EL PODER DE PINCEL

    Muchos cuadros han sido pintados a lo largo del tiempo. Representan todo tipo de hechos, paisajes, personajes. Algunos esconden curiosidades y misterios. Licencias que los autores se han permitido, unas veces para dar satisfacción a los demás, otras para complacerse a sí mismos. Todos pueden ver vistos en la actualidad.
 
    Pablo III encargó a Miguel Ángel que pintara en la capilla Sixtina un mural representando el Juicio Final. Durante la ejecución de la obra, el Papa visitaba con frecuencia la capilla para comprobar los adelantos del pintor. En una ocasión le acompañó en la visita su maestro de ceremonias. Al ver la obra, Biaggio, que así se llamaba el cortesano papal, protestó por la desnudez que observaba en los cuerpos de algunas de las figuras que Miguel Ángel estaba pintando en el muro de la capilla: “Parecen más propias de una taberna que de un templo” dijo, quejándose ante el Papa por los excesos epidérmicos representados por el artista. Pasó algún tiempo. Biaggio hizo una nueva visita a la capilla para ver el avance de la obra. Por un instante el estupor le paralizó. En una esquina del mural Miguel Angel había representado el infierno. Allí había una figura. Una serpiente se enroscaba a un cuerpo grotescamente deformado. Tenía orejas de asno y…, su cara. Biaggio acudió indignado ante el Papa. Pidió al Santo Padre que pusiera remedio a la afrenta, que obligara a Miguel Ángel a eliminar su rostro del cuerpo de aquel demonio. El Papa dijo: “Lo que yo ato en la tierra queda atado en el cielo y lo que desato en la tierra queda desatado en el cielo, así pues, mi poder se extiende a la tierra y al cielo, pero no así al infierno. Si Miguel Ángel os ha puesto en él, lo siento, pero no puedo rescataros”.

    Hay cuadros que desenmascaran personajes históricos sobre hechos que se negaron. En el museo de Lausana existe un cuadro en el que se puede ver al rey Carlos IX de Francia asomado a una ventana del Louvre arcabuceando hugonotes. Lo cierto es que algunos historiadores aseguran que en aquel tiempo dicha ventana no existía, de modo que bien pudiera ser que tal aparición fuese una maledicencia pictórica. O no, ya que se asegura existieron testigos del hecho. Pierre de Bourdeille, señor de Brantôme, fue uno de ellos y eso que era un fervoroso partidario de los Valois, casa a la que pertenecía el rey.

    Rodolfo II, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico tuvo como pintor de Corte a Guissepe Arcimboldo. Entre otros muchos cuadros de carácter historicista y retratos de los personajes de la corte, se dedicó a componer algunas extravagancias pictóricas: un retrato del propio emperador, el “Vertrumno”, realizado a base de frutas y hortalizas; y una serie de cuadros reversibles: “El Cocinero”, pintado en 1570, hoy en una colección privada en Estocolmo. Aparentemente se trata de una bandeja repleta de vituallas con una rodaja de limón en uno de sus extremos. La particularidad del cuadro es que al voltearlo, la bandeja se convierte en un rostro lascivo y la rodaja de limón en su sombrero; y “El jardinero” de 1590, que puede verse en el Museo Cívico de Crémona.

    También en España hay curiosidades. Juan de Ribera, el que fuera arzobispo de Valencia y también, mientras vivió, Virrey, Capitán General y Patriarca de Antioquia; y ya muerto, primero beato y después santo, destinó su fortuna a la construcción de un seminario. El centro es conocido como “Colegio del Patriarca”. No olvidó, sin embargo, el ornato del centro. Bartolomé Matarana fue uno de los artistas que empleó su genio allí: toda la bóveda está forrada con su arte, y grandes murales decoran las capillas. Francisco Ribalta fue otro de los artistas que allí dejaron huella. La última cena, que desde 1609 se conserva en el altar mayor de la iglesia, fue el encargo que hizo el arzobispo Juan de Ribera a dicho artista. En la mesa están sentados junto a Jesús los apóstoles y, como pasa a menudo entre los genios de la pintura, Ribalta no pudo sustraerse a la tentación de colocar la cara de personajes conocidos en los cuerpos de las figuras que pintaba. El apóstol Pedro recibió los rasgos del prelado, y otro religioso del Colegio puso cara a San Andrés. Aun pintó una cara conocida más.

Última cena (detalle), de Ribalta. Iglesia del Patriaca. Valencia.

    Ribalta tenía el estudio en un popular barrio valenciano. Allí tenía también su taller un zapatero. Se llamaba Joaquín Pradas. Éste tenía la afición de cantar mientras remendaba los zapatos. Al artista esto le irritaba enormemente. Decía que le impedía concentrarse, que le hacía perder la inspiración. La enemistad entre ambos se hizo cada vez más evidente. Ribalta cansado de pedir silencio al artesano decidió colocar los rasgos del zapatero en uno de los apóstoles aún libre de cara. El elegido fue Judas, el apóstol traidor. El escarnio fue insoportable para Pradas. El barrio entero se mofaba de él. Indignado se presentó ante el mismísimo prelado. El Patriarca, que había encargado el lienzo y representaba a San Pedro en el mismo, estuvo apunto de ceder. Los consejos de importantes personajes desaconsejaron el cambio, pidiendo quedara el cuadro tal cual lo había pintado Ribalta. Se le comunicó dicha negativa al zapatero, pero se le dijo que, a cambio, sería indemnizado con una importante suma de dinero. Pradas aceptó. Se mudó de barrio e instaló un nuevo taller de zapatería, que con envidiable sentido del humor y seguramente visión comercial rotuló con el nombre de “Iscariote”. El cuadro, pintado en 1609, aún está en el lugar para el que fue destinado, y en él se puede ver a Joaquín Pradas, el zapatero cantarín, inmortalizado por Ribalta a causa de su voz.
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LA LEYENDA DEL ENMASCARADO. ENTRE LA HISTORIA Y LA LITERATURA

   Hace ya unas semanas que el autor de este blog leyó una novela. Su portada  estaba adornada con la mención del premio recibido, el IV de novela histórica Alexandre Dumas, de la editorial M.A.R. Editor, y su interior con las letras que puestas por Montserrat Suáñez sobre 350 páginas en blanco iban a hacer disfrutar a este lector durante unas cuantas horas, que nunca pensó, o sí, se fueran a hacer tan cortas.




















   Pero la novela, más allá de la descripción, en una indudable demostración del conocimiento de los usos y costumbres de la época, los objetos y utensilios utilizados entonces, nos relata, con una hermosa prosa digna de las mejores plumas del momento, una trama apasionante de acción y romance, odio y venganza, vida y muerte. Mas esto no nos debe dejar olvidar, empero, que estamos ante una novela histórica narrada con una agilidad tan inagotable como imparable la acción que no cesa en momento alguno, porque la novela además de su adjetivo, el que le ha permitido obtener el premio Alexandre Dumas, es, sin dejar de ser novela, una lección de historia: la de la comprensión de una época de la que tanto se ha escrito, pero tan poco se ha explicado, la de la vida en el Sur de Francia, en las regiones occitanas, en el siglo XIII. Tierra de señores y siervos, guerreros y trovadores, inquisidores y herejes, donde las conciencias piadosas de Dios huían de quienes vendían su alma al diablo en degradantes aquelarres. Lugares donde la dualidad imperante en aquellos tiempos se ve doblemente representada en la de sus protagonistas y en la de la herejía albigense que, como pretexto, utiliza la autora para engranar la trama del argumento.

   Vemos en la novela, a veces con crudeza, otras con sutileza, cómo por un lado chocan dos mundos, dos maneras de comprender la vida, una brutal, en la que el uso de la fuerza, el gusto por las armas, el dominio y la pasión, se opone a otra, la de la ternura, los versos, la piedad y el amor cortés, el mundo de La Minne, del amor ideal, idílico; y por otro, casi como en un paralelo de lo anterior, los dos modos de contemplar lo trascendente: el de la Iglesia y su cruzada, en su lucha a sangre y fuego contra el hereje, y el de los cátaros, secta maniquea, intolerable para la jerarquía de la religión oficial pese a ser tan dualista como la de los propios herejes.

   Varias son las referencias históricas a la vida de los cátaros, a las cruzadas predicadas por el papa, a Simón de Montfort, azote de apóstatas.  Y precisamente este apellido, por sus resonancias perversas, por su sectarismo intransigente asimilado como virtud propia, pues como él mismo dijo de sí, tomaba la cruz contra los herejes para gloria de Dios y honra de la Iglesia, es uno de los empleados para definir la dualidad que de aquellos tiempos plasma La Leyenda del Enmascarado.

   Porque el apellido Montfort, gracias a Simón, personifica como pocos el mal en aquella tierra occitana y en aquella época. Baste la siguiente anécdota sucedida en tiempos de Montfort para comprender la crueldad de la represión sobre los seguidores de la doctrina cátara: Foulques, obispo de Toulouse, fue un encarnizado perseguidor de herejes. Sólo en su diócesis, se dice, quizá exageradamente, que dio cuenta de más de diez mil, quemando sus cuerpos en piras o sometidos a otras crueldades. En cierta ocasión predicaba desde el púlpito y comparaba a los herejes cátaros con los lobos y a los católicos con los corderos. Uno de los oyentes a quien Simón de Montfort había arrancado los ojos, mutilado la nariz y uno de sus labios, descubriéndose, gritó al obispo: “¿Ha mordido alguna vez así un cordero a un lobo?”, replicando el prelado que Montfort había sido un buen perro.

   Que el hilo argumental de la novela aproveche el maniqueísmo de la herejía albigense ayuda a potenciar el estado dual en ese mundo medieval y, aun más, en la forma de ser de unos protagonistas, que en un universo de polos opuestos saben unos, dudan otros, el lado hacia el que inclinarse.

   Y aunque no debe olvidarse que la novela es de tipo histórico, también es romántica. Pero advierte este lector de La Leyenda del Enmascarado a otros que aún no la hayan leído, pero sientan inclinación a hacerlo, que no encontrarán estos una novela rosa, no. Descubrirán una historia de amor y desamor, o varias, de amores posibles o imposibles, cuyos desenlaces obligan a devorar las páginas de la novela, a la velocidad con la que la acción se desarrolla, y ello dentro del contexto histórico en el que Montserrat Suáñez nos expone con igual maestría la brutal crueldad de un tormento como la delicada expresión de los sentimientos. El que esto escribe, la leyó casi sin pausa. Como imán quedó pegada a sus manos, que no pudieron quedar libres hasta llegar a su fin. Feliz lectura para quienes decidan descubrirla.
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CABEZAS ILUSTRES

    Es sabido que la esfera es el cuerpo capaz de albergar el mayor volumen con la menor superficie, y por ello la naturaleza la ha tenido en cuenta a la hora de guardar y proteger nuestro cerebro: el órgano desde el que damos las órdenes para hacerlo casi todo.

    Dejando a un lado la malsana afición de los hombres y sus instituciones a descabezar cuerpos en vida, de los que la historia cuenta con cientos de famosos casos y miles de casos anónimos, también después de muertos la cabeza y los sesos que contiene han gozado de todo tipo de atenciones por parte de artistas, literatos, investigadores y magos.

   Basta recordar a Hamlet sosteniendo en su mano una calavera, haciéndose preguntas trascendentes de respuesta incierta. Pero dejando la ficción literaria, la realidad también nos ofrece episodios curiosos en los que la cabeza o el cerebro son los sujetos de los hechos.

    La cabeza de Benedicto XIII ha sido una de las cabezas ilustres más vapuleadas de la historia. San Vicente Ferrer, durante un tiempo su confesor y adscrito a la obediencia aviñonesa, dicen que predijo que acabaría separada de su cuerpo y sirviendo como objeto de juego a unos niños. Los presagios del santo valenciano se cumplieron, al menos en parte. El longevo Papa Luna, murió en su refugio mediterráneo de Peñíscola. Su cadáver fue trasladado a su ciudad natal, Illueca,  en cuyo palacio durmió hasta los primeros años del siglo XVIII cuando, durante la Guerra de Sucesión, el edificio fue saqueado y los restos del antipapa arrojados por un barranco. Fueron precisamente unos niños los que encontraron la calavera de don Pedro de Luna. Los muchachos no teniendo otra cosa con la que entretenerse la usaron como pelota para sus juegos. Si bien estos juegos infantiles con la testa de Benedicto XIII no han sido verificados por la Historia, lo cierto es que su calavera separada del cuerpo rodó por el barranco. Por fin, el cráneo de don Pedro de Luna fue llevado al cercano pueblo de Sabiñán, donde aún permanece.

    Otra cabeza desaparecida fue la de René Descartes. El autor del Discurso del Método había fallecido en Suecia, en 1650. Allí había sido llevado por la reina Cristina para que su corte recibiera las enseñanzas de tan insigne sabio, y allí murió del mal de ijada, una pulmonía, que contrajo durante el gélido invierno sueco del que las frías y húmedas habitaciones de palacio no lograron proteger al gran filósofo y matemático. El cadáver fue trasladado a Francia, pero en el camino alguien sustrajo su cráneo, que anduvo pasando de mano en mano por media Europa hasta su llegada a París, donde acabó instalado en un museo que aún lo conserva.

Goya. Autorretrato. Museo de Bellas Artes de San Fernando. Madrid.
También la cabeza de Goya fue objeto de estudio. Cuando sus restos
enterrados en Burdeos fueron exhumados para su traslado a España,
se comprobó que el cuerpo del pintor carecía de cabeza. Se piensa
que fue usada para estudios frenológicos, tan de moda en el siglo XIX.

    También el cerebro ha gozado del interés de los hombres. Su estudio para tratar de descubrir los secretos de la inteligencia ha sido una de las razones de tanto interés. El de Lenin fue conservado en formol y más tarde seccionado en innumerables cortes laminares para su estudio. Los científicos soviéticos determinaron que poseía una inteligencia superior, y lo comparaban con los cerebros de las eminencias, de cualquier rama del saber, que iban falleciendo en la Unión Soviética, con resultado siempre favorable para el héroe de la revolución. Así fueron conservados y estudiados como el de Lenín, los cerebros de Paulov y del propio Stalin.

    Los americanos tampoco se quedaron atrás en el estudio de las masas encefálicas. Tras la muerte de Benito Mussolini, en la orillas del lago Como, su cuerpo fue colgado por los pies, junto al de su compañera Claretta Petacci en el techo de una gasolinera de la plaza del Loreto de Milán. Los americanos solicitaron a las autoridades italianas poder estudiar su cerebro con intención de averiguar los mecanismos mentales de un dictador. Los italianos consintieron, y autorizaron la entrega de treinta gramos del cerebro de Mussolini. De su estudio, los americanos obtuvieron como conclusión que la salud física del Duce era buena. Nada más. Devolvieron el fragmento cerebral del dictador, que fue conservado en formol, con el resto del cerebro, hasta su inhumación junto al cuerpo de su dueño.
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