Si de un soldado se puede decir que murió con las botas
puestas es preciso pensar en uno que vivió y murió en el siglo XVI, que desde
que se puso el uniforme de las tropas imperiales, a los dieciséis años, hasta
que, a punto de cumplir los sesenta, cayó fulminado de su caballo en las
cercanías de Crémona, camino de Flandes, no dejo de servir con honor al ejército español dueño en aquel siglo de los campos de batalla europeos.
Se llamaba Julián Romero de Ibarrola y nunca, aun en contra de sus deseos, a los que renunció con disciplina por los de su señor, dejó de ser un soldado. Estaba, cuando la muerte le sorprendió, de nuevo dispuesto a la lucha.
Cuando en Torrejoncillo del Rey, un pequeño pueblo de
Cuenca nace Julián, nadie puede imaginar que el destino le depara
obtener los más altos honores. Ha nacido en una familia humilde y sus
perspectivas no son halagüeñas, sin embargo el siglo XVI es en España un siglo
de aventura. España es un hervidero, en el que la sangre española viaja por el
mundo. Hombres cargados con lanzas unas veces, con cruces otras, recorren
Europa y América forjando su futuro.
Julián elige Europa. En Italia, alistado en las tropas
imperiales, a sus dieciséis años, con su tambor, se enfrenta a los franceses;
después Túnez y Flandes también conocen el valor de Julián, que con el grado de
teniente llega a Inglaterra, casi por casualidad, y se queda. Enrique
VIII, por los servicios prestados en su
lucha contra los escoceses, le premia por ello. Asciende a capitán y es
nombrado caballero.
La separación de Enrique de Roma tras el divorcio de
Catalina de Aragón parece no gustar a Julián, que deja Inglaterra y vuelve a la
lucha en Flandes, donde se le respeta el grado.
Cuando en agosto de 1557 las tropas del duque de Saboya ponen sitio a la
plaza de San Quintín, Julián Romero esta allí.
Con tres compañías del tercio de Alonso de Navarrete encargadas
de reducir el Arrabal, un pequeño núcleo fortificado defendido por unos cien
hombres y dos cañones, separado de San Quintín por el río Somme, Julián y sus
arcabuceros se ocupan de defenderlo. El enclave es de la máxima importancia,
pues en él se encuentra el único puente que permite el acceso a San Quintín
desde el Sur, cruzando el río.
Cuando se produce el asalto de las murallas de San
Quintín, Julián destaca por sus acciones, por su bravura y captura a varios
capitanes franceses. De su participación en San Quintín recibe nuevas
distinciones y resulta nombrado maestre de campo y caballero de la Orden de Santiago, esto
último mal visto por no cuadrar la limpieza de su sangre ni su fortuna con la
ley de la Orden. Pese a ello es
el comienzo del ascenso social de aquel humilde muchacho nacido en un pequeño
pueblo castellano.
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El monasterio de El Escorial fue fundado por Felipe II para conmemorar la victoria en San Quintín como residencia de los reyes y panteón real. |
Otra vez en Flandes, queda al servicio del duque de Alba y
sigue destacando por sus acciones. Con sus hombres, participa en la célebres “encamisadas”,
aquellas escaramuzas nocturnas en las que los arcabuceros vestían camisas
blancas para reconocerse entre ellos, pero guardándose bien de mantener
ocultas las mechas encendidas de sus armas, hasta irrumpir por sorpresa en los
campamentos enemigos y sembrar el pánico.
Próximo a los cincuenta años, Julián ha recibido honores,
tiene dinero y busca reposo. Pide permiso para retirarse y volver a España,
pero no se le concede. Sigue luchando hasta el fin. Ha quedado mutilado, durante
sus más de cuarenta años como soldado ha perdido un brazo, un ojo, la audición
en un oído y exhibe una cojera desde los tiempos de San Quintín, suficiente
para convertirle en un mito. El mito al que el Greco, escribiendo en el propio
lienzo “Julián Romero, el de las hazañas” y expresa mención a su condición de
caballero de Santiago, pintó en el cuadro “Julián Romero y su Santo Patrono”; y del que Lope de Vega y Tirso de Molina
escribieron también.