LA HISTORIA EN LA ÓPERA

   Ayer asistí a la ópera “Un ballo in maschera”, de Giuseppe Verdi. Por no distraer con lo personal, que poco interés puede tener para el lector, aunque mucho para el que esto escribe, no hablaré de las circunstancias que me llevaron a presenciar este espectáculo, ni la satisfacción grande que me ha producido; pero sí de la doble historia que encierra.

   Porque las óperas, como sucede con otros espectáculos, pero en aquéllas de modo muy particular, a la historia, a los acontecimientos pasados en los que muchas veces, si bien fantaseados, se basan los libretos, se une la intrahistoria, la pequeña, y a veces no tan pequeña, historia de los hechos que la propia obra produce fuera de los escenarios.

  Ambientada en Boston a finales del siglo XVII, con su gobernador como protagonista ─así se estrenó y así quiso Verdi que permaneciera─, todos sabían que aquél representaba en cierto modo al rey Gustavo III de Suecia, cuya muerte a tiro de pistola ya había sido escrita para otras óperas unos años antes. Historia de amor y remordimientos, celos y deslealtad que disfrazaba pero no ocultaba, en la Italia del Risorgimiento, recuerdos del pasado y temores del futuro de una Europa convulsa.  

   Gustavo de Suecia había llegado al trono joven. Rey absoluto, ilustrado, déspota, en fin, cualidades todas de su tiempo, quiso poner a Suecia en alto lugar. Para ello no dudó en acercarse o atraerse otras naciones, como unas veces, la amistad de la Rusia de Catalina la Grande, de atributos similares a los suyos, pero en cantidad y calidad superiores, o atacarla militarmente otras, siempre sin éxito.
                                                                   
   En 1792, turbada Europa por los acontecimientos franceses, Gustavo III parecía gozar de una relativa comodidad. Acababa de guerrear con Rusia y aunque las finanzas suecas no eran buenas, había paz; pero no todos están contentos. En marzo de 1792 un grupo de nobles tienen trazado el plan. El día 16, se celebra en el Teatro Real de Estocolmo un baile de máscaras. Asiste el rey Gustavo, que poco antes había sido advertido de la intriga, pero imprudente asiste: “Veamos si se atreven”, se le oyó decir.

   Y vaya si se atrevieron.  Jacob Johan Anckarström fue, al parecer el azar así lo quiso, el autor material del disparo hecho sobre las espaldas del rey, que resistió aún varios días herido, antes de que la infección acabara con su resistencia y muriera.
               



   Tomando como base un libreto anterior de Eugène Scribe, con el atentado contra el rey Gustavo III de Suecia que acabó con la vida del monarca ilustrado, a nadie se le escapa que el protagonista bostoniano de la ópera de Verdi, con el nuevo libreto de Antonio Somma, es el propio monarca sueco. Téngase en cuenta que la obra fue titulada por el propio Verdi: “Gustavo III, re di Svecia”, y es aquí precisamente donde comienza esa otra historia de “Un baile de mascaras” de las que les hablé.

   Estaba prevista, con aquel título, su primera representación en el Teatro San Carlos de Nápoles, pero en aquellas tierras reinaban los Borbones. No era el Reino de las Dos Sicilias el mejor lugar para representar un regicidio, por más que la historia contada se desposeyera de tinte político y se centrara en otras pasiones. Al cambio de nombre, la censura napolitana quiso imponer otros caprichos, modificando el libreto. Verdi y Somma se avenían con mayor o menor enojo, pero ocurrió en Francia el atentado contra Napoleón III y la censura se endureció aun más. El título, las escenas, el lugar, el tiempo, todo debía cambiarse. Naturalmente el asesinato ya no debería verse en escena, y ni siquiera el baile de máscaras podría representarse.

   Si todo había que cambiarlo, Verdi enfurecido se negaba a todo también; pero unos meses después Roma llamó al maestro. En el teatro Apolo “Un ballo in maschera” iba a tener su oportunidad. Qué duda cabe que en Roma la censura papal existía, pero se mostró mucho más benevolente, y el 17 de febrero de 1859 don Giuseppe veía el estreno de su obra tal como, tras las modificaciones iniciales, la concibió.

   Muchos han sido los lugares donde, con éxito, ha sido representada, el “penúltimo”, en 2002, con una adaptación especial, en Suecia, larga espera, sin duda; y la última, posiblemente, aunque con una escenografía mejorable, la felizmente contemplada por quien esto escribe, ayer.
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LA BALMA

   A veces el viajero tiene suerte. No siempre es fácil llegar al lugar que desea conocer y encontrarlo vacío de gentes, como si estuviera siempre así, esperando su llegada, como si fuera él su descubridor.

   Y el Santuario de Nuestra Señora de la Balma, que es paraje famoso y habitualmente concurrido, en especial en sus fiestas y celebraciones durante los días de septiembre en los que hay romería, es lugar que gana mucho en su soledad. Puesto que balma en valenciano es sinónimo de gruta, de oquedad y abrigo en la montaña, no extraña al viajero que en ese formidable paredón cortado a cuchillo en el monte de La Tossa, mirando al río Bergantes, en la ranura donde se abría un refugio, decidieran hace unos setecientos años construir un templo donde un pastor, manco, hace falta añadir, encontró la imagen de una Virgen y, por su intercesión, vio como le crecía el brazo y sanaba.

   Con el tiempo el lugar ganó fama, se habilitó una hospedería, aún vigente, se cerró la balma con un muro, quedando la capilla, y la Virgen, a cubierto de las inclemencias del tiempo, que por allí, los Ports de Morella, son en extremo rigurosas, y en el siglo XVII se labró una puerta y erigió un campanario con aires renacentistas que, como si fuera consciente de su poder, parece querer servir de puntal a la montaña que lo protege.








   En la capilla, a la que se llega desde la hospedería y a través de una galería, oquedad en la piedra que se asoma al precipicio, el viajero goza de lo que ya tan pocas veces en la vida moderna se puede disfrutar: oír el silencio. Allí, las paredes hechas de montaña, el techo de lo mismo, el viajero ve un púlpito apoyado en la pared, varios pequeños altares, más viejos que antiguos y, dentro de su cancela, a la Virgen,  no la auténtica, de madera policromada, desaparecida, sino otra hecha a en 1940. Poco más hay, pero suficiente.

   También se fue extendiendo la creencia de ser aquella Virgen sanadora de endemoniados. Alguno de estos y sobre todo orates eran llevados hasta el santuario para su curación. Y esto duró hasta hace bien poco. Buena parte del siglo XX aún fue testigo de estas supersticiones, que hasta la Iglesia tuvo que combatir. Recuerdo de ello, durante la romería, en el templete que guarda la cruz anuncio de la proximidad del santuario, se celebra los días de fiesta en honor de la Virgen una representación, una especie de pequeño auto sacramental de la lucha entre el arcángel San Miguel y el demonio. Escondido tras las columnas del templete está el demonio que, al llegar el ángel, sale al paso del soldado de Dios, luchando ambos. Huelga decir que la victoria de San Miguel resulta absoluta.






   No quiere dejar de decir el viajero de ese templete que es una maravilla a su parecer. En parte porque su buen estado de conservación le permite gozar de sus hechuras. La llamativa cúpula de coloridas tejas de tonos azules se apoya sobre cuatro simples columnas de orden dórico. Y en parte porque es al acercarse cuando el viajero puede admirar las alegorías de las cuatro virtudes cardinales y las tres teologales, y aquí pide el viajero se le perdone la voluntaria redundancia, que con virtuosa inspiración fueron pintadas por Juan Francisco Cruella en 1860.

   Sólo para terminar debe decir el viajero que como pasó con la Virgen en el Santuario, la cruz aquí cubierta por este bello templete apenas cumple los cuarenta años, pues a la original ni sus tres siglos de antigüedad sirvieron para obtener el respeto de quienes  a mazazos la hicieron añicos.
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LORENZO

    Se dice en España que el día de san Lorenzo es uno de los más calurosos del verano; también, a nuestro astro rey, el Sol, cuando aprieta abrasador sobre nuestras carnes, solemos llamarlo Lorenzo, y no es de extrañar, porque, en parte por la casualidad de que su martirio sucediera un diez de agosto y en parte por la forma en que le dieron suplicio, pensar en San Lorenzo nos hace sudar la gota gorda.

    Aunque de este santo, que vivió en el siglo tercero, como de muchos otros se sabe poco, sí podemos afirmar que fue diácono en tiempos del papa Sixto II, que estaba encargado de la custodia y administración de los bienes de la Iglesia y que, por ello, el papa le entregó el santo Cáliz, que hizo llegar a su tierra natal, Huesca, para ponerlo a salvo de las paganas manos del emperador Valeriano I, que mantenía una implacable persecución contra los cristianos.

    Martirizado y muerto el papa Sixto, llegó el turno a Lorenzo; y la tradición dice que un diez de agosto de 258 se le aplicó la más insoportable de las torturas: encendida una hoguera, se colocó al diácono sobre una parrilla y ésta, con el mártir bien sujeto en ella, sobre las llamas. Sólo por su santidad sucedió que, una vez asado por el lado por el que las llamas lamían su piel, él mismo indicó a sus verdugos que le dieran la vuelta, pues ya estaba bien tostado por ese lado.

    Pidiera o no Lorenzo que lo dorasen bien por sus dos lados el caso es que mártir sí fue, y por ello al Santo se le representa sujetando entre las manos la parrilla en la que fue asado.

San Lorenzo en la fachada de su iglesia en Valencia

    Tal es la fama alcanzada por San Lorenzo, que Boccaccio en su “Decamerón” aprovecha la historia para uno de los cuentos con los que se divierten, en la villa florentina, los protagonistas de su obra: Giovanni Boccaccio pone en boca de Dioneo la historia de un fraile al que llamaban fray Cebolla. Este fraile afirmaba tener una pluma del arcángel San Gabriel. Decía haberla hallado en uno de sus viajes por Oriente y anunció que mostraría la reliquia en un acto público. Todo el mundo podría verla, admirarla o venerarla según el caso, pero dos truhanes que no querían bien al fraile quisieron gastarle una broma que le pusiera en mucho apuro. Fray Cebolla guardaba la pluma en un cofrecillo de madera. Los gamberros lo buscaron y cuando lo hallaron, robaron la pluma, que a saber a que tipo de ave pertenecía en realidad, y la sustituyeron por un tizón, un simple pedazo de madera medio quemada.

   Llegado el momento de la exhibición, fray Cebolla abrió la caja para mostrar la pluma e imperturbable extrajo el tizón, lo enseñó a los asistentes e ingenioso dijo: muchos han sido mis viajes en los que he ido obteniendo reliquias y objetos santos que he podido coleccionar. Los guardo en arquetas de madera, que me sirven para clasificarlos, guardarlos de la intemperie y a salvo de manos sacrílegas…y, hoy que pensaba mostraros la pluma de san Gabriel, por torpeza, he traído otra arqueta, que mejor aún que aquella os voy a mostrar. Es un trozo de carbón, madera quemada que sirvió para asar a san Lorenzo. Con esta madera tiznada voy a señalar sobre vuestra frente la cruz salvadora. Acercaos y veneradla.

    Tan impresionados quedaron los atrevidos bromistas que arrepentidos restituyeron la pluma a su dueño, y no lo dice el relato, paro nada raro sería que pidieran al fraile ser bendecidos con el tizón, tan auténtico en su origen como la pluma del arcángel a la que sustituyó.
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