ME SUPRIMO

   Dedicó su ingenio a distraer a los demás. Escribió mucho y bien sobre las aventuras de personajes que hicieron las delicias de pequeños y mayores, y el éxito de su obra ha perdurado hasta nuestros días: Sandokán o El corsario negro son leídos y recordados aún; sin embargo, la vida de Emilio Salgari es una mezcla de misterio y desgracia, sobre todo de esto último. Se sabe que vino al mundo en Verona, pero ni siquiera sobre la fecha de su nacimiento hay acuerdo(1). Intentó ser marino, lo que consiguió a medias, porque aunque hizo algunos viajes por el Mediterráneo pronto se dedicó a la literatura como periodista y escritor, actividad en la que realizó las auténticas  singladuras por exóticos mares, con las que soñó, que le darían fama.


   En 1892, Emilio contrae matrimonio con Ida Peruzzi. Las cosas no parecen irle mal. Tiene trabajo en lo que le gusta hacer. Ida le da hijos y, aunque, pese al éxito y aceptación que logran sus artículos y libros, no está bien pagado, siempre en contante lucha con los editores que, en contratos leoninos, le exigen constantes títulos, mantiene, a duras penas, un nivel de vida razonable. En Turín, tras su regreso de Génova a la que había ido en busca de mejoras laborales, continúa escribiendo; sin embargo el germen de la desgracia está en él.

   Que su padre tiempo atrás se hubiera suicidado es posible que dejara en él una marca imborrable. El caso es que a sus cuarenta años se considera un viejo. Refugiado en su escritorio, insomne y fumando sin parar escribe: “Llega la vejez, nada tengo para pasarla tranquilo: sólo la eterna pluma, el eterno tintero y mi inseparable cigarrillo. El alivio me lo procura el tabaco: cien cigarrillos diarios me dan fuerza para mantenerme en pie; el alimento, no.”

   Sus adicciones al tabaco y al alcohol no son sus únicos males. Se hace llamar Capitán Altieri, pseudónimo utilizado por Salgari en algunos de sus cuentos; pero su inestabilidad emocional se manifiesta, de modo más notorio, cuando en 1909 Salgari trata de matarse dejándose caer sobre una espada. Fracasa, de momento. Dos años después una nueva desgracia golpea el ánimo de Salgari. Ida es ingresada en el manicomio de Collegno. Es más de lo que el escritor puede soportar. Casi arruinado, con cuatro hijos y una esposa loca, seis días después del ingreso de Ida en el sanatorio, Salgari decide poner fin a su vida. Pocos días antes ha comprado un cuchillo. El 25 de abril de 1911, Salgari deja Turín, se dirige al valle de San Martín y en uno de sus bosques se hace el harakiri, clavándose un cuchillo en el vientre para luego cortarse el cuello hasta morir desangrado. Una nota dirigida a sus hijos avisándoles del lugar en el que encontrarán su cadáver y pidiendo se entregue su cuerpo para su entierro por caridad, al carecer de bienes, se encontrará en su escritorio después de su muerte.

   Y sin embargo, leyendo las últimas letras escritas por Salgari dirigidas a su editor se vislumbra un ápice de cordura y un mucho de desesperación y resentimiento: “Vencido por mis desdichas, reducido a la miseria a pesar del enorme volumen de mi trabajo, con la mujer loca en el hospital, sin poder pagar su pensión, me suprimo. Creo que con mi nombre merecía otra fortuna y otra muerte.”

    Con su trágica muerte se libró de comprobar cómo la fatalidad, no conforme con su sacrificio, se ceba también en toda su familia, a la que una mala estrella parece perseguir. A los pocos días de la muerte del escritor es su esposa, en el hospital, la que fallece. Sus cuatro hijos tampoco pudieron escapar a fatídicos destinos. Mónica, su única hija, cuatro años después, a los veintitrés años, muere de tuberculosis; Nadir, el hijo al que Salgari encargó del cuidado de su madre y hermanos, conducía una motocicleta que colisionó con un tranvía con fatal resultado. En 1931 fue Romeo el que falleció: durante un ataque de celos había intentado matar a su esposa, suicidándose después con la misma arma. Sólo Omar, el hijo menor, parecía salvarse del siniestro signo de su familia. Escritor de aventuras exóticas, como su padre, aunque sin su fama, vivía en Turín. Un día del año 1963 decidió pasar a otro mundo. Se arrojó desde la ventana de su casa. Nada se pudo hacer por él.

(1) Hay dudas sobre la fecha exacta de su nacimiento. La mayoría de las fuentes indican el año 1863, pero él dejó escrito en sus memorias haber nacido en 1862. Otras circunstancias personales manifestadas por el propio Salgari, como las relativas a sus viajes y condición de marino, no están confirmadas, dejando en el misterio parte de su existencia. 
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AIZKOMENDI

   Tan antiguo es este monumento, perdida su construcción en los lejanos tiempos del periodo neolítico y posterior Edad del Bronce que, en realidad, hablar de él es referirnos a una historia de la prehistoria, si es que a ésta la encuadramos en los términos clásicos de su coincidente fin con el del nacimiento de la escritura.


   El de Aizkomendi es un dolmen, o lo era, porque lo que hoy vemos no es ni sombra de los que fue. Reducido a la mínima expresión, fue descubierto casualmente en 1832, en Eguilaz, cerca de Salvatierra de Álava. Era un monumento funerario enorme, cuya cámara central alcanzaba unas dimensiones de diez a doce pies tanto en su longitud como en su anchura y en la que, tras las sucesivas excavaciones realizadas durante los siglos XIX y XX fueron encontrados restos humanos, y armas de silex, algunas de bronce y objetos diversos depositados junto a aquellos. Cubierto con una enorme losa, se accedía al recinto por medio de un largo corredor, destruido dos años después del hallazgo.

   En 1965, a fin de permitir su vista desde la carretera que discurre ante él, fue desmontado el túmulo que lo cubría, dejando su impresionante estructura a la vista, pero privándonos de la contemplación de su verdadero aspecto como monumento funerario.
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LO QUE DEBA SER, SERÁ

   Así dijo Esquilo, aunque muchos han sido los que han tratado de llevarle la contraria para evitar un destino insoslayable. El afán, a veces obsesivo, por conocerlo no ha hecho más que demostrar cuáles son nuestras limitaciones. La necesidad de conocer el porvenir tiene como consecuencia la aparición de aquellos capaces de satisfacerla: profetas, adivinos, personas extraordinarias tocadas con el don de la clarividencia han saciado el ansia por conocer el porvenir, la mayor parte de las veces con la vana intención de dominar y cambiar lo venidero.

   Pero ni el mayor empeño puesto en cambiar un anunciado y desgraciado futuro logra modificar el destino, cuando éste esta escrito.


   Domiciano fue uno de los que lo intentó sin lograrlo. Había dirigido Roma con cautela y prudencia al principio, pero tornose  autoritario en grado sumo después; y desconfiado de todo y todos, ordenó muchas ejecuciones, granjeándose el temor y el odio de muchos, Tácito uno de los que más, como bien se ocupó de dejarlo escrito. Los cristianos, con su propio Dios, incompatible con la deidad del tirano,  tampoco tuvieron fácil su existencia. Viendo enemigos por doquier, preguntó el emperador en cierta ocasión a un mago con fama de adivino cuál sería su final. Ascletarión, que ese era su nombre, le anunció que su muerte sería violenta. Entonces Domiciano preguntó al vidente de qué modo se produciría su propia muerte, y Ascletarión contestó:
    ─ Moriré devorado por los perros.
   Pero el emperador dispuesto a burlar las predicciones del mago en lo relativo a su propia muerte, haciéndolo errar en la suya, lo apresó, ordenó que le cortaran la cabeza y que su cuerpo, despedazado, fuera quemado. Cuando las llamas comenzaban a ganar altura se desató una gran tormenta, y los soldados que guardaban el lugar abandonaron sus puestos al caer una torrencial lluvia, que acabó por apagar el fuego, dejando el cuerpo de Ascletarión expuesto al apetito de unos perros que lo devoraron. Tiempo después, una noche, con gran violencia, resistiéndose cuanto pudo, Domiciano cayó apuñalado en palacio, como predijo Ascletarión. Tenía cuarenta y cinco años y había reinado durante quince el que fue último emperador de la dinastía Flavia.
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SIR JULIÁN ROMERO

   Si de un soldado se puede decir que murió con las botas puestas es preciso pensar en uno que vivió y murió en el siglo XVI, que desde que se puso el uniforme de las tropas imperiales, a los dieciséis años, hasta que, a punto de cumplir los sesenta, cayó fulminado de su caballo en las cercanías de Crémona, camino de Flandes, no dejo de servir con honor al ejército español dueño en aquel siglo de los campos de batalla europeos.

    Se llamaba Julián Romero de Ibarrola y nunca, aun en contra de sus deseos, a los que renunció con disciplina por los de su señor, dejó de ser un soldado. Estaba, cuando la muerte le sorprendió, de nuevo dispuesto a la lucha.

   Cuando en Torrejoncillo del Rey, un pequeño pueblo de Cuenca nace Julián, nadie puede imaginar que el destino le depara obtener los más altos honores. Ha nacido en una familia humilde y sus perspectivas no son halagüeñas, sin embargo el siglo XVI es en España un siglo de aventura. España es un hervidero, en el que la sangre española viaja por el mundo. Hombres cargados con lanzas unas veces, con cruces otras, recorren Europa y América forjando su futuro.

  Julián elige Europa. En Italia, alistado en las tropas imperiales, a sus dieciséis años, con su tambor, se enfrenta a los franceses; después Túnez y Flandes también conocen el valor de Julián, que con el grado de teniente llega a Inglaterra, casi por casualidad, y se queda. Enrique VIII,  por los servicios prestados en su lucha contra los escoceses, le premia por ello. Asciende a capitán y es nombrado caballero.

   La separación de Enrique de Roma tras el divorcio de Catalina de Aragón parece no gustar a Julián, que deja Inglaterra y vuelve a la lucha en Flandes, donde se le respeta el grado.  Cuando en agosto de 1557 las tropas del duque de Saboya ponen sitio a la plaza de San Quintín, Julián Romero esta allí.

  Con tres compañías del tercio de Alonso de Navarrete encargadas de reducir el Arrabal, un pequeño núcleo fortificado defendido por unos cien hombres y dos cañones, separado de San Quintín por el río Somme, Julián y sus arcabuceros se ocupan de defenderlo. El enclave es de la máxima importancia, pues en él se encuentra el único puente que permite el acceso a San Quintín desde el Sur, cruzando el río.

  Cuando se produce el asalto de las murallas de San Quintín, Julián destaca por sus acciones, por su bravura y captura a varios capitanes franceses. De su participación en San Quintín recibe nuevas distinciones y resulta nombrado maestre de campo y caballero de la Orden de Santiago, esto último mal visto por no cuadrar la limpieza de su sangre ni su fortuna con la ley de la Orden. Pese a ello es el comienzo del ascenso social de aquel humilde muchacho nacido en un pequeño pueblo castellano.

El monasterio de El Escorial fue fundado por Felipe II para conmemorar la victoria en San Quintín como residencia de los reyes y panteón real.

   Otra vez en Flandes, queda al servicio del duque de Alba y sigue destacando por sus acciones. Con sus hombres, participa en la célebres “encamisadas”, aquellas escaramuzas nocturnas en las que los arcabuceros vestían camisas blancas para reconocerse entre ellos, pero guardándose bien de mantener ocultas las mechas encendidas de sus armas, hasta irrumpir por sorpresa en los campamentos enemigos y sembrar el pánico.

   Próximo a los cincuenta años, Julián ha recibido honores, tiene dinero y busca reposo. Pide permiso para retirarse y volver a España, pero no se le concede. Sigue luchando hasta el fin. Ha quedado mutilado, durante sus más de cuarenta años como soldado ha perdido un brazo, un ojo, la audición en un oído y exhibe una cojera desde los tiempos de San Quintín, suficiente para convertirle en un mito. El mito al que el Greco, escribiendo en el propio lienzo “Julián Romero, el de las hazañas” y expresa mención a su condición de caballero de Santiago, pintó en el cuadro “Julián Romero y su Santo Patrono”;  y del que Lope de Vega y Tirso de Molina escribieron también.
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