LEONOR TELES. LA PASIÓN DE UN REY

   Hija de Martín Alfonso Teles de Meneses y Aldonza de Vasconcelos, era sobrina del conde de Barcelos y podía presumir de linaje pues estaba emparentada por parte de padre con los reyes de León y con los de Castilla por parte de madre; así que si Juan Lorenzo da Cunha, señór de Pombeiro, contrajo matrimonio con ella por su estirpe o por amor es difícil de saber, aunque quizás por ambas cosas fuera, pues Leonor era mujer bellísima,  aunque fría y ambiciosa, que sin ceder a pasiones desaforadas, era capaz hacer enloquecer de deseo a cualquier hombre, como pronto veremos.

   Tenía Leonor una hermana, María, que era aya de la infanta Beatriz de Portugal, una de las hijas tenidas por Pedro I con Inés de Castro, aquella noble gallega, protagonista de una de las más célebres historias de amor, cantada por poetas de todos los tiempos, primero amante del rey Pedro, luego su esposa, aunque algunos lo dudaron, y más tarde arrebatada de su lado por viles asesinos y sus cómplices; siempre llorada por su esposo y vengada su muerte al fin con la crueldad que hizo ganar al rey el apelativo de justiciero y cruel.

   Y visitando en Lisboa a su hermana María fue cuando conoció Leonor al rey Fernando I. Rey sin grandes prendas, de corto conocimiento y escasa perspicacia, guerreó contra Castilla una y otra vez, apoyó al Trastámara don Enrique, el fratricida asesino de su hermanastro Pedro e hizo y deshizo luego pactos con Aragón y con el moro de Granada en contra de aquél. Si su intención, como nieto de don Sancho, era aspirar a ser dueño de Castilla y Portugal, todo uno, no pudo elegir peor forma de hacerlo.

                                                        *

   Leonor está en Lisboa para consolar a su hermana en la pérdida de su esposo, el señor de Mafra. Piensa pasar una buena temporada allí, pues el señor de Pombeiro, ocupado en cacerías y batallas, se halla ausente de Beita, su residencia; pero el tiempo pasa, su estancia en Lisboa se prolonga en demasía y el señor de Pombeiro, ya en Beita, insta a su mujer a la vuelta. Es tarde para ello. Fernando de Portugal ya está rendido ante el enigmático poder de seducción de la bella ambiciosa, y ella dispuesta a ser reina de Portugal en cuanto el papa anule su matrimonio con el señor de Pombeiro, cosa segura si el rey lo pide.


Muralla fernandina de Oporto. Pese a la desafortunada política respecto a
Castilla, Fernando I dotó de defensas las ciudades de su reino  e impulsó la marina, paso necesario para las posteriores empresas marítimas.

   Las hermanas Teles no sólo tienen en común su sangre, comparten imaginación y astucia para lograr sus fines. Con la ayuda de María, mucho mejor tratada por la historia que su hermana menor, Leonor hace caer en la trampa a Fernando, incauto y presa de una incontenible pasión por su amada. Así lo piensa Oliveira Martins, en su Historia de Portugal, que no debió ir muy desencaminado en sus apreciaciones cuando otro insigne, Alexandre Herculano,  al hablar de Leonor, aunque con cierto anacronismo, decía de ella ser la Lucrecia Borgia portuguesa. Prepara, pues, María una entrevista entre su hermana y el rey, por la noche, en sus aposentos, en lo que promete ser para el rey una noche de felicidad. Al abrirse las puertas de la alcoba,  Fernando se encuentra junto al lecho con un altar. Ante él un sacerdote. Incapaz Fernando de cualquier oposición, sucumbe ante el requerimiento de la amada: “Casémonos primero y amémonos después”. Enardecido Fernando, esa noche, ama a Leonor con pasión. Simulacro que daría paso, libre Leonor del Señor de Pombeiro,  a las nupcias reales, lejos de Lisboa, donde a Leonor no se le quiere, en Leça de Bailio, cerca de Oporto, en 1371. Al poco le nace un hijo, Alfonso, segundo intento, tras el malogrado Pedro, de dar un heredero a Portugal. Tampoco Alfonso vive mucho, sí lo hará Beatriz, infanta a la que casarán con Juan I de Castilla.

   Marido y mujer Fernando y Leonor, él enamorado y entregado a ella, hermosa, seductora, arrogante, infiel, aquél no se da cuenta de nada. Leonor siempre tiene cerca al conde Andeiro. Cuando el rey se va, Andeiro llega. Era el conde Andeiro, noble gallego y fiel servidor del rey Fernando desde los tiempos en que éste, con aires de grandeza o añoranzas atávicas, había invadido Galicia, como en efímero sueño, pues debió abandonarla en cuanto el rey castellano se plantó con sus huestes para restablecer el orden, igual que Andeiro, pero éste es desterrado a Inglaterra, de donde volverá con la promesa de los Lancaster de ayudar a su señor.  Una vez más Portugal y Castilla están en guerra, pero los aliados ingleses, más parecen rivales que amigos. Saquean y avanzan, antes parecen buscar un botín que ayudar al portugués. Al fin la paz entre ambos reinos se acuerda con el casamiento de la infanta Beatriz, la única hija de Leonor y Fernando, con Juan I de Castilla, que como otras veces sucedió y muchas más se verá en la historia, sustituye a un hijo suyo en las bodas del infante castellano don Fernando con Beatriz, su prometida. ¿Un paso hacía la unidad de ambos reinos? Podría haberlo sido, pero el 22 de octubre de 1381, un aún joven, pero enfermo Fernando I de Portugal muere. Como si se abriera la caja de los truenos, las intrigas por obtener la corona de Portugal se suceden. Ya había sido muerta con violencia, tres años antes, María Telez por secuaces de su propio esposo don Juan, señor de Eza, hijo de Pedro I e Inés de Castro, infante con aspiraciones al trono. Fue aquel asesinato preludio de las maquinaciones de Leonor en su pérfida ambición: había despertado la intrigante en el señor de Eza los celos en contra de su hermana. El esposo le cree, ordena la muerte de la esposa y consuma su propia perdición. Más tarde sería preso en Castilla, quedando apartado de la lucha por la sucesión. No ocurre lo mismo con otro Juan, maestre de la orden de Avis, hijo ilegítimo de Pedro I, tenido con Teresa Lorenzo, en torno al cual se forma un partido en defensa del Portugal que creen no defiende la regente, que sólo vela por sí y su hija, sea con las armas lusas, sea con las castellanas del esposo de su hija.

Con la Ley das Sesmarias, Fernando I de Portugal dio impulso a la agricultura,
convirtiendo en tierras de labor grandes extensiones de terrenos yermos hasta entonces.

   Aunque sin el amor del pueblo y con la animosidad de la corte, sólo porque la ley lo manda, Leonor, en nombre de su hija Beatriz, asume la regencia. Aún no se ha enfriado el cuerpo del rey, cuando Leonor y el conde Andeiro conviven maritalmente. Juntos están cuando Juan, maestre de Avis, se presenta en palacio. Lo ha designado la regente para defender las fronteras frente a los ataques castellanos, quizás con la idea de apartarlo de la corte y, con su derrota, quedar desacreditado sino muerto, pero don Juan, menos ingenuo que otros y con partidarios, quiere ver con sus propios ojos lo que sucede en la corte. La reina regente y don Juan hablan, Andeiro está presente, desconfiado y precavido, mas todo discurre con normalidad, sin fricciones. Al salir de la estancia Andeiro acompaña a don Juan. Hablan los dos hombres en una sala contigua. Nadie sabe de qué. El maestre de Avis, saca un puñal y lo hunde en las carnes del conde. Andeiro yace moribundo. Y tras el favorito, sus partidarios. No se tarda mucho en saber fuera de palacio lo que en él sucede, se habla del peligro en el que se halla don Juan y como uno solo, acuden  gentes del pueblo a defenderlo. Si la regente, tan odiada, salva su vida es gracias al propio don Juan. y si lo es por debilidad o por nobleza, poco importa. Pero Leonor es de carácter vengativo, y ahora, en momento tan crucial, valora mal sus opciones. Llama al rey castellano, requiriéndole a conquistar Portugal. Error que pagará caro. Proclamado rey don Juan, debe defender Portugal frente al poderío castellano, que vela por los derechos de la reina Beatriz.  Apoyado por muchos, aún parte de la nobleza piensa en Juan de Eza, que prisionero en Castilla purga el asesinato de María Teles y resulta maniatado en sus pretensiones. Pero nada de esto importará. Tras casi dos años de batallas, en Aljubarrota, Juan I de Portugal dirá su última palabra, ya incontestable. Una nueva dinastía regirá los destinos lusos y ni Leonor Teles, prisionera en el convento de Santa Clara de Tordesillas, ni su hija Beatriz formarán parte de ese nuevo Portugal. 
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LA DESTRUCCIÓN DE UN IMPERIO

   Creso era rey de los lidios. Gobernó su pueblo, en la península de Anatolia, unos cinco siglos antes de Cristo. Nada más llegar al poder inició una serie de campañas para someter a los pueblos griegos de Asia. No tardo mucho en conseguirlo. Efesios, dorios, licios, frigios, bitinios y otros muchos pueblos cayeron bajo su férula. Sometidos también los jonios, pensó entonces extender sus conquistas a las islas que éstos habitaban. Preparaba una escuadra con la que invadir las islas jónicas, cuando llegó a Sardes, la próspera capital de su reino, un griego que le anunció que aquellos isleños a los que trataba de invadir estaban preparando a su vez un gran ejército de diez mil jinetes dispuestos a lo mismo sobre su reino. Creso creyó al griego y ordenó paralizar la construcción de las naves y concertar una alianza con los isleños.

   Tiempo después Creso, viendo el creciente poder de los persas, puso su mirada en el Oriente. Para asegurarse el éxito quiso conocer la opinión de los oráculos. Despachó enviados a muchos de ellos con instrucciones de traer informes por escrito de lo que él mismo estaba haciendo el centésimo día tras su partida. Al regreso de todos los comisionados, resolvió Creso que sólo el oráculo de Delfos era capaz de vaticinar su futuro con garantías, pues sólo este oráculo había logrado saber que Creso, pasados los cien días desde que marchasen los delegados, había partido por la mitad una tortuga, un cordero y puestos en un caldero los había puesto a cocer.

   Mandó entonces Creso nuevos enviados a Delfos. Debían preguntar si su reino emprendería una expedición sobre Persia y si contaría con el apoyo de algún ejército aliado. La respuesta no pudo complacer más a Creso: le decía el oráculo que si procedía a la invasión de Persia destruiría un gran imperio y le aconsejaba buscar el mejor y más fuerte aliado de entre los griegos para ello. Así lo hizo y firmó alianza con los lacedemonios.


Delfos

   Para asegurarse aún más, envío unos nuevos comisionados. Cuando llegaron a Delfos, interrogaron a la pitonisa si sería duradero el imperio de su señor sobre la Persia del vencido Ciro. Otra vez fue grande la satisfacción de Creso al conocer la respuesta, pues le advertía que cuando un mulo fuese rey de los medos, abandonase aquel reino, cosa que juzgaba imposible pudiera suceder.

   Decidido, pues, Creso a conquistar la Capadocia, llegó al río Halis, la frontera de sus reinos. La dificultad para cruzar aquel río de caudalosa corriente y sin puentes con los que ganar la otra orilla era grande, pero la solución la dio Tales de Mileto, presente en aquella marcha, quien ordenó que río arriba del campamento lidio se cavara un canal que discurriera por la retaguardia de las tropas lidias y que más abajo, se uniera de nuevo al cauce del río. Quedó así dividido en dos ramas el río con su caudal igualmente dividido y vadeable en ambas ramas.

   Ya en Capadocia, los lidios de Creso sometieron la región de Pteria, mientras Ciro, reuniendo su ejército, salió a su encuentro. La batalla se prolongó durante todo el día. Cuando cayó la noche sin que ninguno de los dos bandos hubiera vencido, se retiraron y Creso, en inferioridad numérica, decidió regresar a Sardes. Con ayuda de los espartanos y los egipcios, con los que había llegado a una alianza también, volvería en la primavera para hacer cumplir los vaticinios del oráculo.

   Más no contaba el lidio que Ciro, al que llamarán el Grande, cruzase el río Halis, y ante Creso en su propia capital, se dispuso a la lucha. A la temible caballería lidia de Creso, Ciro opuso los camellos, usados para el transporte de vituallas, que dispuso en primera línea, delante de la infantería, y tras ésta la caballería. Cuando se produjo el choque entre ambos ejércitos, los caballos lidios, al sentir la presencia de los camellos, de los que temen hasta su olor, se encabritaron, descabalgando a sus jinetes. La lucha, que fue feroz, se entabló entre las fuerzas de a pie, y los lidios acabaron retrocediendo y  refugiándose tras las murallas de Sardes, que fue finalmente tomada y Creso cautivo. Se había cumplido el oráculo: había sido destruido un gran  imperio, el suyo.

Nota: No supo entender Creso que aquel mulo al que se refería el oráculo no era otro que Ciro, hijo de una meda y de un persa.
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EL NACIMIENTO DE UN REINO

   Cuando el conde de Portucal, Enrique de Borgoña, falleció, se inició la regencia de su viuda doña Teresa, hija del rey leonés Alfonso VI. De la otra hija, Urraca, había logrado el conde borgoñón engrandecer su condado portucalense con tierras gallegas por el Norte y alcanzar grandes extensiones en las tierras del Duero por el Este. Doña Teresa, hermosa y de naturaleza sensual, pronto encontró el afecto del conde gallego Fernando Peres. Tampoco tardó mucho en ser armado caballero el infante Alfonso Henriques, que enseguida exigió a su madre el abandono de la regencia y reclamó sus derechos, pero doña Teresa se negó a ello,  pues contaba con el fuerte brazo del conde Peres; mas al morir la reina doña Urraca, el nuevo rey Alfonso VII volvió su vista hace el Oeste, recuperando Galicia y las regiones del Duero ganadas por el viejo conde.  Allanada doña Teresa a la nueva situación, reducido el condado a sus límites primeros, muchos caballeros se pusieron del lado del infante Alfonso Henriques, que decidido se enfrento a su madre.

   Se rebeló, pues, Alfonso Alfonso Henriques, y en la disputa, ocurrida en Guimaraes, salió mal parada doña Teresa. La leyenda insiste en que doña Teresa fue hecha prisionera por su hijo, que fue emplazado por aquélla a un juicio de Dios: “Alfonso Henriques, hijo mío, me has encarcelado, encadenado y arrebatado las tierras que me dejó mi padre y me has separado de mi marido; ruego a Dios te pase como a mí, y puesto que has sujetado con hierros mis pies, te sean rotas las piernas mediante hierros. ¡Haga Dios que esto suceda!”; pero la realidad parece ser menos fantástica, pues los derrotados huyeron a las tierras gallegas del conde Peres.

   Durante el reinado de Alfonso VII, el emperador, varios intentos de Alfonso Henriques por unificar la Galicia del norte del Miño con la del sur fracasan. Al fin, los reveses militares y la amenaza almorávide, deciden al portugués a dirigirse hacia el Sur. El triunfo en los campos de Ourique hincha de moral, pero también de sentimiento nacional a los nobles portugueses, que allí mismo declaran a Alfonso Henriques rey. Su nueva condición agudiza el ingenio del astuto Alfonso Henriques que aún es vasallo del rey leonés como señor de Astorga, y piensa que le conviene sacudirse ese yugo para sustituirlo por otro con la misma o mayor autoridad, pero más suave, lejano y exigente con él, y a la vez protector. Con el sibilino proceder del cardenal Guido, presente como legado del papa Lucio II en Zamora, Alfonso VII reconoce a Alfonso Henriques como rey de Portugal, y confía en su vuelta al redil leonés más tarde. Alfonso Henriques se reconoce entonces vasallo del papa, resulta así intocable para cualquier otro rey cristiano y libre ya, dedica sus energías a consolidar su situación y reino.


   Tras renunciar a las tierras al Norte del Miño y demás tierras fuera del primitivo condado portucalense, la lucha del primer rey portugués, se obstina en el Sur, por donde el peligro acrece por el empuje de tropas sarracenas. En 1146 en una operación por sorpresa, digna de la mejor novela de aventuras,  toma Santarem: así en plena noche, se presenta el rey con sus hombrea ante sus murallas. Tres de sus mesnaderos se acercan al muro. Uno lanza la escala, ligero, pero cauteloso, alcanza el adarve, dando cuenta del vigilante más próximo. Cuando otro vigilante, guardián del portal, oye pasos cercanos, llama al que cree su compañero. El portugués, en el habla del enemigo, pide que se acerque. Sin darle tiempo, siega su cuello y arroja su cabeza al exterior. Es el aviso. Los otros dos portugueses que aguardan al pie del muro, lanzan sus escalas y ascienden con celeridad meteórica. Ya juntos los tres, abren las puertas de la ciudad. Santarem cae.

   Al año siguiente llega el turno de Lisboa. Ya no está solo Alfonso Henriques como en Santarem. Ahora tiene ayuda de cruzados ingleses, franceses e italianos. Se construyen catapultas, se elevan torres para el ataque. También la ciudad se apresta a la defensa. Arietes y flechas desde un lado, brea y aceite hirviendo desde el otro. Fuego por todas partes. Tras un primer intento cristiano, fracasado, se inicia el asalto definitivo. En octubre Lisboa, al límite de su resistencia, se rinde.

   Y así batalla tras batalla, ganando algunas veces para perder lo conquistado poco después; sin un reino y un ejército organizados; sin ser un buen estratega, aunque sí un aguerrido soldado, recorre tierras del Algarve empuñando su espada o con el cuchillo entre los dientes.

   En esas estaba Alfonso Henriques cuando, acaso la casualidad quiso que, aquella ordalía a la que su madre pareció condenarle cuando fue presa tuviera algo de verdad, En su osadía, Alfonso Henriques se dispone a tomar Badajoz, que queda fuera de los límites acordados al determinar qué tierras ganadas en la reconquista quedarán en poder de cada reino,  y Badajoz, cuyo valí es tributario del rey leonés Fernando II, debería quedar fuera de las pretensiones portuguesas. Como no sucediera así y Alfonso Henriques tomara la ciudad, el valí pide ayuda y Fernando acude a defender lo que cree suyo. Al llegar las tropas del leonés, Alfonso Henriques trata de huir. Torpe ya, sin los reflejos y la agilidad de sus años mozos,  sobre su montura, sufre un accidente, hiriéndose las piernas con unos hierros. Parece cumplirse así el designio, pero el rey de León, casado con Urraca de Portugal, hija de Alfonso Henriques, magnánimo, exige al suegro el abandono de todas las tierras tomadas fuera de los compromisos y lo deja  marchar a sus tierras portuguesas de Santarem, donde atacado mientras lame sus heridas, aún tuvo su yerno, con generosidad sin límites, que defenderlo de los ataques de nuevas fuerzas llegadas a la península: los almohades.

   Será Sancho I, hijo de Alfonso Henriques, quien heredará el reino portugués y comenzará a consolidar su identidad nacional.
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