EL DOCTOR VELASCO. HISTORIA DE UN DELIRIO

   El siguiente hecho acaeció en el siglo XIX, ¿en qué otro tiempo podría haber sucedido, sino en el siglo del Romanticismo, de las pasiones arrebatadas, de los amores sentimentales, en los que muchas veces el corazón cerraba el paso a la razón; el siglo en el que los arquitectos volvían a mirar el cielo, tratando de alcanzarlo con nuevas agujas, ahora de hormigón; los escritores se expresaban por medio de cartas y los poetas se placían observando el cielo con negros nubarrones.

   Porque, aunque de finales del siglo anterior, ya Cadalso, autor de “Las Cartas Marruecas”, empezó como ilustrado, terminó como un romántico, o al menos como un precursor de tal espíritu que, desde luego, parece que era el que albergaba su corazón. Dígame, si no, el lector, cómo es posible escribir “Las noches lúgubres”, narrando la intención del enamorado que quiere exhumar el cuerpo de su amada del sepulcro parroquial en el que yacía, en lo que para unos fue leyenda y otros pretendieron fuera cierto. Dígame, si no, el lector, cómo la muerte de María Engracia, la novia querida, que sumió la autor en gran depresión y lo movió a escribir la obra, no es acaso un arrebato de enajenación romántica. 

   Con antecedentes así, las experiencias del siglo XIX no podían sino aumentar el carácter patético de ciertos lances del siglo: fue la centuria en la que Larra se descerrajó un tiro en la sien por Dolores Armijo o en la que la poetisa Carolina Coronado convivió durante veinte años con la momia de Horacio Perry, su amor.

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   Y fue el tiempo en el que vivió nuestro protagonista don Pedro González Velasco, personaje de gran importancia, médico de renombre y fundador del Museo Antropológico, aunque oficialmente inaugurado por Alfonso XII con el nombre de Anátómico, en 1875.

   El camino recorrido hasta alcanzar el reconocimiento general no fue fácil, pues había nacido en 1815 en una familia de condición humildísima, en Valseca, pequeño municipio segoviano próximo a la capital. Su madre y cinco hermanos quedaron sin padre cuando Pedro era muy niño y la precaria situación familiar lo obligó desde muy pequeño a ocuparse de labores en el campo y estar al cuidado de los animales. Pero a los doce años logró ingresar en el seminario de Segovia y más tarde en el convento de los carmelitas descalzos, donde llegó tomar las órdenes menores y ser tonsurado. Estudió Teología, y su mente despierta y carácter curioso le impulsaron a estudiar la filosofía aristotélica y, cuando ya en Madrid, para subsistir formaba parte de la servidumbre de algunas casas, se matriculó en Cirugía primero y Medicina después, obteniendo el doctorado.

   Es en aquel tiempo cuando con Engracia Pérez Cobo tuvo a María Concepción, su única hija, la que causaría a su muerte, en 1864, la más profunda pena y desvarío en el insigne doctor.

   Hasta entonces sus estudios y aportaciones en los campos de la anatomía no cesaron. Con otros colegas formó grupos de estudio. Viajó al extranjero donde aprendía y enseñaba. En España, su fama de cirujano crecía, al tiempo que estudiaba y trabajaba en el Hospital General, en la Universidad. Diseccionaba, preparaba, embalsamaba, estudiaba la anatomía de los cuerpos. Nombrado catedrático de Anatomía Quirúrgica, creo la Asociación Española de Antropología, fundó una Escuela Práctica de Medicina y Cirugía, con la colaboración de varios de los más conspicuos profesores de la época y al año siguiente, con asistencia del rey el Museo Antropológico, que además tenía dependencias propias para habitar y constituyeron el domicilio de don Pedro. La casa-museo costeada de su peculio particular, fue encargada al marqués de Cubas y albergó todos los recuerdos, especímenes científicos y estudios del doctor hasta formar un esplendido museo y al tiempo gabinete de curiosidades, tan propio del siglo XIX.
                                              



    Pero nada de esto curaba la amargura en el corazón del doctor Velasco por la pérdida de su hija, más de diez años antes, cuando contaba apenas quince años, y de la que parecía sentirse culpable.

   Concepción había contraído unas fiebres tifoideas. No se conocía entonces la etiología del mal y se procuraba paliar sus efectos en la medida de lo posible con medidas higiénicas, a la espera de un restablecimiento espontáneo del paciente. Así lo hacía don Mariano Benavente, el médico amigo de don Pedro, que atendía a la joven enferma. Pero la enfermedad se alargaba, y el doctor Velasco, impaciente y desesperado, decidió, como a veces se hacía en ese tipo de afecciones, contra la opinión de Benavente, administrar un vomitivo o un laxante para provocar una crisis en la enferma que condujera a un rápido restablecimiento. Lo sabemos porque don Jacinto, el hijo del doctor Benavente, años después, refirió lo escuchado a sus padres sobre el caso. Las consecuencias de tan infeliz decisión fueron unas hemorragias repentinas y la muerte de la pobre Concepción.

   El propio doctor Velasco se ocupó de embalsamar el cadáver de su hija y dos días después del óbito, el cuerpo de la desdichada Concepción era inhumado en el nicho que la familia poseía en la sacramental de San Isidro.

   Pero pasaban los años y el éxito profesional del doctor no aliviaba su pena ni le permitía olvidar el recuerdo de su hija querida. Cuando en 1875 quedó inaugurado el Museo por él fundado, solicitó los permisos civiles y eclesiásticos pertinentes y, obtenidos, se extrajeron los restos de Concepción para ser trasladados al recién estrenado museo de Antropología.  El cuerpo, cuyo aspecto al ser exhumado parecía incorrupto, fue sometido en la casa-museo a un controlado proceso de momificación por el doctor Velasco, tras el cual dio comienzo la más demencial y exagerada parte de esta historia. Lo primero por el extraño comportamiento del doctor Velasco, y lo segundo porque al difundirse los hechos tan agrandados en cuanto a la realidad, parecía confirmarse la veracidad de lo ocurrido.

   El doctor don Ángel Pulido, compañero de Velasco, contó como en el otoño de 1875 contrató el afligido padre a una modista para que vistiese la momia de su hija con vestido de raso blanco, calzando sus pies a juego y cubriendo las manos con guantes. Adornó las muñecas con pulseras, puso en la cabeza una peluca y maquilló la acartonada cara de la difunta, haciéndola parecer más dormida que muerta.

   Si así sucedió lo contado por el doctor pulido, no parece tan cierto que fuera sentada a la mesa durante el almuerzo, como una comensal más, que fuera paseada en un landó por los Paseos del Prado y Recoletos, o llevada a los toros; aunque de ello se hicieran eco, sin fundamento, sólo movidas por las habladurías, algunas publicaciones de la época, que aseguraban había sucedido aquello de lo que muchos hablaban, pero nadie había visto.

   Al morir don Pedro en 1882 su cuerpo embalsamado por el doctor Pulido permaneció en el museo, pero no como deseaba al lado de su hija, pues doña Engracia, siempre en desacuerdo con el proceder de su esposo, ordenó que los restos de la desdichada Concepción volvieran al cementerio de San Isidro, al que en 1943, con motivo de unas reformas llevadas a cabo en el museo, serían trasladados también los del doctor Velasco, al que es justo recordar por sus logros científicos y su obra, hoy viva, en el Museo Nacional de Antropología.


(1) El uso de María Concepción de los apellidos completos del padre antepuestos al de la madre, como así consta, además, en la esquela publicada en el Diario de Avisos de Madrid del día 14 de mayo de 1864, se debe a que solo hasta un año antes a la muerte de la joven, sólo era reconocida por los apellidos del padre, pues no le estuvo permitido el uso del apellido materno, hasta la dispensa de los votos tomados por don Pedro en su juventud.

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EL PODER DEL CINCEL

    Si los pintores se han atrevido, a lo largo de los siglos, a ejercer su poder en los lienzos dando salida a sus venganzas, burlas, pasiones o caprichos, los escultores, pese a los inconvenientes del material con el que trabajan, no han sido menos osados en la expresión de su genio.

    Del genio de Miguel Ángel no cabe la menor duda; de su mal genio tampoco(1). Cuando Miguel Angel esculpió el Moisés, que podemos ver, aún hoy, en Roma, en la iglesia de San Pietro in Vincoli, quedó tan conforme con el resultado de su obra, tan satisfecho con la perfección de la figura que, tomando el mazo del que se había servido para esculpirlo, golpeó una de las rodillas de la escultura y ordenó: “Habla”. Quienes visiten San Pedro todavía podrán ver la muesca que produjo el golpe.

    Desde mucho antes de que Miguel Angel esculpiera su Moisés, los canteros de la Edad Media ya habían dejado señal de su obra en los sillares que pulían para la construcción de grandes monumentos. Signos extraños, misteriosos, que han despertado la imaginación de generaciones posteriores atribuyéndoles significados mágicos o de transmisión del conocimiento. No es imposible que tuvieran ese propósito; aunque probablemente no fueran más que señales contables, indicaciones para la construcción o las firmas de los autores.

    Pero además de los albañiles y sus toscas señales había otros artesanos de la piedra: los maestros. Se dedicaban a la ornamentación, y han dejado Europa plagada de capiteles, en los que muestran su genialidad. También su osadía. Es difícil encontrar una catedral europea en la que no sea posible ver algún personaje irreverente en algún capitel o en las jambas de las puertas de los templos. Junto a representaciones de escenas bíblicas han reproducido todo tipo de figuras ajenas al propósito de los religiosos que los contrataron: dragones, animales feroces, sátiros en actitudes procaces.


  

   En la catedral de Santa María de Ciudad Rodrigo existe un magnífico coro obra de Rodrigo Alemán. Tardó unos cuatro años en terminarlo, los dos últimos del siglo XV y los dos primeros del XVI. La belleza de la talla es bien reconocida. Está adornado con detalles florales y geométricos, a excepción hecha de asiento episcopal, en cuyo respaldo se puede ver un relieve de San Pedro, y del brazo de uno de los asientos laterales. Discretamente el artista talló un hombre. Parece un mendigo. Esta agachado, haciendo sus necesidades. No sabemos qué razones tuvo para colocar esa figura. Sí sabemos que no fue el único que hizo algo parecido.

   En tiempos modernos también los escultores han querido dejar huella. El siglo XX ha sido tiempo de curiosidades. La catedral de Salamanca luce en una de sus puertas laterales y, a no mucha altura, asequible a la vista de todos, la figura de un astronauta. Fue puesta en una de sus últimas restauraciones, para dejar constancia de nuestro tiempo, dicen.

   La de Palencia tiene la figura de un fotógrafo. Se colocó durante la restauración que llevó a cabo, a principios del siglo XX, el arquitecto Jerónimo Arroyo, como homenaje a José Sanabria, famoso fotógrafo local; y para que el pétreo observador pudiera cumplir con su tarea, se le colocó en lo alto, asomado, con su cámara, haciendo fotografías, y desaguando las aguas pluviales, desde su doble oficio de fotógrafo y gárgola.

(1) Miguel Angel dio prueba de su carácter en otras muchas ocasiones. Una de ellas se puede leer en “El Poder del pincel”.
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EL CUENTO DE LOS CUENTOS

    Podría decirse que es el cuento de los cuentos. Cuentos de origen persa, egipcio, de la lejana India; también de otros lugares remotos y exóticos: Aladino y la lámpara maravillosa, Alí Baba y los cuarenta ladrones, Simbad el marino...; llegaron a Europa durante el reinado de Luis XIV de Francia, y obtuvieron difusión gracias a la traducción que de ellos hizo Antoine Galland en 1704. Fueron tantos que sirvieron para llenar más de mil veladas y para que un rey persa, Schahriar, tirano y sanguinario, aplacara su furia.

    El rey había descubierto que su esposa le engañaba con un esclavo. Sus concubinas tampoco guardaban la fidelidad debida a su señor y traicionaban su amor con el mismo esclavo que la reina. El rey, enfurecido, ordenó al visir que ejecutase al lascivo esclavo y a su infiel esposa, y él mismo mató a todas sus concubinas. Luego, desengañado, ordenó que le presentaran cada día una muchacha virgen. Se casaría con ella y tras la noche de bodas la mataría. No daría lugar a nuevas traiciones. De este modo evitaría que sus amantes le engañaran. Cada noche el rey yacía con su nueva esposa. Cada mañana asistía a su ejecución. Transcurrieron tres años. Ya no quedaban en el reino más jóvenes vírgenes que las hijas del visir: Sherezada y Doniazada. La mayor, Sherezada, decidió presentarse en palacio con la intención de casarse con el rey. Su padre trató de disuadirla: “Si acudes, si te casas con el rey, será tu fin”, le dijo. Sherezada no hizo caso. Ignoró los consejos de su padre, y contrajo matrimonio con el rey.



    Al llegar la primera noche, Sherezada, dándose cuenta de que el rey no podía conciliar el sueño se ofreció a contarle un cuento. El rey permanecía atento a la historia que le contaba su esposa, pero al amanecer Sherezada interrumpió su narración. El deseo del rey por conocer el desenlace del cuento era tal que se vio obligado a aplazar la ejecución de su nueva esposa.

    La noche siguiente, Sherezada dio fin al cuento que había comenzado la noche anterior y dio comienzo a otro. Al clarear el día aún no había finalizado su nuevo relato, que quedó aplazado hasta la noche siguiente. Así se sucedían los días a la espera de la llegada de sus respectivas noches en las que el rey obtenía el deseado desenlace del cuento interrumpido la noche anterior. Hasta mil noches sucedieron de esta manera; pero al llegar la milunésima noche Sherezada contó a su esposo el último cuento. Para entonces, era madre de un niño de más de dos años y de dos gemelos y, el rey, enamorado, había abandonado toda idea de matarla. Schahriar llamó a su hermano, el rey Schahazamán de Samarcanda. Éste acudió a la llamada. Al llegar quedó enamorado de Doniazada, que vivía en palacio y, por amor, renunció a su reino para poder desposarla. Así las dos hermanas, hijas del visir y nuevo rey de Samarcanda, vivieron dichosas con los dos hermanos, sus esposos, que a partir de entonces compartieron el gobierno del reino y, dice el cuento, una vida feliz.
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