VIAJES EN TERCERA PERSONA. ÁVILA

   Si son las murallas las que han hecho que Ávila sea famosa y admirada no será el viajero quien lo discuta, pero sabe también que como yemas guardadas en su caja, Ávila guarda en el envoltorio que son sus murallas un enorme patrimonio monumental.

   Pero el viajero, que no tiene prisa, antes de traspasarlas, quiere recrearse con lo que, por no caber, ha tenido que hacerse fuera. Aunque, bien pensado, no todo lo que hay extramuros se haya hecho por esa razón. Los Cuatro Postes están lo suficientemente alejados como para, desde ellos, permitir que la vista abarque toda la ciudad. Allí se planta el viajero, que lo comprueba. La vista le impresiona de tal modo, que casi sin darse cuenta, su imaginación ya está volando a  través del tiempo, de la historia. El viajero, desde estos cuatro postes, que guardan una cruz, encaramados en lo alto de un corto collado, al borde de un camino, comprende bien algo que leyó no sabe dónde ni cuándo sobre este humilladero, como si se tratara de un pequeño Gólgota, contemplando una pequeña Jerusalén. Le pareció exagerado entonces, y puede que lo sea, pero el viajero, ahora, no puede dejar de pensar que, pese al aspecto defensivo de las murallas, que a punto están de cumplir mil años, Ávila está marcada por muchos aconteceres del espíritu: de fe y herejía; y del mundo: de lealtad y traición.





   Porque es en Ávila cuando en el siglo IV fue nombrado su obispo Priciliano. Ya habían sido excomulgados, en un concilio en Zaragoza, muchos de sus seguidores, declarados herejes, pero no él de modo directo. Como obispo de Ávila, fue Prisciliano a Roma. Ganar nuevos prosélitos en el viaje y obtener la revocación del edicto que condenada a los suyos era su objetivo. Mas reinaba allí, en la silla de Pedro, Dámaso, que sería santo después, y nada obtuvo de él. Sus detractores, muchos, insistían en sus denuncias. Acusado siempre de prácticas mágicas, de tratos con gnósticos egipcios, finalmente  en 385, en Tréveris, fue ejecutado. Conciliábulos, orar desnudo, reuniones nocturnas con mujeres realizando prácticas obscenas, maleficios, fueron razones que sus inquisidores juzgaron suficientes para condenarlo y ser decapitado. Sobre los pormenores de su vida, certeza o no de sus faltas y sobre lo que del traslado de su cuerpo se sabe hasta su Galicia natal, el descubrimiento de los restos y su discutida confusión con los del apóstol Santiago, es cosa que requiere muchas líneas, que convendría señalar en otro lugar.

   También podría hablar el viajero de personajes de fe, como Santa Teresa; de leales, pues fueron los abulenses quienes guardaron a Alfonso VIII niño de las pretensiones de Fernando II, rey de León; y de traidores, porque fue en Ávila donde teatralmente se depuso al rey legítimo Enrique IV, en una farsa en la que el actor principal, un infante medio hermano de aquél, saldría mal parado.

   Pero el viajero viene a esta ciudad de cantos y de santos para ver antes que para hablar de lo que no hay y comienza a caminar. Antes de cruzar las murallas pasea extramuros; en las afueras ve el Real Monasterio de Santo Tomás; al lado de las murallas, o mejor dicho, frente a ellas, en la plaza de Santa Teresa, la iglesia de San Pedro, románica, como también románica es la basílica de San Vicente, a la que llega bordeando la muralla, parte de la cual es el ábside de la catedral, el conocido cimorrio, que es muralla y torreón, de aspecto tan sólido y formidable que se le antoja al viajero indestructible.

   Cuando llega a la basílica de San Vicente, el viajero que ya sabe algo de sus maravillas, se sorprende de su grandeza, románica, pero enorme; sólo unos remates, los más tardíos, como la bóveda de crucería de la nave central, son góticos, pero al viajero, un aficionado en estos asuntos, no le sonroja decir que en este caso la impureza casi le parece virtud.

   Aunque San Vicente es el nombre del santo por el que es más conocido, el templo está consagrado también a sus hermanas Sabina y Cristeta. Un sepulcro, tallado en piedra, pero que, como si fuera un libro, cuenta las tribulaciones de los hermanos a manos del prefecto Daciano, el mismo carnicero que, en los primeros años del siglo IV, en tiempos de Diocleciano, dio martirio a otro Vicente, de mayor fama, pero de igual fe.

   Por fin el viajero cruza las murallas. Entra por la puerta de  San Vicente y enseguida da con la catedral, mitad templo, mitad castillo. No es muy ancha, pero sí larga y sobre todo alta, muy alta. Construida cuando el gótico comenzaba a planear sobre las cabezas de los constructores, parece como si estuviera hecha para que sus tres dimensiones conocidas sumaran sus potencias para elevar el espíritu de los fieles.  El viajero desde los pies del templo, mira hacía arriba, comprueba su altura. Eran los comienzos del gótico y ya las nuevas técnicas permitían que entrara la luz a través de grandes vidrieras, y las miradas se elevarán en busca de Dios. Pero las cosas hechas por los hombres, aunque sean para gloria del Todopoderoso, son imperfectas y, al parecer, se comprobó que las naves laterales acusaban una feroz presión hacia la principal, amenazando su estabilidad. A la fuerza, y para evitar males mayores, en el siglo XVII, sin que lo artístico tuviera mucho que ver en ello, fue preciso construir un arbotante, que apoyado en ambos lados de la nave principal neutralizase la fuerza de las laterales.


   Siguiendo la nave del evangelio el viajero llega a la girola, que es doble. Allí el alabastro pulido por la mano de Vasco de la Zarza es la  luz del recinto, que lo llena todo. De alabastro está hecho el sepulcro del obispo Alonso Fernández de Madrigal, pero al que se le conoce más como “El Tostado”. Fue este obispo un cultísimo teólogo, polígrafo prolífico, que no se libró, como buen intelectual, de decir lo que pensaba y por tanto apuntado por el dedo acusador de la Inquisición. El propio Torquemada le acusó de herejía, pero El Tostado supo defenderse y argumentó con tal sentido que el papa Eugenio IV,  el papa que procuró la unión de las iglesias de oriente y occidente,  apreció sus tesis y fue finalmente absuelto. Tras ocupar cátedra en Salamanca, a petición de Juan II de Castilla fue nombrado obispo de Ávila en 1454. Poco tiempo ejerció su prelatura, pues falleció el  3 de septiembre del año siguiente, pero mucha debió ser su grandeza y consideración, pues se construyó un sepulcro, encargado a Vasco de la Zarza, que el viajero duda si ha dado más fama al obispo o al escultor. Vasco de la Zarza dejó mucha huella en la catedral abulense. De su hábil mano puede el viajero gozar en varias capillas, pero es en el altar y sepulcro de El Tostado, donde alcanza su mayor virtuosismo en el manejo del cincel. Una obra de detalle, propia del plateresco, en el que de la Zarza representa al prelado en la actitud que le dio fama, escribiendo. No está seguro el viajero si el dicho “escribir más que el Tostado” se lo atribuyeron al obispo aún vivo o si fue después, cuando pasando el tiempo el habla de las gentes, que todo lo simplifica, lo dio por hecho, pero el caso es que Vasco de la Zarza bien supo de las aficiones del prelado y así lo dejó para la posteridad.

   El viajero ha salido de la catedral y la rodea. Al llegar al  rincón de la calle de la Muerte y de la Vida, queda sobrecogido. Es lugar sombrío que ayuda a que su imaginación vuele otra vez hacia el pasado. En rápidas ráfagas el viajero cree ver embozados tras las esquinas a la espera de sus víctimas, procesiones penitenciales de fieles con chisporroteantes cirios o desgraciados reos camino del patíbulo. Vuelto en sí, el viajero sonríe para sus adentros: es cosa de otros tiempos, y sigue caminando. Más iglesias, casas blasonadas, verracos, espadañas, torreones… Un tótum revolútum de piedras e historias que el viajero no se cansa de contemplar, como transportado a otra época. Así es Ávila.

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FELICIDADES Y BUENA SUERTE

   Cuando Carlos III llegó a España para ser su rey, trajo consigo muchas de las modas italianas tan en boga en su reino. Se comenzaron a popularizar los belenes, ya conocidos en España, introducidos por los franciscanos, y se implantó la lotería. Fue el marqués de Esquilache, quien, ante las necesidades de la Hacienda Pública, como ministro del ramo, hizo posible la celebración del primer sorteo.

   Pero no fue hasta el siglo siguiente, durante la Guerra de la Independencia, cuando aquella lotería tomó el nombre de Nacional. Luego, terminada la guerra, con Fernando VII, cambió su nombre por el de Moderna, para recuperar después de nuevo el de Nacional durante el trienio liberal, y otra vez ser Moderna con el regreso del absolutista Fernando. Quién sabe de las razones de dichos cambios en el nombre del juego, pero quizás pensara el rey felón que no convenía llamarla nacional, por pertenecer así a toda la nación; y sí moderna, porque sintiéndose él un rey moderno, una lotería con dicho nombre podría ser más suya que la otra de obligatorio reparto. Al menos así se podría entender leyendo el artículo publicado por don Ángel Fernández de los Ríos en el que relató cómo Fernando VII era muy frecuentemente agraciado por la “buena suerte” en los sorteos de la lotería. Y es que al parecer, en connivencia con Tadeo Calomarde, a la sazón ministro de Hacienda, cuando algún premio importante recaía sobre un número no vendido y devuelto por el lotero, acababa siendo cobrado por el rey, quien moderno que era él, se maravillaba de su buena fortuna.


   Con esta corta historieta, próximo ya el sorteo de Navidad, preludio de las fiestas navideñas,  quiero desear a todos unas felices fiestas y que la diosa Fortuna sea pródiga con los seguidores, lectores y amigos de este blog.
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ANTONIO PALOMINO: ALGO MÁS QUE UN PINTOR

   Cuando Acisclo Antonio Palomino de Castro y Velasco pintó esta Inmaculada Concepción de larga cabellera, túnica blanca, con los atributos propios de la Pureza y rodeada de querubines, hacía diez años que gozaba ya del favor real. Nombrado, en 1688, pintor de cámara del rey Carlos II, el último de los Austrias españoles, Palomino había nacido en Bujalance, provincia de Córdoba, en 1655. Cumplidos los veinte años se instala en Madrid. Cuando en 1692 llega a la Corte el napolitano Luca Giordano, Palomino le conoce e influido por aquél, se especializa en la pintura al fresco, campo en el que destacará de manera notable. El cambio de siglo Antonio Palomino lo vivió en Valencia. Había sido pedido permiso al rey Carlos y llamado en 1697 desde la parroquia de los Santos Juanes para decorar su gran bóveda. Así lo hizo y después, en 1701, la muy colorista “Gloria” de la capilla real de la Virgen de los Desamparados, basílica desde 1948.


   Pero no fue el manejo de los pinceles la única inquietud de Palomino; también la pluma ocupó, sobre todo en sus últimos años, buena parte de su tiempo. Fue hombre cultivado, autor de “El museo pictórico y la escala óptica”, una historia del arte y de la teoría pictórica publicada en 1715; y en 1724, una serie de biografías de los pintores y escultores del barroco español bajo el título de "El Parnaso español pintoresco laureado” con las vidas, como dice una edición de 1796, de los pintores y estatuarios eminentes españoles que con sus heroycas obras han ilustrado la nación.


  Palomino murió en Madrid, en 1726. Apreciado más por su condición de tratadista, su reconocimiento como pintor fue tardío, pero hoy indiscutible. Baste admirar esta Inmaculada Concepción, pintada en 1698 y conservada en el Museo de Bellas Artes de Valencia, para comprender por qué.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. SANTANDER

   Dicen que la primera impresión es la que cuenta, y Santander impresiona ya antes de ver algo de lo mucho que tiene que enseñar. Sin ser una gran ciudad, lo parece. Paseos llenos de gentes variopintas, grandes avenidas, mucho comercio, magníficos edificios y el pintoresquismo que le da la bahía hacen de Santander una ciudad aparentemente cosmopolita en época veraniega, de la que se puede disfrutar incluso en pleno mes de agosto por su agradable temperatura(1). Pero el viajero que ve edificios, monumentos y avenidas, mira también a las gentes y enseguida observa como en el paseo de Pereda es observado por quienes parece han tomado la avenida como observatorio. Y el viajero, que empieza a estar curtido en visitas a algunos lugares, no da importancia al escrutinio al que le someten las miradas locales, es más, ese provincianismo enmascarado por la curiosidad le hace gracia, aunque sólo sea porque el paseo de las miradas, el más concurrido de Santander, lleva por nombre el de un insigne novelista cántabro, José María Pereda, en cuyo número cuatro vivió. Fueron muchos los años que vivió en esa casa, allí escribió Sotileza y otras novelas de corte costumbrista, para lo que sin duda el escritor debió acentuar sus dotes de observación. Hay enfrente, en los jardines abiertos a la bahía, dedicados al mismo autor, monumento en su honor. Fue don Marcelino Menéndez Pelayo el encargado, por delegación del rey Alfonso XIII, de inaugurar el monumento en 1911. Y precisamente de don Marcelino, el gran erudito español, es de quien es obligado hablar. 

Isla de Mouro, guardiana de la bahía de Santander

   Al morir dejó su biblioteca de más de cuarenta mil volúmenes a la ciudad de Santander, que se vio en la necesidad de construir un edificio para albergarla. Se le hizo el encargo a Leonardo Rucabado, que construyó la nueva biblioteca sobre el solar en el había estado la casa en la que don Marcelino tuvo sus libros. De la importancia y mucha consideración que por don Marcelino ha tenido la toda la comunidad hispana no hay mas que ver, en el jardincillo que da acceso a la biblioteca pública de Santander, la gran cantidad de bustos del sabio encargados por la mayor parte de los países americanos o asociaciones culturales de todo tipo, en reconocimiento suyo.

   Su figura abarca mucho en esta ciudad, pues cerca del mar, junto al barrio de los pescadores está la catedral y en ella reposan sus restos en un formidable sepulcro obra de Victorio Macho, cerca de los relicarios con las cabezas de los santos patronos de Santander: San Emeterio y San Celedonio, aquellos mártires muertos en Calahorra, donde fueron decapitados, y en cuya catedral se conservan sus cuerpos descabezados.  De la catedral, a la que los santanderinos llaman también la iglesia de arriba no dirá mucho más el viajero, salvo que está en terrenos en los que hubo abadía primero y colegiata después, y que se apoya en buena parte en la iglesia de abajo, en realidad casi una cripta con su bóveda corta de altura y que, gracias al espesor de sus muros y sus gruesas columnas, sirve de sostén al templo superior.

   Y si ha dicho el viajero que don Marcelino Menéndez y Pelayo abarca mucho, no lo ha dicho por capricho, porque en el otro extremo de la ciudad, asomándose al Cantábrico está la península de la Magdalena, hoy un parque, en cuyo palacio, antes residencia veraniega de Alfonso XIII, está la sede de la  Universidad de verano Menéndez Pelayo, que bien merecida tiene don Marcelino esa dignidad. El palacio fue costeado por suscripción popular y regalado al rey Alfonso. Si tuvo algo que ver la reina Victoria Eugenia en el diseño realizado por Javier Gonzáles Riancho y Gonzalo Bringas Vega es cosa que el viajero no sabe, pero sí que muy pocos años después, se construyeron las caballerizas reales, y que ahí sí que tuvo la reina voz y hasta voto. Y no es de extrañar, pues por el estilo en el que fueron construidas, verlas y sentirse en un pabellón inglés de la época antes que en una antigua provincia de Castilla, cuesta bien poco.

Palacio de la Magdalena

   Y un poco más allá, El Sardinero, con sus playas, su casino, levantado en 1919, sus palacetes de finales del XIX y principios del XX. El viajero da un rápido paseo por este modernizado lugar, heredero de lo que fue esplendoroso hace cien años.

   Y de vuelta al centro  el viajero toma asiento frente a la bahía, en los jardines de Pereda y ve atracado uno de los ferrys que une Santander con Plymouth y Portsmouth, en el muelle de Maliaño, el mismo en el que, en 1892, hizo explosión el buque “Cabo de Machichaco” que cargaba dinamita y chatarra, alcanzando la catedral, muy próxima, causando importantes destrozos. Esto le recuerda al viajero un episodio bastante reciente, un suceso ocurrido en los años cuarenta del siglo XX, causa de que el viajero vea  buena parte del centro como hoy es.


   En la noche del 15 de febrero de 1941, se dijo que a causa de un cortocircuito en una casa de la calle Cádiz, se produjo un incendio que el fuerte viento del sur se encargó de avivar e hizo que se propagara rápidamente. El fuego alcanzó la catedral, que quedó seriamente dañada, y manzana tras manzana acabó, imparable, por devastar casi un tercio de la ciudad. La ayuda tuvo que ser solicitada por radio, por la de los buques atracados en el puerto, ya que el edificio de la radio fue uno de los primeros afectados por las llamas y los cables telegráficos también habían sido inutilizados. El petrolero Plutón prestó este servicio radiofónico y así pudieron ponerse en marcha las ayudas. Primero bomberos, que llegaron de las provincias limítrofes y Madrid; luego alimentos, mantas y todo lo necesario para atender las necesidades de los damnificados.

   Hoy el viajero ve lo que de aquellas cenizas surgió, nuevos edificios, calles, plazas, como la porticada, escenario actual de actividades culturales, una ciudad moderna que, como dice el bolero, sigue siendo novia del mar y difícil de olvidar.

(1) Quizá el verano sea la mejor época del año para visitarla, no en vano los reyes la eligieron como lugar de descanso hasta el verano de 1930.
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LA CONSPIRACIÓN DEL TRIANGULO

   Aunque el complot es conocido como la Conspiración del Triángulo, las precauciones de los conjurados para mantener ese modelo no fueron lo suficientemente estrictas como para asegurar el anonimato de los participantes. Este modelo se fundamenta en que cada uno de los miembros de la intriga sólo conoce a otras tres personas. Gráficamente, se podría representar como un entramado de triángulos. El vértice de cada uno de ellos está ocupado por un miembro de la trama, que sólo conoce los nombres de quienes ocupan  en sentido descendente los dos vértices inferiores de su triángulo y en sentido ascendente el del que ocupa el vértice superior de un nuevo triángulo. Nadie conoce, y nadie, pues, puede delatar más que a esas tres personas a las que conoce, y por tanto rota una cadena, no es posible poner nombre a los restantes vértices y llegar a la cúspide de la pirámide, el vértice superior ocupado por el cabecilla.

   El principal detenido sí conocía a muchos de los implicados, que lograron escapar, cuyos nombres se llegaron a conocer merced a la declaración que bajo tortura se le arrancó. Sin embargo otro de los detenidos, Juan Antonio Yandiola, que resultaría absuelto en el proceso, no aportó gran cosa durante su interrogatorio, quizás por no saber nada pese al trato recibido, que no cabe duda cuál fue al leer la nota escrita por el propio Fernando VII dirigida a José Manuel de Arjona, consejero del rey y alcalde de su real casa: “Palacio, 29 de febrero de 1816. Arjona: Estando Yandiola negativo a todo lo que se le pregunta, te autorizo para que eches mano de los apremios a pesar de haberlos yo abolido (…),  por ser este caso gravísimo y excepcional.”

   Pero veamos los hechos. Dos años lleva Fernando VII en España desde que Napoleón consintiera su regreso a España y aquél llegara el 22 de marzo de 1814. Los españoles ya han empezado a sufrir en sus carnes los efectos de su intolerancia. No resulta raro que el descontento se manifieste enseguida, y así, en 1815, al año siguiente del retorno del rey, se pone en marcha una conspiración contra el rey Fernando, cuya cabeza más visible es Vicente Ramón Richart.

                                                     *

   Vicente Ramón Richart había nacido en Biar.  Abogado, durante la Guerra de la Independencia desempeñó, como él mismo dijo, diversos servicios a favor del Rey y la Patria por tierras castellanas y andaluzas. Fue comisario de guerra y en 1812, al servicio de don Juan Martín, se ocupó de las cuentas de la división militar a cuyo mando estaba “el Empecinado”. En 1813 ya se encontraba en Madrid. Pronto, con Fernando VII ya en España, se conducirá por un camino sin retorno, mezcla de idealismo, por su carácter liberal y aversión al rey tirano; y resentimiento, convencido de merecer mejor suerte en atención a sus méritos.

   Por todo ello Richart decide pasar a la acción. El plan del que él y otros,  mucho más importantes y discretos, son alma, consiste en secuestrar al rey y obligarle a jurar la Constitución de Cádiz.

   Richart pone el marcha el complot. En la calle Leganitos de Madrid hay una barbería. Su dueño es un tal Baltasar Gutiérrez, que no se ha privado en los últimos tiempos de acusar en voz alta al rey felón de todos los males que minan la Nación. Richart y Gutiérrez se reúnen, hablan, primero con recelo, sobre todo Gutiérrez; luego con franqueza. Pide Richart, que sabe de las muchas relaciones del barbero, le ponga en contacto con dos militares para que lleven a cabo el plan. Los quiere Richart alistados fuera de los cuarteles, entregados a la causa y dispuestos a sus planes. Y Gutiérrez cumple. Al poco le presenta a los cabos de la infantería de marina Francisco Leyva y Victoriano Illán.

   Conforme Richart con los militares llevados por Gutiérrez, se entrevista con ellos y les instruye sobre cómo desarrollar el plan.
   ─Conminareis al rey a que os acompañe al carruaje que estará dispuesto para su traslado a palacio─ les dice Richart.

   Nada hacer temer a los conspiradores que el rey pueda resistirse. Su carácter, escaso de valor, como siempre fue, así lo hace creer, pero Richart advierte que si acaso tal cosa sucediera, si el rey se revelara como lo que no es: valiente y bravo, y opusiera resistencia, antes que desistir en el rapto, el rey deberá morir.

Fernando VII

   Al oír a Richart, Leyva e Illán protestan. Una cosa es raptar al rey, están conformes en ello; otra matarlo. Un regicidio es cosa distinta y de gravísimas consecuencias para ellos y para la Nación. Pero Richart se impone autoritario, y los militares callan, y al hacerlo parece que otorgan. Nada más lejos de la realidad. El miedo a ver sus manos manchadas con la sangre de un rey supera el temor que Richart pueda infundirles en el ánimo si no obedecen.

   Francisco Leyva y Victoriano Illán confiesan a sus superiores los planes en los que participan. Ellos mismos, como si trataran con ello de mostrar su arrepentimiento, de purgar su culpa, participan en el arresto de Richart. Mientras, el general O’Donoju, el héroe de la guerra de la Independencia; el mariscal Mariano Renovales o el político Ramón Calatrava ponen pies en polvorosa y logran escapar; a Portugal e Inglaterra la mayoría. Peor suerte corren el zapatero Manuel Montero, el herrero Pedro Montalvo, Manuel Molina, carpintero, Blas Blázquez, tratante de aguardientes o la criada María Fernández, que son detenidos y el  4 de mayo de 1816 condenados a distintas penas de cárcel.

   Richart y el barbero Gutiérrez son condenados a muerte, el primero, con orden de que ejecutada la pena, el verdugo le corte la cabeza y sea ésta colocada en el Camino Real, fuera de la Puerta de Alcalá. Y así sucede. El 6 de mayo de 1816, en la plaza de la Cebada de Madrid, una soga rodea el cuello de Vicente Ramón Richart. Poco después su cabeza es exhibida en el Camino Real, quinientos pasos más allá de la Puerta de Alcalá. 
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