EL MUSEO DEL PRADO: SU MEJOR LEGADO

   Aunque es considerado un borrón en la historia de España; aunque hurgando en los libros de historia es difícil encontrar que algo bueno hiciera; aunque a Fernando VII, quizás el rey que más desdeñosos motes haya coleccionado para adjetivar su ser, excepto el primero, que pronto fue olvidado y; aunque la historia le ha juzgado con merecido rigor, de su voluntad absoluta ha llegado a nosotros, quizás su más generosa herencia.

   Fue la obra de un rey, que siendo apisonadora de libertades, sin embargo, democratizaría el arte. Fue la creación del un museo público: el Museo del Prado.

  Apenas hacía dos meses que había vuelto a España el rey deseado, cuando el 4 de julio de 1814 anunció su intención de crear un museo público de pinturas con los fondos reales, de su propiedad por tanto. Si fue porque París tenía desde 1793 abiertas al público las puertas del Museo del Louvre, o por imitación a lo hecho por los reyes napoleónicos distribuidos por Europa, incluido José, ya fuera de España, pero que había tratado de fundar en Madrid uno, que de haber sido hubiera llevado el nombre de Museo Josefino, lo cierto es que la generosidad en este caso del rey fue grande, y justo es reconocérselo. Unos cinco años, pues el museo abrió sus puertas el 19 de diciembre de 1819, se tardó en elegir y rehabilitar el lugar, el viejo y medio arruinado palacio que Villanueva había construido como Museo de Ciencias Naturales. Todo ello pagado con el peculio privado del rey, que sin duda fue su alma impulsora, aunque sin olvidar otros estímulos como los de la propia reina, en aquellos días Isabel de Braganza, mujer culta y amante de la artes.


   No acabó aquí la bondad de Fernando. Inaugurado el museo, no se olvidó de él hasta que murió: gastos generales, de manutención y personal fueron pagados por el monarca, que autorizó desde el principio y hasta el fin de su reinado la entrega, al naciente museo, de muchos de los cuadros colgados en los Reales Sitios. Más aún, de su propio bolsillo pago obras con el mismo destino. Así sucedió con una Trinidad de Ribera que el rey adquirió para el museo en 1820, o con el celebérrimo Cristo Crucificado de Velázquez, que propiedad de Godoy, que lo había comprado, pasó a su esposa, la condesa de Chinchón, que lo poseyó en París. Al morir la condesa fue el duque de San Fernando, cuñado de la condesa, quien lo regaló al rey Fernando, y éste, generoso una vez más, lo cedió al museo en 1829. Entre unas cosas y otras, las aproximadamente 300 obras con las que se inauguró el museo en 1819 pasaron a ser cerca de 4.000 en 1827, apenas quince años después, que seguirían aumentando.

   De la protección de la que gozó el museo en vida del rey dan cuenta  los problemas y peligros en los que se vieron las obras allí depositadas en cuanto murió. Los cuadros fueron incluidos como de libre disposición en las disposiciones testamentarias del rey. El peligro de reparto entre los herederos y la dispersión de la colección fue real, pero la sensatez imperó. Se adjudicaron a Isabel, menor de edad, se compensó a su hermana Luisa Fernanda en lo le correspondía como haber por ese concepto y la colección quedó a salvo, y por tanto el museo. Sólo treinta años después, en 1865, el deseo de Fernando VII se vería asegurado cuando las obras fueron adscritas al patrimonio de la Corona, dejando de ser propiedad personal de la reina.

Nota: De Fernando VII y su poco ejemplar comportamiento público y privado se pueden leer algunos detalles en: "Vie de château", "Historia de un ensañamiento" o "La niña que logró ser reina".
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CAVA ARQUEJADA

   Construida a finales del siglo XVII o principios del XVIII, estuvo en uso hasta 1906. La electricidad y las modernas fábricas de hielo la hicieron inútil, pero ha quedado como testimonio mudo de la arquitectura rural,  sin más historia que la pequeña historia de aquello para lo que sirvió y del modo de vivir en otros tiempos.







  La construyó Joan Puig, al parecer especializado en la construcción de este tipo de obras, por encargo de la ciudad de Xátiva, aunque se halle ubicada en Agrés, en la alicantina Sierra de Mariola, región elevada en la que varios picos superan los mil metros y se registran copiosas nevadas durante sus rigurosos inviernos. Este pozo de nieve,  conocido también como La Cava Gran, tiene unos quince metros de diámetro, su profundidad alcanza los doce metros y se alza a 1.200 metros sobre el nivel del mar. El lugar era, pues, ideal para la fabricación de hielo. La nieve llevada a los neveros, apisonada y convertida en hielo, era distribuida a partir de la primavera para la conservación de alimentos y preparación de refrescos y helados en las poblaciones próximas y aún, mediante el transporte adecuado, a otras más lejanas.

   Quizás sea, y el viajero está conforme con esa opinión, en que es posiblemente la mejor y más hermosa obra de este tipo que se conserva por sus dimensiones, su aspecto elegante y estado relativamente bien conservado, y ello pese a falta de la cúpula que, cubriendo el pozo, rellenaba los espacios existentes entre los sillares de los arcos. De aquélla sólo nos ha llegado, como remate coqueto, la cimera de piedra mampuesta. Del resto, de madera y teja, se sabe que desgraciadamente, tras su abandono en el 1906, fueron retirados para ser usados como materiales de construcción en algunas viviendas de Agrés. 
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OJO POR OJO

    El 20 de febrero de 1735 parece un día tranquilo. El discurrir de la gente por el Prado de Madrid es apacible y nada hace sospechar que lo que está a punto de ocurrir allí pueda tener consecuencias imprevisibles.

 Todo comienza cuando un grupo de alguaciles y soldados conducen bajo custodia a un maleante y un grupo de revoltosos atacan a los guardias con intención de liberar al detenido.

   No son sólo aquellos los únicos involucrados en el caso. Coincide durante el ataque el paso del embajador de Portugal, marqués de Belmonte. Le acompañan varios sirvientes. Algunos de éstos ayudan a los asaltantes y, liberado el malhechor, deciden, sin consideración a su señor, ampararlo en la residencia del embajador.

   El marqués, en su residencia, ya dueño de la situación, resuelve entregar al detenido,  despedir a los criados involucrados y pedir excusas ante el Consejo de Castilla. Cree que así queda todo resuelto. Al fin y al cabo él ha sido también una víctima.

  Pero Isabel Farnesio, la despótica esposa de Felipe V, que no ve con simpatía la estrecha relación que mantiene Belmonte con la princesa portuguesa doña Bárbara de Braganza, esposa del heredero Fernando no opina del mismo modo, pues el embajador sirve de enlace entre la princesa y sus padres, los reyes de Portugal, transmitiendo el trato arisco, cuando no humillante, que reciben ella y su esposo por parte de la reina, y el consuelo de aquellos para con su hija(1).


  El incidente es para la reina la excusa perfecta, que no desaprovecha la ocasión. La intención de Isabel Farnesio es enojar a Portugal, atacando cuanto de portugués hay en Madrid. Se ordena la invasión de la embajada portuguesa y sin atender las protestas de Belmonte, varios empleados son detenidos; pero los acontecimientos parecen escapar a la voluntad de la reina, parecen tener vida propia. 

   El visceral Joao V de Portugal, al ser informado de los hechos de Madrid, responde. Y lo hace como lo ha hecho la reina Isabel: ojo por ojo: la embajada de España en Lisboa es asaltada y varios empleados de la misma son detenidos. Exige el rey Joao excusas al monarca español, pero Felipe en su lugar ordena al embajador, marqués de Capicciolatro, que regrese de inmediato a España. Capicciolatro sin despedirse siquiera abandona Lisboa. La escalada bélica no tarda en manifestarse. Joao V moviliza tropas y anuncia que él mismo las capitaneará camino de Madrid. Felipe hace lo mismo. Sitúa tropas ante la frontera portuguesa y dice estar dispuesto a bombardear Lisboa. La tensión es grande. El caso se torna en incidente muy comprometido para las dos naciones. Al fin una flota inglesa al mando del almirante Norris, ayuda solicitada por Portugal, llega a las costas lusas. Lejos de servir para arreglar las cosas, la presencia inglesa no hace más que poner en guardia a Francia. Ésta, pendiente de los acontecimientos, no quiere aventuras inglesas en la Península Ibérica y toma cartas en el asunto. Intercede para avenir a los reyes ibéricos. A duras penas logra Francia que las actitudes más beligerantes se disipen, pero no que la animosidad de la reina Isabel con los príncipes españoles, ya sin el apoyo del embajador Belmonte, despedido, se mantenga con inflexible rigidez hasta que Fernando, ya rey, despida de palacio a Isabel, primero a las casas de Osuna, y más tarde a La Granja, con gran lujo, pero lejos de Madrid.

(1) Del poco afecto que tuvo la reina Isabel por los príncipes basta recordar como ordenó que les fueran suprimidas sus asignaciones, que vieran limitadas sus visitas en palacio a sólo cuatro personas o, ya en lo más íntimo, cuando prohibió que se guardara luto en la Corte en memoria de uno de los aniversarios por el fallecimiento de la madre de Fernando, la reina María Luisa de Saboya. Fernando apeló al rey, pidiéndole permiso al menos para vestir él de negro aquel día, y Felipe, tras consultar con  Isabel que no lo consintió, no tuvo más remedio que transmitir a su hijo la negativa.
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LA GUERRA DE LOS POBRES

   Aunque la Constitución de 1812, en su artículo 361, dejaba claro que “Ningún español podrá excusarse del servicio militar, cuando y en la forma que fuere llamado por la ley”, pronto se vio cómo el interés de algunos no estaba conforme ni siquiera con la primera palabra del precepto. Poco a poco, primero en la ley de quintas de 1823, que autorizaba el establecimiento de la sustitución para la prestación del servicio militar; y luego, ya sin reparos, en la Ordenanza de 1837, la redención por dinero, las clases más pudientes encontraron el cauce legal para eludir el envío de sus hijos al servicio de armas.

   No es de extrañar que así sucediera. España durante casi todo el siglo XIX anduvo enfrascada en continuos conflictos civiles y coloniales. Especialmente las guerras en Cuba y Filipinas fueron devastadoras para unas tropas mal pertrechadas, más por las durísimas condiciones de las selvas en las que se enfrentaban al enemigo que por la propia lucha en los frentes.

   Tal situación de injusticia consentida por la ley tuvo respuesta por los afectados, los hijos de las clases bajas. En muchos casos la solución fue la de abandonar sus domicilios e instalarse en el extranjero antes de ser llamado a quintas, de manera que su falta de incorporación a filas se justificase con su ausencia. Pero los mozos que así actuaban, sin serlo del todo, parecían prófugos. Los gobiernos tomaron medidas limitando la concesión de permisos para emigrar y se implantaron fianzas con las que en caso de no volver al ser llamados, el propio gobierno las usase para la sustitución del mozo ausente por otro.

   También el ingenio y la trampa tuvieron su papel a la hora de dar esquinazo al alistamiento por medio de la sustitución: impedidos, enanos y todo tipo de deficientes se ofrecían o eran ofrecidos, por módicas cantidades, para sustituir a los mozos. Estos quedaban liberados, y aquellos siempre exentos, por inútiles, de  prestar el servicio; otras veces quienes se ofrecían, también a buen precio, eran holgazanes o gentes de mal vivir, que resultaban finalmente caros a los sustituidos, pues nada más ponerse el uniforme desertaban y volvían a su transeúnte vida, dejando al mozo sustituido en difícil situación, que solía resolverse con su propia incorporación a filas.

   Pero es en la redención por dinero donde la injusticia se hacía más patente y cuando las diferencias entre clases sociales se manifestaban en toda su crudeza. Si resultaba penoso para los padres de las clases más pobres ver como sus hijos partían camino de guerras que poco les importaban, mucho más angustioso era recibir los partes de las bajas en las que figuraban sus hijos, mientras veían pasear por las calles a los de sus vecinos ricos liberados del servicio y de una muerte casi segura.

   Para impedirlo las familias trataban por todos los medios de alcanzar los recursos necesarios para evitar a sus hijos un futuro tan poco halagüeño. El precio para conseguir la sustitución y la redención a metálico fue muy variable a lo largos del siglo XIX. A finales del siglo, próximos los desastres del 98, eludir el servicio militar en la península suponía pagar 1.500 pesetas y 2.000 pesetas en ultramar, cantidades muy considerables para la época y difícilmente asequibles a las clases más bajas que, pese a todo, intentaban por todos los medios posibles liberar a sus hijos de tan infausto destino.

   Comenzaron a proliferar las casas de seguros especializadas en la liberación de mozos. Y así los padres, desde el nacimiento de sus  hijos varones, comenzaban a pagar unas primas que asegurasen el capital suficiente para liberar a sus hijos del servicio militar. No era ésta la única forma ni la menos gravosa, aún suponiendo un exigente sacrificio para aquellas pobres familias; los prestamistas, bien organizados en cajas de crédito, ofrecían a un interés usurario el importe necesario para la redención de los mozos. Estas Cajas se extendieron por toda España exigiendo a los prestatarios, generalmente campesinos, avales sobre sus cosechas y ganado. Los abusos de estas compañías obligó al Estado a intervenir, constituyendo en 1859 el Fondo de Retenciones y Sustituciones, con lo que el Estado se convirtió en el principal gestor de las sustituciones del servicio militar por dinero.

Reproducción del cuadro de Salvador de Viniegra sobre la
 proclamación en Cádiz de la Constitución de 1812. Cien años
 fueron necesarios para consagrar el derecho en ella recogido 
de que "Ningún español podrá excusarse del servicio militar".


    Varios intentos para erradicar tan injusto estado de cosas se trataron de llevar a cabo; pero ni el gobierno provisional, tras la revolución de 1868, ni el de la Primera República lograron hacer prosperar la abolición de tan discriminatoria situación. Habría que esperar muchos años, cambiar de siglo, para que el gobierno de Canalejas, en 1912, aboliese la redención a metálico, implantándose por fin el servicio obligatorio.

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