LO QUE DEBA SER, SERÁ

   Así dijo Esquilo, aunque muchos han sido los que han tratado de llevarle la contraria para evitar un destino insoslayable. El afán, a veces obsesivo, por conocerlo no ha hecho más que demostrar cuáles son nuestras limitaciones. La necesidad de conocer el porvenir tiene como consecuencia la aparición de aquellos capaces de satisfacerla: profetas, adivinos, personas extraordinarias tocadas con el don de la clarividencia han saciado el ansia por conocer el porvenir, la mayor parte de las veces con la vana intención de dominar y cambiar lo venidero.

   Pero ni el mayor empeño puesto en cambiar un anunciado y desgraciado futuro logra modificar el destino, cuando éste esta escrito.


   Domiciano fue uno de los que lo intentó sin lograrlo. Había dirigido Roma con cautela y prudencia al principio, pero tornose  autoritario en grado sumo después; y desconfiado de todo y todos, ordenó muchas ejecuciones, granjeándose el temor y el odio de muchos, Tácito uno de los que más, como bien se ocupó de dejarlo escrito. Los cristianos, con su propio Dios, incompatible con la deidad del tirano,  tampoco tuvieron fácil su existencia. Viendo enemigos por doquier, preguntó el emperador en cierta ocasión a un mago con fama de adivino cuál sería su final. Ascletarión, que ese era su nombre, le anunció que su muerte sería violenta. Entonces Domiciano preguntó al vidente de qué modo se produciría su propia muerte, y Ascletarión contestó:
    ─ Moriré devorado por los perros.
   Pero el emperador dispuesto a burlar las predicciones del mago en lo relativo a su propia muerte, haciéndolo errar en la suya, lo apresó, ordenó que le cortaran la cabeza y que su cuerpo, despedazado, fuera quemado. Cuando las llamas comenzaban a ganar altura se desató una gran tormenta, y los soldados que guardaban el lugar abandonaron sus puestos al caer una torrencial lluvia, que acabó por apagar el fuego, dejando el cuerpo de Ascletarión expuesto al apetito de unos perros que lo devoraron. Tiempo después, una noche, con gran violencia, resistiéndose cuanto pudo, Domiciano cayó apuñalado en palacio, como predijo Ascletarión. Tenía cuarenta y cinco años y había reinado durante quince el que fue último emperador de la dinastía Flavia.
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SIR JULIÁN ROMERO

   Si de un soldado se puede decir que murió con las botas puestas es preciso pensar en uno que vivió y murió en el siglo XVI, que desde que se puso el uniforme de las tropas imperiales, a los dieciséis años, hasta que, a punto de cumplir los sesenta, cayó fulminado de su caballo en las cercanías de Crémona, camino de Flandes, no dejo de servir con honor al ejército español dueño en aquel siglo de los campos de batalla europeos.

    Se llamaba Julián Romero de Ibarrola y nunca, aun en contra de sus deseos, a los que renunció con disciplina por los de su señor, dejó de ser un soldado. Estaba, cuando la muerte le sorprendió, de nuevo dispuesto a la lucha.

   Cuando en Torrejoncillo del Rey, un pequeño pueblo de Cuenca nace Julián, nadie puede imaginar que el destino le depara obtener los más altos honores. Ha nacido en una familia humilde y sus perspectivas no son halagüeñas, sin embargo el siglo XVI es en España un siglo de aventura. España es un hervidero, en el que la sangre española viaja por el mundo. Hombres cargados con lanzas unas veces, con cruces otras, recorren Europa y América forjando su futuro.

  Julián elige Europa. En Italia, alistado en las tropas imperiales, a sus dieciséis años, con su tambor, se enfrenta a los franceses; después Túnez y Flandes también conocen el valor de Julián, que con el grado de teniente llega a Inglaterra, casi por casualidad, y se queda. Enrique VIII,  por los servicios prestados en su lucha contra los escoceses, le premia por ello. Asciende a capitán y es nombrado caballero.

   La separación de Enrique de Roma tras el divorcio de Catalina de Aragón parece no gustar a Julián, que deja Inglaterra y vuelve a la lucha en Flandes, donde se le respeta el grado.  Cuando en agosto de 1557 las tropas del duque de Saboya ponen sitio a la plaza de San Quintín, Julián Romero esta allí.

  Con tres compañías del tercio de Alonso de Navarrete encargadas de reducir el Arrabal, un pequeño núcleo fortificado defendido por unos cien hombres y dos cañones, separado de San Quintín por el río Somme, Julián y sus arcabuceros se ocupan de defenderlo. El enclave es de la máxima importancia, pues en él se encuentra el único puente que permite el acceso a San Quintín desde el Sur, cruzando el río.

  Cuando se produce el asalto de las murallas de San Quintín, Julián destaca por sus acciones, por su bravura y captura a varios capitanes franceses. De su participación en San Quintín recibe nuevas distinciones y resulta nombrado maestre de campo y caballero de la Orden de Santiago, esto último mal visto por no cuadrar la limpieza de su sangre ni su fortuna con la ley de la Orden. Pese a ello es el comienzo del ascenso social de aquel humilde muchacho nacido en un pequeño pueblo castellano.

El monasterio de El Escorial fue fundado por Felipe II para conmemorar la victoria en San Quintín como residencia de los reyes y panteón real.

   Otra vez en Flandes, queda al servicio del duque de Alba y sigue destacando por sus acciones. Con sus hombres, participa en la célebres “encamisadas”, aquellas escaramuzas nocturnas en las que los arcabuceros vestían camisas blancas para reconocerse entre ellos, pero guardándose bien de mantener ocultas las mechas encendidas de sus armas, hasta irrumpir por sorpresa en los campamentos enemigos y sembrar el pánico.

   Próximo a los cincuenta años, Julián ha recibido honores, tiene dinero y busca reposo. Pide permiso para retirarse y volver a España, pero no se le concede. Sigue luchando hasta el fin. Ha quedado mutilado, durante sus más de cuarenta años como soldado ha perdido un brazo, un ojo, la audición en un oído y exhibe una cojera desde los tiempos de San Quintín, suficiente para convertirle en un mito. El mito al que el Greco, escribiendo en el propio lienzo “Julián Romero, el de las hazañas” y expresa mención a su condición de caballero de Santiago, pintó en el cuadro “Julián Romero y su Santo Patrono”;  y del que Lope de Vega y Tirso de Molina escribieron también.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. BARCELONA

   De Barcelona, el viajero, en la que ha estado unas cuantas veces, podría empezar a escribir y no parar. Tan inmensa es la cantidad de hechos, de monumentos, de historia allí ocurrida que el viajero tiene que hacer también un inmenso esfuerzo por resumir lo que no tiene resumen.

   El viajero nada más llegar se encuentra paseando por Las Ramblas y, aficionado como es a verlo todo desde lo alto, se le ocurre llegar hasta la del Mar y subir al monumento a Colón, erigido como homenaje al descubridor de América. Porque aquí, en Barcelona, fue recibido por los Reyes Católicos en 1493, poco después de ocurrir en la plaza del Rey hechos que pudieron cambiar la historia de España. Dejará el viajero para cuando pase por esa plaza, en el Barrio Gótico, el relato de aquellos sucesos, porque ahora en el interior del monumento a Colón, el viajero quiere contar algo de esta colosal obra.



   Apenas hay media docena de personas esperando, lo que es una gran suerte teniendo en cuenta que  el ascensor tiene una minúscula cabina cilíndrica en la que apenas caben tres o cuatro personas embutidas como si fueran arenques en una lata. Mientras espera su turno piensa en lo que sabe de este monumento proyectado por el arquitecto Cayetano Buigas, costeado por suscripción pública e inaugurado en 1888. Tiene una enorme base de granito y sobre ella se alza una columna  rematada por la estatua del descubridor de América, obra del escultor Rafael Atché. No dirá el viajero las dimensiones completas de la estatua, pero sí que bajo sus pies, cuya talla alcanza 1,20 metros, se halla el mirador al que el viajero está subiendo ya. La inauguración del monumento por la reina regente doña María Cristina fue un acontecimiento importante. No hay más que recordar los invitados e ilustres personalidades que acudieron al acto. Allí, aquel 1 de junio de 1888 estuvieron el rey Humberto  I de Italia y el presidente de los Estados Unidos Grover Cleveland.

   Desde el pequeño espacio del mirador, una especie de estrecho corredor circular el viajero se asoma por las mirillas de cristal. La vistas son magníficas en cualquier dirección, pero son las Ramblas, otra vez, las que acaparan su atención; porque si hay un paseo en Barcelona, síntesis de su ser cosmopolita, son ellas y por ellas regresa el viajero, pero saliendo y entrando continuamente por sus lados, para ver lo que los antiguos barrios barceloneses guardan. Primero se asoma a la Plaza Real, neoclásica y porticada,  luego, más allá, en el barrio de la Ribera,  a la basílica de Santa María del Mar, la iglesia gótica, en opinión del viajero, más bella de Barcelona; aunque de este templo el viajero dirá poco por faltarle las palabras, y porque hasta libros de gran éxito han escrito sobre ella, y con mejores letras que las usadas por el viajero; pero al menos sí contará que estuvo forrada de sobrecargadas tallas barrocas, que desaparecieron durante los once días que duró el incendio ocurrido durante la Guerra Civil española y dejaron la impresionante estructura que el viajero ve hoy.

   Al salir, sube por la calle Montcada, calle señorial donde las haya, cuajada de palacios construidos sobre los solares en los que estuvieron otros más antiguos del siglo XII, cuando fue trazada la calle; y de vuelta, entra en el barrio gótico el más antiguo de la ciudad.

   Al llegar a la Plaza del Rey el viajero empieza a imaginar lo que allí paso hace poco más de quinientos años. Los reyes Isabel y Fernando han llegado a Barcelona hace pocos días. Son jornadas llenas de agasajos y cortesía, pero aquel 7 de diciembre de 1492 sucede algo imprevisto.

   El rey Fernando ha recibido en audiencia a varios de sus súbditos, ha impartido justicia en ciertos casos que se le han presentado y al terminar, saliendo de Palacio hacia la plaza del Rey, mientras baja las escaleras, junto a la capilla de Santa Ágata, sucede lo que nadie espera. Desde atrás, un hombre desenfunda su espada, la levanta y, con todas sus fuerzas unidas al peso del acero, descarga el estoque sobre la figura real. El rey justo en ese momento ha dado un pequeño giro. Aunque ajeno a todo lo que comienza a suceder a su espalda el pequeño movimiento ha sido providencial. El golpe de la espada, cuyo filo estaba destinado a caer sobre la cabeza del rey, separa las carnes del monarca en la parte posterior de su cuello y hombro, abre un tajo, dicen los presentes, tan hondo que horroriza verlo. Mas no se desmaya el rey, que, vuelto, aún acierta a ver como Salcedo y Ferrol, dos de sus mozos, próximos al agresor, se abalanzan sobre él reduciéndolo, y con las pocas fuerzas que aún asisten a Fernando grita éste:
    ─Que no muera ese hombre.
   Ese hombre es Joan Canyamás, un payés al que por razón o por interés, se toma por loco. Aunque en un primer momento, hombres cercanos al rey vieron en el atentado razones políticas, achacando al influjo francés, al navarro o incluso al catalán, la acción del agresor, no tarda mucho en abrirse camino la idea de que Canyamás es un demente. Su propia confesión lo confirma.

   Dice Bernáldez, presente durante todos estos hechos y cronista, cómo el orate confiesa su culpa al reconocer cómo por sus orejas oía: “Mata a este Rey, y tú serás Rey, que éste te tiene lo tuyo por fuerza”. Confesión concluyente y categórica sino fuera por haberla hecho de la forma en la que se solían obtener las confesiones de quienes por las buenas todo lo negaban, por más que en el atestado oficial se reconociera dicha confesión también fruto del arrepentimiento de Canyamás.

   Obtenido un culpable, ni siquiera aquellas palabras del rey, ahora muy grave, con la fiebre alta y en un estado que augura el peor de los fines, salvan la vida del regicida. Sólo la reina, ante el arrepentimiento visto en el criminal, que le procura la asistencia de un confesor, que no podrá salvar su cuerpo, pero lo intenta con el alma, parece demostrar algo de clemencia con quién ha tratado de quitarle al esposo y padre de sus hijos. Fernando salvará su vida, pero cuando se recupere todo habrá terminado porque, el 11 de diciembre Joan Canyamás es ajusticiado con absoluta falta de caridad. El reo es sometido a cruel e inmisericorde tormento, su cuerpo lentamente mutilado de la manera más horrible hasta su muerte, y despedazado, fue finalmente quemado y aventadas sus cenizas.

   No muy lejos de la plaza del Rey está la de Sant Jaume. En ella, frente a frente están el ayuntamiento y el palacio de la Generalitat. De los dos es éste el que concentra, especialmente en su balcón, las mayores páginas de la historia de Cataluña. Tantos han sido los personajes asomados a él.

Construido a mediados del siglo XIX, el  Gran Teatro del Liceo ha sido 
durante mucho tiempo emblema de la vida cultural barcelonesa.

















    Y cerca también está la catedral. El viajero entra por la puerta del claustro. Es sombrío y lleno de vegetación. Un estanque sirve para que las trece ocas que allí habitan chapoteen y limpien sus blancas plumas. Leyó el viajero hace tiempo  ─y lo contó en otro lugar─, que su número coincide con los años que tenía Santa Eulalia, una de las patronas de Barcelona, la niña mártir, que en tiempos de Diocleciano fue torturada hasta la muerte. El viajero que sabe que los restos de la santa está en la cripta que hay bajo la capilla mayor entra en el templo. De lo mucho que tiene para admirar la iglesia, el viajero destaca un Cristo hecho en madera de olmo. Está en una de las capillas próxima a los pies del templo, la antigua sala capitular, y se le conoce como el Cristo de Lepanto porque esa era la cruz que en “La Real”, la nao capitana de don Juan de Austria, durante la batalla contra el turco, daba protección a la escuadra española y cristiana. La retorcida postura del Cristo cuentan que se debe a que avistada una bala de cañón que se le acercaba, lanzada desde una nave sarracena, se dobló en un escorzo casi imposible, evitando el alcance que parecía inevitable. No está muy seguro el viajero que las cosas fueran así, y no la mano del tallista la causante de tal contorsión, pero así se ha dicho y hasta escrito en muchos libros.

   Pero si hay en Barcelona un edificio famoso el viajero piensa sin dudarlo en la Sagrada Familia; también es la construcción más famosa de Antonio Gaudí. No olvidará el viajero contemplar algunas de sus obras: la Pedrera, el parque Güell, en la parte alta de la ciudad, encargo de Eusebio Güell, el industrial, mecenas y amigo del arquitecto reusense para el que construyó también su palacio residencia de la calle Nou de la Rambla; pero ahora ante las colosales torres del templo expiatorio, que esa fue la intención de Gaudí al diseñarlo, se le ocurre compararlo con las antiguas catedrales medievales. Como muchas de ellas, su construcción ha ocupado, y aún lo hace, mucho tiempo. Dos centurias abarcará seguramente su terminación definitiva y eso que las ilusiones, aun en vida de don Antonio, de terminar la obra en poco tiempo hubo quien las hizo suyas cuando el arquitecto fue preguntado en cierta ocasión  por el tiempo en el que estaría concluido el templo. Gaudí, como inspirado por la fe que siempre demostró y está a punto de llevarle a los altares respondió: “Mi Cliente no tiene prisa”.

   Como ya ha repetido el viajero aquí y en otros viajes, su afición a ver las cosas desde las alturas es grande, y en Barcelona tiene ocasión de hacerlo desde casi cualquier punto cardinal. Ya subió al monumento a Colón y ahora está justo en el otro extremo de la rosa de los vientos. Entre vueltas y revueltas, rodeando la montaña el viajero se ha plantado en la cumbre del Tibidabo.

   El viajero ya arriba, se da cuenta de como comparten el poco espacio disponible la Iglesia, para gozo del Alma y el viejo Parque de Atracciones, para disfrute del cuerpo. En la fachada de la cripta el viajero se queda un buen rato mirando el vistoso mosaico con la figura del Sagrado Corazón, bajo cuya advocación está el templo; luego, escala los peldaños de la escalinata y entra en la cripta. Entre penumbras a las que se acostumbra poco a poco, descubre otro mosaico, que nada tiene que envidiar al que  ha visto fuera. Es obra de los oficiales del los talleres Brú, de mediados del siglo XX.

En el exterior del templo el Parque de Atracciones ocupa el poco espacio que queda libre. Es un Parque de los que ya no se hacen, con su tiovivo con caballitos de colores, una pequeña noria, también muy vistosa, una avioneta digna del Barón Rojo, que suspendida por medio de unas varillas da vueltas alrededor de un eje, y que en su giro parece querer tocar las paredes del templo vecino. Todo el Parque parece una antigüedad,  más museo de la mecánica que Parque con las vibrantes y vertiginosas atracciones que mandan en el gusto actual. Y desde las terrazas, Barcelona, a los pies del viajero, primero los nostálgicos palacetes románticos y modernistas que fueron construidos durante el siglo XIX y primeros años del XX., después la ciudad toda, al fondo el mar y, mirando un poco al Sur, otra montaña, más famosa si cabe, porque en ella hay de todo: es parque, castillo, museo… Es la montaña de Montjuic. Cuando el viajero se acerca hasta allí, a plena luz del día, lo ve casi todo, y dice casi porque hay algo que sólo es posible ver cuando no hay luz, o mejor dicho, cuando el Sol ya no está y es otra luz, ésta domesticada, la que es envuelta por la oscuridad: la de la fuente mágica de Montjuic, diseñada por Carles Buigas, hijo de Cayetano, el autor del monumento a Colón del que el viajero ya dijo algo nada más llegar a la Ciudad Condal. Construida en 1929 con motivo de la Exposición Universal es aún hoy el más colorista espectáculo de los que se pueden ver en Barcelona, y gratis. Cuando el viajero llega a la fuente aún no es noche cerrada, falta un poco para que comience el espectáculo, pero el lugar está ya muy concurrido. Por suerte, el viajero, que se ha acercado a la barra del quiosco que hay allí, no sabe bien por qué, se ha ganado el favor de un galopillo del local, y en un periquete éste le ha montado una mesita en la terraza, sacado unos bocadillos y el viajero sentado, como en un palco, dispuesto a ver el espectáculo, que disfruta como un buen turista.

   Podría el viajero seguir enumerando los monumentos y lugares que Barcelona puede mostrar orgullosa, pero no es éste lugar para inventarios, aunque sí, para terminar, de nombrar a otro de los grandes de la arquitectura modernista. Genial como Gaudí, tan sólo su fama y conocimiento del público, de modo injusto piensa el viajero, es menor que la del arquitecto de Reus. El viajero habla de Luis Domenech Montaner. Para ver algo de lo que hizo no hace falta andar mucho. El Palau de la Música es ejemplo cercano al centro, que el viajero ya vio, pero no quiere irse de Barcelona sin ver con sus propios ojos otra de las obras que se le encargó hacer: el hospital que Barcelona necesitaba.

   A finales del siglo XIX, tras el incendio, en el Raval, un barrio próximo a las Ramblas, del antiguo y vetusto hospital de Santa Cruz, Barcelona queda sin el hospital general que la ciudad precisa. Y es a Domenech a quien se le encarga la construcción de uno nuevo.

El hospital que acabará llevando el nombre de San Pablo, nombre del
banquero, Pau Gil, que patrocinó su construcción fue concluido por
el hijo de don Luis, Pedro, en los años treinta del siglo XX.


















   Se le entregan 145 hectáreas del “ensanche” y pone manos a la obra. Y, ¡vaya obra! Casi una veintena de pabellones llenos de columnas, mosaicos, vidrieras, torres, cúpulas, todo ello con el colorido que un pintor de la época hubiera dado a sus lienzos, todos los edificios  rodeados de jardines, y que Doménech concibió así. Una obra útil pero bella, como una terapia más en la recuperación de los habitantes de aquella ciudad sanitaria. 

   Queda mucho más, pero el viajero debe partir, sabiendo que en cuantas visitas vuelva a hacer a está ciudad, siempre encontrará algún rincón, conocerá algún secreto que le haga pensar una y otra vez lo mismo: volver.
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