EL RAYO DE SINALOA

   Heraclio Bernal tuvo una existencia corta en el tiempo, pero intensa en sus vivencias. Mitad bandolero, mitad guerrillero, comenzó como lo primero y acabó siendo, por lo segundo, un mito.

   Agitado México en tiempos de Juárez, primero con el artificioso Imperio de Maximiliano,  luego con el Porfiriato, la niñez de Heraclio Bernal transcurre entre El Chaco, donde nació un 28 de junio de 1855, hijo de Jesús y de Jacinta; Guadalupe de los Reyes, una mina de plata a la que su padre trasladó la familia en busca de trabajo y Palo Verde, la tierra de su madre.

 Ya mayor, muerto Juárez, Lerdo de Tejada en su exilio norteamericano y Porfirio Diez dueño de México, Heraclio, por su cuenta, vuelve a la mina, a trabajar. Las condiciones de trabajo son malas, para él y para todos los trabajadores. Protesta por ello. Quizás harto, un día roba unos lingotes de plata, pero es descubierto y denunciado. La leyenda que paralelamente se escribe con la historia lo convierte en víctima de una trampa de quien mal le quiere en la mina.

   Pero huye. Comienza una carrera desenfrenada, mezcla de delito y justicia social. Le acompaña Gonzalo Landeros. Perseguido, con malas compañías, su camino se traza inexorable por la senda del bandolerismo.

   Heraclio es jovial, alegre, buen bailarín, le gusta perfumarse, galán con las mujeres  y osado, muy osado, con los hombres. Ya con cierta fama de bandolero, buscado por las autoridades para apresarlo, sin aviso, aún con riesgo de ser reconocido, llega a Cosalá. Allí se celebra una partida de cartas. Uno de los jugadores es el general Cleofás Salmón, prefecto del distrito. Heraclio se acerca. Mira. Pide jugar y le dejan. Cuando termina la partida sus bolsillos están tan llenos como vacíos los de sus compañeros de mesa. Y Heraclio parte con sus ganancias. Al momento, un niño entra en el local, lleva una nota para el prefecto Salmón. Dice: “Espero volver a jugar con usted y que tenga mejor suerte. Heraclio Bernal”. Salmón enrojece de ira. No será la única vez que Bernal se presente de incógnito para darse a conocer luego.

   Durante los tiempos que siguen Heraclio y sus hermanos se dedican a lo único que ya pueden seguir haciendo. Sí, se apropian de lo ajeno. Los bienes de los comerciantes, de los explotadores de las minas de plata, casi todas en manos extranjeras, son ahora el botín de sus atracos. No hay mina cuya caja fuerte no deje de serlo a manos de Heraclio y su partida.

   Y la gente del pueblo comienza a verlo de otro modo, con otros ojos. Porque Heraclio entrega mucho de lo que roba a los ricos, a los necesitados, se presenta en los pueblos, da dinero, participa en fiestas; y se declara, como lo es su padre, juarista, partidario de la Constitución de 1857 y declarado enemigo de Porfirio Diez, el dictador.

 
   Ayudado y ayudando al general rebelde Ramírez Terrón, que antes de ser rebelde tuvo mando importante cuando Porfirio Diez tomó la presidencia de la República en 1877, a veces juntos, la mayor parte por separado, Terrón y Bernal asaltan y toman pueblos y ciudades de Sinaloa. Colaborando con el general, Heraclio ya es teniente de guerrillas.

   El 26 de junio de 1880, Ramírez Terrón y Heraclio Bernal se apoderan de Mazatlán. Bernal parte y deja allí a Terrón. Victoria efímera, pues el general la abandona enseguida ante el temor de quedar sitiado por las tropas del gobierno que se aprestan a liberar la capital. En su huída toma y abandona distintas localidades y asalta, como hace Bernal, algunas minas de plata. Descubierto y perseguido por el capitán Juan Gómez, Terrón es abatido.

   Los tiempos que siguen ven a Heraclio Bernal como un cabecilla ubicuo. Los asaltos de su partida se producen en muchos lugares. En todos se pronuncia el grito “Aquí Bernal” y Bernal ora aquí, ora allá, a dicho grito, sin tiempo para estar en todos a la vez, se convierte en rayo.

   El gobierno estrecha el cerco sobre Bernal. Se envían más tropas. De nada sirve. Visto como un bandolero por las autoridades, cada vez está más comprometido en la lucha política. Comienza a publicar manifiestos, proclamas, planes políticos. En 1886 ya es teniente coronel de los rebeldes. Recibe la noticia de que el general Trinidad García de la Cadena pronto se levantará en armas contra el dictador Diez. Bernal acoge el aviso con esperanza. Vana. El 1 de noviembre de ese mismo año García de la Cadena es asesinado. El mismo, poco antes, durante una refriega es herido, pero logra huir.

   Si por la fuerza no es posible, quizás por la delación y la recompensa, ésta siempre tentadora y lenitivo de escrúpulos, sea posible la captura del cabecilla. Así lo piensa el gobernador del Estado de Sinaloa, Francisco Cañedo, quien ofrece diez mil pesos de gratificación por Bernal.

   Crispín García es un campesino que recorre aquellos caminos. Cierto día se cruza con un hombre y una mujer. Crispín es un hombre perspicaz. Curtido en la vida, que ya ha puesto en peligro otras veces, habla con los viajeros. Son la novia de Heraclio y uno de sus hombres. Sospecha. Les sigue. Sí, ha encontrado a Heraclio Bernal. De vuelta, da cuenta de su hallazgo y, con sigilo y rapidez, se prepara una partida. Con Bernal en la montaña en la que se refugia, aparte de su novia, Bernardina García, sólo hay seis hombres. Muchos de los que con él estaban han sido abatidos en los últimos tiempos y otros, muchos, tomando su propio camino han dejado al guerrillero para hacer lo único que saben hacer bien: robar en su propio beneficio.

   Al amanecer del día 5 de enero de 1888, en la montaña en la que se esconde, comienza un tiroteo fatal. Bernal es herido, pero resiste. El propio Crispín García participa en la escaramuza. Es un buen tirador. Apunta sobre Heraclio. Dispara. La bala atraviesa la cabeza del acorralado. Muere el hombre, nace el mito al que el pueblo cantará un corrido mexicano. Algunos verán en él al pionero de revolucionarios que años después darán batalla a la injusticia.
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EL MUSEO DEL PRADO: SU MEJOR LEGADO

   Aunque es considerado un borrón en la historia de España; aunque hurgando en los libros de historia es difícil encontrar que algo bueno hiciera; aunque a Fernando VII, quizás el rey que más desdeñosos motes haya coleccionado para adjetivar su ser, excepto el primero, que pronto fue olvidado y; aunque la historia le ha juzgado con merecido rigor, de su voluntad absoluta ha llegado a nosotros, quizás su más generosa herencia.

   Fue la obra de un rey, que siendo apisonadora de libertades, sin embargo, democratizaría el arte. Fue la creación del un museo público: el Museo del Prado.

  Apenas hacía dos meses que había vuelto a España el rey deseado, cuando el 4 de julio de 1814 anunció su intención de crear un museo público de pinturas con los fondos reales, de su propiedad por tanto. Si fue porque París tenía desde 1793 abiertas al público las puertas del Museo del Louvre, o por imitación a lo hecho por los reyes napoleónicos distribuidos por Europa, incluido José, ya fuera de España, pero que había tratado de fundar en Madrid uno, que de haber sido hubiera llevado el nombre de Museo Josefino, lo cierto es que la generosidad en este caso del rey fue grande, y justo es reconocérselo. Unos cinco años, pues el museo abrió sus puertas el 19 de diciembre de 1819, se tardó en elegir y rehabilitar el lugar, el viejo y medio arruinado palacio que Villanueva había construido como Museo de Ciencias Naturales. Todo ello pagado con el peculio privado del rey, que sin duda fue su alma impulsora, aunque sin olvidar otros estímulos como los de la propia reina, en aquellos días Isabel de Braganza, mujer culta y amante de la artes.


   No acabó aquí la bondad de Fernando. Inaugurado el museo, no se olvidó de él hasta que murió: gastos generales, de manutención y personal fueron pagados por el monarca, que autorizó desde el principio y hasta el fin de su reinado la entrega, al naciente museo, de muchos de los cuadros colgados en los Reales Sitios. Más aún, de su propio bolsillo pago obras con el mismo destino. Así sucedió con una Trinidad de Ribera que el rey adquirió para el museo en 1820, o con el celebérrimo Cristo Crucificado de Velázquez, que propiedad de Godoy, que lo había comprado, pasó a su esposa, la condesa de Chinchón, que lo poseyó en París. Al morir la condesa fue el duque de San Fernando, cuñado de la condesa, quien lo regaló al rey Fernando, y éste, generoso una vez más, lo cedió al museo en 1829. Entre unas cosas y otras, las aproximadamente 300 obras con las que se inauguró el museo en 1819 pasaron a ser cerca de 4.000 en 1827, apenas quince años después, que seguirían aumentando.

   De la protección de la que gozó el museo en vida del rey dan cuenta  los problemas y peligros en los que se vieron las obras allí depositadas en cuanto murió. Los cuadros fueron incluidos como de libre disposición en las disposiciones testamentarias del rey. El peligro de reparto entre los herederos y la dispersión de la colección fue real, pero la sensatez imperó. Se adjudicaron a Isabel, menor de edad, se compensó a su hermana Luisa Fernanda en lo le correspondía como haber por ese concepto y la colección quedó a salvo, y por tanto el museo. Sólo treinta años después, en 1865, el deseo de Fernando VII se vería asegurado cuando las obras fueron adscritas al patrimonio de la Corona, dejando de ser propiedad personal de la reina.

Nota: De Fernando VII y su poco ejemplar comportamiento público y privado se pueden leer algunos detalles en: "Vie de château", "Historia de un ensañamiento" o "La niña que logró ser reina".
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CAVA ARQUEJADA

   Construida a finales del siglo XVII o principios del XVIII, estuvo en uso hasta 1906. La electricidad y las modernas fábricas de hielo la hicieron inútil, pero ha quedado como testimonio mudo de la arquitectura rural,  sin más historia que la pequeña historia de aquello para lo que sirvió y del modo de vivir en otros tiempos.







  La construyó Joan Puig, al parecer especializado en la construcción de este tipo de obras, por encargo de la ciudad de Xátiva, aunque se halle ubicada en Agrés, en la alicantina Sierra de Mariola, región elevada en la que varios picos superan los mil metros y se registran copiosas nevadas durante sus rigurosos inviernos. Este pozo de nieve,  conocido también como La Cava Gran, tiene unos quince metros de diámetro, su profundidad alcanza los doce metros y se alza a 1.200 metros sobre el nivel del mar. El lugar era, pues, ideal para la fabricación de hielo. La nieve llevada a los neveros, apisonada y convertida en hielo, era distribuida a partir de la primavera para la conservación de alimentos y preparación de refrescos y helados en las poblaciones próximas y aún, mediante el transporte adecuado, a otras más lejanas.

   Quizás sea, y el viajero está conforme con esa opinión, en que es posiblemente la mejor y más hermosa obra de este tipo que se conserva por sus dimensiones, su aspecto elegante y estado relativamente bien conservado, y ello pese a falta de la cúpula que, cubriendo el pozo, rellenaba los espacios existentes entre los sillares de los arcos. De aquélla sólo nos ha llegado, como remate coqueto, la cimera de piedra mampuesta. Del resto, de madera y teja, se sabe que desgraciadamente, tras su abandono en el 1906, fueron retirados para ser usados como materiales de construcción en algunas viviendas de Agrés. 
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OJO POR OJO

    El 20 de febrero de 1735 parece un día tranquilo. El discurrir de la gente por el Prado de Madrid es apacible y nada hace sospechar que lo que está a punto de ocurrir allí pueda tener consecuencias imprevisibles.

 Todo comienza cuando un grupo de alguaciles y soldados conducen bajo custodia a un maleante y un grupo de revoltosos atacan a los guardias con intención de liberar al detenido.

   No son sólo aquellos los únicos involucrados en el caso. Coincide durante el ataque el paso del embajador de Portugal, marqués de Belmonte. Le acompañan varios sirvientes. Algunos de éstos ayudan a los asaltantes y, liberado el malhechor, deciden, sin consideración a su señor, ampararlo en la residencia del embajador.

   El marqués, en su residencia, ya dueño de la situación, resuelve entregar al detenido,  despedir a los criados involucrados y pedir excusas ante el Consejo de Castilla. Cree que así queda todo resuelto. Al fin y al cabo él ha sido también una víctima.

  Pero Isabel Farnesio, la despótica esposa de Felipe V, que no ve con simpatía la estrecha relación que mantiene Belmonte con la princesa portuguesa doña Bárbara de Braganza, esposa del heredero Fernando no opina del mismo modo, pues el embajador sirve de enlace entre la princesa y sus padres, los reyes de Portugal, transmitiendo el trato arisco, cuando no humillante, que reciben ella y su esposo por parte de la reina, y el consuelo de aquellos para con su hija(1).


  El incidente es para la reina la excusa perfecta, que no desaprovecha la ocasión. La intención de Isabel Farnesio es enojar a Portugal, atacando cuanto de portugués hay en Madrid. Se ordena la invasión de la embajada portuguesa y sin atender las protestas de Belmonte, varios empleados son detenidos; pero los acontecimientos parecen escapar a la voluntad de la reina, parecen tener vida propia. 

   El visceral Joao V de Portugal, al ser informado de los hechos de Madrid, responde. Y lo hace como lo ha hecho la reina Isabel: ojo por ojo: la embajada de España en Lisboa es asaltada y varios empleados de la misma son detenidos. Exige el rey Joao excusas al monarca español, pero Felipe en su lugar ordena al embajador, marqués de Capicciolatro, que regrese de inmediato a España. Capicciolatro sin despedirse siquiera abandona Lisboa. La escalada bélica no tarda en manifestarse. Joao V moviliza tropas y anuncia que él mismo las capitaneará camino de Madrid. Felipe hace lo mismo. Sitúa tropas ante la frontera portuguesa y dice estar dispuesto a bombardear Lisboa. La tensión es grande. El caso se torna en incidente muy comprometido para las dos naciones. Al fin una flota inglesa al mando del almirante Norris, ayuda solicitada por Portugal, llega a las costas lusas. Lejos de servir para arreglar las cosas, la presencia inglesa no hace más que poner en guardia a Francia. Ésta, pendiente de los acontecimientos, no quiere aventuras inglesas en la Península Ibérica y toma cartas en el asunto. Intercede para avenir a los reyes ibéricos. A duras penas logra Francia que las actitudes más beligerantes se disipen, pero no que la animosidad de la reina Isabel con los príncipes españoles, ya sin el apoyo del embajador Belmonte, despedido, se mantenga con inflexible rigidez hasta que Fernando, ya rey, despida de palacio a Isabel, primero a las casas de Osuna, y más tarde a La Granja, con gran lujo, pero lejos de Madrid.

(1) Del poco afecto que tuvo la reina Isabel por los príncipes basta recordar como ordenó que les fueran suprimidas sus asignaciones, que vieran limitadas sus visitas en palacio a sólo cuatro personas o, ya en lo más íntimo, cuando prohibió que se guardara luto en la Corte en memoria de uno de los aniversarios por el fallecimiento de la madre de Fernando, la reina María Luisa de Saboya. Fernando apeló al rey, pidiéndole permiso al menos para vestir él de negro aquel día, y Felipe, tras consultar con  Isabel que no lo consintió, no tuvo más remedio que transmitir a su hijo la negativa.
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LA GUERRA DE LOS POBRES

   Aunque la Constitución de 1812, en su artículo 361, dejaba claro que “Ningún español podrá excusarse del servicio militar, cuando y en la forma que fuere llamado por la ley”, pronto se vio cómo el interés de algunos no estaba conforme ni siquiera con la primera palabra del precepto. Poco a poco, primero en la ley de quintas de 1823, que autorizaba el establecimiento de la sustitución para la prestación del servicio militar; y luego, ya sin reparos, en la Ordenanza de 1837, la redención por dinero, las clases más pudientes encontraron el cauce legal para eludir el envío de sus hijos al servicio de armas.

   No es de extrañar que así sucediera. España durante casi todo el siglo XIX anduvo enfrascada en continuos conflictos civiles y coloniales. Especialmente las guerras en Cuba y Filipinas fueron devastadoras para unas tropas mal pertrechadas, más por las durísimas condiciones de las selvas en las que se enfrentaban al enemigo que por la propia lucha en los frentes.

   Tal situación de injusticia consentida por la ley tuvo respuesta por los afectados, los hijos de las clases bajas. En muchos casos la solución fue la de abandonar sus domicilios e instalarse en el extranjero antes de ser llamado a quintas, de manera que su falta de incorporación a filas se justificase con su ausencia. Pero los mozos que así actuaban, sin serlo del todo, parecían prófugos. Los gobiernos tomaron medidas limitando la concesión de permisos para emigrar y se implantaron fianzas con las que en caso de no volver al ser llamados, el propio gobierno las usase para la sustitución del mozo ausente por otro.

   También el ingenio y la trampa tuvieron su papel a la hora de dar esquinazo al alistamiento por medio de la sustitución: impedidos, enanos y todo tipo de deficientes se ofrecían o eran ofrecidos, por módicas cantidades, para sustituir a los mozos. Estos quedaban liberados, y aquellos siempre exentos, por inútiles, de  prestar el servicio; otras veces quienes se ofrecían, también a buen precio, eran holgazanes o gentes de mal vivir, que resultaban finalmente caros a los sustituidos, pues nada más ponerse el uniforme desertaban y volvían a su transeúnte vida, dejando al mozo sustituido en difícil situación, que solía resolverse con su propia incorporación a filas.

   Pero es en la redención por dinero donde la injusticia se hacía más patente y cuando las diferencias entre clases sociales se manifestaban en toda su crudeza. Si resultaba penoso para los padres de las clases más pobres ver como sus hijos partían camino de guerras que poco les importaban, mucho más angustioso era recibir los partes de las bajas en las que figuraban sus hijos, mientras veían pasear por las calles a los de sus vecinos ricos liberados del servicio y de una muerte casi segura.

   Para impedirlo las familias trataban por todos los medios de alcanzar los recursos necesarios para evitar a sus hijos un futuro tan poco halagüeño. El precio para conseguir la sustitución y la redención a metálico fue muy variable a lo largos del siglo XIX. A finales del siglo, próximos los desastres del 98, eludir el servicio militar en la península suponía pagar 1.500 pesetas y 2.000 pesetas en ultramar, cantidades muy considerables para la época y difícilmente asequibles a las clases más bajas que, pese a todo, intentaban por todos los medios posibles liberar a sus hijos de tan infausto destino.

   Comenzaron a proliferar las casas de seguros especializadas en la liberación de mozos. Y así los padres, desde el nacimiento de sus  hijos varones, comenzaban a pagar unas primas que asegurasen el capital suficiente para liberar a sus hijos del servicio militar. No era ésta la única forma ni la menos gravosa, aún suponiendo un exigente sacrificio para aquellas pobres familias; los prestamistas, bien organizados en cajas de crédito, ofrecían a un interés usurario el importe necesario para la redención de los mozos. Estas Cajas se extendieron por toda España exigiendo a los prestatarios, generalmente campesinos, avales sobre sus cosechas y ganado. Los abusos de estas compañías obligó al Estado a intervenir, constituyendo en 1859 el Fondo de Retenciones y Sustituciones, con lo que el Estado se convirtió en el principal gestor de las sustituciones del servicio militar por dinero.

Reproducción del cuadro de Salvador de Viniegra sobre la
 proclamación en Cádiz de la Constitución de 1812. Cien años
 fueron necesarios para consagrar el derecho en ella recogido 
de que "Ningún español podrá excusarse del servicio militar".


    Varios intentos para erradicar tan injusto estado de cosas se trataron de llevar a cabo; pero ni el gobierno provisional, tras la revolución de 1868, ni el de la Primera República lograron hacer prosperar la abolición de tan discriminatoria situación. Habría que esperar muchos años, cambiar de siglo, para que el gobierno de Canalejas, en 1912, aboliese la redención a metálico, implantándose por fin el servicio obligatorio.

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SAGUNTO

   Si algo hace falta tener para hablar de Sagunto es buena memoria, porque para empezar a contar algo de lo que esta población ha significado para la historia es preciso dar un salto atrás en el tiempo y recordar lo que allí pasó hace más de dos mil años.

   En el año 219 a.C. la ciudad, que está habitada sobre todo por iberos y griegos, aunque no es romana, está bajo la protección de Roma. Aníbal, el general cartaginés, espera una declaración de guerra contra Roma, pero el senado cartaginés consta de muchos e influyentes miembros pacifistas interesados en mantener la paz y sus buenas relaciones comerciales con Roma, que se verían muy perjudicadas si se declarase la guerra. No le resulta, pues, al general fácil obtenerla; pero Aníbal, formidable militar, pero también hábil político, ve en Sagunto, en su asedio, causa para que sea Roma la que declare la guerra a Cartago. Durante ocho meses resulta asediada hasta que los saguntinos tras heroica resistencia son vencidos y la ciudad saqueada. Roma ha declarado la guerra, la segunda en la que se enfrenta a Cartago y Aníbal victorioso en Sagunto, con las espaldas cubiertas y la moral elevada fija su mirada en Roma. No tendrá un buen final para él la aventura. Pero no es lo sucedido más allá de los Alpes lo que interesa al viajero, que vuelve a pensar en la ciudad milenaria que tiene ante sí.

   Después, casi enseguida, Sagunto es romana, conoce tiempos de esplendor, crece, se construye un circo, del que apenas queda algo, y un teatro, del que quedaba bastante y ahora poco, así que el viajero no dirá mucho de él. Se construyó en tiempos de los emperadores Septimio Severo y Caracalla,  está apoyado en la ladera de la montaña a los pies del castillo, y ahora,  dos mil años después, es un espléndido auditorio al aire libre, con elegantes gradas de mármol y un práctico escenario de ladrillo cara vista, que permite la representación de tragedias griegas, teatro clásico y conciertos de jazz.


    El brillo de la herencia romana ahoga, en opinión del viajero, el resto del patrimonio arquitectónico saguntino, salvo el castillo, que es muy extenso. Está éste en lo alto de la montaña, última estribación de la sierra Calderona, ya casi asomada al mar que los romanos hicieron suyo y nuestro; y fue creciendo poco a poco hasta tener casi un kilómetro de longitud. Fue usado como defensa por romanos, visigodos, musulmanes, cristianos y aún en el siglo XIX fue baluarte en la lucha contra el francés.

    El viajero, ya abajo, en la población, no quiere dejar de dar un paseo por el antiguo barrio judío, ver algunos portales medievales con los que imagina bien cómo discurría la vida cotidiana en aquellas estrechas callejuelas y dos o tres iglesias de cierto valor: la de Santa María sobre todo ocupa al viajero largo rato; pero es al llegar al ayuntamiento, proyectado a finales del siglo XVIII, de traza neoclásica, aunque terminado ya en el XX, cuando al viajero le vienen al recuerdo hechos con los que Sagunto volvió a estar en punto de mira de los españoles.

   Lo primero fue recuperar su antiguo nombre romano.  Casi quince siglos llevaba Sagunto sin que su nombre romano figurara en más sitios que en el los libros de historia. Con la dominación musulmana, se le conoció como Morvedre y más tarde con Felipe V,  a cuyo favor luchó la población durante la guerra de Sucesión, Murviedro. Así la cita el ilustrado Cavanilles a mediados del siglo XVIII y así siguió hasta que en el siglo XIX, un siglo de catarsis para España, en el que pasó de todo para seguir todo igual, o peor, recuperó su nombre romano. El gobierno provisional surgido de la revolución “Gloriosa” del 68, la rebautizó con el nombre casi olvidado de Sagunto; y como si su recuperado nombre, de reminiscencias épicas, le diera fuerza, al doblar la esquina del decenio, en 1874, Sagunto decide dejarse oír de nuevo.


   El 21 de diciembre, el general Martínez Campos proclama rey al joven Alfonso XII. Las consecuencias para Sagunto de la “Restauración” no se hacen esperar: Sagunto recibe el título de ciudad. Como si un soplo de vida  la animase comenzaron a llegar inversiones: el carbón de Teruel y los Altos Hornos crearon riqueza y desarrollaron un barrio: el Puerto. Una iglesia bajo la advocación de la Virgen de Begoña,  pues mucho tuvo que ver en aquel proyecto industrial la siderurgia vasca, fue construida en 1929. Sin un estilo definido, ecléctica, mezcla de varios órdenes, al viajero le gusta verla presidiendo una plaza, cuyo suelo mojado refleja el azul del cielo, como si fuera un mar en el que el templo, con su fachada como proa de buque, tratase de navegar superando cuantas dificultades se le presenten a una ciudad acostumbrada a vencerlas.
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EL PACTO

   Sabemos bien cuánto dolor en las personas y destrucción en las cosas causan las guerras; pero a veces la calidad de los contrincantes permite descubrir que más allá de la brutalidad en los combates, del empeño en la victoria a todo trance, un rastro de sensatez, de sensibilidad, queda aún en el sentir de los rivales. Eso sucedió durante la batalla de San Quintín.

   La plaza está defendida por el almirante Gaspar de Coligny. Ha llegado éste después de que el gobernador de la ciudad hubiera avisado sobre el inicio del sitio por los españoles que, adentrándose en Francia desde Flandes comienzan el cerco sobre la ciudad. Coligny, no sin dificultades, ha logrado entrar en San Quintín con unos quinientos hombres que se suman a la guarnición de la plaza, a la espera que su tío, el condestable Montmorency, acuda en su ayuda mientras él resiste.

   Y así sucede. Montmorency envía cinco mil soldados al mando de Francisco de Coligny, señor D’Andelot y hermano de Gaspar. Alertadas las tropas del duque de Saboya, D’Andelot y sus hombres son emboscados. En la madrugada del 5 de agosto de 1557, por sorpresa, arcabuceros españoles, apoyados por los famosos “reiters”(1) comienzan el ataque sobre las tropas de D’Andelot, que avanzan en la oscuridad próximas ya a San Quintín. Poco después todo ha terminado para los franceses. Muchos muertos o capturados, la mayor parte emprende la huída hasta los cuarteles del condestable Montmorency, que se halla en La Feré, a unos quince kilómetros al sur de San Quintín. El peligro del avance español en tierra francesa preocupa al rey Enrique, que sabe que Felipe II sigue de cerca los acontecimientos. Ordena, pues, resistir e impedir la caída de la plaza.

   Y Montmorency, con veinte mil infantes y seis mil jinetes se prepara para el ataque, se aproxima a San Quintín, hacia su propio desastre. En las afueras de la ciudad, junto al río Somme, auténtica trampa mortal para los franceses, la caballería del conde Lamoral de Egmont da cuenta de las tropas francesas del Condestable. Solo, intramuros, con escasas fuerzas, apenas unos dos mil soldados, el almirante Coligny, desesperado, trata de organizar la defensa de la ciudad a la espera de una nueva ayuda, que no llegará.

   Dueñas las tropas españolas del campo abierto, la lucha se concentra en destruir las murallas de San Quintín. La potente artillería española arruina implacablemente las defensas de la ciudad, mientras las piezas francesas tratan, sin mucho éxito, de neutralizar con sus disparos los cañones españoles. Pero si la lucha a cielo abierto es dura y visible, bajo tierra se libra otra batalla: la de las trincheras y galerías. Desde las líneas españolas grupos de gastadores excavan galerías en dirección a las murallas. Trabajan durante todo el día en su interior, pero extraen la tierra e introducen todo lo necesario para el apuntalamiento y obras en la mina durante la noche, para evitar ser vistos y alertar a los sitiados sobre la boca de la mina y la dirección en la que avanzan las obras que además, para mayor precaución, tampoco lo hacen en línea recta. Su fin es llegar a los cimientos de las murallas y provocar una gran explosión que las destruya; eso si, decididos, no las sobrepasan abriendo una entrada en la ciudad.

   Naturalmente, los defensores, conocedores de estas prácticas, tienen respuesta: Coligny ordena la construcción de galerías más profundas aún, que crucen las de los sitiadores tratando de hundirlas. Tarea ésta de muy incierto resultado, dadas las dificultades que supone adivinar el trazado de la galería enemiga y el punto en el que provocar el hundimiento.

   Presente en el campo de batalla, tras la victoria, está Felipe II. Es la primera vez, y será la última, que el Rey Prudente, con una armadura sobre su cuerpo, visitará el escenario de una batalla. Más dado a la diplomacia, a diferencia de su padre, deja las guerras en manos de sus generales; pero aquí en San Quintín, está él, feliz por la victoria obtenida y la pronta rendición de la plaza.


   En cierto momento, tras uno de los constantes intercambios artilleros, Felipe II envía un mensajero a Coligny. Tiene el almirante francés, en la iglesia, en lo alto de su campanario, instalada una pieza artillera con la que trata de destruir los cañones españoles. El monarca español en su mensaje pide a Coligny que abandone los disparos desde esa posición. La torre es una magnífica construcción ─advierte en el mensaje─, que valdría la pena conservar, pero que tendrá que ser destruida si persisten los disparos desde ella. Coligny, comprende y, conforme, acepta.

   Los bombardeos continúan, y finalmente la mina construida por los españoles alcanza las murallas. Tras la explosión, que no logra derrumbarlas, pero sí abrir enormes brechas de imposible reparación, permite a los atacantes lanzarse al asalto de la ciudad. En ella un campanario, en pie gracias a un pacto entre caballeros, será testigo mudo de lo que sucederá  a partir de entonces: saqueo y destrucción, violencia y muerte.  

(1) Los reiters eran jinetes alemanes. Armados con media docena de armas cortas, se aproximaban con rapidez, en oleadas sucesivas, sobre la caballería enemiga descargando sus armas y revolviéndose con sus monturas para eludir el choque con las lanzas del enemigo.

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