El viajero a medida que asciende por la
sierra ve como la vegetación se espesa. Al poco, el viejo ve el monasterio de
San Juan de la Peña
a la sombra del monte Pano. Desde que fuera construido a principios del pasado
milenio, su existencia ha pasado por multitud de circunstancias. Quizás una de
las más trágicas fue el pavoroso incendio que a finales del siglo XVII le causó
enormes daños. Las llamas dejaron tan maltrecho el viejo cenobio que se hizo
preciso la construcción de un nuevo monasterio al que se trasladaron los
monjes, dejando los restos del viejo a cargo de unos pocos monjes que se
ocuparon de su mantenimiento. Del nuevo, restaurado hoy, en la explanada de San
Indalecio, apenas a un kilómetro de distancia del original, poco dirá el viajero sino es que tiene su mayor interés en las tres portadas barrocas
de su fachada. Abandonado en 1.835 durante las exclaustraciones decimonónicas, su estado no hizo más que empeorar tras el
daño hecho por el francés veinticinco años antes.
El viejo, que es por el que el viajero
tiene más interés, está en la cueva de Galión. Tiene justa fama de ser pieza
única del arte románico aragonés. Dos capillas se edificaron en los siglos del
gótico y del barroco, aquélla importante, ésta mediocre. Las dos en ángulos
opuestos del claustro: la gótica, florida, ninguneada por su vecindad con los
capiteles labrados por el “Maestro de San Juan de la Peña ”, la barroca, cubierta
con una cúpula para protegerse del pétreo paladar que cubre todo el claustro, porque
sabe el viajero que en cierta ocasión se desprendió un fragmento del techo
rocoso, que fue a caer sobre el abad del monasterio que paseaba por el
claustro, hiriéndolo de consideración en un hombro. Tras su recuperación, mandó
levantar esta capilla en la que, a falta de interés externo, tiene en su
interior un lienzo de Juan Galván con la representación del descubrimiento por
el joven Voto del cuerpo momificado de Juan de Atarés junto al de la cierva a
la que perseguía y que, despeñada desde lo alto del monte Pano, cayó en la
entrada de la cueva, antiguo cubículo del eremita. Voto, luego canonizado,
conmovido por el descubrimiento hecho junto a una capilla dedicada a San Juan
Bautista, vendió todos sus bienes y junto a su hermano Félix se recluyó en existencia
ascética.
El monasterio tiene un panteón real con las lápidas en las que figuran los nombres de los reyes aragoneses enterrados en el monasterio; casi todos hasta Pedro I, cuyos restos no están allí sino en otra sala de techos ennegrecidos por el humo producido por el horno en el que los monjes fabricaban su pan. También hay muchos nobles sepultados en el monasterio. Allí están, en otra sala, los nichos de todos ellos, hasta el último que decidió reposar allí, el conde de Aranda(1),
ilustrado aragonés, que se encargó de la construcción del panteón de los reyes,
obra barroca , que el viajero ya vio.
El viajero antes de abandonar el monasterio ve una réplica del Santo Cáliz.
Aquí estuvo casi doscientos años puesto a salvo durante la invasión sarracena, que se
apoderaba de España y aún pretendía de Europa. Había estado antes en Huesca,
llevado por San Lorenzo, y en Huesca volvió a estar cuando ésta retornó a la fe
cristiana. En el siglo XV, Alfonso V el Magnánimo mandó llevarlo a la catedral
de Valencia, donde actualmente se le venera.
El viajero continúa
camino hacia el poniente, deja atrás el embalse de La Yesa , y llega a una
encrucijada: a la izquierda está el Castillo de Javier, a la derecha, al norte,
el monasterio de San Salvador de Leire. Allí quiere ir el viajero.
Cuando el viajero
llega al monasterio lo encuentra restaurado, en perfecto estado, con hospedería
y restaurante; pero no siempre estuvo así. Fue levantado a principios del
pasado milenio por los primeros reyes navarros, y albergó monjes de Cluni
primero y del Cister después. En la época de las exclaustraciones decimonónicas
resultó abandonado. La cripta, situada bajo la nave principal del cenobio, fue
usada por pastores que guardaban allí sus rebaños y por peregrinos que hacían
el camino de Santiago. Cuando en 1950 los técnicos iniciaron la restauración
los muros estaban encalados; así se obtenía una mínima higiene que los usuarios
disfrutaron sin haberlo buscado y dotaban a la cripta de una luminosidad extra
al reflejar las blancas paredes la paupérrima luz que entraba por los
minúsculos ventanucos. Esto, cuando no estaban parcialmente oscurecidos por el
humo de los fuegos que tanto pastores como peregrinos hacían en su interior. La
cripta ya ha dicho el viajero que está bajo la iglesia, y dicen los expertos
que las ciclópeas columnas, sin basas, con capiteles enormes unidos unos con
otros con toscos arcos de medio punto, son su soporte.
Al lado de la
cripta, el viajero ve un largo pasillo al que no puede entrar. Una puerta de
forja le impide pasar, pero no ver. Es el pasillo de San Virila, y lo que ve es
la imagen del Santo, que fue abad del monasterio y del que se cuenta una
historia, para unos leyenda, tradición para otros, acerca de la eternidad y la
fugacidad de la naturaleza humana: Virila, siendo abad del monasterio, caminaba
por el bosque cercano al cenobio, meditabundo y preocupado sobre la vida eterna
y nuestro breve paso por este mundo, cuando escuchó el canto de un ruiseñor.
Quedó el religioso absorto escuchando los trinos del pájaro, y al despertar de
su ensimismamiento regresó al convento donde para sorpresa propia y de los
demás frailes, ni conocía a quienes allí estaban ni los que estaban allí le
conocían a él. Él declaraba ser el abad y llamarse Virila. Tal insistencia puso
en ello, que los frailes, hurgando en los archivos, descubrieron que
trescientos años atrás el monasterio había tenido un abad con dicho nombre.
Hoy, además del famoso pasillo, el abad da nombre a una fuente de los
alrededores, de la que se dice mana agua milagrosa.
(1) El décimo Conde de Aranda, que yace en el panteón de
los nobles del Monasterio de San Juan de La Peña , fue tres veces ministro de Carlos III.
Debió ser hombre de carácter y comportamiento despóticos. Heredó del noveno
Conde de Aranda la fábrica de porcelanas de Alcora.