PRESENTACIÓN DE "LA CORTE DEL DIABLO"

   Cuando una noche, a primeros del pasado mes de octubre, me anunció Montserrat, emocionada y nerviosa, perdido el apetito por la agitación ─un nudo en el estómago me dijo tener─,  la publicación de su primera novela, vio cumplida una gran ilusión. Hoy, “La corte del diablo” ya en las librerías, casi olvidados los duros momentos de la gestación editorial, llega el momento de su presentación en su propia ciudad.

   Y es que se la veía llegar. Su carrera como escritora, antigua devoción, toma el rumbo de la profesionalidad, como debe ser en autora de talento.  Adentrarse en las procelosas aguas del océano editorial requiere valentía y fe. De las dos anda cumplida Montserrat Suáñez, pero si la primera es atributo que sólo depende de ella, la segunda es virtud compartida, que se apoya en tres pilares: a la fe en sí misma, que sin desaliento exhibe, hay que sumar la fe que los editores han puesto en ella, de manera expresa y con muy buen criterio; y la de los lectores que, a buen seguro, con sus antecedentes, no tardarán en demostrar, juzgando favorablemente la novela, cuya presentación en la Librería Central de Gijón, calle San Bernardo, 31, se celebrará el próximo día 18 de febrero.

   Influida desde su juventud por los relatos de Alejandro Dumas, como ella misma ha dicho alguna vez, no es casual la época elegida ni la temática de su primera novela: una obra que fiel a la historia nos sumerge en las conspiraciones de personajes poderosos y sin escrúpulos protagonistas de la historia y de una novela, en la que nos descubre con técnica envidiable, pero amena, los hechos históricos presentados por personajes reales la mayoría y de ficción otros, pero sin merma del rigor exigible en una novela histórica.

   Porque siendo la obra novela, es también libro de historia y también retrato psicológico. Narración y descripción. Una equilibrada armonía donde los hechos y la ficción se entremezclan, mientras una mirada observadora nos describe con todo detalle el lujo en el que se mueven los personajes: los vestidos de las damas, los trajes de los caballeros, sus palacios, el mobiliario que los adorna, nada queda fuera de la mirada escrutadora de la autora; tampoco la esencia de los propios personajes: su alma, más no desde la pedantería de quienes elucubran  ─y aburren─ con su trascendencia, sino  mostrándonos la ambición, el ansia de poder, los celos,  la crueldad;  y los anhelos, las pasiones, la ternura y la amistad, a veces con la tensión que los hechos exigen, otras, muchas, con fino humor que sin hacerla comedia, desdramatiza acontecimientos solemnes.

   Y advierto una aspiración muy estimable en una circunstancia. Es corriente en el infinito firmamento literario actual, en el que tantas mujeres escritoras hay, y cuyos libros suelen ser perfectamente identificables, que las escritoras no sean capaces, aun deseándolo, de ocultar su género. Que sea esta novela una obra en la que si en su portada no figurara nombre alguno, fuéramos incapaces de descubrirlo es asunto destacable. Que el protagonista sea un hombre, hecho de por sí poco habitual en la literatura escrita por mujeres, es especialmente meritorio, por cuanto rompe el sentido feminista de la literatura escrita por mujeres.

   La novela, no lo he dicho aún, está ambientada en una época muy concreta: la  que transcurre entre finales de 1570, con la boda de Carlos IX con Isabel de Austria, y las vísperas de la matanza de San Bartolomé, en el verano de 1572. De esta masacre, quizás comienzo de una futura obra de la autora, hay un cuadro de François Dubois, el único que al parecer se conserva de este pintor, expuesto en el museo de Lausana, en el que, con toda claridad, se ve al almirante Gaspar de Coligny cabeza abajo, siendo arrojado desde una ventana, causa de aquella sangrienta jornada; a la reina madre, Catalina de Médicis, a las puertas del Louvre, observando las víctimas de la matanza que ella misma ha provocado; y, aunque con menor claridad, hay quien ha querido ver también al rey de los franceses, al católico Carlos IX, arcabuceando desde una ventana del Louvre a los hugonotes, aquellos protestantes fanáticos que, con los católicos igualmente intransigentes, sumieron a Francia en constantes luchas de religión, que condicionaron el devenir de la Nación: sus campañas militares, sus tratos con otras potencias, su políticas matrimoniales. Aunque hoy los historiadores dudan de la veracidad de esa última escena, pues argumentan que durante la matanza del día de San Bartolomé dicha ventana no existía en realidad, lo cierto es que existiera o no, sí refleja el carácter impulsivo y colérico del rey de los franceses, como también la actitud indolente de la reina madre ante cualquier sufrimiento que se oponga a sus intereses primero, o a los de sus hijos después. Hay en la novela otros personajes reales: el duque de Anjou, Isabel de Inglaterra…, perfectamente retratados; y ficticios, que dan consistencia al argumento de una novela, obra literaria, sin duda.

   En fin, no creo errar si señalo que al placer que a los lectores de “La corte del diablo” supone leer la novela, le precedió la satisfacción que su autora, Montserrat Suáñez, obtuvo al escribirla, porque no fue un trabajo para ella hacerlo. Suerte para sus lectores su decisión de compartirlo.

   Recuerden,


PRISCILIANO. EL HEREJE GALLEGO

   Había nacido en Iria Flavia, en el seno de una familia gallega noble y acaudalada, y recibido una buena educación, cuando en 379 comienza sus predicaciones. Prisciliano es hombre culto, erudito, con don de gentes, de gran elocuencia y capaz de convencer con la palabra, pero también dado a la magia y prácticas contrarias a las buenas costumbres, que había aprendido de ciertos extranjeros llegados a su tierra, procedentes de Aquitania, que las habían aprendido de un tal Marcos de Menfis.

   En la nebulosa en la que están envueltos estos tiempos antiguos, donde las fuentes son tan escasas como dudosas, se dice que Marco de Menfis emparejó con una mujer de las tierras galaicas, a la que rebautizó como Ágape y fundó la secta de los agapetas. Si fue así o si fue Elpidio y su esposa, esa misma Ágape, discípulos, estos sí, del mago Marcos, quienes iniciaron a Prisciliano en el gnosticismo que bajo muchas variantes inundaban desde el siglo I las tierras africanas del Nilo, es asunto pendiente de determinar. Es posible que, además, Prisciliano ya conociera y practicara ciertos ritos celtas, ancestrales vestigios druídicos aún vivos en Galicia.

   Sea como fuere, el caso es que Prisciliano comienza a difundir una doctrina con claros tintes maniqueos, mezcla de ritos ancestrales con principios  gnósticos y la doctrina primigenia del cristianismo. Su proselitismo es fructífero. Ganados muchos adeptos en Galicia y Lusitania, comienzan también en la Bética a surgir seguidores.  Incluso prelados como Instancio y Salviano comparten las tesis priscilianistas. Alarmado el obispo de Córdoba, Higinio, comienza una campaña en contra del heresiarca. También Idacio, prelado de Mérida, se suma, a requerimiento de Higinio, en una cruzada contra Prisciliano. Para combatir la nueva doctrina, se convoca un concilio en Cesaraugusta, en el año 380, en el que censurar y castigar a los nuevos herejes. Reunidos dos obispos de Aquitania y diez españoles, Idacio entre ellos, se promulgan cánones que anatemizan los sacrílegos ritos priscilianistas y se excomulga a Instancio, Salviano, Elpidio y al propio Prisciliano, y también tiempo después a Higinio, pues, sin que quedara claro por qué, de detractor de la novedosa doctrina, muda su postura,  quién sabe si la elocuencia de Prisciliano es la causa, por la de ferviente seguidor priscilianista. Terminado el sínodo de Zaragoza sin mayores consecuencias, no se arredran los relapsos, y contra toda norma logran convencer a la iglesia lusitana para que Prisciliano corone su testa con la mitra de la sede abulense, vacante entonces.

   Siendo Graciano el emperador romano, a él recurren Idacio y los demás perseguidores de los heréticos priscilianistas. De estos, unos grupos se ven obligados a huir, disolviéndose otros, mas sólo de momento. Pronto Prisciliano, como nuevo obispo de Ávila, Instancio, Salviano y otros principales de la secta toman el camino de Roma con la firme intención de obtener la revocación del edicto imperial que les disolvía. De camino predican mucho y a muchos convencen. En Burdeos se unen a ellos Eucrocia y su hija Prócula, porque, así lo dice Sulpicio Severo, una de las pocas fuentes sobre estos hechos, son muchas las mujeres que se unen al grupo, tal era el poder de convicción del seductor Prisciliano. Y de Prócula, de la que, sin que su reciente mitra sierva de freno a su pasión, Prisciliano tiene un hijo.

Estatua ecuestre de San Martín de Tours, entregando medía capa a un mendigo, en
 la fachada de la Iglesia de la que es títular en Valencia. Obra flamenca de finales del
 S. XV, atribuida Pierre Beckére, escultor al servicio de María de Borgoña en Brujas.
 San Martín, obispo de Tours, acudió a Treverís. Su oposición al derramamiento
 de la sangre de los herejes fue eficaz mientras estuvo en dicha ciudad.

   Al llegar a Italia, ni Ambrosio, en Milán, ni Dámaso, el papa español  conocedor de los delitos de los que han sido acusados los herejes, los reciben ni quieren saber nada de ellos. Tratan entonces de ganar el favor del emperador por medio de Macedonio, magister officiorum del emperador Graciano. Restituidos en sus cargos, instalados en sus sedes episcopales Prisciliano e Instancio, Volvencio, el cónsul de Roma en la Lusitania, antes azote de los heresiarcas, ahora bien pagado por los rehabilitados priscilianistas, dirige la persecución de los católicos en su jurisdicción. Itacio, obispo de Faro, antes perseguidor, ahora perseguido, y de carácter irreductible en su postura, pero realista, pone tierra por medio y en las Galias, se pone bajo la protección del prefecto Gregorio, que informa al emperador. Mientras, el aparente sincretismo, la engañosa conciliación de lo cristiano con el gnoticismo de la secta, se disuelve como  un azucarillo en el agua, y triunfa el hermetismo, que da alas la los enemigos de los herejes.

   También los problemas del Imperio se vuelven contra ellos. Si en el imperio oriental de Teodosio reina la estabilidad, en el occidental  la anarquía campa amenazante. Graciano, que compartía con Valentiniano II el imperio de Occidente, tiene que huir cuando Clemente Máximo, sublevado en Britania, alcanza Treveris, la “segunda Roma”, y corte de esa parte del Imperio. proclamándose emperador. Hispania,  queda bajo la égida del hispano Máximo, muy celoso de la ortodoxia cristiana, e informado y espoleado por el inquisidor Itacio, decide tomar cartas en el asunto, aunque con prudencia. Deja en manos de la propia Iglesia el asunto, para que celebre un sínodo en Burdeos, fuera de la Lusitania priscilianista, para amonestar a los herejes. Y allí van Prisciliano y sus prosélitos, los obispos Instancio e Higinio, otros religiosos también, Prócula y, hasta un poeta: Latroniano.

   Despojados de sus cargos, ninguna cosa más en contra de Prisciliano y los suyos consiguen sus enemigos, que inasequibles al desaliento logran llevar la causa, ahora política, a Tréveris. Allí, en el invierno de 384, comienza el proceso, Itacio y otros arremeten feroces; aún los herejes cuentan con algún apoyo: Martín, con olor de santidad, antiguo soldado del imperio, obispo de Tours, si decididamente no defiende, sí aboga para que la sangre de los juzgados no corra. Y lo logra mientras permanece allí; pero al marchar, Máximo, convencido por los tercos e intolerantes prelados acusadores, nombra juez al prefecto Evodio. Los herejes, aunque creen en las Sagradas Escrituras, son acusados de maniqueos, de negar la unidad divina y de antitrinitarios; pero son las formas, más que las diferencias teológicas, las que les condenan. Prisciliano es acusado de brujería, de practicar ritos ancestrales, entregado a pasiones indecentes de exhibicionismo, de haber forzado a Prócula, y con brujerías, sortilegios y pócimas provocar el aborto del fruto de su desenfreno: crímenes comunes penados con la muerte.  Y de iguales faltas resultan acusados el resto que, como Prisciliano, bajo tormento, o confiesan o dicen lo que sus torturadores quieren oír. La suerte de todos ellos está echada.

                                                        *
                                                           
   San Próspero de Aquitania nos dejó constancia de ese final: “En el año del Señor 385, siendo cónsules Arcadio y Bautón, fue degollado en Tréveris Prisciliano, juntamente con Eucrocia, mujer del poeta Delfidio; con Latroniano y otros cómplices de su herejía”. Pero la muerte de Prisciliano, ahora un mártir para sus seguidores, no fue el fin de la secta. Cuatro años después sus restos fueron exhumados y trasladados a Galicia para su descanso eterno, o casi.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. LA CERDANYA

   Si hay tierras que a lo largo de la historia han cambiado de dueños, pocas como la Cerdanya lo han hecho con tanta frecuencia y bajo coronas tan distintas. Condes de Urgel, aragoneses, de Barcelona, reyes francos, de Aragón, de Mallorca han gobernado aquellas tierras, un altiplano de más de cinco kilómetros de ancho y veinte de longitud, situado a más de mil metros de altitud, pero rodeados de gigantes de casi tres mil, que lo hacen valle y fácil paso entre Francia y España. Mitad español, mitad francés desde que en 1659 quedó rota su unidad política cuando por el Tratado de los Pirineos, España cedió todos los pueblos al norte de la frontera pactada, el viajero comienza a conocerla desde su extremo meridional.

   Es Martinet, dejando atrás, aguas abajo, las angosturas del río Segre, lugar de veraneo muy visitado, que  si no destaca por grandes hechos históricos, sí lo hace por haber sido escritas en ella muchas páginas sobre ella, ya que fue aquí donde el desaparecido Nestor Luján, erudito escritor, periodista y gran gastrónomo, escribió varias de sus más notables ensayos de carácter histórico: La otra marquesa de Pompadour, Margot, la reina de los corazones o Madrid de los últimos Austrias vieron aquí la luz.

   Conforme avanza, el viajero ve como se el valle se ensancha. Dejando atrás Bellver de la Cerdaña, casi sin darse cuenta, llega a Puigcerdá, capital desde siempre de toda la comarca, y hoy de la parte española.

  Encaramado su casco viejo sobre una especie de terraza asomada al Segre, el viajero asciende rodeando el cerro y se acerca hacia las proximidades del lago, que es artificial y del que hay noticias de su existencia desde el siglo XIII. Mediante acequias llegan a él las aguas, hoy francesas, del río Carol, que han sido usadas a lo largo de tiempo para múltiples menesteres de la población y de los campos circundantes. Hoy, y desde hace cien años, hay alrededor de su perímetro arboledas y praderas que hacen del paraje el gran parque de la localidad, gracias al diplomático danés Germán Schierbeck, cónsul en Barcelona, que tomó Puigcerdá como lugar de veraneo, impulsando iniciativas económicas, que atrajo a nuevos veraneantes y donó a la villa los terrenos circundantes al lago, adquiridos por él mismo y que como parque acabaría llevando su nombre.


   Pero el viajero prefiere ver la zona urbana y a ello se dedica. En la plaza de los Heróes, junto al Casino Ceretà, pasa junto al pequeño obelisco de mármol rojo, símbolo de la defensa de los ceretanos frente a las tropas carlistas. Al lado justo, sin apenas separación, está la plaza de Santa María. Hay en esta plaza una torre campanario, a la que le falta la iglesia. Tuvo mala suerte la villa cuando, en  los años treinta del siglo pasado, los españoles anduvieron reñidos en dos bandos, porque entre los 277 anarquistas miembros de la sede de la CNT-FAI de la localidad había un tal Antonio Martín, apodado El Cojo de Málaga, que mandaba sobre los demás y que más allá de defender ideas con la razón las quiso imponer por la fuerza, aterrando a la población de la que se hizo dueño. A la pérdida de vidas humanas sumó la destrucción de bienes: arrasó los archivos del registro de la propiedad y de la notaria, e insatisfecho con quemar papeles, se afanó en derribar piedras. Así fue como la torre de la parroquia de Santa María se quedó sola y sin templo a la que servir.

   El viajero decide subir a la torre para disfrutar del paisaje y decidir los caminos que seguirá una vez abajo. Y al rato, puesto el pie en tierra firme otra vez, se adentra por la calle Mayor, la más comercial de la villa. Caminando por ella, el viajero se alegra mucho al comprobar que son muchas las pastelerías, repletos sus escaparates de dulces de todo tipo. Sabe el viajero que no tardará en ser vencido por la tentación, pero de momento resiste y avanza hasta llegar a la porticada plaza de Cabrineti, bautizada en honor del militar defensor de la villa frente a los carlistas y antiguo centro de la villa.

   De regreso, saliendo de la población, el viajero, al que le gusta adentrarse por caminos por donde nadie entra, enfila un camino que a su entrada y muy discretamente anuncia ser el camino de Rigolisa. Avanza y se ve obligado a apartarse a un lado para permitir el cruce con un tractor de labranza. Ya no verá a nadie más durante el camino. Tampoco al final del mismo, cuando ve la iglesia, precedida por una descuidada plazoleta. La iglesia está cerrada. El viajero camina por los alrededores. En el lado izquierdo de la ermita sigue un camino. Francia esta muy cerca, apenas a unos pocos metros. Leyó el viajero que por ese camino entraron en España las tropas alemanas, en retirada, cuando al término de la Segunda Guerra Mundial, Francia volvió al poder de los aliados.  El viajero no imagina el lugar, que da la impresión de estar igual a como estuvo entonces, más que en blanco y negro, toma su cámara y dispara.


   Y en sentido inverso a como hicieron aquellos alemanes de hace setenta años, el viajero entra en Francia, pero por el paso fronterizo de la antigua Guingueta d’Ix, que ese fue el nombre de la localidad hasta 1815, cuando, tras la caída de Napoleón, la visitó la duquesa de Angulema, María Teresa Carlota, hija de Luis XVI y que por deferencia a ella cambió su nombre por el actual de Bourg Madame. No se detiene allí, pues el lugar no ofrece gran cosa al visitante y el viajero está deseoso de entrar en España otra vez.

   Porque Llívia es villa española rodeada de tierra francesa por todos sus vientos. Ya quedó dicho que en 1659 España tuvo que ceder, por el tratado de los Pirineos, parte del valle; pero la ambigüedad del artículo 42 del tratado por el que los Pirineos serían la división entre ambos reinos obligó a que tuvieran que reunirse las partes para concretar los límites fronterizos. Unas primeras conversaciones en Ceret, en marzo de 1660, terminaron en apenas un mes sin acuerdo alguno. Como estaba prevista la boda de Luis XIV con la infanta española María Teresa de Austria para junio de aquel mismo año, y los reyes español y francés querían dejar resuelto el problema fronterizo antes de la misma, a toda prisa, se reunieron don Luis de Haro y el cardenal Mazarino a fin de solucionar el asunto. Trazar la raya que separase Francia de España partiendo el valle en dos no era cuestión fácil.  El francés quería para Francia la Cerdaña en su totalidad, España que se negaba, cedió las aldeas del Norte. Esto permitía a Francia unir el valle del Carol al Oeste con el Capcir y el Conflent al Este y enlazar todas estas tierras con el Rosellón. Acordado lo cual Luis y María Teresa contrajeron sus nupcias en la isla de los Faisanes.

   El viajero pasea por Llívia, allí se instaló y aún se conserva la que fue farmacia más antigua de Europa; y allí se produjo una nueva reunión entre funcionarios españoles y franceses, para perfilar los acuerdos conseguidos poco antes por Mazarino y Haro. España excluyó Llívia del pacto, por no ser aldea, sino villa desde los tiempos del emperador Carlos V. Francia, que la quería, quiso comprarla, ofreció 1.000 libras por ella, destacó tropas ante el enclave durante las negociaciones, que se prolongaron varios meses, pero finalmente, el 12 de noviembre de 1660 se firmó el tratado de Llívia, que quedó bajo la jurisdicción española.

   El viajero continúa su marcha hacia el Norte. Mientras recuerda que todo el valle fue apetecido siempre por ambas naciones pasando de un país a otro en los siglos siguientes varias veces, llega a la ciudadela de Mont Louis, llave de la Cerdaña por el Norte. Fue precisamente su situación estratégica la que animó  a Luis XIV a encargar al ingeniero militar y Comisario de Fortificaciones, marqués de Vauban, la fortificación de aquel lugar desde el que dominar la Cerdaña y defender la entrada al Rosellón. El viajero supera el foso y se adentra en la población amurallada. Entre construcciones típicas con sus ventanas protegidas por contraventanas de madera el viajero llega hasta la iglesia de San Luis, levantada en el siglo XVIII, sin interés especial, si no fuera por un más que meritorio Cristo en madera de sicomoro del siglo XV, que el viajero encuentra por casualidad al recorrer su interior. De mucho provecho resulta también el paseo por sus murallas, pues el conjunto está declarado como Patrimonio de la Humanidad, y juzga el viajero que razones hubo para el premio.

  
   Y si bajo el reinado del Rey Sol fue construida la ciudad fortificada, es el astro solar el que ha hecho famoso hoy el horno de Mont Louis. Construido a mediados del siglo XX, consiste en una serie de espejos reflectantes que recogen la radiación solar haciéndola converger en una pequeña zona donde se concentra toda la luz solar, que es convertida en energía  aprovechable. Quizás las tres mil horas de sol que se asegura iluminan la región hicieron de Mont Louis el lugar elegido para el primer horno solar, quizás ya, tecnología superada, pero que al viajero le hace recordar que ya Arquímedes uso con el espejo ustorio esa potente fuente de calor que es el Sol para vencer al enemigo.

   El Sol empieza a ponerse, es hora de que el viajero termine su andanzas por esta región de los antiguos ceretanos, dividida entre dos países, de forma tan arbitraria que, aún después de los acuerdos del siglo XVII, siguió enfrentando a unos y otros hasta el definitivo amojonamiento y deslinde pactado en 1868 entre Francia y España.  
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ESPADONES DEL SIGLO XIX. NARVÁEZ

   Es el espadón por antonomasia, en él casi todo fue excesivo, incluso cuando, según dicen, antes de morir, en su última confesión, que duró más de media hora, manifestó que no tenía enemigos por haberlos fusilado a todos. Y no debe extrañar, pues su excesos comenzaron desde su llegada a este mundo; porque cuando el 5 de agosto de 1799, Ramón, María de las Nieves, de la Santísima Trinidad, José, Joaquín, Juan Bautista, Santiago, Francisco de Paula, Juan Nepomuceno, Francisco de Asís, Antonio de Padua Narváez de Campos nació en Loja, ya parecía encomendado a todos los santos, o a casi todos.

   Su valor o su temeridad están fuera de toda duda. En 1822, en Castellfollit(1),  con desprecio de su vida, fue herido por primera vez en acto de servicio. Se había incorporado a las fuerzas del general Espoz y Mina,  Capitán General de Cataluña. Los realistas de la Regencia de Urgel se habían hecho fuertes en la población. Con ánimo de tomar la plaza fue usada la artillería, pero uno de los torreones resistió los embates artilleros. Narváez, valeroso, aunque imprudente, como diría Espoz, aprovechando la oscuridad de la noche, acompañado de un capitán de artillería, se aproximó hasta el torreón y a hachazos comenzó a golpear el portón, abrir brecha y facilitar el acceso a los suyos. Los golpes alertaron a los realistas,  defensores de las murallas, que abrieron fuego sobre los temerarios asaltantes, resultando heridos y el capitán en trance de caer al foso. Narváez, con desprendido compañerismo, despreciando el peligro, auxilió a su compañero, poniéndose ambos a salvo.

   Y de su carácter enérgico y su determinación para hacerse obedecer tampoco se puede dudar, como lo demuestran las palabras que dirigió a los hombres del regimiento de la Princesa, cuyo mando se le había asignado. Tenía fama este regimiento de ser uno de los más indisciplinados y Narváez, coronel por entonces, avisó a sus hombres:
  ─Sé que este regimiento tiene fama de ser el más indisciplinado, pero el estado de las cosas sobre este asunto será diferente a partir de ahora. Yo tengo más carácter que cualquiera de ustedes y aunque sea por la fuerza cada uno cumplirá con su deber. Si alguien se ha sentido ofendido por mis palabras, sepa que desde ahora hasta el toque de diana de mañana no seré su coronel, sino un compañero más dispuesto a darle satisfacción por las armas a quien me lo demande.

   Resulta fácil suponer que no hubo duelo alguno y que el regimiento de la Princesa se convirtió en un ejemplo de disciplina.

   De talante liberal, se comportó como un dictador más de una vez, como cuando reemplazó en el gobierno, en 1848, al marqués de Salamanca. Eran tiempos revolucionarios en media Europa, de los que Narváez no quería ni oír hablar para España. No concebía el poder de una manera distinta al ejercicio del mando, algo que no sólo se manifestaba en él, pues el resto de los espadones, militares y políticos al tiempo, no diferían mucho de él en su proceder. Participó como sus compañeros O’Donnell, Serrano o Prim, en cuantas asonadas hubo; y con otro espadón, Espartero, anduvo siempre en riñas. Su desembarco en Valencia y su marcha sobre Madrid, hizo huir a Espartero camino de Londres. Aquello le valió el título de duque de Valencia. Conspiró y derrocó gobiernos, formó muchos otros, pero siempre con fidelidad incuestionable hacia la reina Isabel, que perdería el trono nada más morir él y su otro valedor, el canario Leopoldo O’Donnell fallecido poco antes. Su aspecto y su carácter vehemente contribuyeron mucho a forjar su imagen  de espadón intransigente y violento. Y algo de eso hubo. Basta recordar el duelo ocurrido en la antecámara de la reina, en el propio Palacio Real: despachaba don Ramón, a sazón presidente del Consejo, con su asistente don Joaquín Osorio, cuando se escucharon voces provenientes de la antecámara de la reina Isabel. Ya estaba la reina encinta en aquel tiempo y se encontraba esa noche en su alcoba con Enrique Puigmoltó Mayans, un capitán de la guardia, amante suyo entonces y muy probablemente padre del futuro Alfonso XII, cuando el rey Francisco de Asís se presentó con la intención de acceder a los aposentos de su esposa. Acompañaba al rey el general Urbiztondo, ministro de la Guerra en el gobierno de Narváez y afín a la camarilla del rey consorte. Los alabarderos habían impedido el paso a los recién llegados hasta el momento, pero Francisco de Asís insistía:
   ─Soy el rey y quiero ver a la reina, mi esposa.
   Al momento llegaron Narváez y Osorio que, prestos a impedir el propósito del rey, habida cuenta la embarazosa situación que se produciría de permitirlo, se inició una discusión.
   ─Es imposible, señor, pasar sin el consentimiento de la reina─ advirtió don Ramón.
  ─¿Imposible? Es absurdo impedir el paso al rey─ terció Urbiztondo.
   Para reforzar su postura, Osorio dio un paso al frente mientras colocaba su mano sobre la empuñadura de su sable, momento en el que Urbiztondo, desenfundando su espada atravesó el pecho de Osorio.
   Inmediatamente fue Narváez quien desenfundó su acero y comenzó un combate entre el presidente y su ministro. Francisco de Asís conmocionado por lo sucedido contemplaba horrorizado la lucha que se desarrollaba ante sus ojos. No estaba hecho su carácter sensible para tales impresiones.
   El combate era feroz, ambos espadachines resultaron heridos, y al fin Urbiztondo muerto por una estocada fatal.
   La intimidad de la reina había quedado a salvo, el incidente tapado en la corte, y el gobierno informando de dos muertes accidentales en Palacio.

Firma del general Narváez. Fotografía tomada del libro España
histórica de Antonio Cárcer Montalbán. Ediciones Hymsa. 1934

    Bravura tenía, pues, don Ramón,  pero no se puede decir, en lo físico, que fuera un adonis: sin ser corto de talla, no era alto,  su sable, de tamaño normal, era de continuo arrastrado por el suelo, usaba peluquín, o por ocultar su calvicie o una herida que afeaba aún más su aspecto; y pese a ello tenía cierto éxito con las mujeres.  A los 46 años, en la cima de su carrera como político, contrajo matrimonio con una joven María Alejandra Tascher, de veintiún años, hija del conde Fernando Tascher de Pouvray. En relaciones con ella, el espadón fue invitado al “chateau” del conde en las cercanías de París. Sentados a la mesa los comensales, don Ramón, así lo cuenta el general Fernández de Córdoba en sus memorias, requerido por el conde, contaba sus aventuras contra los franceses de los Cien Mil Hijos de San Luis, y cómo fue hecho prisionero por los absolutistas de Fernando VII. Asunto tan delicado dio pie a que un coronel francés retirado, sentado a la mesa, preguntase al español qué “tunantería” había cometido para que tal sucediera. Y a don Ramón le venció su carácter. Levantándose bruscamente, haciendo rodar la silla por los suelos, comenzó a despotricar, en la jerga cuartelera que tan bien dominaba contra Francia, los franceses, Luis Felipe y cuanto a francés pasase por su mente alterada; y despachado a gusto, abandonó el palacio del conde. Como en modo alguno estaba el coronel francés dispuesto a tolerar la afrenta, envío éste a sus padrinos, pero los de Narváez convencieron al espadón para que desistiera del enfrentamiento y el duelo no llegó a celebrarse. Pese a todo o por ello, el caso es que Ramón y María Alejandra se convirtieron en marido y mujer en febrero de 1846. No sería aquél un matrimonio feliz, del que nació un hijo que falleció  muy pocas semanas después, y los cónyuges acabaron llevando vidas separadas, ella en París, él arriba y abajo, de un lugar a otro, como siempre había sido.

   Incapaz de sonreír jamás, tenía una de esas caras, como dejó escrito Galdós “que no brindan amistad, que fundan su orgullo en ser antipáticas y en hacer temblar a quien las mira”; tampoco Baroja lo dejó en mejor lugar cuando lo describe como “pequeño, violento, de voz dura, rajada, aire fiero…, y turbulento”.

   Pero con todo, la imagen de hombre brusco y vehemente, que el mismo forjó y la prensa de la época ─pocos personajes se vieron tan atacados como él─  se ocupó de difundir, siendo cierta, tiene sus matices. También fue un hombre sensible. Amante del lujo, había comprado un palacio en Madrid a los condes de Montemar. Su fortuna, pues su avidez por el dinero era notoria, provenía de sus ganancias en la bolsa. El marqués de Salamanca, amigo suyo, le aconsejó bien en muchos negocios, hasta que en una jugada de mala fortuna en la bolsa, don Ramón perdió mucho dinero y el duque y el marqués dejaron de hablarse:
   ─Espero verle morir en una buhardilla─, le dijo encolerizado tras aquel revés el duque al marqués, que respondió:
    ─Y yo, desde ella,  contemple su entierro.
   Dos décadas después se reconciliarían.

   Se sabe que, separado ya de María Alejandra, tuvo una hija, Consuelo, que falleció a sus diecisiete años y sumió a don Ramón en profunda pena. Encallecida su alma por las contrariedades aún, tras la muerte de O'Donnell, acudió a la llamada, la última, que la reina Isabel le hizo. Enrocado en su autoridad, sin comprender bien el curso de los acontecimientos ni prever los que se avecinaban, Narváez cayó enfermo. Una pulmonía se lo llevó de este mundo el 23 de abril de 1868. Apenas cinco meses después llegaría la revolución que haría salir a la reina de España.

(1) Castellfollit de Riubregós.
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