TRAGABUCHES

   Esta es la historia de una tragedia, la historia de dos vidas sacrificadas y de otra perdida para una existencia noble; la narración de una historia que no cesa de repetirse, la del extravío. Pero no juzguemos, sólo contemos los hechos.

   José Ulloa era torero, o para ser más preciso, matador de toros, y más cosas. La gente le conocía por Tragabuches, mas no era conocido así por méritos propios, sino que el apodo le venía por herencia de su padre que, hombre de buen saque, dicen que se había zampado un pollino adobado ─tragabuches llamaban por aquellos lares rondeños a las crías del burro─, de una sentada.

Chaleco de un traje de luces de la primera mitad del siglo XIX.
Museo taurino de Valencia.

   José había tomado la alternativa en 1802, en Salamanca, y no parecía mal torero, quizá el éxito en otras circunstancias le hubieran erigido en ídolo, pero la Guerra de la Independencia puso un obligado paréntesis a su carrera. Fue entonces por su propio impulso que fue guerrillero, comerciante, contrabandista, cantante, cualquier cosa con la que mantener su sustento y el de su compañera “La Nena”, una cantaora de la que anduvo muy enamorado, o no tanto.

   Con los franceses fuera de España y con el Deseado en el trono, Tragabuches se viste de nuevo de luces. No es el mismo de años antes. Los años no perdonan y un abultado abdomen lastran las piernas del diestro. A eso se une, en un momento, la mala suerte. Camino de Málaga, donde ha sido contratado para intervenir en un festejo de la feria local, su caballo tropieza. Cae el torero con sus noventa kilos sobre su brazo izquierdo, que se disloca. Suspendida, pues, su actuación en Málaga, regresa a casa. Regreso inesperado para La Nena, que lo recibe con cara asustada. Tragabuches desconfía, registra la casa, se tranquiliza, pero La Nena sigue nerviosa. Tragabuches sospecha. Para salir de dudas de su faja extrae una enorme faca. Tal es su tamaño que el reflejo de su acero parece alumbrar la casa. Sujeta con la mano de su brazo sano sigue buscando. En el patio hay una tinaja grande. Sabe que no hay nunca en ella agua, ni vino. Se asoma y aparece el truhán en paños menores. Suplica por su vida el sorprendido sacristán, porque eso es el don Juan de “La Nena”. Pero Tragabuches es matador de toros, la sangre no le asusta y es diestro con el acero. El que sostiene con su mano derecha no es un estoque, pero sí igual de mortal; y con la faca entra a matar.

   Una vez el pueblo sin sacristán, busca a su mujer. “La Nena” anda escondida y aterrada. A rastras, la conduce al patio. Da éste a un barranco con vertiente de mucho declive y abismal fondo cubierto de rocas, peligroso lugar donde se consuma la tragedia.

   No quedaba otra alternativa para Tragabuches que la huída, la vida de forajido. A ello se dio con una condena de horca por los asesinatos cometidos, hasta que poco tiempo después las gentes del campo y aún de los pueblos comenzaron a decir de uno, al que llamaban “el Gitano”, que andaba unido a la temible banda de los “Siete niños de Écija”. En 1817 casi todos los miembros de la banda fueron detenidos. Casi todos ellos, el Cojo, el Mino o José Escalera relataron episodios terribles sobre las crueldades de Tragabuches y casi todos fueron ajusticiados después. Los que no lo fueron por estar aún huidos, se acogieron al indulto concedido a quienes no estuvieran condenados por delitos anteriores al inicio de su acción bandolera. Sólo Tragabuches quedó fuera del perdón, por lo sucedido aquella mala noche; y su rastro y destino perdido, sin que se conociera su fin.
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VICENTE LÓPEZ Y LA ÚLTIMA CENA

   De Vicente López Portaña se puede decir que al nacer su destino profesional  venía dado por la familia. Su padre, pintor, le instruyó desde bien pequeño en el manejo de los pinceles, y aunque a los seis años quedó huérfano, se hizo cargo de él su abuelo Cristóbal que, pintor también, viendo la afición del muchacho y sus dotes, estimuló muy probablemente al joven Vicente. Quizás por ello, en 1786, a sus trece años, ya vemos el nombre de López en el Registro de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos de Valencia, su ciudad natal. A partir de entonces comienza una carrera de éxitos. Galardones, contratos, el traslado a Madrid pensionado por la academia valenciana, su ingreso en la madrileña de San Fernando, donde con Maella, otro valenciano, y pintor de cámara, no deja de aprender. Es en Madrid donde es nuevamente premiado, regresando a Valencia con notoria fama. Le llueven los contratos, las iglesias se llenan de sus frescos, los palacios de sus retratos. En 1802 la familia real visita Valencia. López es encargado por la ciudad, la Academia y la Universidad de homenajear al rey con un retrato de familia. Debe gustar a Carlos IV el cuadro, pues al poco recibe el pintor la alegría de ser nombrado Pintor Honorario de Cámara. Pero la situación en España es difícil. Carlos IV abdica, su hijo Fernando es retenido por Napoleón, quién sabe si a la fuerza o por su gusto, en Francia; España es ocupada, y muchos españoles, algunos de los más linajudos, se manifiestan favorables al rey José Bonaparte. Mientras, Vicente López sigue pintando en la Ciudad de Turia, hasta que, terminada la guerra, vuelto a España el Deseado, éste, de paso por Valencia, lo confirma como Pintor de Cámara. Fernando VII, tan humildemente entregado al Bonaparte, el dueño de Europa; tan encandilado por su personalidad, por su carisma; tan sumiso a los deseos del francés, tan manso ante su poder en el pasado, se torna furiosamente antifrancés ahora. Hipócrita, al volver espeta a Goya: “Debería ahorcarte por tus coqueteos con los franceses, pero te perdono. Me harás un retrato”. Y lo hizo, pero pronto, opuesto al absolutismo más recalcitrante, se alejaría de la vida pública.

   La llegada de López a Madrid, al que se le perdonan los “coqueteos” con los franceses en Valencia, donde retrató al mariscal Suchet, supone el relevo de Maella, su antiguo maestro, al que, a éste sí, el rey no perdona los retratos hechos en la corte de José Bonaparte. López es encumbrado como pintor del rey. Ya no abandonaría el puesto hasta que en tiempos de Isabel II, Madrazo le sustituya. Famosos serán sus retratos de la reina María Cristina de Borbón, de Goya, quizás el mejor que del genio aragonés hay, y en sus últimos tiempos el de cuerpo entero de un general Narváez en su apogeo.

La Última Cena, de Vicente López. Museo de Bellas Artes de Xátiva (Valencia)

   De los lienzos de su primera época, encargos de carácter religioso muchos de ellos, el que hoy podemos ver fue destinado al refectorio del Convento de Santa Clara de Xátiva. Es un enorme cuadro de más de cuatro metros de largo y dos de alto evocación de la Última Cena de Jesús con los doce apóstoles y la conmemoración de la Pascua Judía, celebrando el fin de la esclavitud y la liberación de Egipto; y para los cristianos, institución de la eucaristía.  Así, vemos sobre la mesa el cordero pascual, el pan y el vino, y en torno a Jesús, sentados once apóstoles, y a Judas, el apóstol traidor, ante la mesa, de pie con la causa de su traición en su mano izquierda.
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¿EL PEOR ALCALDE DE MADRID?

   Decía José María Blanco White, el polémico heterodoxo afincado en Inglaterra, que “La opinión pública ha tratado a Carlos IV con gran injusticia”. Convencido de que el monarca jamás se desentendió del gobierno de su país, negó que fuera la caza su obsesión, sólo una afición que no le impedía ocuparse de los asuntos del reino. Sostuvo que eran Godoy, el favorito leal, el fiel cumplidor del mandato real, y los ministros, con libertad de acción, los ejecutores de las directrices ordenadas. Y para reivindicar la figura del cuarto de los Carlos, como hombre bueno, lo comparó con el tercero, su padre, al que acusó de cruel en su trato a los jesuitas a los que expulsó de España en una sola noche, sin previo aviso.

   Es posible, casi con toda seguridad, que Carlos IV fue un hombre bondadoso. Como señaló el embajador francés al hablar del rey español: es su majestad el mejor de los hombres y el más débil de los reyes. Y no debió ser una percepción equivocada ésta. Pese a los ditirambos dirigidos por Blanco White al monarca, podría decirse en el mismo tono hiperbólico que Carlos IV fue un rey absoluto que no hizo absolutamente nada por sí solo. Las figuras que llenan los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX, fueron su esposa, el favorito y amigo de ambos Manuel Godoy y el heredero Fernando.

   Quizá sea arriesgado formular tan categórica afirmación, pero lo cierto es que cuando el 14 de octubre de 1788 ciñó la corona de España el cuarentón Carlos IV, Jovellanos dejó escrito en relación al ascedente de la reina sobre su bondadoso, pero dócil esposo: “En este día primero, ambos recibieron a los Embaxadores de familia y ambos despacharon juntos con los ministros de Marina y Estado, quedando desde la primera hora establecida la participación de la reina como naturalmente y sin solicitud ni esfuerzo alguno”. Puede suponerse, pues, que la opinión que de él se formó el pueblo no podía ser menos favorable, y ello pese a ciertas iniciativas tomadas en los primeros tiempos del reinado. Aunque Carlos IV recibió una gran nación, fiel a su monarquía, con un ejército disciplinado y una más que aceptable marina de guerra, las guerras y las malas cosechas en los últimos años del reinado anterior habían dejado el país en una precaria situación económica y la miseria extendida. Se condonaron, pues, por el nuevo rey algunas deudas con el fisco, se moderaron los impuestos, el pan bajó de precio y se regularon algunas costumbres, prohibiéndose que los carruajes circularan a velocidad que supusiera un peligro para los viandantes o se multara a quienes profiriesen palabras malsonantes o blasfemasen. Paños calientes algunas de esas medidas que si bien no hacían sino aliviar muy momentáneamente la penuria, hacían feliz al pueblo.


Carlos IV, por Vicente López. Museo de Bellas Artes de Valencia.

   Poco podía hacer el nuevo rey. Si el padre llenó la Capital, y el país todo, de carreteras, edificios, monumentos, puertas, fuentes…, el hijo no podemos decir que siguiera el ejemplo paterno, al menos en su misma medida. Quizá no pudo, y si pudo no quiso. Si el padre pavimentó calles, implantó medidas higiénicas en la vía pública, el hijo se desentendió de dichas ordenanzas, y el Concejo de la Ciudad, ante lo gravoso del asunto, acabó reduciendo la recogida de basuras y limpieza al punto de que Madrid recuperó los nauseabundos aromas de los tiempos de Fernando VI.

   El rey que añadía una unidad más al ordinal usado por su padre del mismo nombre, no pudo hacer menos por su Nación, dedicándose, sin ejercer de rey, simplemente a serlo, pues en realidad lo segundo más grato al rey Carlos de todo cuanto hacía, que era bien poco, era cazar. Lo primero, y sólo por ir delante en el orden cronológico, era encogerse de hombros.

   Bien diferentes eran las respuestas del padre a las del hijo. Aquél, cuando llegaban a sus oídos las críticas a sus medidas higiénicas implantadas respondía: “Son como niños, cuando se les lava, lloran”. Sin embargo el hijo…, veamos, veamos algunas respuestas del hijo cuando las gentes de Madrid empezaron a protestar, y con razón.

   Era en la Villa y Corte muy deficiente el suministro de agua. Su abastecimiento a través de canalizaciones producía largas colas e inevitables altercados. Un cortesano despachando con el rey, le advirtió sobre dichos problemas de suministro. El rey se encogió de hombros, y dijo: “¿Y qué quieren que haga yo? Un rey no puede hacer milagros”, y se fue a cazar. En otra ocasión encontró sobre su escritorio, no se sabe quién pudo dejarla allí ni si con intención de herirlo o de hacerle comprender la realidad y estimular su amor propio, unas coplillas que decían:

                                  ¿Quién está cuando no estoy?
                                  ¡Godoy!
                                  ¿Quién llega cuando me voy?
                                  ¡Godoy!
                                  ¿A quién más cargos le doy?
                                  ¡A Godoy!
                                  ¿Quién manda en España hoy?
                                  ¡Mi esposa!
                                  ¿Y quién manda a mi esposa?
                                  ¡Godoy!
                                  ¡Que tiene gracia la cosa,
                                  pues sólo de nombre soy
                                  el rey, que lo es Godoy!

   Y al terminar de leerlas dijo: “Ya me decía mi padre que los madrileños son muy imaginativos y muy mal pensados”, y se fue a cazar, otra vez.

   Y mientras, Godoy, uno de los miembros de esa “Santísima Trinidad en la tierra”, que decía María Luisa eran Carlos, Manuel y ella misma, hacía y deshacía, era amado por sus benefactores y odiado cada vez más por el pueblo y por Fernando, el príncipe de Asturias, que había heredado todas las carencias de su piadoso, sensible y bondadoso padre y ninguna de sus virtudes.
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