FRANCISCO JERÓNIMO SIMÓ. ¿UN SANTO SIN ALTAR?

   Francisco Jerónimo Simó Villafranca no tuvo una vida larga, apenas 33 años, que fueron dedicados a la caridad, en el sentido más místico y sobre todo a la oración y al estudio, no en vano, se le considera un prequietista al que el propio Miguel de Molinos, máximo exponente de esta corriente religiosa, defendió en la causa de su santidad. Hijo de José, un carpintero francés, al que todos llamaban el justo por su honradez profesional y de Esperanza, muy pronto Francisco Jerónimo quedó huérfano; pero recogido por un clérigo, su vida quedó consagrada a los asuntos del cielo. En 1603 fue instituido beneficiario de la iglesia de San Andrés de Valencia y dos años después ordenado sacerdote.

    Mas siendo admirado y querido en vida por su entregada existencia al misticismo y sacrificio a Dios y al prójimo, es al morir cuando comienza a extenderse la veneración por el presbítero de San Andrés. Mucho contribuye a ello su proceder en vida: acompañaba a reos y enfermos en sus penurias, confortándolos en lo que podía; de sus escasas rentas como beneficiario daba casi todo a quienes lo necesitaban más que él, hasta el punto de ser él mismo quien en mayor estado de necesidad se hallaba, viéndose obligado a pedir para él un poco de pan en un convento próximo;  y sin tener nada suyo, ni su cuerpo se libraba de las mortificaciones que se aplicaba para penitencia de sus faltas. Su muerte ocurrida hacia el mediodía del miércoles 25 de abril de 1612, a decir de quienes le acompañaban, fue de serena quietud. Sin quejarse de los atroces dolores que padecía, expiró en mitad de la salve con la que se encomendaba a la Virgen María de la que era vivísimo devoto.

                                                        *

    La noticia del óbito corre de boca en boca con la velocidad del rayo. En contra de lo que hubiera deseado el padre Simó, discreto y humilde siempre, sonrojado cuando se le hacía honor por pequeño que fuese, se instala un gran túmulo en el centro de la iglesia de la que era beneficiario y se ofician las honras fúnebres con la asistencia del cabildo y de numeroso público. Pugnan las gentes por tocar al difunto, al que ya hacen santo; por besar sus manos, sus pies y aun desgarrar un jirón de sus ropas. Tan gran fervor popular por el clérigo fallecido produce de inmediato que se comience a hablar de milagros que, debido a la intercesión del difunto cura, se suceden: al de una mujer leprosa curada, tenido por el primero de sus más de 260 milagros ocurrido en aquellos días, se une el de un sordomudo de nacimiento que comienza a hablar y el de la resurrección de un niño que había resultado muerto en la próxima plaza de San Francisco:  le había caído en la cabeza un madero, abriéndosela por muchas partes, pero llevado hasta la iglesia de San Andrés, colocaron el menudo cuerpo sobre la caja de venerado, momento en el que se le cerraron los huesos, abrió los ojos y pidió pan. Todos estos milagros no hacen sino aumentar la exaltación de los fieles, que comienzan a proclamar la santidad del padre Simó.

Iglesia de San Juan de la Cruz, de Valencia, antigua parroquia de San Andrés.
La gran cantidad de limosnas recibidas tras la muerte de Simó permitió dar
 un importante impulso a las obras, y en 1619 las obras estaban concluidas.

   Y sin que cese el entusiasmo, días después del entierro, también en la catedral, con el virrey y los jurados de la ciudad presentes, se realizan oficios por su alma. Durante las siguientes semanas el fervor persiste incesante. Son muchos los honores hacia el venerable y en Valencia y aún en lugares lejos de ella se imprimen estampas y pintan cuadros del difunto.

   Pero la llegada de un nuevo arzobispo, fray Isidoro Aliaga, hermano del confesor del rey Felipe III, sustituto del difunto Juan de Ribera, no hace más que complicar las cosas. Es Aliaga dominico, orden junto a la de los franciscanos y los agustinos contraria a que se abriera proceso de beatificación de Simó. Ello era así en parte para no perjudicar los procesos que estas órdenes mendicantes tenían abiertos para la beatificación o canonización de los suyos. Era los casos del beato Luis Beltrán, de Nicolás Factor y Tomás de Villanueva; y en parte para mantener la exclusividad del clero regular en estos procesos. Simó era un cura del siglo, el beneficiario de una parroquia y no es visto su precipitado proceso de elevación a los altares con agrado por quienes se creen con el monopolio del cielo.

   Es Aliaga además baturro, difícil de mudar de opinión y obstinado en sus determinaciones, aunque con una terquedad que sabe disimular cuando conviene. Alojado fuera de la ciudad, no se decide el nuevo arzobispo a entrar en Valencia, pues ve cómo su oposición levanta ampollas entre los fanáticos seguidores de Simó y el cabildo metropolitano que, sin su arzobispo aún presente, es partidario e impulsor de elevar la causa de Simó a Roma. Pareciendo condescendiente Aliaga revoca un edicto publicado por él mismo en el que se prohibe cualquier honor a favor de Simó. Envalentonados los partidarios de Simó construyen una capillita anexa a la catedral, y se da misa en ella venerando al padre Simó.

   Los esfuerzos realizados parecen dar su fruto y el 7 de septiembre de 1613 se abre en Roma la causa de beatificación del padre Simó. Muchos son los argumentos a favor y las personas que la apoyan, el archiduque Alberto de Austria, beneficiado, dijo, por la curación de una enfermedad por intercesión de Simó es uno de ellos y también el todopoderoso, si al hablar de asuntos espirituales así se puede calificar a quien tanto manda en España, duque de Lerma; y muchos también los que con opiniones bien razonadas son contrarios al proceso.

   La alegría entre los seguidores de Simó por la apertura de su causa en Roma es, no obstante, como luz efímera, pues pronto se ve cubierta por los nubarrones que desde Valencia el arzobispo Aliaga, con potentes soplidos esparce sobre Roma y Madrid, por lo que en Valencia, los ánimos, lejos de calmarse, se encrespan peligrosamente.

   El 19 de octubre, los dominicos celebran una misa en la fiesta del beato Luis Beltrán. Anuncian los frailes que Su Santidad, el papa Paulo V, no autorizará más canonización que la del beato Beltrán; que la causa de Simó no hace más que entorpecer la de aquél. Un sentimiento de rabia inunda a los asistentes partidarios de Simó, pero contenidos en su ira entonces, no podrán dar ejemplo de mayor moderación cuando al salir la procesión por el beato un fraile rompe en pedazos, ante todos, una estampa de Simó. La algarada es tan grande y vehemente el proceder de los simonistas que, al suceder fuera de recinto sagrado, comienzan a desenvainarse  las espadas y tiene la guardia que intervenir, pues no hay hábito con su fraile dentro a salvo de la ira de los partidarios de Simó.

   Mientras esto sucede en Valencia, otra batalla se libra en Roma, y en ésta la propaganda es factor decisivo. El enviado para defender la causa de Simó enseña al papa un retrato del venerado valenciano. No es, ya se ha dicho, Paulo V inclinado al otorgamiento de canonizaciones, pero al ver el cuadro no puede reprimir un “veramente efigie di santo”.  Enterados de lo dicho por el papa varios cardenales, cuatro de ellos quieren tener la obra, encargando al doctor Balaguer, que tal es el nombre del defensor de la causa de Simó en Roma, se hicieran cuatro copias que serán entregadas a sus eminencias, mientras al papa se le entregará otro pintado por la mano de Ribera. También de Ribera son los cuadros que el cabildo, en el tercer frente abierto para lograr la santidad de Simó, entrega al rey Felipe y al duque de Lerma, en la corte de Madrid.

   Pero el arzobispo Aliaga y con él la Inquisición promulga en 1619 un edicto. Se prohibe por él, como había intentado Aliaga años atrás, el culto a Simó, ordenándose la retirada de todas sus imágenes, estampas y dibujos, se hallen en los templos, tanto en las capillas como en las paredes o columnas, y también en la calle y en las casas particulares. La reacción de los simonistas, como otras veces, no se hace esperar y se encaminan al asalto del convento de los dominicos con un retrato del padre Simó. Lo quieren colocar en el altar mayor. Pero la guerra está perdida. La Inquisición se hace obedecer y el cabildo cede. Implacable el Santo Oficio comienza a perseguir a los simonistas. Ya sin apoyos, con informes maledicentes sobre comportamientos impuros del padre Simó en vida, la causa languidece en Roma, y en Madrid, Lerma, uno de los defensores de Simó, ya caído, ahora cardenal, y por tanto sometido, nada puede hacer.

   En 1662, cincuenta años después de la muerte de Simó, se trata de reactivar su causa. Es enviado a Roma el quietista Miguel de Molinos, pero tampoco éste logra avance alguno y, ocupado en desarrollar y defender sus tesis quietistas, una especie de teoría de la aniquilación, de misticismo y entrega absoluta, de anulación de las potencias del alma e inactividad intelectual, sólo logra, para sí mismo, la condena del papa Inocencio XI en 1687. Aún hay un último intento: el 1 de julio de 1705 se trata de avivar, una vez más, la lumbre casi apagada de la causa simonista, mas el empeño resulta baldío y la brasa finalmente extinguida, o casi. 
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EL ARCO DE CABANES

   Construido junto a la antigua Vía Augusta, pero hoy alejado de las carreteras importantes, situado apenas a dos kilómetros de Cabanes, el pueblo de la Plana Alta de Castellón en cuyo término municipal se halla, hace falta querer verlo para disfrutar de este arco tan poco conocido.

   A lo largo de su historia, con más o menos fortuna este arco honorífico, datado por los expertos en el siglo II de nuestra era, ha logrado eludir su desaparición, subsistiendo tan sólo la luz de su arco, delimitada por las desnudas dovelas; pero no salvarse de la mutilación de los elementos que lo caracterizaban como honorífico, probablemente de tipo funerario. Su datación y función contradice la legendaria idea de ser un arco triunfal conmemorativo de la victoria romana de Lucio Marcio sobre los cartagineses en el año 210 a. de J.C., como defendió el viajero Pedro Antonio Beuter cuando visitó el lugar en 1533 y describió el monumento, aún integro. Después vino el olvido durante casi tres siglos, y su mutilación, hasta que el arqueólogo don Antonio Valcárcer Pío de Saboya visitó en 1790 el arco ya desmochado,  estudió las crónicas de Beuter, que calificó de “sueños” y localizó diversas losas y restos del viejo monumento.


   De todo aquel descuido, salvo la curiosidad e interés suscitado en algunos pocos hombres, como Pío de Saboya o el propio Beuter, es por lo que hoy el viajero ve poco más que las dos columnas y las dovelas que conforman el arco,  el esqueleto de lo que fue, ya que así está desde el siglo XVII, cuando desprovisto de todo adorno, sin enjutas y entablamento, el arco que bien pudo tener un aspecto similar al de Bará, en  Tarragona, quedó mutilado y sus piedras dispersas.

   Porque los sillares sustraídos, y no es el primer caso de los que el viajero ha sabido, acabaron siendo material de obra para las casas de Cabanes; y aún peor, las piedras del entablamento, molduradas, usadas como abrevadero para el ganado, que ni para la impropia, pero noble tarea de construir moradas sirvieron.

   Una suerte tardía, no obstante, vino a salvar el arco, o lo poco que quedaba de él. Primero en 1873, cuando fue suprimido el paso a su través, en el camino hacia Vistavella, obligando a los viajeros, como a éste que lo visita hoy, a rodearlo; y más recientemente en 1931, cuando fue declarado monumento nacional.
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TEMPRANILLO. DE LADRÓN A POLICÍA

   En 1827 José María el Tempranillo tiene 22 años y es ya leyenda viva. Sus fechorías se producen con la misma rapidez con la que crece su fama de bandolero generoso, mientras las autoridades tratan de apresarlo sin éxito.

   Contaba con una partida de escopeteros cuyo mando, cuando no estaba el Tempranillo, lo ejercía su lugarteniente al que sus compañeros llamaban el Veneno. Era éste personaje peculiarísimo, se llamaba Luis de Céspedes y procedía de una notable familia sevillana. Era apuesto y canalla, valiente y pendenciero, aventurero, vividor y un desertor. Entusiasta apasionado de las gestas de José María el Tempranillo, abandonó la unidad militar a la que pertenecía y se unió a la partida del bandolero; de perseguidor pasó a ser perseguido.

   Las acciones de José María el Tempranillo y su banda se suceden. Roba a los ricos y entrega parte a los pobres. Una red de espías le mantiene bien informado de todo lo que sucede. Avisado en cierta ocasión de la salida desde Sevilla, camino de Madrid, de un convoy cargado de riquezas, aunque bien protegido por las tropas, con destino a la Hacienda Real, Tempranillo se apresta al asalto. Espera con los suyos al convoy en una venta. En una operación de engaño bien dispuesta, logra alejar del convoy a la mayor parte de las tropas, que le persiguen adentrándose en los bosques,  pero volviendo él con algunos de los suyos a la venta, reduce a los pocos migueletes que habían quedado allí y se apodera del tesoro. Allí mismo tranquiliza a los viajeros que, buscando la protección de las tropas, acompañaban al convoy, diciéndoles que no son sus bienes lo que desea y que deben estar tranquilos. Especial cortesía emplea en el trato con las damas, pues antes de partir con el botín, a las señoras, extendiendo una manta en el suelo, las lleva de la mano hasta la venta diciendo que allí estarán más cómodas hasta que regresen los soldados que las protegían. 

   La admiración entre el pueblo es tan grande que nadie le delata y las tropas del rey fracasan una y otra vez en su propósito de capturarlo. Dueño de los caminos de Andalucía, el Tempranillo idea un sistema para aumentar sus rentas disminuyendo el riesgo: a cambio de un canon, expide un salvoconducto que asegura a las diligencias que aceptan la extorsión un viaje tranquilo y sin sobresaltos. El sistema es tan satisfactorio para el bandido y las compañías de diligencias que acaba extendiéndose a todo tipo de viajeros y también entre los hacendados que se desplazaban por los caminos andaluces, que se ven así, con la protección de los hombres de el Tempranillo libres de la acción de otros salteadores de caminos. Pero no todos acceden al peaje: el 22 de junio de 1829 un convoy sin seguro es asaltado por ocho hombres de el Tempranillo montados y armados. Sustraen las joyas de los viajeros, algunos fardos con ropa y varias cajas de tabaco habano destinado al rey Fernando. Se ofrece una recompensa de dos mil reales de vellón por la recuperación de lo robado, pero ante la falta de respuesta don Vicente Quesada, capitán general de Sevilla, promulga una orden aumentando la recompensa, ahora no sólo por la recuperación de los bienes robados, sino por la captura de los bandoleros. Su artículo primero aumentaba la recompensa a los seis mil reales de vellón si se lograba arrestar a el Tempranillo y tres mil por cualquiera de sus acompañantes; y el artículo 3 decía: “Mereciendo estos criminales un rápido y ejemplar castigo por los delitos atroces que tienen cometidos, tan pronto como se logre el arresto de ellos serán pasados por las armas sin darles más tiempo que el preciso para prepararse a morir cristianamente, con cuyo objeto se conducirán a la población más inmediata del lugar en el que sean aprehendidos".

Como si de humo se tratara en 1829 una partida de tabaco cubano fue
robado por los bandidos del el Tempranillo.
 Nunca fue recuperado.
 
  Dos años después el teniente coronel don Salvador Manzanares, ministro de Gobernación durante el trienio liberal, protagonizó una intentona liberal ─como lo haría después el general Torrijos─, desembarcando procedente de Gibraltar, refugio de los liberales españoles. Fue entonces cuando se manifiesta con claridad en el Tempranillo su parcialidad política a favor de los liberales, ayudando a Manzanares que fue finalmente arrestado por las tropas realistas y ejecutado.

   Y nuevamente se eleva el precio de la recompensa por José María el Tempranillo. Ahora por orden del rey se exhibe en todas las plazas el edicto que ofrece ocho mil reales por él, vivo o muerto. La presión sobre la banda del bandolero generoso y admirado aumenta, el  cerco se estrecha. En 1832 se encuentra en apuros. Las circunstancias le han obligado a permanecer quieto, y al fin, acorralado en la sierra de Grazalema, se ve obligado a huir. La dificultad para hacerlo es grande, porque José María no está solo. Había conocido años atrás a María Jerónima Francés, la hermana de un contrabandista con el que anduvo asociado un tiempo, pero ahora, sitiados por las tropas, a María Jerónima, con la angustia de tan delicada situación, se le adelanta el parto. Nace un niño, pero muere la madre; mas no hay tiempo para lamentaciones. José María envuelve el cuerpo de la mujer con una manta, protege a recién nacido contra su pecho y a la grupa de su caballo emprende, burlando a las tropas y esquivando sus disparos, suicida huida hasta Torre Alhaquime, donde entrega el cuerpo de su mujer y al hijo a la familia de la esposa. Poco después, en el bautizo del hijo, José María estará presente, como uno más, nadie le delata.

   El tempranillo y sus secuaces siguen haciendo de las suyas, sin que nadie lo pueda impedir. Viendo imposible su detención, los hacendados andaluces solicitan al rey que conceda el indulto al bandido, que permita su integración en la sociedad. Se niega Fernando VII a la gracia al principio, pero la insistencia parece que doblega la voluntad absolutista del rey felón y al poco otorga el indulto a José María y varios de los suyos, concediéndoles una pensión vitalicia de dos reales diarios y el encargo de dirigir un cuerpo uniformado con la misión de vigilar los caminos y proteger a los viajeros que por ellos anduvieren. El tempranillo acepta y al instante se oyen voces en contra. Unas censuran al rey por ceder ante un criminal digno de castigo, otras se escuchan en contra del propio José María, el ladrón generoso que se traiciona a sí mismo y que de perseguido salteador de caminos se torna policía, vigilante de los caminos, protector de los viajeros a los que antes asaltaba y perseguidor de quienes son como él era. Y hay quien no le perdona esa traición. El 22 de septiembre de 1833, el Barberillo, rufián de Estepa, asalta una diligencia, José María y los suyos tratan de impedirlo, aquél huye, pero perseguido es alcanzado. Se oyen unos disparos, José María el Tempranillo ha sido herido de gravedad, trasladado a Alameda, aún resistirá dos días antes de morir. Tenía 28 años.

Nota: Sobre los primeros tiempos de José María Hinojosa Cobacho el Tempranillo, en este mismo espacio, se publicó la entrada "Un ladrón muy educado".
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LA HISTORIA EN LOS CUADROS. EL BESO DE JUDAS

   Como a todo traidor el misterio lo envuelve, y sin embargo, todo el mundo lo conoce. Estos días cuando la comunidad cristiana celebra la pasión y muerte de Jesucristo, recordamos uno de los pasajes de la Historia Sagrada que más influyó en  la construcción de la nueva fe: el momento en el que, en el Getsemaní, Judas Iscariote, el apóstol traidor, señala al Maestro con el ingrato beso de la traición, pues sin ella ─así estaba escrito─, no podía haber redención.

   Poco se sabe sobre los orígenes de el Iscariote y de su vida como apostol antes de la traición: apenas que había nacido en Judea y que era tesorero del grupo, como afirma Juan en su Evangelio, quien no tenía muy buena opinión del apóstol traidor, pues lo califica de ladrón al decir que, sin interesarse por los pobres, dispone de la bolsa para sí. También que era conocido como el zelote, ya que al parecer había pertenecido a ese grupo de activistas que luchaban contra el poder de Roma. Si fue la mansedumbre de Jesús frente al gobierno ocupante y la indiferencia por los asuntos políticos, con la consiguiente decepción de Judas o, simplemente, la avaricia, es cosa que no sabemos, pero sí que llena su bolsa con treinta monedas de plata, acompañado de un tropel de gente, con espadas y palos, enviado por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo  llegó hasta el huerto de los olivos. Allí había advertido a los que le acompañaban: “Al que yo bese, ese es: prendedlo”.

El prendimiento o El beso de Judas. Taller de Caravaggio.
Museo del Patriarca de Valencia

   Caravaggio, personaje paradójico, rebelde y controvertido, maestro del claroscuro, no conforme con representar lo que su imaginación le dictaba, decide presentarse en tiempo y lugar que no le corresponde, con un farol, siguiendo la narración evangélica de San Juan, e iluminar la escena donde sucede la traición, para mostrarnos a un Jesús resignado, con sus ojos entornados, mientras el traidor lo entrega a la soldadesca, y por detrás un discípulo de Jesús huye horrorizado. Nos revela así todo el dramatismo de la escena, aumentado con las armaduras contemporáneas que lucen los soldados.

   De este cuadro existen varias copias de mayor o menor calidad. Este que vemos se halla en el Museo del Patriarca de Valencia y, aunque atribuido a Caravaggio, no debe serlo, pero sí probablemente de su taller. El original fue pintado muy probablemente en 1602, pues el 2 de enero de 1603 consta el pago que por él hizo en Roma Ciriaco Mattei, en cuyo palacio estuvo durante dos siglos, hasta que se le perdió la pista.

   Otro igual, guardado en el Museo de Odessa, fue robado en 2008, y felizmente recuperado tiempo después. Había sido tenido por el auténtico hasta 1990, tiempo en el que en dependencias de la casa de los jesuitas de Dublin fue descubierto el original, adquirido por Mattei al comenzar el siglo XVII. Hoy, el cuadro, gracias a la cesión en préstamo perpetuo efectuada por los frailes jesuitas, podemos contemplarlo en la National Gallery de Dublín, donde se halla en depósito.
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EL REGALO

   Cuando Annelies Marie Frank Hollander despertó aquella mañana, se dirigió corriendo hasta el comedor de su casa. Envuelto en papel allí estaba el regalo de su cumpleaños. Rápidamente arrancó el envoltorio y lo vio: era un cuaderno con las tapas duras. Aquel mismo día, 12 de junio de 1942, Ana lo estrenó escribiendo: “Espero poder confiártelo todo como aún no lo he podido hacer con nadie, y espero que seas para mí un gran apoyo”.

El diario de Ana Frank fue escrito en el cuaderno
 que su padre le regaló al cumplir sus trece años.

    No sería para Ana Frank, recién cumplidos sus trece años, un diario cualquiera. Aquella libreta iba a ser una amiga a la que poderle contar todo. De ese modo, le puso nombre y comenzó a contarle a Kitty todo lo que rondaba por su cabeza de adolescente, pero que por la fuerza de la dura realidad que, a ella y a su familia les iba a tocar vivir escondidos en la casa de atrás del número 663 de la calle Prinsengracht, un edificio de la firma Opekta en la que trabajaba Otto, el padre de Ana, acabaría haciéndola madurar más deprisa de lo que una muchacha de su edad hacía. Así lo comprendió ella cuando el 7 de marzo de 1944 escribió cuán distinta era la Ana Frank de 1942 con la actual tan juiciosa. Quizás fuese así en parte o al menos ella así lo pensó, pero lo cierto es que nunca dejó de ser una niña. No la dejaron. Desde el 9 de julio de 1942 hasta su última anotación el 1 de agosto de 1944 dejó escrito cómo vivió en aquellas habitaciones la relación con sus padres, con su hermana, con la otra familia judía que con ellos se ocultaba, sus sentimientos más íntimos, la tensión vivida allí dentro, sus pensamientos sobre la guerra y sus acontecimientos escuchados en las emisoras de radio inglesas.

    Dijo, dejó escrito, que cuando acabara la guerra le gustaría ser escritora o al menos no dejar de escribir de un modo u otro. Tampoco la dejaron, pero sí dejar las notas de sus confidencias a Kitty, que su padre, único superviviente de la familia de los campos de concentración, logró que se publicaran después de la guerra. Al fin, su anhelo de ser escritora se cumplió, y el mundo lo supo.
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UN LADRÓN MUY EDUCADO

   “¡Ah, señora! Una mano tan bonita no necesita adornos”, y deslizaba por el dedo de aquella mano la sortija objeto de su robo, al tiempo que depositaba sobre aquélla un beso tan largo y entregado que hacía creer a la dama la devoción del bandolero por ella y olvidar la pérdida de su joya. Así contó Próspero Mérimée cómo procedía el bandolero más famoso y querido por el pueblo: mito, leyenda y rufián.

   José María Hinojosa Cobacho nació un 24 de junio de 1805 en Jauja, una pedanía de Lucena. Esta Jauja, que nada tiene que ver con otra llamada así, ni con la abundancia que se le supone a tierra con ese nombre, pues parece recibir el suyo desde mucho antes que aquéllas, en los tiempos de José María era tierra de tan solemne pobreza que no era raro que algunos de los que por allí moraban se echaran al monte.

   Por eso José María, hijo de Juan, al que llamaban el Gamo, y de María, en cuanto pudo, comenzó a ayudar en las labores del campo. Tenía once años cuando su padre, dedicado al contrabando y a la caza furtiva,  que hacía lo que podía para mantener a su familia, fue muerto sin que se supiera por quién ni por qué.

   Parecía que la vida del pequeño José María eludiría la marcha por caminos equivocados cuando el párroco don Julián Moscoso, comprometido por su ministerio en ayudar a aquella familia maltratada por el destino, tomó al muchacho bajo su protección. No parecía, sin embargo, que al joven huérfano gustara la rigidez de la vida religiosa. Ni siquiera la tentación de probar algún sorbo del dulce vino de consagrar, lo mantenía fiel a su ocupación de monaguillo frente a otras más excitantes, porque ya mozalbete, queda prendado de Clara, hija del corregidor don Pedro de Aurioles y Lonforia, a la que ve todos los domingos en la iglesia cuando don Pedro, con su familia, acude a los oficios. Es un amor imposible, pero que sirve para abandonar los caminos de Dios y seguir los de mundo.

   Tras emplearse como guardia en un cortijo y alistarse después en los tiempos de trienio liberal, de vuelta, entabla amistad con gentes que no le convienen. Un tal “Chuchito”, que tiene una novia a la que todos conocen como la “Niña de Oro”, le hace una confidencia que marcará su vida: le habla del asesino de su padre. Con la sangre encendida, José María venga esa muerte, matando al asesino, el primogénito de un rico hacendado, y huye. Ya no será más José María, o lo será, pero ya todos lo conocerán como El Tempranillo, que así le dijo la Niña de Oro, cuando conoció la venganza llevada a cabo del que sería mito y leyenda de los bandoleros españoles.

Las estribaciones de Despeñaperros fueron refugio
 de los más famosos bandoleros del siglo XIX.

   No gusta mucho al novio de la Niña de Oro que el Tempranillo ande rondando por allí,  y el celoso novio así se lo dice a María Fuensanta, que ese es el nombre la moza de los rizos dorados, a la que conmina para que haga abandonar el cortijo en el que ella trabajaba a José María, allí escondido hasta que pase el revuelo del crimen cometido. Pero José María es mozo guapo, valiente y gusta a María Fuensanta, y la Niña de Oro en lugar de echar a José María dice a Chuchito que es él quien debe marchar. Rabioso, el novio se va, aunque el Tempranillo sabe que pronto y no muy lejos tendrán que verse las caras cuando, ambos hombres enfrentados, sus rostros se vean reflejadas en el acero de sus facas.

   Durante la romería de San Miguel tiene lugar el goyesco duelo. Navaja en mano atacante y protegido el brazo defensor con trapo o fajín, los rivales giran y se mueven uno alrededor del otro, se miran sin perderse de vista, se estudian buscando el gesto débil, la forma no de matar, sino de no morir.

   Terminada la riña, el Tempranillo huye. No olvida a la Niña de Oro, pero son dos muertes las que carga ya sobre sus espaldas y abandona aquellas tierras. Tampoco olvida la Justicia, que lo persigue  y aprovecha cuantas facilidades recibe. Y es que María Fuensanta, aún tiene otro admirador, un tal Celestino, que dice ser escribano, pero que se dedica al contrabando y otros menesteres impropios de las buenas personas. Tanta hipocresía le lleva a presidir la cofradía del Cristo de la mano negra, a la que beneficia con generosas contribuciones y así dar apariencia de probidad.

   Como la primera de las muertes causada por el Tempranillo lo fue sobre el mayorazgo de persona muy principal, lejos de olvidarse el asunto, provoca grandes presiones sobre el corregidor de Montilla, don Pedro de Aurioles, que intensifica las pesquisas y acciones para detener al criminal, incluso con malas artes. Para atraerlo, se detiene a la madre de José María el Tempranillo  y se la encarcela. Cree el corregidor que así será más fácil apresar al fugitivo cuando éste intente verla o ejecutar alguna acción para liberarla. Pero el Tempranillo es listo y valiente. Recuerda a Clara, la hija de don Pedro, y con nocturnidad la rapta. Ya tiene la moneda con la que rescatar a su madre.

   Al conocerse los hechos Celestino, el pretendiente de María Fuensanta, decide sacar partido al asunto: capturará al fugitivo, su rival, o le dará muerte, liberará a Clara y obtendrá así el agradecimiento del corregidor, y dejará expedito el camino hacía la Niña de Oro. Contrata, pues, una partida, y armados todos va en busca de el Tempranillo. Pero las cosas para Celestino no resultan como planea y es él quien resulta muerto durante la escaramuza.

   Irreductible el Tempranillo en su refugio, no queda otro remedio a don Pedro que avenirse al canje de los rehenes. En el barranco de la Bruja se produce el encuentro, se citan bandolero y corregidor llevando a sus prisioneras que son liberadas. Devuelta a su padre Clara y libre doña María Cobacho, ambos se retiran. Nace una leyenda para el pueblo y la pesadilla para los migueletes del rey Fernando VII.
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EL XIX. DE CÁNOVAS A SAGASTA, DE SAGASTA A CÁNOVAS

   Ya habían puesto en práctica durante el corto reinado de Alfonso XII la alternancia, pero es ahora, España sin rey, con una reina extranjera como regente, desconocedora, aunque con buen juicio que demostrará más de una vez en el futuro, de los problemas de España, cuando el turnismo político toma auténtica carta de naturaleza. Hasta el propio Alfonso XII, en su lecho de muerte,  había recomendado a la reina Cristina se pusiera en manos de  aquellos dos políticos. Y así fue porque,  según los acuerdos tomados en El Pardo, Canovas y Sagasta seguirán esa política durante los siguientes años, manteniendo España en paz, pero adormecida, sin grandes sobresaltos, salvo los propios de un país siempre atenazado por la corrupción, el caciquismo, el atraso de una economía apenas desarrollada. Ni siquiera los republicanos, tan activos en el pasado, salvo alguna fracasada intentona, eran un problema serio, pues divididos, casi todos integrados en la fuerza liberal de Sagasta, parecían un recuerdo lejano. Tan sólo los atentados anarquistas y las incipientes y cada vez más notorias manifestaciones obreras, sin olvidar los problemas que la sangría de Cuba, auténtico callo que impedía siempre un caminar firme y seguro de España, suponían un problema para la Nación.

   Pero Cuba, más aún Filipinas, estaban muy lejos, y en España eran las verbenas y la zarzuela, los toros y las procesiones, las diversiones que engañaban el hambre de un pueblo analfabeto y pobre, del que parecía que sólo unos pocos regeneracionistas estaban dispuestos a combatir.

   Así Cánovas, jefe del partido conservador, malagueño erudito, inteligente, infatigable trabajador y ante todo pragmático, artífice de la Restauración, todo un éxito personal del político conservador que logró aceptaran como rey a un Borbón quienes antes habían expulsado a la reina Isabel; y Sagasta, jefe de los liberales, un ingeniero de caminos riojano, de aspecto romántico, sin la erudición de Cánovas, con antecedentes revolucionarios, pero en este tiempo ya atemperados sus impulsos juveniles, con fama de masón, de gran instinto político y tan pragmático como Cánovas, son capaces de mantener la paz, contentando a todos los poderes: Corona, Iglesia, Ejército y oligarquía, que se mantienen tranquilos, con la garantía que la estabilidad que unos y otros proporcionan, amañando las elecciones, si es preciso, y lo es casi siempre, turnándose en el poder para el bien de todos ellos, incluso después de introducir en 1890 el sufragio universal, gracias al encasillado(1), sobre todo en el medio rural, apoyado por los caciques y el pucherazo en las ciudades, facilitado por expertos muñidores.

   Ejemplos innumerables de tales chanchullos durante aquellos “años bobos” fueron conocidos. En las listas de Barbastro, contó Pascual Madoz: “Me encontré con tantos muertos que me pareció que había votado el cementerio”.

                                                       *

   Pero todo parece llegar a su fin cuando don Antonio Canovas, presidente del Consejo, casi septuagenario, pero activo pese a sus achaques, llega en el verano de 1897 al guipuzcoano balneario de Santa Águeda, para disfrutar de unos días de reposo. Le acompaña su esposa Joaquina. Casi una docena de policías forman parte de su escolta que, con discreción, se ocupan de la seguridad del presidente.

   En Santa Águeda todos se conocen, son todos clientes habituales. Todos, menos uno. Emilio Rinaldini es huésped también, pero nadie le había visto nunca antes. Llega con el propósito de seguir un tratamiento para curar su faringitis. Una tarjeta suya parece acreditar sus palabras cuando Rinaldini se registra como corresponsal del periódico italiano Il Popolo. Nada sospechoso hace pensar a los escoltas del Presidente que Rinaldini pueda constituir un peligro. Viste correctamente, aunque con la modestia de un corresponsal de prensa; se comporta con educación, sin llamar la atención, acaso la falta de relación con otros huéspedes es la única nota discordante, suficiente para que el marqués de Lema, que acompaña en sus vacaciones a Cánovas, lo mire con algún recelo y se lo observe a sus próximos.

Tumba de don Antonio Cánovas del Castillo
en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid.

   El domingo 8 de agosto don Antonio y doña Joaquina han oído misa temprano y se han retirado después a sus habitaciones del primer piso, donde el Presidente ha despachado algunos asuntos. Pasado el mediodía sale el matrimonio para dirigirse al comedor de la planta baja. Como quiera que durante el camino, al pie de las escaleras, se encuentran con una señora, huésped del balneario, que entabla conversación con doña Joaquina, el Presidente las deja solas charlando y avanza un poco mientras espera que su esposa lo alcance. Un poco más allá, en la galería que da al jardín hay unos bancos y don Antonio, sentándose, comienza a ojear el periódico “La Epoca”,  para hacer tiempo hasta que su esposa se reúna con él. Es el momento que aprovecha Miguel Angiolillo Gollí, que ese es el verdadero nombre de Rinandini, para acercarse a don Antonio y descerrajarle un tiro que atraviesa el periódico que Cánovas tiene desplegado ante sí, penetra por el pecho y sale por la espalda de don Antonio. Dos disparos más alcanzan al Presidente, que interesan su cabeza y garganta. Al momento Cánovas cae desplomado sobre el suelo de la galería. En medio de un charco de su propia sangre lo encuentra ya su esposa que ha acudido veloz al oír los disparos. Arrojándose sobre el cuerpo inerte de su marido lo llama, tratando de reanimarlo, más viendo infructuosos sus esfuerzos, furiosa, se encara al asesino, increpándolo por el vil y cobarde crimen, quien, con la tranquilidad de quien está acostumbrado a causar el mal, contesta a doña Joaquina que no es un asesino y que por ser ella una señora, no lo ha hecho antes, buscando en la soledad del presidente el momento de vengar a sus compañeros de Montjuich.(2)

   Doña Joaquina de Osma y Zavala, rota por la pena, apenas se separa un instante del cuerpo de su esposo, incluso durante los trabajos de embalsamamiento del cadáver del esposo arrebatado se aleja de su lado; pero su inicial y comprensible deseo de ejemplar castigo sobre el criminal, se torna al fin digna clemencia, y al terminar la exposición del cadáver en su finca de La Huerta, en la calle Serrano de Madrid y salir el cortejo fúnebre con asistencia de los marqueses de Alcañices, Mochales, del Pazo, de Lema, diputados, senadores, diplomáticos y del duque de Sotomayor en nombre de la reina regente, llamó a éste y le dijo: “El mayor sacrificio que puedo hacer ante la tumba de mi marido es perdonar al asesino. Dios me oye, yo le perdono”. 

   Detenido el criminal, poseedor de un amplio historial delictivo, todo se resuelve con gran rapidez y escaso sensacionalismo. Sustituido en su puesto el inspector Puebla, responsable de la seguridad del Presidente, y muy afectado por lo sucedido, el día 15 de agosto, apenas una semana después de los hechos, en Vergara, un consejo de guerra juzga a Miguel Angiolillo acusado por el ministerio fiscal de asesinato con premeditación y alevosía contra la autoridad constituida, sin circunstancias atenuantes ni eximentes, solicitando la pena de muerte en garrote vil, mientras la defensa se limita a solicitar benevolencia para el reo justificándola en la enajenación del asesino. Cinco días después, en la mañana del día 20, en la cárcel de Vergara, es cumplida la sentencia.

   Los tiempos del turnismo estaban próximos a su fin, pero antes, y la desaparición de Cánovas y el cambio de política en Cuba, posiblemente tuvieran mucho que ver, España debía sufrir su último calvario del siglo: el desastre del 98.


(1) El encasillado consistía en el reparto de las actas de diputados previamente a la elecciones, otorgando los puestos en los distritos electorales unipersonales, casillas, a las personas designadas. Resultaba fácil a los caciques doblar voluntades a favor de los designados o encasillados, que tan sólo debían salir elegidos, con independencia del número de sufragios obtenidos.

(2) Sus compañeros de Montjuich fueron los anarquistas procesados por la masacre perpetrada durante la procesión del Corpus de Barcelona, del año 1896, en la que murieron doce personas y hubo una treintena de heridos. En dicho proceso, lleno irregularidades, resultaron condenados a muerte y ejecutados varios de los acusados y otros muchos condenados a largas condenas de cárcel.

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