EL RAYO DE SINALOA

   Heraclio Bernal tuvo una existencia corta en el tiempo, pero intensa en sus vivencias. Mitad bandolero, mitad guerrillero, comenzó como lo primero y acabó siendo, por lo segundo, un mito.

   Agitado México en tiempos de Juárez, primero con el artificioso Imperio de Maximiliano,  luego con el Porfiriato, la niñez de Heraclio Bernal transcurre entre El Chaco, donde nació un 28 de junio de 1855, hijo de Jesús y de Jacinta; Guadalupe de los Reyes, una mina de plata a la que su padre trasladó la familia en busca de trabajo y Palo Verde, la tierra de su madre.

 Ya mayor, muerto Juárez, Lerdo de Tejada en su exilio norteamericano y Porfirio Diez dueño de México, Heraclio, por su cuenta, vuelve a la mina, a trabajar. Las condiciones de trabajo son malas, para él y para todos los trabajadores. Protesta por ello. Quizás harto, un día roba unos lingotes de plata, pero es descubierto y denunciado. La leyenda que paralelamente se escribe con la historia lo convierte en víctima de una trampa de quien mal le quiere en la mina.

   Pero huye. Comienza una carrera desenfrenada, mezcla de delito y justicia social. Le acompaña Gonzalo Landeros. Perseguido, con malas compañías, su camino se traza inexorable por la senda del bandolerismo.

   Heraclio es jovial, alegre, buen bailarín, le gusta perfumarse, galán con las mujeres  y osado, muy osado, con los hombres. Ya con cierta fama de bandolero, buscado por las autoridades para apresarlo, sin aviso, aún con riesgo de ser reconocido, llega a Cosalá. Allí se celebra una partida de cartas. Uno de los jugadores es el general Cleofás Salmón, prefecto del distrito. Heraclio se acerca. Mira. Pide jugar y le dejan. Cuando termina la partida sus bolsillos están tan llenos como vacíos los de sus compañeros de mesa. Y Heraclio parte con sus ganancias. Al momento, un niño entra en el local, lleva una nota para el prefecto Salmón. Dice: “Espero volver a jugar con usted y que tenga mejor suerte. Heraclio Bernal”. Salmón enrojece de ira. No será la única vez que Bernal se presente de incógnito para darse a conocer luego.

   Durante los tiempos que siguen Heraclio y sus hermanos se dedican a lo único que ya pueden seguir haciendo. Sí, se apropian de lo ajeno. Los bienes de los comerciantes, de los explotadores de las minas de plata, casi todas en manos extranjeras, son ahora el botín de sus atracos. No hay mina cuya caja fuerte no deje de serlo a manos de Heraclio y su partida.

   Y la gente del pueblo comienza a verlo de otro modo, con otros ojos. Porque Heraclio entrega mucho de lo que roba a los ricos, a los necesitados, se presenta en los pueblos, da dinero, participa en fiestas; y se declara, como lo es su padre, juarista, partidario de la Constitución de 1857 y declarado enemigo de Porfirio Diez, el dictador.

 
   Ayudado y ayudando al general rebelde Ramírez Terrón, que antes de ser rebelde tuvo mando importante cuando Porfirio Diez tomó la presidencia de la República en 1877, a veces juntos, la mayor parte por separado, Terrón y Bernal asaltan y toman pueblos y ciudades de Sinaloa. Colaborando con el general, Heraclio ya es teniente de guerrillas.

   El 26 de junio de 1880, Ramírez Terrón y Heraclio Bernal se apoderan de Mazatlán. Bernal parte y deja allí a Terrón. Victoria efímera, pues el general la abandona enseguida ante el temor de quedar sitiado por las tropas del gobierno que se aprestan a liberar la capital. En su huída toma y abandona distintas localidades y asalta, como hace Bernal, algunas minas de plata. Descubierto y perseguido por el capitán Juan Gómez, Terrón es abatido.

   Los tiempos que siguen ven a Heraclio Bernal como un cabecilla ubicuo. Los asaltos de su partida se producen en muchos lugares. En todos se pronuncia el grito “Aquí Bernal” y Bernal ora aquí, ora allá, a dicho grito, sin tiempo para estar en todos a la vez, se convierte en rayo.

   El gobierno estrecha el cerco sobre Bernal. Se envían más tropas. De nada sirve. Visto como un bandolero por las autoridades, cada vez está más comprometido en la lucha política. Comienza a publicar manifiestos, proclamas, planes políticos. En 1886 ya es teniente coronel de los rebeldes. Recibe la noticia de que el general Trinidad García de la Cadena pronto se levantará en armas contra el dictador Diez. Bernal acoge el aviso con esperanza. Vana. El 1 de noviembre de ese mismo año García de la Cadena es asesinado. El mismo, poco antes, durante una refriega es herido, pero logra huir.

   Si por la fuerza no es posible, quizás por la delación y la recompensa, ésta siempre tentadora y lenitivo de escrúpulos, sea posible la captura del cabecilla. Así lo piensa el gobernador del Estado de Sinaloa, Francisco Cañedo, quien ofrece diez mil pesos de gratificación por Bernal.

   Crispín García es un campesino que recorre aquellos caminos. Cierto día se cruza con un hombre y una mujer. Crispín es un hombre perspicaz. Curtido en la vida, que ya ha puesto en peligro otras veces, habla con los viajeros. Son la novia de Heraclio y uno de sus hombres. Sospecha. Les sigue. Sí, ha encontrado a Heraclio Bernal. De vuelta, da cuenta de su hallazgo y, con sigilo y rapidez, se prepara una partida. Con Bernal en la montaña en la que se refugia, aparte de su novia, Bernardina García, sólo hay seis hombres. Muchos de los que con él estaban han sido abatidos en los últimos tiempos y otros, muchos, tomando su propio camino han dejado al guerrillero para hacer lo único que saben hacer bien: robar en su propio beneficio.

   Al amanecer del día 5 de enero de 1888, en la montaña en la que se esconde, comienza un tiroteo fatal. Bernal es herido, pero resiste. El propio Crispín García participa en la escaramuza. Es un buen tirador. Apunta sobre Heraclio. Dispara. La bala atraviesa la cabeza del acorralado. Muere el hombre, nace el mito al que el pueblo cantará un corrido mexicano. Algunos verán en él al pionero de revolucionarios que años después darán batalla a la injusticia.
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EL MUSEO DEL PRADO: SU MEJOR LEGADO

   Aunque es considerado un borrón en la historia de España; aunque hurgando en los libros de historia es difícil encontrar que algo bueno hiciera; aunque a Fernando VII, quizás el rey que más desdeñosos motes haya coleccionado para adjetivar su ser, excepto el primero, que pronto fue olvidado y; aunque la historia le ha juzgado con merecido rigor, de su voluntad absoluta ha llegado a nosotros, quizás su más generosa herencia.

   Fue la obra de un rey, que siendo apisonadora de libertades, sin embargo, democratizaría el arte. Fue la creación del un museo público: el Museo del Prado.

  Apenas hacía dos meses que había vuelto a España el rey deseado, cuando el 4 de julio de 1814 anunció su intención de crear un museo público de pinturas con los fondos reales, de su propiedad por tanto. Si fue porque París tenía desde 1793 abiertas al público las puertas del Museo del Louvre, o por imitación a lo hecho por los reyes napoleónicos distribuidos por Europa, incluido José, ya fuera de España, pero que había tratado de fundar en Madrid uno, que de haber sido hubiera llevado el nombre de Museo Josefino, lo cierto es que la generosidad en este caso del rey fue grande, y justo es reconocérselo. Unos cinco años, pues el museo abrió sus puertas el 19 de diciembre de 1819, se tardó en elegir y rehabilitar el lugar, el viejo y medio arruinado palacio que Villanueva había construido como Museo de Ciencias Naturales. Todo ello pagado con el peculio privado del rey, que sin duda fue su alma impulsora, aunque sin olvidar otros estímulos como los de la propia reina, en aquellos días Isabel de Braganza, mujer culta y amante de la artes.


   No acabó aquí la bondad de Fernando. Inaugurado el museo, no se olvidó de él hasta que murió: gastos generales, de manutención y personal fueron pagados por el monarca, que autorizó desde el principio y hasta el fin de su reinado la entrega, al naciente museo, de muchos de los cuadros colgados en los Reales Sitios. Más aún, de su propio bolsillo pago obras con el mismo destino. Así sucedió con una Trinidad de Ribera que el rey adquirió para el museo en 1820, o con el celebérrimo Cristo Crucificado de Velázquez, que propiedad de Godoy, que lo había comprado, pasó a su esposa, la condesa de Chinchón, que lo poseyó en París. Al morir la condesa fue el duque de San Fernando, cuñado de la condesa, quien lo regaló al rey Fernando, y éste, generoso una vez más, lo cedió al museo en 1829. Entre unas cosas y otras, las aproximadamente 300 obras con las que se inauguró el museo en 1819 pasaron a ser cerca de 4.000 en 1827, apenas quince años después, que seguirían aumentando.

   De la protección de la que gozó el museo en vida del rey dan cuenta  los problemas y peligros en los que se vieron las obras allí depositadas en cuanto murió. Los cuadros fueron incluidos como de libre disposición en las disposiciones testamentarias del rey. El peligro de reparto entre los herederos y la dispersión de la colección fue real, pero la sensatez imperó. Se adjudicaron a Isabel, menor de edad, se compensó a su hermana Luisa Fernanda en lo le correspondía como haber por ese concepto y la colección quedó a salvo, y por tanto el museo. Sólo treinta años después, en 1865, el deseo de Fernando VII se vería asegurado cuando las obras fueron adscritas al patrimonio de la Corona, dejando de ser propiedad personal de la reina.

Nota: De Fernando VII y su poco ejemplar comportamiento público y privado se pueden leer algunos detalles en: "Vie de château", "Historia de un ensañamiento" o "La niña que logró ser reina".
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CAVA ARQUEJADA

   Construida a finales del siglo XVII o principios del XVIII, estuvo en uso hasta 1906. La electricidad y las modernas fábricas de hielo la hicieron inútil, pero ha quedado como testimonio mudo de la arquitectura rural,  sin más historia que la pequeña historia de aquello para lo que sirvió y del modo de vivir en otros tiempos.







  La construyó Joan Puig, al parecer especializado en la construcción de este tipo de obras, por encargo de la ciudad de Xátiva, aunque se halle ubicada en Agrés, en la alicantina Sierra de Mariola, región elevada en la que varios picos superan los mil metros y se registran copiosas nevadas durante sus rigurosos inviernos. Este pozo de nieve,  conocido también como La Cava Gran, tiene unos quince metros de diámetro, su profundidad alcanza los doce metros y se alza a 1.200 metros sobre el nivel del mar. El lugar era, pues, ideal para la fabricación de hielo. La nieve llevada a los neveros, apisonada y convertida en hielo, era distribuida a partir de la primavera para la conservación de alimentos y preparación de refrescos y helados en las poblaciones próximas y aún, mediante el transporte adecuado, a otras más lejanas.

   Quizás sea, y el viajero está conforme con esa opinión, en que es posiblemente la mejor y más hermosa obra de este tipo que se conserva por sus dimensiones, su aspecto elegante y estado relativamente bien conservado, y ello pese a falta de la cúpula que, cubriendo el pozo, rellenaba los espacios existentes entre los sillares de los arcos. De aquélla sólo nos ha llegado, como remate coqueto, la cimera de piedra mampuesta. Del resto, de madera y teja, se sabe que desgraciadamente, tras su abandono en el 1906, fueron retirados para ser usados como materiales de construcción en algunas viviendas de Agrés. 
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