X

   La siguiente historia, como tantas recordadas por todos y tantísimas otras mucho menos conocidas, no debió suceder jamás. Pero ocurrió. Y fue gracias a un hombre lúcido y justo que las conciencias adormecidas despertasen. Fue gracias a él que los que poco antes cerraban los ojos ahora vieran claro, que los que incluso aplaudían los estremecedores hechos llevados a cabo por X y su infausta camarilla se horrorizaran de lo que habían tolerado.

                                                         *

   Y no es que X, por fuerza de las circunstancias, hubiera sido arrojado al arroyo de la inmundicia moral, no. X  había nacido en el seno de una familia respetable, acomodada y había recibido una buena educación. Ejercía como abogado en Manningtree cuando, al parecer, qué otra cosas pudo ser, fue tocado por la más despreciable de las iluminaciones. Encerradas las causas en su cerebro, sin que las razones nos hayan sido conocidas, el caso es que X cambió de oficio y, con su experiencia, comenzó a perseguir brujas. No era la Inglaterra del siglo XVII muy distinta de otros lugares. Una especie de histeria colectiva era aprovechada por algunos desaprensivos, que se afanaban en atender, por un precio razonable, las denuncias que se formulaban sobre, generalmente, mujeres de avanzada edad, acusadas de tratos con el diablo y prácticas demoníacas.

   Peores que aquellas desgraciadas ancianas eran sus delatores, aunque nada hubiera que delatar realmente. Aquello le importaba poco a X, que no estaba solo, pues en su ignominia le acompañaban John Stern y una mujer, de cuyo nombre la historia no ha querido guardar recuerdo, pero no por ello la hace merecedora de consideración mejor que la de sus infrahumanos compinches.

   Un chelín, ese era el precio que en 1645 cobraba X por juzgar y ahogar o quemar a una de aquellas indefensas mujeres, que tan poca resistencia podían oponer a sus verdugos. Generalmente los interrogatorios y las penalidades para hacerlas confesar no eran muy duros, pues la frágil naturaleza de aquellas ancianas era quebrada con prontitud con los castigos impuestos, ante los requerimientos del torturador y la esperanza del alivio a sus tormentos. Pero en ocasiones, se les sometía a una especie de ordalía: maniatadas, se las arrojaba a piscinas o depósitos con la profundidad suficiente para que perecieran ahogadas. Y si flotaban, era por inequívoca señal de culpabilidad en su condición brujesca, y conducidas a la hoguera.

El fuego purificador fue condena aplicada
 con frecuencia a las brujas.

   En 1645, en su desenfreno, X, que se hacía llamar “Cazador general de brujas”, culpó al pastor John Lowe, vicario de la parroquia de Brandeston, de pactos con Satanás. Anciano también, Lowe fue sometido al flagelo de inquisidor. Obligado a caminar indefinidamente hasta la extenuación a fin de hacerlo confesar, el desgraciado, para detener el suplicio, detuvo su marcha y confesó lo que su opresor deseaba oír. Nada consiguió con ello, su cuerpo pendía poco después de una soga, o sí, porque Lowe gozaba de una buena reputación como pastor y aquel hecho pareció remover alguna conciencia y llegó a oídos del reverendo John Caule, vicario de Great Staughton.

   Caule en un implacable opúsculo que dañó irreversiblemente la imagen de X y los suyos, declaró la perfidia del justiciero y su nociva influencia en la comunidad y su fama declinó imparable.

   Aunque no hay pruebas concluyentes del fin de X, dos años después se logró encontrar pruebas suficientes para su detención, y se le sometió a juicio siguiendo sus propios métodos. Atadas sus manos X fue sumergido en las aguas de una balsa, pero su cuerpo salió a flote. Era la prueba de su culpabilidad. Se llamó a los carpinteros. Se construyó un cadalso, y el destino acabó por señalar el final de su camino un 12 de agosto de 1647.

                                                          *

   X fue en realidad Matthew Hopkins. Había nacido en Wenham, en el condado de Suffolk, probablemente en 1619. Era hijo de James Hopkins, párroco de la localidad, y de Marie, que le proporcionaron una vida sin penalidades y facilitaron estudios, probablemente de Derecho, dedicándose a la abogacía o a los asuntos relacionados con las leyes, que ejerció en Ipswich primero y Manningtree después, y a la caza y ejecución de brujas más tarde. Casi todo lo que de él se sabe son deducciones especulativas, incluso su forma de morir, antes de cumplir los treinta años, resulta contradictoria, o quizá sea leyenda forjada si atendemos a los testimonios de su compinche John Stern, persona de la peor laya y poco de fiar,  que según algunas fuentes declaró que tuvo una muerte tranquila y placentera. Fuera como fuese, sí es cierto y resulta comprobado que durante tres años dedicó su vida a descubrir o ejecutar a más de 200 brujas.
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GUTIERRE DE CETINA. LOS OJOS CLAROS Y LA NOCHE OSCURA

   Aunque escribió mucho, su obra permaneció ignorada largo tiempo. Sólo un madrigal dedicado, según se cree, a una dama italiana, doña Laura Gonzaga, mantuvo vivo el recuerdo de sus letras; y aunque su existencia fue corta, vivió mucho y con intensidad. Sevillano, de familia noble y mediana fortuna, Gutierre de Cetina, es poeta, y digo es, así, en presente, porque los poetas nunca mueren, y menos si lo hacen como a éste quiso llevárselo Dios. Como es el primero de los que en numerosa prole tuvieron Beltrán de Cetina y Francisca del Castillo es también soldado al servicio del emperador Carlos, y participa en la aciaga jornada de Argel junto a un anciano Hernán Cortés. En Italia traba buenas amistades en los ambientes refinados, relacionándose con don Diego Hurtado de Mendoza en Trento, y don Luis de Leyva, príncipe de Áscoli; pero a Gutierre gusta la aventura, y viaja al Nuevo Mundo. Acompañando a su tío el Procurador General de Nueva España don Gonzalo López, Cetina cruza la mar océana, y aunque vuelve a España, otra vez de regreso a tierras mexicanas se establece en la entonces conocida como Puebla de los Ángeles.

La ciudad de Puebla de los Ángeles, escenario de los hechos aquí relatados,
 fue fundada en 1531 por el religioso franciscano fray Toribio de Benavente.

   Vivía en Puebla un tal don Pedro de la Torre, hombre entrado en años de cultura más que ordinaria, que poseía a la vez las virtudes y los defectos que hacen a los hombres admirados y despreciados al mismo tiempo. Tenía conocimientos de Medicina y Teología, había estudiado Arte y Gramática; pero era un jugador empedernido, actuaba como curandero en una mezcla de ciencia y hechicería y debió ser bígamo, pues al llegar al Nuevo Mundo casó con una india a la que llamó Luisa, pero en el tiempo que nos ocupa, estaba casado con una joven belleza de poco más de veinte años llamada Leonor de Osma, que además de a su esposo, tenía enamorado a don Hernando Nava y a don Francisco Peralta, ambos amigos de Cetina y, como se verá, rivales entre sí por el amor de la dama.

                                                        *

   Amigos como son Cetina y Peralta, acompañaba a veces el primero al segundo en sus rondas galantes. En aquel año de 1554, el primer domingo tras la Pascua de Resurrección, Domingo de Cuasimodo, quiso Peralta llegar hasta el balcón de doña Leonor y pidió el enamorado a Gutierre lo acompañara en su cortejo. Van, pues, los amigos de ronda en noche cerrada y oscura cual boca de lobo, cuando ante la casa de don Pedro de la Torre, que era la de doña Leonor de Osma, cerca de la encrucijada de Santo Domingo, yendo delante Cetina, vio éste dos sombras que se les acercaban. Volviose Cetina a dar aviso a su amigo, mas al volver su vista al frente para afrontar el peligro, recibió en el rostro la fría caricia del acero que surcó su piel sobre la mejilla, en tajo desde la oreja hasta el ojo, cayendo el herido de bruces sobre el camino, y su rostro hundido en el lodo.

   Se pidió enseguida ayuda, la más próxima la de don Pedro de la Torre, que para eso era médico, que viendo la profundidad del corte y gravedad de la herida curó sin coser nada, pues nada bueno, sino la muerte del agredido, podía esperarse, al mezclarse piel, carne y hueso destrozados por el golpe.

   Y así, muerto por el arrebato de un celoso enamorado, ante el balcón de doña Leonor encontró su fin el hombre y nació a la inmortalidad el poeta al que otra dama inspiro su madrigal más famoso:

                          Ojos claros, serenos,
                          si de un dulce mirar sois alabados,
                          ¿por qué si me miráis, miráis airados?
                          Si cuanto más piadosos,
                          más bellos parecéis a aquel que os mira,
                          no me miréis con ira,
                          porque no parezcáis menos hermosos.
                          ¡Ay, tormentos rabiosos!
                          Ojos claros, serenos,
                          ya que así me miráis, miradme al menos.

                                                      *

   Podría terminarse en este punto el relato para ungir al poeta muerto con el aura de la eternidad que se otorga a las víctimas inocentes, pero quizá quedara incompleto, y el lector insatisfecho, sin conocer cómo al asesino se le aplicó la justicia con deliberada indulgencia.

   Huidos los agresores, se supo que era el principal de ellos don Hernando Nava al que acompañaba Gonzalo Galeote; que era Nava amante de doña Leonor y los celos le movieron en contra de su rival; y que era Peralta y no Cetina, que llevó la peor parte por ser primero en la marcha y la noche tan cerrada, el blanco erróneo de su malsano impulso. También, porque consta, que Nava se acogió a sagrado, refugiándose en la Iglesia de Santo Domingo, de donde fue sacado a la fuerza por las autoridades, y que tras ser condenado por la justicia a ser degollado, se le conmutó, sin duda por influencia de su madre(1), la pena de muerte por otra que le permitió vivir. El 7 de julio de 1554, en la Plaza Mayor de México, se le cortó la mano derecha y fue entregado de nuevo a la jurisdicción eclesiástica de la que había sido arrebatado, y que nada más hizo en su contra, siendo manco, mas vivo y libre.

(1) Era Catalina Vélez Rascón, la madre de Hernando Nava, mujer de mucho dinero y por ende de poder, que sin duda influyó en el trato que la justicia dispensó a su hijo.
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EL ENLACE MUÑOZ-BORBÓN

   La siguiente historia podría parecer un cuento, pero sucedió en verdad. Sus protagonistas son una reina viuda y un modesto soldado llegado a la Corte en busca de fortuna. Podría empezar así: había una vez, en la noble ciudad de Tarancón, aguardando la llegada de un nuevo hijo, un matrimonio formado por Juan Muñoz Funes y Eusebia Sánchez Ortega. De orígenes modestos, tenían Eusebia y Juan estanco de la sal(1) y, aunque no lo sabían el niño que les iba a nacer estaba destinado a ser una persona con suerte. Y es que habían pasado apenas unos pocos minutos desde que ocurriera el parto, cuando el buen fario ya se hizo compañero de Agustín Fernando Muñoz Sánchez. El 4 de mayo de 1808 acababa de llegar a este mundo la criatura cuando se le dio por muerto y dejado su cuerpecito envuelto en una sábana. Una criada comprobó que respiraba y, vuelto al mundo, dos días después fue bautizado.

                                                          *

   Agustín crece, y sigue la Fortuna otorgándole su favor pues, siendo más mayorcito jugaba con sus amigos en las eras de su Tarancón natal y un accidente estuvo a punto de cambiar el curso de su vida. Acostumbran los mozalbetes del pueblo a jugar, fabricando minas de pólvora. Son éstas un juego con cierto peligro, y por lo tanto favorito de los niños, que consiste en acumular en un hoyo una cierta cantidad de pólvora y cubrirlo de tierra para que la explosión cause una gran polvareda. Uno de estos artefactos después de prenderlo no hizo explosión y allá que fue el chiquillo a soplar sobre la mina para prender la mecha cuando la deflagración imprevista arroja toda la tierra sobre el rostro y los ojos del muchacho, dejándolo ciego. Y de nuevo su ángel de la guarda le protege. Pocos meses después el pequeño Muñoz recobra la vista.

   Sigue creciendo Fernando, que así se le llama ya, pues su tío y padrino, a la vuelta de “El deseado” decide que es mejor llamar al crío con ese nombre, en honor del rey devuelto a los españoles por Napoleón, el amo de Europa aún, cuando el destino o sus propias decisiones vuelven a llevarlo por el camino del éxito. Quiere su madre que dedique su vida al sacerdocio, pero el joven, poco dado a las cosas de Dios, se inclina más por seguir la carrera militar. Ingresa, pues, en la guardia de Corps donde las cosas transcurren tranquilas hasta que en 1829, a sus veinticinco años, Muñoz besa por primera vez la mano de una reina. Llegaba María Cristina de Borbón de Nápoles para ser la cuarta esposa del rey felón y dar descendencia a la Corona, si era posible que el agotado rey lo consiguiese, cuando durante el viaje que conduce a la futura reina de España y cuarta esposa de Fernando VII, María Cristina y Fernando Muñoz se conocen.

   Fernando es joven, apuesto y gallardo y, aunque calvo, sabe disimular su alopecia con peluquines de la mejor factura que arregla uno de los fígaros del cuerpo de Corps discípulo del famoso Petibon, uno de los peluqueros más famosos de la época. Y como presta servicio en Palacio, María Cristina queda prendado del soldado. Cuando el 29 de septiembre de 1833 Fernando VII es llamado al sueño eterno, María Cristina, reina gobernadora ya, da rienda suelta a sus sentimientos, guardados en vida del rey. Cierto día la reina sale de caza, pide a Muñoz que la acompañe. Al sobrevolar sus cabezas una perdiz, insta la reina a su guardia a que dispare. Muñoz lo hace y abate a la gallinacea, que cae casi a los pies de María Cristina. Apartada del resto, aquella perdiz se librará del escabeche y días después, disecada, decorará las habitaciones de la reina.

   El 18 de diciembre, aún no se habían cumplido tres meses desde la muerte del rey, con discreción prepara la reina una excursión a la finca de Quitapesares, en Segovia. Allí se formalizan las relaciones entre la reina gobernadora y su admirado Fernando, y diez días después, tras difíciles gestiones, el recién ordenado sacerdote Marcos Aniano González, paisano, amigo y primo lejano de Muñoz, los casa. No es mal negocio la boda para el cura, que pasa a ser confesor de la reina, capellán de honor, y por si fuera poco, prebendado de Lérida y deán de La Habana; tampoco lo es para Muñoz, que sigue siendo garzón de palacio, pero con derechos inimaginables para cualquier guardia. Almueza con la reina, la acompaña permanentemente, y dispone de habitación en palacio y coche propio.

María Cristina de Borbón, de Mariano Benlliure.

   Comienza así una doble vida para la reina gobernadora que, si quiere seguir siéndolo, debe mantener en secreto el matrimonio morganático celebrado. Y es que aunque no conste en registro alguno, lo que ha llevado a pensar que lo que se celebró carecía de validez, y ser pocos y discretos los testigos del enlace, son cada vez más los que lo sospechan. Incluso en la camarilla palatina a Fernando ya lo motejan con el ordinal VIII. Tampoco ayuda mucho el recuerdo, muy presente aún, de la privanza de Godoy con María Luisa, y menos aun los hijos que pronto empiezan a llegar: por los muñoces serán conocidos, que en número de ocho son inscritos a nombre de padres supuestos.

   Del amor que siente María Cristina por Muñoz no cabe duda, así como del cuidado que profesa a los hijos tenidos con él. Tampoco cabe duda del conflicto personal que arrostra. La Ley de Ayuntamientos, al amparo de la Constitución de 1837, es la puntilla para la regente que, en Valencia, acaba cediendo la regencia a Espartero y dejando a la reina niña Isabel bajo su custodia. Los siguientes años serán una mezcla de conspiraciones, negocios, alumbramiento de nuevos muñoces y viajes de incógnito entre España y Francia. En abril de 1844 la reina ya sabe que la ceremonia de 1833 no fue válida. El cura de Tarancón que los casó no tuvo en cuenta las leyes eclesiásticas, no era párroco, como exigía el Concilio Tridentino, entonces Ley del Reino. Angustiada María Cristina se sincera con Narváez, a la sazón presidente del gobierno. Le confiesa la reina madre, entre lágrimas, el sufrimiento personal que padece, que no está casada con Muñoz, pero que tiene hijos de él, y que quiere ordenarlo todo; y pide a su hija, la reina Isabel, que otorgue a Fernando Muñoz cuantas mercedes puedan corresponderle al esposo de una reina, a lo que complaciente la hija accede. Y así es como en Decreto de 23 de junio de 1844 Muñoz se ve convertido en Grande de España con el título de Duque de Riánsares, anticipo de los muchos privilegios que recibirá el futuro marqués de San Agustín, poseedor de la Gran Cruz de la Orden de Carlos III, del Toisón de Oro, Teniente General de los Ejércitos y Senador del Reino; y en Francia, duque de Montmorot, par de Francia y dueño de una Cruz de la Legión de Honor.

   Ya puede la reina casarse con su querido Muñoz, padre de sus ocho últimos hijos y ennoblecido con la Grandeza de España. A las nueve y media de la noche del 12 de octubre de 1844, ante un altar portátil instalado en las habitaciones de palacio, don Juan José Bonel y Orbe, obispo de Córdoba y confesor de la reina Isabel, asistido por don Nicolás Luis de Lezo, capellán de honor de la reina, celebra el matrimonio. El Presidente del Gobierno, don Ramón María Narváez; don Luis Mayans, Ministro de Gracia y Justicia; don Pedro José Pidal, de Gobernación y don Alejandro Mon, de Hacienda, actúan como testigos. Fernando, de 36 años y María Cristina, de 38, ya son marido y mujer.

   No serán pocas las intrigas y negocios que el matrimonio y sus hijos protagonizarán en el futuro, muchos de ellos dignos de la fértil fantasía del mejor novelista, que quizás, puesto que el argumento ya está escrito por la historia, veamos aquí contado en futuro capítulo.

(1) El estanco de la familia consistía en los privilegios para la venta de la sal de las salinas de Belinchón.
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