aquel que cumple su cometido, que lleva el mensaje a García. Levánteme de la mesa y escribí Un Mensaje a García. Tan poca fue mi estimación de este artículo que se publicó sin encabezamiento en la revista. Hízose el reparto y poco después principiaron a llegar pedidos de una docena, cincuenta, cien ejemplares adicionales del número de marzo de Phillistine y cuando la American News Company pidió mil ejemplares pregunté a uno de mis empleados cuál era el artículo que había levantado tanto polvo cósmico.
-"Eso de García"- me contestó.
Al día siguiente se recibió un telegrama de George S. Daniel", del Ferrocarril Central de Nueva York, que decía así: "Cotice precio de cien mil ejemplares artículo Rowan, en forma folleto. Anuncio Tren expreso del Estado Imperial al respaldo.
Diga cuándo puede hacerse entrega".
Contesté cotizando precio y diciendo que podía entregarlos en dos años. Nuestras facilidades eran pocas y cien mil ejemplares parecíanos una empresa magna. El resultado fue que le concedí permiso a mister Daniels para que reprodujera el artículo como quisiera. Lo hizo en forma de folletos, en ediciones de medio millón cada una, y, además, el artículo fue reproducido en más de doscientas revistas y periódicos. Ha sido traducido a todos los idiomas.
Cuando Mr. Daniels se ocupaba de la distribución de Un Mensaje a García, el príncipe Hilakoff, director de los ferrocarriles de Rusia, se encontraba en este país. Era huésped de la Compañía del Ferrocarril Central de Nueva York, y viajó por todo el país acompañado por Mr. Daniels. El príncipe vio el librito; le interesó, mas por el hecho de que Mr. Daniels lo estaba distribuyendo en tan grandes cantidades que, probablemente, por cualquier otro motivo.
De todos modos, cuando el príncipe regresó a su país, hizo que se tradujera al ruso y se entregara un ejemplar a todo empleado de ferrocarril en Rusia. Tras éste vinieron otros países, y de Rusia pasó a Alemania, Francia, España, Turquía, Indostán y China. Durante la guerra entre Rusia y el Japón, a todo soldado se entregó un ejemplar de “Un Mensaje a García”.
Encontrando los japoneses esos libritos en poder de los prisioneros rusos, llegaron a la conclusión de que debía ser algo bueno y por consiguiente lo tradujeron al japonés.
Y por orden del Mikado se entregó un ejemplar a todo empleado, civil o militar del gobierno japonés.
Más de cuarenta millones de ejemplares de Un Mensaje a García han sido impresos. Se dice que ésta es la circulación mayor en toda la historia, que haya tenido un trabajo literario durante la vida del autor, gracias a una serie de accidentes afortunados. - E. H.

East Aurora, 1° de diciembre de 1913.
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EL XIX. CUANDO MADRID PUDO SER CARLISTA

   Así pudo ser el 12 de septiembre de 1837. Ya desde 1835 se habían llevado a cabo aventuras carlistas por tierras castellanas. Muchas de ellas eran meras escaramuzas de partidarios del infante don Carlos, más voluntariosas e impregnadas de romanticismo, como la del cura de Sigüenza don Vicente Batanero, que auténticas expediciones militares. Quizás la más importante, por la duración y sobre todo por la distancia recorrida, fue la de Miguel Gómez, un antiguo colaborador del malogrado Zumalacárregui, curtido en la guerra contra los franceses, que en 1836 se aventuró por tierras castellanas, extremeñas y andaluzas, y perseguido por Espartero, Narváez y Alaix recorrió casi cinco mil kilómetros hasta su retorno a la seguridad de las tierras del norte, bajo control carlista.

   Pero la expedición militar más meticulosamente preparada para internarse en el corazón de la España realista es la paradójicamente denominada Expedición Real, porque, aunque no la dirige, eso lo hace el infante don Sebastián de Borbón y Braganza y el jefe del Estado Mayor, general Moreno, la manda el infante don Carlos que se hace ya llamar Carlos V. El 15 de mayo de 1837 la expedición sale de Estella y se dirige a Huesca, luego se interna en Cataluña y se dirige al sur cruzando el Ebro. Yendo aún más al sur, Valencia queda al alcance de los absolutistas, pero en lugar de tratar de tomarla emprende el camino de Madrid.

   En la Capital comienza a extenderse el temor ante la llegada de los absolutistas. No les falta razón para tenerlo. De manera independiente a la Expedición Real, a mediados de julio, un grupo carlista mandado por Juan Antonio Zariategui había salido del norte, había cruzado media España, y tras dejar atrás Segovia y dar el salto a la sierra de Navacerrada se había plantado a las puertas de Madrid. Pero Zariategui ignoraba que las fuerzas de don Carlos estuvieran tan próximas a las suyas propias y a Madrid; y el peligro que se cernió sobre la Capital, que pudo haber puesto en grave aprieto a los defensores de Madrid, se desvaneció al volver sobre sus pasos Zariategui, que solo no contemplaba la conquista de la capital.

Estatua del general Espartero en el Paseo del Espolón de Logroño

   Sin embargo, el grueso de las fuerzas absolutistas, la expedición Real, sí estaba dispuesta a ello. De momento la llegada de Espartero a Madrid dio algo de tranquilidad. Reorganizado el gobierno puesto en sus manos por la reina regente María Cristina, Espartero sale de Madrid en busca del Pretendiente. Cuando, en Cuenca, conoce que la expedición Real está en Tarancón y avanza sobre Madrid sale en su persecución. Pero la ventaja es suficiente. El 12 de septiembre las tropas carlistas entran en Arganda. Unos escuadrones a las órdenes de Cabrera, que se había unido a la expedición cuando esta cruzó el Ebro, toman Vallecas. Ahora sí, la situación de Madrid es crítica. El capitán general de Madrid, don Antonio Quiroga, poca resistencia puede oponer, sus fuerzas son muy escasas. Allí en lo alto, en el camino de Vallecas, la Expedición Real está formada, su vista puesta en Madrid. Unos lanceros de Cabrera se lanzan al ataque y ponen en fuga a los cristinos; pero aquello no es más que un aviso de lo que el Tigre del Maestrazgo desea hacer. Cabrera está deseoso por lanzarse al asalto, pero la orden no llega. Pasa el tiempo. Madrid contiene el aliento. Cabrera, impaciente, espera la señal de ataque. De pronto, avanzada la tarde, la imponente vanguardia de la Expedición Real da media vuelta y se retira. Cabrera resopla, está indignado, pero obedece. Cuando Espartero llega a Madrid el Pretendiente y su ejército ya no esta allí. Espartero en lugar de permanecer en Madríd prosigue la persecución. Y al fin lo alcanza. En Aranzueque, junto al río Tajuña, Espartero cañonea a la Expedición Real, que a estas alturas es un grupo de soldados en desbandada. Cabrera, con los suyos, ante el cariz que toman los hechos, retorna al Maestrazgo. El resto de la expedición, como puede regresa a sus bases del norte.

   Si fue el temor o la prudencia los que llevaron al Pretendiente don Carlos a dar la orden de retirada, cuando la situación parecía claramente favorable, o una cuestión política como pudo ser un compromiso de María Cristina de acceder al futuro matrimonio de la princesa Isabel, aún muy niña, con Carlos Luis, hijo del pretendiente, no ha quedado plenamente esclarecido. Cierto es que a Madrid se acercaban las tropas de Espartero que convergían con las de los generales Ferraz y Oraá, también camino de la capital; sin embargo la mayoría de los autores se inclinan a pensar en que la expedición se alineó frente a Madrid, como si de una parada militar se tratara a la espera de que doña Cristina de Borbón, en relación a la entrega de la mano ─y la corona─ de su hija, saliera a ratificar un compromiso de enlace con Carlos Luis. Años más tarde el asunto volverá a ser causa de conflicto, y una nueva negativa al matrimonio de Isabel con Carlos Luis, conde de Montemolín, enlace en el que los absolutistas habían puesto grandes esperanzas, hasta el punto de haber abdicado don Carlos en su hijo, precipitará el comienzo de la segunda guerra carlista.

 (1) Una interesante reseña sobre el periplo de Gómez se publicó en el blog Crónicas de Torrelaguna al que puede acceder desde aquí.
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EL ALMIRANTE

   Cuando a finales del siglo XIII el pequeño reino de Aragón es aún una débil potencia en el concierto europeo, su rey, Pedro el Grande, decide mirar hacia el Mediterráneo. Atrás quedan las victorias de su padre, el gran conquistador rey don Jaime, más ocupado, como lo fueron y lo seguirán siendo los reyes castellanos, en recuperar para la cristiandad las tierras ibéricas ocupadas por los hijos de Alá.

   Ahora, con la vista puesta en el horizonte lejano que ofrece el mar, piensa en las tierras italianas que por derecho corresponden a sus propios hijos, los nietos de Manfredo, el rey de Sicilia, muerto por Carlos de Anjou.

   Y para ganar aquellas costas, para dominar el mar, Pedro necesita barcos. Las atarazanas de la Corona de Aragón comienzan a construirlos; pero una vez botados necesita que alguien capaz los mande, los haga navegar victoriosos y llevarlos a buen puerto. Y para ello precisa un almirante. Mientras lo busca –no tardará mucho en hallarlo–,  coloca al mando de la escuadra a su hijo Jaime Pérez, un hijo natural, pero fiel, tenido con una de sus amantes, María Nicolau. Al fin y al cabo, en esos primeros momentos, él mismo piensa navegar con la escuadra, y nada se va a hacer sin su autorización.

Atarazanas de Valencia
















    Por fin encuentra al hombre que cree más idóneo, y los hechos demuestran que no se ha equivocado. El elegido se llama Roger de Lauria. Al mando de la escuadra aragonesa, sus victorias contribuyen decisivamente al asentamiento de las tropas de don Pedro en Sicilia y el sur de Italia. Y así, con el prestigio ganado, durante la guerra con Francia, en 1285, en aguas catalanas, vuelve Lauria a demostrar su capacidad. En una batalla nocturna frente a la costa de Palamós, los buques del almirante infligen una severa derrota a los franceses. Muchas naves son hundidas esa noche y las que logran escapar serán capturadas al día siguiente. Se calcula que unos cinco mil franceses perdieron la vida en la batalla. Aún así, el número de prisioneros fue considerable.

   Lo sucedido a partir de entonces constituye uno de esos episodios deplorables que la historia se empeña en recordarnos sobre personajes de brillantes biografías.

   No son aquellos siglos tiempos de consideración y generosidad con los vencidos ni con los prisioneros, como no lo serán tampoco los siglos posteriores; pero en aquellos era la crueldad moneda corriente, que hoy horroriza y entonces no movía a la compasión por el vencido. Y Roger de Lauria, hombre de carácter, es ejemplo de esto último.

    Separa primero a los más valiosos a fin de exigir rescate por ellos, mientras que del resto se deshace sin el menor atisbo de piedad: de los heridos, arrojándolos al mar en aguas del puerto de Barcelona; y del resto, unos trescientos, enviándolos de vuelta a su campamento francés, puestos los desgraciados en fila, uno detrás de otro, todos ciegos y sin vista por haberles sacado los ojos menos a uno que hará de guía de la columna por dejarle un ojo sano y que así, tuerto, pueda dirigir la columna hasta sus cuarteles.

   No será la última vez que sus enemigos sufran su carácter violento. Muerto Pedro el Grande y su sucesor Alfonso, Aragón está bajo el cetro de Jaime, mientras un hermano suyo Fadrique, gobernador de Sicilia primero, se separa de él, cuando aquél se conviene con el papa y los angevinos.

   Lauria y don Fadrique, perdida la confianza mutua, se separan también, y el almirante, con su hacienda y bienes italianos perdidos, y también parte de sus ideales a cambio de nuevos bienes y beneficios en Aragón, puesto al servicio de don Jaime, sufre una derrota en Catanzaro.

   Don Jaime se prepara para el ataque de Sicilia. Lauria anhela entrar en combate. Con su cuerpo herido, aunque menos que su amor propio, el almirante se lanza al ataque sobre Sicilia, le apoya Juan de Lauria, sobrino suyo, pero los mesineses salen al encuentro de Juan, capturan dieciséis galeras y lo apresan. El joven sobrino de Roger es tenido por traidor, y como a tal se le trata, siendo decapitado.

   El rey don Jaime, ante las pérdidas, ordena la vuelta a Aragón. El almirante, transforma su furia en odio. Cuando al año siguiente se prepara una nueva campaña, el almirante no da tregua, la muerte de su sobrino exige venganza. El 4 de julio de 1399, a la altura del cabo Orlando las cincuenta y seis galeras de don Jaime avistan las cuarenta de su hermano don Fadrique. En todos los barcos van gentes de Aragón, y en las dos escuadras son aragoneses quienes las mandan, y además son hermanos. Pese a todo, muchos van a morir. Las escenas de heroísmo y entrega por ambas partes son constantes. Hasta el propio rey don Jaime resulta herido: un dardo ha atravesado su pie, quedando clavado en la cubierta de la galera capitana sin que el monarca pueda moverse. Pero sin dar muestra de dolor continúa don Jaime dirigiendo y alentando a sus hombres con su ejemplo, hasta que la victoria llega para los aragoneses, que tras esta victoria se retiran, quedando Lauria avenido con el papa y el rey don Carlos de Nápoles.

   Y es entonces cuando, según afirman algunos autores, pues otros aseguran no haber pruebas que lo acredite, nuevamente el almirante da muestras de su crueldad. Difícil es asegurar si se dejó llevar por los crueles sentimientos que se le atribuyen por unos o es leyenda negra que injuria a los hombres excepcionales, máxime, como se ha dicho, en una época de rudos comportamientos, y en la que, a modo de ejemplo, a los desertores se les vuelve a aplicar como castigo la pena que, no muchos años antes, en tiempos de Carlos de Anjou, se les imponía, cortándoles las manos.    

   Así pues, muchos de los prisioneros hechos en las dieciséis naves capturadas son ejecutados de la forma más sanguinaria, como lo volverán a ser poco después otros en la última batalla de Lauria en Sicilia, junto a la isla de Ponza. Allí se enfrentan las naves sicilianas apoyadas por algunas genovesas del partido gibelino, contrario al papa Bonifacio, mandadas por Conrado de Oria, buen marino y muy considerado por don Fadrique. Conrado presenta digna resistencia al invencible almirante, pero al final, tras ver incendiada su nave se rinde. Capturada la nave del jefe genovés, Lauria apresa a Conrado y mutila a la mayor parte de la tripulación, cortando las manos de los remeros y sacando los ojos a los ballesteros. A Oria, que es sometido a riguroso cautiverio, se le exige la entrega de su castillo de Francavilla, pero Oria se niega:
  ─ El castillo es de Sicilia. Fadrique es su Rey, y yo no entrego a los enemigos del rey lo que es suyo.

   Enterado de esto don Fadrique, más inclinado a salvar la vida del caballero fiel que la posesión de un castillo, ordenó la entrega de la fortaleza a Lauria.

   Al fin, el almirante, alabado por el papa, que calificó como de “muy agradables” sus servicios, sin crítica a sus posibles excesos e inclinado a la paz, volverá a Aragón. Allí se ocupará de los señoríos en las tierras valencianas de Cocentaina, Alcoy, Muro y otras que los reyes aragoneses desde Jaime El Conquistador le fueron entregando en premio a sus servicios.
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LA PRESIDENTA

   Aunque Catalina de Erauso, aquella muchacha donostiarra, nacida en el siglo XVI y hecha monja por voluntad familiar, pero por propia voluntad convertida en soldado, es la “monja alférez” por antonomasia, otra mujer, Francisca Zubiaga de Bernales, nacida poco más de tres siglos después, se ganará también dicho sobrenombre. Poco tienen en común salvo que las dos abandonaron un convento y ambas con una casaca sobre el cuerpo empuñaron la espada.

   Francisca nace el 11 de septiembre de 1803 en Cuzco. Es hija de un alto funcionario español, pero ella es peruana, y se siente así. Ese sentimiento y su ambición le llevan a aprovechar la ocasión que se le presenta. En 1825, con el virreinato del Perú extinto tras la batalla de Ayacucho, Francisca contrae matrimonio con un maduro Agustín Gamarra Massia, a la sazón prefecto de Cuzco.

Las relaciones entre Bolivar y Gamarra no fueron buenas. Durante
una fiesta dada en homenaje del  Libertador, un exceso de "cortesía"
de éste hacia doña Francisca dio lugar a rumores, que provocaron
en Gamarra una antipatía hacia Bolivar que no supo disimular.

   Su gusto por el mando pronto se hace patente. Cuando Gamarra se presenta en la Bolivia del general Sucre, Francisca le acompaña vestida a lo militar y al mando de tropas; cuando Gamarra se dirige al norte en la guerra con Colombia, Francisca, que a estas alturas es conocida como La Mariscala, permanece en Cuzco, ocupando el puesto de su esposo; cuando en 1829 Gamarra es nombrado Presidente del Perú, Francisca es su más firme y fiel colaboradora.

   El matrimonio, como corresponde, se traslada a Lima, la capital. Desde allí, nuevamente Gamarra se traslada a Bolivia para tratar con Santa Cruz, el sustituto de Sucre, diferencias entre los dos jóvenes países; pero su esposa esta vez permanece en Lima. Ahora, envidiada y odiada a partes iguales por casi todos, es “la presidenta”. Los roces con el gobierno son continuos, en especial con el vicepresidente, el general Gutiérrez de la Fuente. El encono entre ambos se pone de manifiesto durante una representación teatral a la que asisten los dos: cuando va a dar comienzo la función, el público reclama el cambio de la obra, pide a gritos que se sustituya la obra anunciada por “La monja alférez” de Juan Pérez de Montalbán, en alusión a los orígenes de “la presidenta” y su afición a los uniformes. Como si de un guión escrito se tratara, el vicepresidente, con un gesto, accede y comienza la nueva función, que el plantel de actores tenía ensayada.

   No es la única afrenta que doña Francisca debe soportar: muchas familias de la alta sociedad limeña mantienen el respeto forzadas por la situación. Francisca es la esposa del presidente Gamarra y de facto ejerce, en ausencia de su marido, como presidenta, pero cuando es posible quienes la detestan  aprovechan cualquier ocasión para tratar de ponerla en evidencia.

   Así sucede cuando, en 1831, una dama de la buena sociedad trata de humillarla en lo que las mujeres, en estos casos, dan gran importancia. Se va ha celebrar un gran baile y la citada señora logra persuadir a una de las sirvientas de doña Pancha, que también así se le conoce, para que, después de entregarle una sustanciosa cantidad de dinero, le indique el vestido que se le prepara para la ocasión; pero doña Francisca, lista como ella sola, descubre el asunto, y con la más absoluta reserva se hace preparar otro traje. El día de la fiesta acuden los invitados, la dama beneficiaria de la confidencia, segura de poner en ridículo a la “presidenta” luciendo el mismo vestido que cree llevara doña Francisca, se presenta en el salón. Poco después lo hace doña Pancha, esplendorosa, con su precioso traje. No va sola, le acompaña su criada, está con el vestido copiado. No hace falta decir la vergüenza de una y la complacencia de la otra al verse aquella reflejada en una criada.

   Tampoco el desaire del teatro Principal queda sin venganza. Al fin, doña Francisca logra convencer a su esposo de que La Fuente conspira contra él, tratando de ocupar su puesto. Una noche se presenta el general Eléspuru en el domicilio del vicepresidente La Fuente al mando de una tropa, que irrumpe ruidosamente en el domicilio. Una suerte para La Fuente que, avisado por el escándalo, logra escapar por una ventana. Acabará refugiado en Chile, desde donde advertirá sobre la conspiración de doña Francisca para destruir el sólido y fiel apoyo que el presidente tenía en él.

   Los abusos y arbitrariedades se suceden. La prensa arremete contra el gobierno, y éste trata de amordazarla. Gamarra, su esposa y sus partidarios se ven envueltos en un último escándalo: un periodista, Juan Calorio, muy crítico con el presidente, es apaleado, casi muerto. La situación se vuelve muy difícil para el gobierno, y para doña Pancha, que tiene mucho que ver en todo. Tanto que incluso la esposa de Calorio asegura haberla visto, de uniforme, entre el grupo que asaltó a su marido.

   La situación de descrédito es tan grande, que las siguientes elecciones suponen un fracaso para Gamarra, que igual que su esposa, con sus partidarios, se enfrenta a los vencedores. Doña Francisca, fiel a su ser, de uniforme y pistola al cinto, lucha por recuperar el poder, y pierde. Huirá con su esposo. Acabarán separándose, él para seguir en solitario su carrera política, ella muy enferma para acabar refugiada en Chile, donde, a los treinta y dos años, morirá sola y cargada de deudas.
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EL SUEÑO IMPOSIBLE DEL CONDE DE ARANDA

   Cuando a finales del siglo XIII Marco Polo, preso en una cárcel genovesa, escribió el “Libro de las Maravillas” no pudo imaginar que casi quinientos años después uno de los hallazgos hechos por él en la lejana China despertaría un renovado interés por conseguir su fabricación.

   Hasta entonces Europa se había limitado a disfrutar de la fina y hermosa porcelana china por las piezas traídas en las caravanas procedentes de oriente. Ya había dejado escrito Marco Polo cómo la había visto fabricar, cómo se extraía de las minas una tierra que era amontonada y expuesta a la intemperie durante cuarenta años sin ser removida; y cómo, con el paso de ese tiempo, aquellos montones de tierra se habían convertido en una masa muy fina apta para la preparación de vasijas, que se pintaban y colocaban en grandes hornos.

   Pero cuarenta años es mucho tiempo. Muchos hombres no llegan a vivir ese tiempo en esa época y la pretensión de fabricar porcelana parece caer en el olvido.

   No es hasta el siglo XVI cuando se producen los primeros intentos por fabricar porcelana en Europa; y aún más tarde, en el siglo XVIII, cuando los intentos toman cuerpo. Se utiliza caolín, igual que en China, y otras materias, se construyen hornos, se hacen pruebas de todo tipo sobre los componentes de las pastas, su tratamiento o su cocción, pero el resultado es desalentador. Al fin, se consigue algo parecido a lo buscado, una porcelana blanda, similar, pero de cualidades muy inferiores a la china. Pero los fabricantes europeos no quedan satisfechos y perseveran en el intento. Al fin, en Alemania, Johann Friedrich Böttger, en 1709, obtiene la primera porcelana dura europea, iniciando su producción en la Imperial fabrica de Meissen. Italia, Francia, Inglaterra y España también lo intentan.

   El Reino de Nápoles lo consigue con la fundación, por el rey Carlos VII, de la Real Fábrica de Porcelanas de Capodimonte. Francia, en la fábrica de Sèvres, que hasta entonces sólo fabricaba cerámicas finas de pasta blanda, logra por fin en 1768 fabricar la porcelana al estilo chino.


   En Alcora, en 1743, el décimo conde de Aranda, don Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, hereda la fabrica de lozas fundada por su padre. Visita poco la fábrica, pero parece dispuesto el conde a hacerla productiva, y promueve una severa reforma de las condiciones de trabajo. Se publican unas nuevas ordenanzas, reorganizando el proceso productivo. Se incrementa el horario laboral, que alcanza las trece horas y media diarias, castigando severamente a los obreros que no cumplen los horarios, para lo que se habilitan en la propia fábrica calabozos para los infractores; y se empeña en la obtención de porcelana dura. Se contratan químicos alemanes y franceses, pero sólo logran obtener porcelana tierna, resistiéndoseles la auténtica porcelana, más su empeño no ceja, sigue el conde buscando técnicos, unos para la fabricación de lozas, otros para tratar de conseguir su sueño, incluso años después, cuando consulta con el célebre químico Joseph Louis Prous, contratado por el rey Carlos IV para impartir clases, y al que se le ha instalado un moderno laboratorio en Segovia, sobre si hay en España caolines aptos para la fabricación de porcelanas. Finalmente a principios del siglo XIX, cuando la fábrica pertenece al duque de Hijar, pues Aranda no dejó descendencia, parece que la producción de porcelana verdadera es un hecho. Así se desprende del informe del intendente de la Real Fabrica, José Delgado, en el que recomienda abandonar la fabricación de porcelana auténtica por sus excesivos costes. La fábrica de Alcora había conseguido hacer realidad un sueño. Un sueño efímero.

   Pero no había sido el intento de Aranda el único habido en España. En 1759, Carlos de Borbón había cambiado la corona de Nápoles por la de España. Llegó con su familia y trajo multitud de servidores, algunos de ellos portadores de las técnicas usadas en Capodimonte en la fabricación de porcelanas. Al año siguiente quedaba fundada la Real Fábrica de Porcelanas del Buen Retiro. España se incorporaba al grupo de países capaces de fabricar la auténtica porcelana.
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