EL COSACO DEL DON

   Acaba de comenzar el año 1775. El conde Pedro Panin conduce un prisionero camino de Moscú. Confinado en el minúsculo espacio delimitado por los barrotes de una jaula, el cautivo se ha enfrentado al imperio. Ganó adeptos, formó un ejército y luchó. Como casi diecinueve siglos antes el tracio Espartaco, Emelyan Pugachev ha desafiado al poder y, como entonces aquél, Pugachev va a pagar cara su audacia.

                                                         *

   No era de extrañar tales adhesiones. Poco antes, en agosto de 1767, se había publicado en Rusia un ucase por el cual se condenaba al látigo, y a realizar trabajos forzados y perpetuos en el exilio siberiano, a los siervos y campesinos que se atrevieran a formular cualquier queja o protesta por el trato recibido de sus amos terratenientes. En realidad, el decreto de la zarina no era sino una vuelta de tuerca más en el estado de regresión al que las miserables capas trabajadoras estaban sometidas. En el reinado anterior de la emperatriz Isabel era posible para el amo déspota desterrar a sus siervos a Siberia, pero como hombres libres y, aunque lejos y en tierras ásperas, iniciar una nueva vida.

   Pero ahora, pese a que Catalina II había bebido en la fuentes de Montesquieu, de Beccaria o de Voltaire, con quien mantuvo una intensa relación epistolar, y estaba en contacto constante con quieres eran sus mejores propagandistas: Diderot o D’Alembert, entre otros, algunos de los cuales fueron generosamente, y puede que de modo desinteresado, agraciados por la liberalidad de Catalina, poco quedaba de sus ideales o sus iniciales propósitos de aliviar la situación de los siervos rusos. Si lo deseaba, no lo era tanto como para poner en peligro su trono, lo que podía suceder de no mantener los privilegios de los nobles y latifundistas rusos.




   No era ella la responsable de aquella situación, que era legado recibido, pero también herencia para sus sucesores. Durante el siglo en el que le tocó vivir, la situación de los siervos no había hecho más que empeorar.  Siempre atados a la tierra y el arado y a sus dueños, poco a poco la relación de obligaciones recíprocas entre siervos y amos se había deteriorado y desde los tiempos de Pedro I, prácticamente habían quedado reducidos a esclavos. No eran mucho más que animales o peor: cosas, objetos que podían ser vendidos en un mismo lote junto con otras propiedades de sus dueños.

   El diario de avisos “Noticias de Moscú” publicaba: “Se vende: domésticos y artesanos hábiles de buena conducta, a saber, dos sastres, un zapatero, un relojero, un cocinero, un carrocero, un fabricante de carretas, un grabador, un dorador y dos cocheros que pueden ser examinados y cuyo coste puede confirmarse en el 4º distrito, sección 3, en la propia casa del propietario, nº 15. También se venden tres caballos de carreras jóvenes, un potro y dos capados, y una jauría de perros…”

   Estas ventas eran frecuentes. A veces los individuos se vendían con sus familias, pero en ocasiones solos, rompiendo aquéllas los señores sin mayor miramiento. William Coxe era un religioso inglés que viajó en aquellos tiempos por Rusia y comprobó el maltrato sufrido por los siervos. Igual hizo el francés  Massón que sobre lo mismo dijo sentirse repugnado por la visión de un anciano de luengas barbas blancas, caídos sus pantalones y apoyada su frente en el suelo mientras era azotado; y en el colmo de la indignidad asqueado al ver cómo un padre de familia era fustigado por su hijo obligado por el amo de ambos. Aunque desde luego no siempre era así. También había amos paternalmente benévolos con sus criaturas.

                                                         *

   Era el panorama propicio para la protesta, para la revuelta. Pero hacía falta un líder, la persona con el valor y el arrojo de los que están dispuestos a todo por algo, un idealista o un loco. Y aunque quizá no se sepa bien cuál de las dos cosas fue, Pugachev fue el líder que rebeló a los miserables contra la injusticia.

   Dos años duró su loca aventura desde que en la primavera de 1773 había irrumpido en la región de los Urales al mando de una nutrida tropa, conquistando pueblos y agrupando gentes a favor de su causa. Declaraba ser el zar Pedro III ante campesinos y siervos descontentos por su misérrima existencia, que le creyeron o fingieron creerlo. Afirmaba haber escapado de la prisión a la que lo tenía forzado su esposa, la emperatriz usurpadora, y estar dispuesto a recuperar el trono y aliviar la pesadumbre que abrumaba a los siervos.

   En su avance grupos de cosacos y tribus tártaras, siervos de las haciendas arrasadas, de las minas o industrias de la región de los Urales y del Volga se unían al sedicioso. Su fama y su poder crecían paralelos y con el mismo brío. Pugachev y sus tropas sembraban el terror. Los nobles huían asustados y se refugiaban en las ciudades, y aun, buscando la mejor protección, en Moscú, mientras los siervos incrementaban las huestes del cosaco del Don, que en el colmo de su frenesí, como auténtico Pedro III redivivo(1), salvador de la patria y redentor de los siervos, estableció una corte de pacotilla en la que sus fieles recibieron los nombres de los personajes que  servían a la emperatriz Catalina. Individuos rebautizados con los nombres de Orlov, Panin  o un nuevo gran duque Pablo, como heredero del imperio, poblaban aquel escenario en el que  él se hizo acompañar por seis concubinas, a modo de damas de honor, remedo de los amantísimos favoritos de la Semíramis del Norte.

    Incluso la antigua capital moscovita, con el grueso de las tropas imperiales luchando en el Sur contra la Sublime Puerta, no parecía lugar seguro. El peligro de lo que dejaba de ser una revuelta para convertirse en una revolución hizo temer a la emperatriz incluso el asalto de Moscú por los rebeldes. Pungachev la amenazaba; hasta San Petersburgo, lejana, pero igual de desprotegida, se inquieta ante el avance incontenible de Pugachev y sus 15.000 soldados.

   En la primavera de 1774 el general Bibikov infringe una severa derrota al rebelde, que logra escapar de milagro. Rehecho, con un nuevo ejército, Pungachev inicia una nueva ofensiva. Tan deprisa como las derrotas lo ponen en fuga, se revuelve en feroces contraofensivas.

   Por fin, en el verano de ese año, Rusia y Turquía firman la paz. Con la victoria rusa, Catalina ha incorporado varios territorios del Cáucaso, logrado un acceso a Mar Negro y, con la independencia de Crimea, la posibilidad de su futura anexión a su imperio; pero además, la paz deja libres las tropas, y sin tardanza el general conde Panin se apresta a dar la batalla definitiva al desertor Pungachev, que una vez más, derrotado, cruzando a nado el caudaloso Volga, logra escapar. Pero su aura se apaga y algunos son los que por una recompensa y el perdón lo traicionan.

                                                        *

   El 10 de enero de 1775 la cabeza de Emelyan Pugachev rodó por el suelo moscovita. Sólo la “benevolencia” de la emperatriz evitó un cruel suplicio, al permitir fuera el reo decapitado antes que descuartizado, como estaba previsto. Aunque la revolución de Pugachev dio aviso de la necesidad de suavizar las condiciones de los campesinos. Así lo dijo Catalina a su ministro de Justicia  cuando le expresó: “Si no consentimos en disminuir la crueldad y moderar una situación que resulta intolerable a la raza humana, tarde o temprano serán ellos los que den ese paso”, lo cierto es que nada se hizo. Los nobles no eran de esa opinión y Catalina, la gran emperatriz ilustrada, defensora de las artes y de los principios humanitarios, según proclamaba, nada hizo; fue al menos en su trato a los siervos y campesinos rusos, mezquina y pequeña. Ningún otro zar, posteriormente, hasta Alejandro II, y sin efectos prácticos, mejoraría la situación del pueblo ruso. Todos sabemos las consecuencias de aquella ignominia.
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EL XIX. LA FIRMA DE LA REINA

   “En la noche del 28 de noviembre pasado se me presentó Olózaga con el decreto de disolución de las Cortes y me pidió que lo firmase. Yo respondí que no quería firmarlo, teniendo para ello, entre otras razones, la de que estas Cortes me habían declarado mayor de edad. Insistió Olózaga. Yo me resistí de nuevo a firmar el citado decreto. Me levanté dirigiéndome a la puerta que está a la izquierda de mi mesa de despacho. Olózaga se interpuso y echó el cerrojo de esta puerta. Me dirigí a la que está enfrente y también Olózaga se interpuso y echó el cerrojo de esta puerta. Me agarró del vestido hasta obligarme a rubricar. En seguida Olózaga se fue y yo me retiré a mi aposento”.


   Así cuenta Isabel, y transcribe el notario, tratando de justificar con evidente torpeza(1), la firma del decreto de disolución de las Cortes que Salustiano Olózaga, apenas transcurridos veinte días desde que fuera declarada mayor de edad, le había presentado para su firma, a una jovencísima Isabel que, con apenas trece años, no supo, no pudo o ni siquiera supo si podía o debía negarse a los requerimientos de un todavía joven y gallardo, y avezado Olózaga.

Firma de Isabel II. Fotografía tomada del libro
España histórica, de Antonio Cárcer Montalbán. Ediciones Hymsa. 1934.

   Fama tiene don Salustiano de galán. Tiempo atrás, cumplidos por poco los veinte años, cortejaba a una hermosa muchacha de quince, de nombre Dolores Quiroga, que lo rechazaba de continuo. Obstinado en sus pretensiones él, Dolores no vio otra forma de obligarlo a que la olvidara que hacerse monja, y algunas cosas cambiaron con su decisión. En la fe, que Dolores dejó de usar ese nombre, haciéndose llamar por otro de los que tenía, Patrocinio, y con sor Patrocinio se quedó, hasta que las visiones y los estigmas con los que el Espíritu Santo aseguraba la favorecía la convirtió en “La monja de las llagas”. Lo que no cambió fue el rencor despechado del pretendiente que, siendo gobernador de Madrid, mandó que la policía detuviera a la sor, a fin de aclarar el asunto de los estigmas, en lo que él consideraba eran manejos de una tramposa. Nunca se sabrá si lo fueron, aunque hubo sentencia que lo afirmó; pero sí que su fama se hizo grande y llamada a ser muy influyente en las camarillas cortesanas.

                                                         *

   Pero Isabel II no es Dolores Quiroga. Su carácter no le impulsa al rechazo, y Olózaga es muy apuesto. Su natural es, ya desde sus primeros años como reina, enamoradizo o caprichoso, a partes iguales. Y con Olózaga una u otra cosa, sino ambas, le ocurre. Y puesto que también es generosa, lo quiere premiar con el Toison de Oro. Había en palacio una de estas medallas. Era la que se había otorgado a José Bonaparte. Jugando, Isabel se la pone en el pecho a Salustiano,  éste se inclina rozando con sus labios el hombro desnudo de la reina(2), ella responde a la caricia:
    ─En cuanto sea reina, te entregaré una.


Retrato de la reina Isabel II, de Federíco Madrazo. Real Academia de Bellas
 Artes de San Fernando. Madrid. Este cuadro fue pintado firmado en 
1844 por encargo de la Academia pocos meses después de ser Isabel
 declarada mayor de edad por las Cortes. Tenía aún trece años.

                                                            *

    Y es aquel Olózaga seductor y fascinante a los ojos de la reina, pero calculador y ambicioso el que entra en el despacho de la reina aquel 28 de noviembre de 1843. El Presidente del Consejo presenta tres documentos a la firma de Isabel. Sin importancia dos de ellos, se refieren a condecoraciones; pero el tercero hace preguntar a la reina:
      ─¿Y éste, Salustiano? ¿por qué quieres disolver las Cortes?
     ─Es simplemente una cautela. Por si acaso, por si lo necesito en el futuro ─responde el Presidente.
    Y sin mayor reflexión la niña aún, reina desde hace veinte días, rubrica el decreto y Olózaga se dispone a dejar palacio.
  ─¡Ah, Salustiano! ─avisa Isabel─, ten, da esta caja de bombones a tu hija, y no la abras hasta llegar a casa.
     Olózaga está de suerte, al salir de los aposentos reales ve al coronel Dulce, de guardia esa noche. Con los dulces, regalo de la reina, en las manos, saluda al coronel.

   Pero al día siguiente la tormenta se desata. Enterada la marquesa de Santa Cruz, Camarera Mayor y sombra de la reina por ese tiempo, de la firma del decreto de disolución de las Cortes, clama al cielo y desesperada avisa a Narváez, ministro de la Guerra. No es don Ramón persona de paciencia y sí, por el contrario, de mucho genio. Escucha a la reina, que dice la verdad a medias, porque firmar sí, firmó, aunque no sabe muy bien, dice llorosa, qué, cómo ni por qué.

    Se llama al presidente del Congreso, Pedro José Pidal. Hay que anular el decreto, destituir a Olózaga. La reina firma lo que hace falta; pero el destituido no se arredra y prepara su defensa. Enseña los decretos firmados por la reina a varias personas, la caja de bombones, con la que sabe que el coronel Dulce le vio salir del despacho real, y acude a entrevistarse con Isabel. Cuando llega a palacio encuentra a González Bravo, quien será su sustituto, que le entrega un nuevo decreto firmado por la reina: “Por motivos graves que me reservo he decidido relevar a don Salustiano Olózaga de los cargos de presidente de ministros y Ministro de Estado”.

   Dos días después, el 1 de diciembre, en las Cortes, se inicia un debate contra Olózaga ─y en general contra los progresistas─, que da la batalla en defensa de su honor. Pero la suerte está echada de antemano y Olózaga, el 13 de diciembre, abandona Madrid por la puerta de Toledo camino del exilio. Como con la Monja de las Llagas, no olvidará la afrenta y hasta años después, en los años previos a la revolución, el rencor contra Isabel será patente en sus discursos.

(1) El más evidente que la puerta que dijo había cerrado Olózaga carecía de cerrojo.

(2)  Un gesto infame, por el abuso que suponía sobre la indefensa reina, aún en formación física e intelectual, eufemismo en realidad de otros gestos más osados, quizá consentidos, y contra los que Isabel, indefensa, pero propensa por su naturaleza, no supo o no quiso oponer resistencia, cuando la consideración social entonces no debe ser contemplada con los ojos de hoy, ante un hombre apuesto de personalidad arrolladora y sin escrúpulos. Téngase en cuenta que ya Isabel era mayor de edad, si bien su proclamación como tal era por necesidad, por carecer España de Jefe de Estado, de regente, María Cristina exiliada en Francia, Espartero lo mismo, pero en Inglaterra. Y téngase también en cuenta que pronto comenzaría un arduo proceso en busca de esposo para la joven Isabel que, finalmente contraería matrimonio el 10 de octubre de 1846, el día de su decimosexto cumpleaños, con su primo Francisco de Asís de Borbón. Nadie la consideraba ya una niña, aunque lo fuera.

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LA HISTORIA EN LA ÓPERA

   Ayer asistí a la ópera “Un ballo in maschera”, de Giuseppe Verdi. Por no distraer con lo personal, que poco interés puede tener para el lector, aunque mucho para el que esto escribe, no hablaré de las circunstancias que me llevaron a presenciar este espectáculo, ni la satisfacción grande que me ha producido; pero sí de la doble historia que encierra.

   Porque las óperas, como sucede con otros espectáculos, pero en aquéllas de modo muy particular, a la historia, a los acontecimientos pasados en los que muchas veces, si bien fantaseados, se basan los libretos, se une la intrahistoria, la pequeña, y a veces no tan pequeña, historia de los hechos que la propia obra produce fuera de los escenarios.

  Ambientada en Boston a finales del siglo XVII, con su gobernador como protagonista ─así se estrenó y así quiso Verdi que permaneciera─, todos sabían que aquél representaba en cierto modo al rey Gustavo III de Suecia, cuya muerte a tiro de pistola ya había sido escrita para otras óperas unos años antes. Historia de amor y remordimientos, celos y deslealtad que disfrazaba pero no ocultaba, en la Italia del Risorgimiento, recuerdos del pasado y temores del futuro de una Europa convulsa.  

   Gustavo de Suecia había llegado al trono joven. Rey absoluto, ilustrado, déspota, en fin, cualidades todas de su tiempo, quiso poner a Suecia en alto lugar. Para ello no dudó en acercarse o atraerse otras naciones, como unas veces, la amistad de la Rusia de Catalina la Grande, de atributos similares a los suyos, pero en cantidad y calidad superiores, o atacarla militarmente otras, siempre sin éxito.
                                                                   
   En 1792, turbada Europa por los acontecimientos franceses, Gustavo III parecía gozar de una relativa comodidad. Acababa de guerrear con Rusia y aunque las finanzas suecas no eran buenas, había paz; pero no todos están contentos. En marzo de 1792 un grupo de nobles tienen trazado el plan. El día 16, se celebra en el Teatro Real de Estocolmo un baile de máscaras. Asiste el rey Gustavo, que poco antes había sido advertido de la intriga, pero imprudente asiste: “Veamos si se atreven”, se le oyó decir.

   Y vaya si se atrevieron.  Jacob Johan Anckarström fue, al parecer el azar así lo quiso, el autor material del disparo hecho sobre las espaldas del rey, que resistió aún varios días herido, antes de que la infección acabara con su resistencia y muriera.
               



   Tomando como base un libreto anterior de Eugène Scribe, con el atentado contra el rey Gustavo III de Suecia que acabó con la vida del monarca ilustrado, a nadie se le escapa que el protagonista bostoniano de la ópera de Verdi, con el nuevo libreto de Antonio Somma, es el propio monarca sueco. Téngase en cuenta que la obra fue titulada por el propio Verdi: “Gustavo III, re di Svecia”, y es aquí precisamente donde comienza esa otra historia de “Un baile de mascaras” de las que les hablé.

   Estaba prevista, con aquel título, su primera representación en el Teatro San Carlos de Nápoles, pero en aquellas tierras reinaban los Borbones. No era el Reino de las Dos Sicilias el mejor lugar para representar un regicidio, por más que la historia contada se desposeyera de tinte político y se centrara en otras pasiones. Al cambio de nombre, la censura napolitana quiso imponer otros caprichos, modificando el libreto. Verdi y Somma se avenían con mayor o menor enojo, pero ocurrió en Francia el atentado contra Napoleón III y la censura se endureció aun más. El título, las escenas, el lugar, el tiempo, todo debía cambiarse. Naturalmente el asesinato ya no debería verse en escena, y ni siquiera el baile de máscaras podría representarse.

   Si todo había que cambiarlo, Verdi enfurecido se negaba a todo también; pero unos meses después Roma llamó al maestro. En el teatro Apolo “Un ballo in maschera” iba a tener su oportunidad. Qué duda cabe que en Roma la censura papal existía, pero se mostró mucho más benevolente, y el 17 de febrero de 1859 don Giuseppe veía el estreno de su obra tal como, tras las modificaciones iniciales, la concibió.

   Muchos han sido los lugares donde, con éxito, ha sido representada, el “penúltimo”, en 2002, con una adaptación especial, en Suecia, larga espera, sin duda; y la última, posiblemente, aunque con una escenografía mejorable, la felizmente contemplada por quien esto escribe, ayer.
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LA BALMA

   A veces el viajero tiene suerte. No siempre es fácil llegar al lugar que desea conocer y encontrarlo vacío de gentes, como si estuviera siempre así, esperando su llegada, como si fuera él su descubridor.

   Y el Santuario de Nuestra Señora de la Balma, que es paraje famoso y habitualmente concurrido, en especial en sus fiestas y celebraciones durante los días de septiembre en los que hay romería, es lugar que gana mucho en su soledad. Puesto que balma en valenciano es sinónimo de gruta, de oquedad y abrigo en la montaña, no extraña al viajero que en ese formidable paredón cortado a cuchillo en el monte de La Tossa, mirando al río Bergantes, en la ranura donde se abría un refugio, decidieran hace unos setecientos años construir un templo donde un pastor, manco, hace falta añadir, encontró la imagen de una Virgen y, por su intercesión, vio como le crecía el brazo y sanaba.

   Con el tiempo el lugar ganó fama, se habilitó una hospedería, aún vigente, se cerró la balma con un muro, quedando la capilla, y la Virgen, a cubierto de las inclemencias del tiempo, que por allí, los Ports de Morella, son en extremo rigurosas, y en el siglo XVII se labró una puerta y erigió un campanario con aires renacentistas que, como si fuera consciente de su poder, parece querer servir de puntal a la montaña que lo protege.








   En la capilla, a la que se llega desde la hospedería y a través de una galería, oquedad en la piedra que se asoma al precipicio, el viajero goza de lo que ya tan pocas veces en la vida moderna se puede disfrutar: oír el silencio. Allí, las paredes hechas de montaña, el techo de lo mismo, el viajero ve un púlpito apoyado en la pared, varios pequeños altares, más viejos que antiguos y, dentro de su cancela, a la Virgen,  no la auténtica, de madera policromada, desaparecida, sino otra hecha a en 1940. Poco más hay, pero suficiente.

   También se fue extendiendo la creencia de ser aquella Virgen sanadora de endemoniados. Alguno de estos y sobre todo orates eran llevados hasta el santuario para su curación. Y esto duró hasta hace bien poco. Buena parte del siglo XX aún fue testigo de estas supersticiones, que hasta la Iglesia tuvo que combatir. Recuerdo de ello, durante la romería, en el templete que guarda la cruz anuncio de la proximidad del santuario, se celebra los días de fiesta en honor de la Virgen una representación, una especie de pequeño auto sacramental de la lucha entre el arcángel San Miguel y el demonio. Escondido tras las columnas del templete está el demonio que, al llegar el ángel, sale al paso del soldado de Dios, luchando ambos. Huelga decir que la victoria de San Miguel resulta absoluta.






   No quiere dejar de decir el viajero de ese templete que es una maravilla a su parecer. En parte porque su buen estado de conservación le permite gozar de sus hechuras. La llamativa cúpula de coloridas tejas de tonos azules se apoya sobre cuatro simples columnas de orden dórico. Y en parte porque es al acercarse cuando el viajero puede admirar las alegorías de las cuatro virtudes cardinales y las tres teologales, y aquí pide el viajero se le perdone la voluntaria redundancia, que con virtuosa inspiración fueron pintadas por Juan Francisco Cruella en 1860.

   Sólo para terminar debe decir el viajero que como pasó con la Virgen en el Santuario, la cruz aquí cubierta por este bello templete apenas cumple los cuarenta años, pues a la original ni sus tres siglos de antigüedad sirvieron para obtener el respeto de quienes  a mazazos la hicieron añicos.
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LORENZO

    Se dice en España que el día de san Lorenzo es uno de los más calurosos del verano; también, a nuestro astro rey, el Sol, cuando aprieta abrasador sobre nuestras carnes, solemos llamarlo Lorenzo, y no es de extrañar, porque, en parte por la casualidad de que su martirio sucediera un diez de agosto y en parte por la forma en que le dieron suplicio, pensar en San Lorenzo nos hace sudar la gota gorda.

    Aunque de este santo, que vivió en el siglo tercero, como de muchos otros se sabe poco, sí podemos afirmar que fue diácono en tiempos del papa Sixto II, que estaba encargado de la custodia y administración de los bienes de la Iglesia y que, por ello, el papa le entregó el santo Cáliz, que hizo llegar a su tierra natal, Huesca, para ponerlo a salvo de las paganas manos del emperador Valeriano I, que mantenía una implacable persecución contra los cristianos.

    Martirizado y muerto el papa Sixto, llegó el turno a Lorenzo; y la tradición dice que un diez de agosto de 258 se le aplicó la más insoportable de las torturas: encendida una hoguera, se colocó al diácono sobre una parrilla y ésta, con el mártir bien sujeto en ella, sobre las llamas. Sólo por su santidad sucedió que, una vez asado por el lado por el que las llamas lamían su piel, él mismo indicó a sus verdugos que le dieran la vuelta, pues ya estaba bien tostado por ese lado.

    Pidiera o no Lorenzo que lo dorasen bien por sus dos lados el caso es que mártir sí fue, y por ello al Santo se le representa sujetando entre las manos la parrilla en la que fue asado.

San Lorenzo en la fachada de su iglesia en Valencia

    Tal es la fama alcanzada por San Lorenzo, que Boccaccio en su “Decamerón” aprovecha la historia para uno de los cuentos con los que se divierten, en la villa florentina, los protagonistas de su obra: Giovanni Boccaccio pone en boca de Dioneo la historia de un fraile al que llamaban fray Cebolla. Este fraile afirmaba tener una pluma del arcángel San Gabriel. Decía haberla hallado en uno de sus viajes por Oriente y anunció que mostraría la reliquia en un acto público. Todo el mundo podría verla, admirarla o venerarla según el caso, pero dos truhanes que no querían bien al fraile quisieron gastarle una broma que le pusiera en mucho apuro. Fray Cebolla guardaba la pluma en un cofrecillo de madera. Los gamberros lo buscaron y cuando lo hallaron, robaron la pluma, que a saber a que tipo de ave pertenecía en realidad, y la sustituyeron por un tizón, un simple pedazo de madera medio quemada.

   Llegado el momento de la exhibición, fray Cebolla abrió la caja para mostrar la pluma e imperturbable extrajo el tizón, lo enseñó a los asistentes e ingenioso dijo: muchos han sido mis viajes en los que he ido obteniendo reliquias y objetos santos que he podido coleccionar. Los guardo en arquetas de madera, que me sirven para clasificarlos, guardarlos de la intemperie y a salvo de manos sacrílegas…y, hoy que pensaba mostraros la pluma de san Gabriel, por torpeza, he traído otra arqueta, que mejor aún que aquella os voy a mostrar. Es un trozo de carbón, madera quemada que sirvió para asar a san Lorenzo. Con esta madera tiznada voy a señalar sobre vuestra frente la cruz salvadora. Acercaos y veneradla.

    Tan impresionados quedaron los atrevidos bromistas que arrepentidos restituyeron la pluma a su dueño, y no lo dice el relato, paro nada raro sería que pidieran al fraile ser bendecidos con el tizón, tan auténtico en su origen como la pluma del arcángel a la que sustituyó.
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EL PODER DE PINCEL

    Muchos cuadros han sido pintados a lo largo del tiempo. Representan todo tipo de hechos, paisajes, personajes. Algunos esconden curiosidades y misterios. Licencias que los autores se han permitido, unas veces para dar satisfacción a los demás, otras para complacerse a sí mismos. Todos pueden ver vistos en la actualidad.
 
    Pablo III encargó a Miguel Ángel que pintara en la capilla Sixtina un mural representando el Juicio Final. Durante la ejecución de la obra, el Papa visitaba con frecuencia la capilla para comprobar los adelantos del pintor. En una ocasión le acompañó en la visita su maestro de ceremonias. Al ver la obra, Biaggio, que así se llamaba el cortesano papal, protestó por la desnudez que observaba en los cuerpos de algunas de las figuras que Miguel Ángel estaba pintando en el muro de la capilla: “Parecen más propias de una taberna que de un templo” dijo, quejándose ante el Papa por los excesos epidérmicos representados por el artista. Pasó algún tiempo. Biaggio hizo una nueva visita a la capilla para ver el avance de la obra. Por un instante el estupor le paralizó. En una esquina del mural Miguel Angel había representado el infierno. Allí había una figura. Una serpiente se enroscaba a un cuerpo grotescamente deformado. Tenía orejas de asno y…, su cara. Biaggio acudió indignado ante el Papa. Pidió al Santo Padre que pusiera remedio a la afrenta, que obligara a Miguel Ángel a eliminar su rostro del cuerpo de aquel demonio. El Papa dijo: “Lo que yo ato en la tierra queda atado en el cielo y lo que desato en la tierra queda desatado en el cielo, así pues, mi poder se extiende a la tierra y al cielo, pero no así al infierno. Si Miguel Ángel os ha puesto en él, lo siento, pero no puedo rescataros”.

    Hay cuadros que desenmascaran personajes históricos sobre hechos que se negaron. En el museo de Lausana existe un cuadro en el que se puede ver al rey Carlos IX de Francia asomado a una ventana del Louvre arcabuceando hugonotes. Lo cierto es que algunos historiadores aseguran que en aquel tiempo dicha ventana no existía, de modo que bien pudiera ser que tal aparición fuese una maledicencia pictórica. O no, ya que se asegura existieron testigos del hecho. Pierre de Bourdeille, señor de Brantôme, fue uno de ellos y eso que era un fervoroso partidario de los Valois, casa a la que pertenecía el rey.

    Rodolfo II, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico tuvo como pintor de Corte a Guissepe Arcimboldo. Entre otros muchos cuadros de carácter historicista y retratos de los personajes de la corte, se dedicó a componer algunas extravagancias pictóricas: un retrato del propio emperador, el “Vertrumno”, realizado a base de frutas y hortalizas; y una serie de cuadros reversibles: “El Cocinero”, pintado en 1570, hoy en una colección privada en Estocolmo. Aparentemente se trata de una bandeja repleta de vituallas con una rodaja de limón en uno de sus extremos. La particularidad del cuadro es que al voltearlo, la bandeja se convierte en un rostro lascivo y la rodaja de limón en su sombrero; y “El jardinero” de 1590, que puede verse en el Museo Cívico de Crémona.

    También en España hay curiosidades. Juan de Ribera, el que fuera arzobispo de Valencia y también, mientras vivió, Virrey, Capitán General y Patriarca de Antioquia; y ya muerto, primero beato y después santo, destinó su fortuna a la construcción de un seminario. El centro es conocido como “Colegio del Patriarca”. No olvidó, sin embargo, el ornato del centro. Bartolomé Matarana fue uno de los artistas que empleó su genio allí: toda la bóveda está forrada con su arte, y grandes murales decoran las capillas. Francisco Ribalta fue otro de los artistas que allí dejaron huella. La última cena, que desde 1609 se conserva en el altar mayor de la iglesia, fue el encargo que hizo el arzobispo Juan de Ribera a dicho artista. En la mesa están sentados junto a Jesús los apóstoles y, como pasa a menudo entre los genios de la pintura, Ribalta no pudo sustraerse a la tentación de colocar la cara de personajes conocidos en los cuerpos de las figuras que pintaba. El apóstol Pedro recibió los rasgos del prelado, y otro religioso del Colegio puso cara a San Andrés. Aun pintó una cara conocida más.

Última cena (detalle), de Ribalta. Iglesia del Patriaca. Valencia.

    Ribalta tenía el estudio en un popular barrio valenciano. Allí tenía también su taller un zapatero. Se llamaba Joaquín Pradas. Éste tenía la afición de cantar mientras remendaba los zapatos. Al artista esto le irritaba enormemente. Decía que le impedía concentrarse, que le hacía perder la inspiración. La enemistad entre ambos se hizo cada vez más evidente. Ribalta cansado de pedir silencio al artesano decidió colocar los rasgos del zapatero en uno de los apóstoles aún libre de cara. El elegido fue Judas, el apóstol traidor. El escarnio fue insoportable para Pradas. El barrio entero se mofaba de él. Indignado se presentó ante el mismísimo prelado. El Patriarca, que había encargado el lienzo y representaba a San Pedro en el mismo, estuvo apunto de ceder. Los consejos de importantes personajes desaconsejaron el cambio, pidiendo quedara el cuadro tal cual lo había pintado Ribalta. Se le comunicó dicha negativa al zapatero, pero se le dijo que, a cambio, sería indemnizado con una importante suma de dinero. Pradas aceptó. Se mudó de barrio e instaló un nuevo taller de zapatería, que con envidiable sentido del humor y seguramente visión comercial rotuló con el nombre de “Iscariote”. El cuadro, pintado en 1609, aún está en el lugar para el que fue destinado, y en él se puede ver a Joaquín Pradas, el zapatero cantarín, inmortalizado por Ribalta a causa de su voz.
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LA LEYENDA DEL ENMASCARADO. ENTRE LA HISTORIA Y LA LITERATURA

   Hace ya unas semanas que el autor de este blog leyó una novela. Su portada  estaba adornada con la mención del premio recibido, el IV de novela histórica Alexandre Dumas, de la editorial M.A.R. Editor, y su interior con las letras que puestas por Montserrat Suáñez sobre 350 páginas en blanco iban a hacer disfrutar a este lector durante unas cuantas horas, que nunca pensó, o sí, se fueran a hacer tan cortas.




















   Pero la novela, más allá de la descripción, en una indudable demostración del conocimiento de los usos y costumbres de la época, los objetos y utensilios utilizados entonces, nos relata, con una hermosa prosa digna de las mejores plumas del momento, una trama apasionante de acción y romance, odio y venganza, vida y muerte. Mas esto no nos debe dejar olvidar, empero, que estamos ante una novela histórica narrada con una agilidad tan inagotable como imparable la acción que no cesa en momento alguno, porque la novela además de su adjetivo, el que le ha permitido obtener el premio Alexandre Dumas, es, sin dejar de ser novela, una lección de historia: la de la comprensión de una época de la que tanto se ha escrito, pero tan poco se ha explicado, la de la vida en el Sur de Francia, en las regiones occitanas, en el siglo XIII. Tierra de señores y siervos, guerreros y trovadores, inquisidores y herejes, donde las conciencias piadosas de Dios huían de quienes vendían su alma al diablo en degradantes aquelarres. Lugares donde la dualidad imperante en aquellos tiempos se ve doblemente representada en la de sus protagonistas y en la de la herejía albigense que, como pretexto, utiliza la autora para engranar la trama del argumento.

   Vemos en la novela, a veces con crudeza, otras con sutileza, cómo por un lado chocan dos mundos, dos maneras de comprender la vida, una brutal, en la que el uso de la fuerza, el gusto por las armas, el dominio y la pasión, se opone a otra, la de la ternura, los versos, la piedad y el amor cortés, el mundo de La Minne, del amor ideal, idílico; y por otro, casi como en un paralelo de lo anterior, los dos modos de contemplar lo trascendente: el de la Iglesia y su cruzada, en su lucha a sangre y fuego contra el hereje, y el de los cátaros, secta maniquea, intolerable para la jerarquía de la religión oficial pese a ser tan dualista como la de los propios herejes.

   Varias son las referencias históricas a la vida de los cátaros, a las cruzadas predicadas por el papa, a Simón de Montfort, azote de apóstatas.  Y precisamente este apellido, por sus resonancias perversas, por su sectarismo intransigente asimilado como virtud propia, pues como él mismo dijo de sí, tomaba la cruz contra los herejes para gloria de Dios y honra de la Iglesia, es uno de los empleados para definir la dualidad que de aquellos tiempos plasma La Leyenda del Enmascarado.

   Porque el apellido Montfort, gracias a Simón, personifica como pocos el mal en aquella tierra occitana y en aquella época. Baste la siguiente anécdota sucedida en tiempos de Montfort para comprender la crueldad de la represión sobre los seguidores de la doctrina cátara: Foulques, obispo de Toulouse, fue un encarnizado perseguidor de herejes. Sólo en su diócesis, se dice, quizá exageradamente, que dio cuenta de más de diez mil, quemando sus cuerpos en piras o sometidos a otras crueldades. En cierta ocasión predicaba desde el púlpito y comparaba a los herejes cátaros con los lobos y a los católicos con los corderos. Uno de los oyentes a quien Simón de Montfort había arrancado los ojos, mutilado la nariz y uno de sus labios, descubriéndose, gritó al obispo: “¿Ha mordido alguna vez así un cordero a un lobo?”, replicando el prelado que Montfort había sido un buen perro.

   Que el hilo argumental de la novela aproveche el maniqueísmo de la herejía albigense ayuda a potenciar el estado dual en ese mundo medieval y, aun más, en la forma de ser de unos protagonistas, que en un universo de polos opuestos saben unos, dudan otros, el lado hacia el que inclinarse.

   Y aunque no debe olvidarse que la novela es de tipo histórico, también es romántica. Pero advierte este lector de La Leyenda del Enmascarado a otros que aún no la hayan leído, pero sientan inclinación a hacerlo, que no encontrarán estos una novela rosa, no. Descubrirán una historia de amor y desamor, o varias, de amores posibles o imposibles, cuyos desenlaces obligan a devorar las páginas de la novela, a la velocidad con la que la acción se desarrolla, y ello dentro del contexto histórico en el que Montserrat Suáñez nos expone con igual maestría la brutal crueldad de un tormento como la delicada expresión de los sentimientos. El que esto escribe, la leyó casi sin pausa. Como imán quedó pegada a sus manos, que no pudieron quedar libres hasta llegar a su fin. Feliz lectura para quienes decidan descubrirla.
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