OSUNA. GRANDE ENTRE LOS GRANDES

   No estaba destinado a protagonismo tan colosal, pero la prematura muerte  sin descendencia de su hermano Pedro lo encumbró, apenas cumplidos los treinta años, a la jefatura de la casa de Osuna. Heredó, pues, una inmensa fortuna, y títulos en una inacabable lista que por razones de espacio y lo tedioso de su lectura evitaré transcribir completa. Aunque para hacerse cabal idea de la magnificencia del personaje sí sea conveniente indicar que, descontando baronías, condados o marquesados, don Mariano Francisco de Borja José Justo Téllez-Girón y Beaufort-Spontin fue duque de Osuna, de Benavente, de Lerma, del Infantado, de Gandía, de Béjar, de Medina de Rioseco, príncipe de Esquilache,  de Éboli y, naturalmente, Grande de España.

   Tan grande se creía que en sus tarjetas hizo escribir que era Grande entre los Grandes de España. Se comprenderá, pues, sin dificultad, que todo en el duque de Osuna fue excesivo, más que grande, su arrogancia fue enorme; su pasión era figurar y su gusto epatar. "Ni que fuera Osuna" solía decir la gente cuando se criticaba a alguien que hacía un gasto desmesurado. No podía consentir que alguien le hiciera sombra o llamase la atención más que él. Prestaba mucha atención a su aspecto. Varias horas al día eran empleadas en su aseo personal, incluida su aristocrática cabeza, que desprovista de pelo, era sometida a toda suerte de pomadas para hacerla brillar tanto como al resto de su persona. Se sabía que su ropero estaba compuesto por 366 pantalones, aun más de los necesarios para ponerse uno distinto cada día del año. Una envidia infantil lo dominaba a veces: en cierta ocasión cenaba con unos amigos. Llamó la atención del duque la corbata de uno de los comensales, y Osuna alabando su buen gusto preguntó dónde la había adquirido. Minutos después, previa discreta indicación a un criado para que transmitiera su orden, partía a galope tendido, rumbo a París, un empleado del duque con la orden de adquirir otra igual, o más hermosa aún, en defecto de aquella, en el mismo establecimiento.

El XII duque de Osuna, XV duque del Infantado hizo donación
parcial de su palacio en Guadalajara al Ministerio de Guerra
 para ubicar en él un colegio de huérfanos.

   Pero si en España no había fiesta, gala o acto en el que el duque no destacara por la ostentación y el derroche, en Rusia, donde fue embajador, también dejó recuerdo de su talante fatuo, y las crónicas testimonio de sus excentricidades y jactancia.

   En Rusia tenía fama el conde Orlov de poseer una de las mejores cuadras de caballos, no sólo de Rusia, sino del mundo entero. Encaprichado el duque por poseer el mejor de aquellos caballos, se presentó a Orlov, que le mostró sus animales. Puesto el ojo en el mejor, propuso Osuna comprarlo, pero Orlov se negó:
   ─ No está en venta. No tengo estos caballos para venderlos.
  Insiste Osuna, que desconoce el no como respuesta a sus deseos y ofrece primero una cantidad elevadísima y, ante una nueva negativa del conde, un cheque en blanco después.
   ─Marcad vos el precio del animal. Me ajustaré a lo que pidáis.
 ─Mis caballos no se venden─, mantenía Orlov, firme en su decisión.
   Pero algún tiempo después, aprovechando un viaje del conde, se presentó Osuna a la condesa, que persuadida por las artes de la elocuencia o por el mucho dinero ofrecido, cedió y vendió el caballo al duque.
   Al regresar el conde, y enterado de lo sucedido, fue Orlov a tratar con Osuna la recuperación del caballo y la devolución del dinero entregado a cambio, y aun más si fuese necesario. La sorpresa y desesperación del conde no pudo ser mayor cuando Osuna lo condujo a los jardines de su residencia y le mostró al pura sangre cortadas sus crines y uncido a una noria dando vueltas como un percherón. Así era Osuna: impertinente, presuntuoso e inoportuno.

   Y qué mejor evidencia de ello que lo sucedido, también en Rusia, cuando llegó a sus oídos que la zarina había encargado a una expedición enviada ex profeso a Siberia que trajese para ella unas pieles de zorro azul, animal al parecer muy raro y de enorme valor por tanto sus pieles. Cumplida la misión, que duró varios meses, se entregaron dichas pieles y la zarina pudo lucirlas durante una gala. Enterado Osuna del caso, no quiso ser menos, y de su propio peculio, organizó otra expedición con idéntico propósito. Cuando varios meses después, de regreso la expedición, le entregaron las pieles, ordenó se confeccionaran dos pellizas que, antes que para su uso, destinó al de su cochero y uno de sus criados.

   Si las regaló a sus subordinados en un alarde de soberbia, pero también de falta de tacto, imprescindible en un diplomático, sólo él lo supo, pero el caso es que el duque tenía muchas más pieles con las que “abrigarse” y una de ellas, de armiño blanco, carísima también, según se cuenta, llevaba sobre los hombros al llegar a una fiesta ofrecida por los zares. Resultó que habiendo llegado tarde, no encontró libre asiento alguno, por lo que tomó su carísima capa de armiño, la enrolló con cuidado y la usó como asiento. Al terminar la gala, dispuesto a abandonar el palacio, uno de los sirvientes se percató de que el duque había dejado olvidada su capa de armiño, y presto se acercó a Osuna para entregársela. Osuna, muy digno habló así:
   ─Un embajador de España no se lleva los asientos.

  Como se comprenderá, su inmensa fortuna acabó resintiéndose, mas el duque no estaba por moderar sus gastos. ¿Qué habría sido de su personaje? Esto hubiera supuesto, en protagonista de tan alto rango, ensoberbecido de ello y vanidoso hasta el extremo, una derrota. Urquijo, el banquero, acudió en su ayuda,  si es que acaso un banquero se mueve por dicho sentimiento de caridad y no por el aliciente del rédito, y aceptó hipotecas sobre muchos de los palacios y castillos patrimonio del duque, que sólo sirvieron para certificar la ruina contable de quien empezó siendo grande entre los grandes y acabó arruinado y sus bienes enajenados en pública subasta.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. GIJÓN


   El viajero se ha decidido al fin a escribir sobre esta ciudad. La ha visitado varias veces y al menos puede decir ya que sabe caminar por ella sin perderse; aunque a decir verdad, lo que más le guste a este viajero que todo lo mira y casi todo lo ve es precisamente perderse en las ciudades de las que va a contar cosas.

   Tuvo el viajero, desde el principio, ayuda local que dirigiera su primer paseo por los lugares de mayor interés; así los primeros pasos le llevaron por el paseo marítimo y, asomado a la playa de San Lorenzo, posar la mirada en la que quizás sea la vista más fotografiada de Gijón, la de la iglesia de San Pedro, a los pies del Cerro de Santa Catalina, en el linde oriental del barrio de Cimadevilla. El viajero se estrena como fotógrafo en esta ciudad encuadrando su cámara sobre el más precioso monumento que en la villa hay, San Pedro al fondo.


















   Al final del paseo el viajero llega al istmo que une la ciudad moderna con el Cerro de Santa Catalina, que es también península, fortaleza y hoy sus baterías artilleras mirador sobre el Cantábrico, donde Chillida ha rendido, como en San Sebastián lo hizo con los vientos, pero a lo grande, un elogio al horizonte.

   Al pie del cerro el viajero se acerca a la iglesia de San Pedro, la que ya vio desde lejos nada más llegar. Esta iglesia es reciente y para el viajero armoniosa recreación de la que hubo hasta 1936, que no fue la primera, pues bajo la advocación de San Pedro ya existía otra anterior levantada en el siglo XIV, y destruida poco después de ser erigida. Y es que a finales de ese siglo, cuando reinaba el jovencísimo Enrique III, Alfonso Enríquez, hijo natural de Enrique II, se sublevó contra su sobrino. Fue poco a poco retrocediendo el bastardo hasta quedar reducido a los límites gijoneses, donde con los suyos y ayudado por piratas ingleses, se hizo fuerte. Entre estos había un tal Harry Paye, conocido por los españoles como Arripay. Fiero y cruel individuo, Arripay cometió atrocidades sin cuento, reduciendo a cenizas la ciudad y la iglesia de San Pedro. Entre los sitiadores participaba un jovencísimo Pero Niño, hijo del almirante Juan Niño. Cuando se rompió el cerco sobre Gijón, Arripay se hizo a la mar, huyendo. Pero Niño salió en su persecución, mas el inglés logró escapar y refugiarse en sus feudos ingleses de Poole. No olvidó Pero aquella fuga y años después él mismo atacaría Poole, que sería saqueada por una flota franco-castellana.

   Aunque es posible que hurgando en la historia el viajero llegara a conocer detalles del pasado astur o celta, o del discretamente romanizado, de Gijón, tiene urgencia por ver el cogollo de la Villa, el antiguo barrio de pescadores. Deja, pues, a un lado los jardines que adornan Campo Valdés, recuerdo del pasado romano que la ciudad tiene y cruza el istmo por la Plaza Mayor para adentrarse en Cimadevilla o Cimavilla, como se dice en asturianu. Está esta plaza porticada en tres de sus lados, y en el ayuntamiento situado en la vertiente oriental del recinto, llama la atención del viajero, aunque no le sorprende demasiado, la placa puesta en la fachada, que indica una altura sobre el nivel de mar de nueve metros y cuarenta centímetros, cuando saliendo de la plaza y asomado al paseo casi puede tocar el agua con sus manos. Cosa de los geógrafos, que tomaron como punto de referencia el nivel del mar en Alicante, para desde allí hacer los cálculos de altitud del resto de España(1).   

   En Cimadevilla al viajero le falta tiempo, le faltan ojos para verlo todo: lo primero, la casa natalicia de Jovellanos, hoy convertida en museo. Si la capital del Principado tiene en Clarín su orgullo, Gijón puede, y con razón, presumir de Jovellanos.

   Mucho podría decir el viajero de don Baltasar Gaspar Melchor María de Jovellanos, personaje ilustrado al que su ciudad nunca ha olvidado. Fe de ello da la calle, el teatro, el instituto de enseñanza que él mismo promovió, todos con su nombre, o el magnífico monumento que de paisano tan insigne preside la Plaza del Seis de Agosto, que así se llama desde que ese día de 1891 se inauguró la efigie de don Gaspar en homenaje suyo y en recuerdo de esa misma fecha, pero del año 1811 en el que el ilustrado gijonés,  con su salud muy quebrantada, llegó a su ciudad natal  para verla por última vez.

Teatro Jovellanos

   Pero si el viajero no dijera nada más de don Gaspar ahora, sería tan injusto con él como inmerecido el trato que recibió hombre tan sabio, honesto y patriota. Ganada su fama por su propia valía, fue protegido por Campomanes, otro gran ilustrado durante el reinado de Carlos III, que le encargó estudios y trabajos con los que modernizar España. La Revolución Francesa puso fin a muchas de las iniciativas de la España Ilustrada. No era fácil comprender en España que la libertad se defendiera con la guillotina, y Jovellanos, que era un reformista, no un revolucionario, que detestaba los excesos de la Revolución, pero defendía los principios del movimiento ilustrado, era en definitiva un liberal, y comenzó a ser mal visto. Su amistad con Cabarrús y el odio que suscitaba en la reina María Luisa también contribuyeron, y no poco, a su desgracia. Mas siempre Gijón, su tierra, su ciudad, lo acogió bien. En la pequeña capilla de los Remedios, al lado del museo, reposa don Gaspar.

   Al terminar con estas divagaciones el viajero se da cuenta de que todavía está en Cimadevilla. Da unos pasos, apenas unos pocos, y llega a la Plaza del Marqués, donde está el Palacio de Revillagigedo, casa que fue de don Carlos Miguel Ramírez y Jove, I marqués de San Esteban del Mar de Natahoyo, que fue quien mandó erigir tan bello monumento. Cuando a mediados del siglo XIX el V marqués de San Esteban contrajo matrimonio con la V condesa de Revilla Gigedo, supone el viajero que juntos ya en su descendencia ambos títulos, el palacio comenzaría a compartir nombre con el que hoy es más conocido y dado más fama.

Palacio de Revillagigedo
















   El palacio es una joya arquitectónica como pocas. Fue erigido en los primeros años del siglo XVIII y se construyó aprovechando una antigua torre puesta en pie doscientos años antes, que quizás marcara el aspecto de fortaleza que el palacio luce, pues tenido por barroco en todos los manuales de arte, sus torres almenadas y la pátina que el tiempo le ha dado, le confiere una aire medieval que al viajero complace mucho.

   Y si de Jovellanos habló el viajero porque era justo hacerlo y porque vio su monumento en una plaza, en ésta del Marqués ve el monumento del otro personaje que, sin ser nacido en Gijón, ha sido aceptado como propio, su figura decora el escudo de la villa y no es menos justo hablar de él: don Pelayo.

   De este godo de sangre noble, hijo de Fáfila, un duque caído en desgracia durante los tiempos de Witiza, el penúltimo rey godo, no se sabe gran cosa. Seguramente que fue espatario, algo así como guardia real, del rey don Rodrigo; que tras la debacle de la batalla de Guadalete huyó como otros hacia el norte, refugiándose finalmente en la región donde vivían los astures, pero mandaban ya, aunque sin rigor, los sarracenos invasores. Por ese tiempo debió ser nombrado el bereber Munuza gobernador de estas tierras, estableciéndose en Gijón. Pelayo, que había llegado a tierras asturianas con su hermana Hermesinda(2), debía vivir discretamente y relativamente tranquilo, como cualquier otro godo huido, como los astures autóctonos, pagando los impuestos personales o territoriales que garantizaban el respeto de las costumbre y una convivencia sometida, pero pacífica.  Una historia de amor o de deseo sucedió entonces; y fue esta historia, legendaria o no, la que convertiría a Pelayo en el caudillo, en el rey que daría el impulso de lo que los pueblos ibéricos tardarían siete siglos en reconquistar.  

   Lo que sucedió fue que Munuza, incapaz de sustraerse a la belleza de Hermesinda, quedó prendado de la cristiana. Para despejar el camino no tuvo mejor idea que enviar a Pelayo a Córdoba. No se sabe bien si el godo llegó a la capital del emirato enviado con alguna misión o prisionero. Fuera como fuese, Pelayo logró huir de Córdoba y regresar a Gijón.  Como no se sabe si Hermesinda tuvo opinión en este asunto, si correspondió de buen grado las pretensiones del bereber o fue desposada sin que pudiera oponerse, no dirá nada el viajero sobre el asunto, pero sí que el que no vio con buenos ojos aquella boda fue Pelayo, que mostró su disgusto y pronto comenzó a intrigar en contra de su repudiado cuñado y perseguido buscó refugio en las montañas.

   Al viajero tanta ida y venida no le cansa, que lo que con gusto se hace ni fatiga ni aburre, pero sí que le ha despertado un poco la sed. Y para refrescarse un poco y reponerse un mucho, qué mejor que unos culinos de sidra escanciada desde una buena altura. Así que al viajero, que no va solo, lo llevan a una de las muchas sidrerías que hay en esta tierra y asiste a la liturgia del escanciado, palabra ésta de origen godo por cierto,  y contempla cómo desde la mayor distancia que logra el escanciador separar una de sus manos con la botella de la otra con el vaso, cae el caldo y rompe contra el vidrio. Dicho golpe dicen que produce una suave aguja y aroma efímeros tan agradables como necesariamente breve el tiempo para degustar el trago.

   Desde el istmo, el viajero tiene toda la ciudad ante sí. Las calles que desde allí parten parecen las varillas de un abanico que abierto se extiende desde la playa de Poniente y la de San Lorenzo por el Este hacia el interior. De entre todas, Corrida, Instituto, Cabrales…, el viajero elige la de San Bernardo, porque en ella florecieron muchos de los edificios modernistas que la burguesía gijonesa levantó a principios del siglo XX y porque le lleva directamente al paseo de Begoña.

   En este ajardinado paseo, junto al teatro Jovellanos, que antes fue teatro Dindurra, contiguo al café del mismo nombre, el viajero pasea tranquilo, contempla la iglesia de San Lorenzo y para descanso del cuerpo entra en el café Dindurra. Aunque el local ha perdido parte de su encanto de ayer, según le cuentan, puede decir aquello de que quien hermoso de joven fue, mantiene en la madurez buena parte de la belleza juvenil. Y de este café, puede afirmar que al menos conserva las columnas modernistas con evocación egipcia que le dan el sabor clásico que al viajero gusta mucho.

   No dirá más de los muchos monumentos y detalles que el viajero ha ido viendo en esta villa de Gijón. No se trata de hacer un inventario ni convertir este paseo en una guía turística, pero sí tiene que mencionar al menos lo que ha visto en dos de las parroquias del concejo gijonés, fuera del casco urbano: el soberbio edificio construido en Cabueñes a mediados del siglo pasado  que fue Universidad Laboral y hoy Ciudad Laboral de la Cultura, y que pasa por ser el edificio más grande de España.


Quinta Bauer o Palacio de la Concepcion, en Somió. Luis Bellido González, arquitecto municipal de Gijón y autor de muchos proyectos en la ciudad,
como el Banco de Gijón o la iglesia de San Lorenzo, construyó
este palacete para el banquero Bauer en 1903.



















   La otra parroquia que no puede el viajero dejar de evocar es Somió. Parte del Concejo siempre, pero desde hace apenas cuatro lustros parte de la parroquia de Gijón, Somió es lugar encantador, plagado de villas rodeadas de jardines levantadas para su solaz por algunas de las familias más pudientes que a finales del siglo XIX y principios del XX, o en otros casos por indianos que, repatriados sus caudales americanos, ordenaron construir sus mansiones allí. Para dar cuenta del sitio sin resultar pesado, el viajero va a contar algo de uno de los edificios que ha podido visitar. Se trata de un palacete rodeado por extensa finca ajardinada y tapiada, que guarda el museo dedicado a Evaristo Valle, pintor de la tierra cuya particular obra no ha podido encontrar mejor acomodo que la casona que desde 1913 ocupó una sobrina del artista, y a su fallecimiento cedió para ser museo del arte de su tío. Si del recinto los jardines, que ocupan más de una hectárea y media, tienen gran fama y son muy alabados por los visitantes, el palacete, visto desde ellos, con sus torres y almenas, y aspecto historicista, causa al viajero la impresión de estar en otro tiempo.

(1) En 1874 se tomaron las mediciones efectuadas en el puerto alicantino, consideradas como las que menor diferencia ofrecían entre la pleamar y la bajamar, para determinar el punto de referencia que, como cota N1, se señaló en el primer peldaño de la escalera del ayuntamiento de Alicante, situada a 3,409 metros sobre el nivel medido en el puerto, y base de los cálculos que determinaron la altitud en las restantes cotas elegidas en el resto de España.

(2) Aunque Hermesinda parece ser el nombre más aceptado de la hermana de don Pelayo, hay autores que la citan como Hormesinda o Adosinda. Ello lleva a confusión, pues la hija del propio don Pelayo se llamaba Hermesinda, que casó con el rey Alfonso I, cuya hija recibió el nombre de Adosinda.
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PENITENTES

   Acostumbrados a contemplar su discurrir silencioso por las calles de muchas ciudades y pueblos, olvidamos que no siempre fue así. Fue por la predicación de San Vicente Ferrer, a principios del siglo XV, cuando los cortejos penitenciales, que se celebraban en el interior de los templos, salieron a la calle y comenzara a extenderse dicha costumbre al aire libre por toda España.

   Al llegar el siglo XVII, en tiempos de Felipe IV, las procesiones se hallaban tan extendidas durante la Semana Santa, que durante el Jueves y Viernes Santos, quedaba prohibido todo tránsito de coches, dotando a los actos de un silencioso y sepulcral esplendor. Las campanas enmudecían, los templos permanecían abiertos durante toda la noche y el trasiego de personas era constante.

   En las más señaladas, conmemorando la pasión y muerte de Cristo, participaba el rey, quien con cardenales, nobles, embajadores y demás personajes principales, cirio en mano todos ellos, desfilaban a los tristes sones emitidos por los tambores y trompetas de los destacamentos militares que también participaban en los actos.

   Dos tipos de manifestaciones y multitud de actos se sucedían en estas conmemoraciones. Los desfiles menos penosos eran los de los penitentes de luz o alumbrados. Eran estos desfiles vistosos. Como en todo tiempo, como también hoy, iban unos para lucirse, mas eran otros devotos contritos; eran unos de alquiler, formando cuadrillas a la orden de un mayordomo, otros por su cuenta, pero todos cubiertos con vistosos vestidos, guantes y capirotes de dos varas y cuarta de alto.


   Pero las procesiones más penosas eran las que practicaban los penitentes corporales. Personajes portando cruces, arrastrando cadenas, rodeadas sus carnes con cilicios o sus frentes con coronas de espinas, inspiraban la más grande compasión de quienes los contemplaban arrastrarse ante sus ojos. Con todo, aun esto resultaba insuficiente para cumplir con la voluntaria penitencia, y los nazarenos, siempre descalzos, se infligían nuevos tormentos para mortificación de sus carnes.  Algunos se frotaban con esponjas llenas de alfileres, otros rodeaban sus cuerpos con sogas de esparto, hasta amoratar sus pieles. Particularmente severas fueron las procesiones penitenciales del Viernes Santo de 1623. Estaba en Madrid ese año el Príncipe de Gales, de visita en España con la pretensión de obtener la mano de la infanta María, hermana menor del rey Felipe, y en su honor, o con intención de impresionarlo, ordenó el rey que todas las órdenes religiosas esmeraran su celo en los actos. Se excusaron los carmelitas, pero el resto rivalizaron en ofrecer el más aterrador espectáculo: si unos llevaban huesos de muertos en las bocas, otros caminaban con grilletes, y en las manos sujetaban calaveras; si unos  golpeaban y herían sus pechos con piedras, otros se azotaban hasta sangrar. Desconocemos el efecto que tales prácticas causaron en el príncipe Carlos Estuardo, pero sí que muchos de estos frailes tardaron semanas en curar sus heridas.

   Pero no era lo contado práctica excepcional. Muchos eran los disciplinantes que por devoción o más aun por vanidad, se azotaban, complaciéndose en salpicar con su sangre a los espectadores, que pasmados asistían a los actos. No carecía, en más casos de los que pudiera creerse, cierta dosis de galantería en los disciplinantes, que se exhibían de esa guisa ante las damas a las que pretendían impresionar. Claro que en estos casos la impostura sustituía al sacrificio, y los azotes eran más teatrales que dolorosos y las cruces que arrastraban huecas y livianas, exagerando el penitente con sus gestos lo que en realidad era comedia.

   Sin embargo, estas salpicaduras, no siempre manchaban los ropajes elegidos; a veces ensuciaban prendas de toscos caballeros a los que ninguna gracia hacía. Según crónica de la época, el 24 de marzo de 1623, un disciplinante en Nuestra Señora de Atocha salpicó a un desconocido, que tomándolo a mal, increpó con palabras duras y soeces al ofensor, lo que motivo que afloraran aceros y hubiera muertes.

   En tiempos de Carlos II, se promulgó un decreto prohibiendo los flagelantes, pero dado el pueblo a ignorar la Ley, de poco sirvió hasta que un siglo después, en 1777, una pragmática de Carlos III los prohibió de modo definitivo.
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¡A GARROTAZOS!

   Al terminar el año 1870, España elige rey. Dos años de negociaciones han sido precisos para encontrar un candidato que acepte serlo, para cambiar, no sólo de monarca, tras la marcha de Isabel II, también de dinastía. Ya Prim lo había dejado dicho hasta tres veces en su discurso de los “tres jamases”(1), de rechazo a la dinastía borbónica. El “afortunado” es el duque de Aosta, don Amadeo de Saboya, que alcanza la mayoría en las votaciones celebradas en las Cortes Constituyentes el 16 de noviembre. Obtiene don Amadeo 191 votos, por encima de los 28 del duque de Montpensier, muy quebrantado su prestigio tras el duelo con Enrique de Borbón, en el que éste resultó muerto; los 8 del general Espartero, los 2 obtenidos por el príncipe Alfonso y 1 de la duquesa de Montpensier. Como no todos los diputados son monárquicos, la República federal obtiene 60 votos; y como unos 20 no son ni una cosa ni la otra, votan en blanco.

   Si poco es el entusiasmo de don Amadeo por ser rey de España, el de su padre, el rey Víctor Manuel II, es por el contrario intenso y vivo.  Satisfecho éste de que su hijo ciña la corona de España, pronto va a recibir a una comisión de diputados españoles llegados a Florencia para comunicar la elección de las Cortes españolas.

   El 26 de noviembre, a bordo de las fragatas Numancia,  Villa de Madrid y Victoria, un selecto grupo de políticos partidarios del nuevo rey viajan a Florencia para comunicar al duque de Aosta su elección. Acompañan al presidente de las Cortes don Manuel Ruiz Zorrilla, entre otros, pues muchos se apuntaron al viaje, los escritores López de Ayala y Juan Valera, Romero Robledo, el marqués de Sandoval o don Pascual Madoz,  que fallece en Génova, durante el viaje.

   Había preparado el presidente Zorrilla el discurso que debía pronunciar en Florencia ante el nuevo rey, pero por un descuido en la oficina del presidente, por sorpresa se ve el discurso publicado en la prensa poco antes de zarpar los barcos hacia Italia. Encarga entonces Ruiz Zorrilla a Valera que le prepare un nuevo discurso, pero no satisface lo escrito al presidente y diputados que lo oyen. Tampoco las letras del periodista don Carlos Navarro Rodrigo gustan a los expedicionarios que lo escuchan, hasta que Romero Robledo, sin que nadie se lo encargue, escribe y lee un discurso que, ese sí, es del agrado general entonces, y del rey Víctor Manuel y su hijo Amadeo después, cuando se lee en el Palacio Pitti de Florencia.

Sólo Victor Manuel estaba complacido con la elección y aceptación
 del trono español por su hijo, que al fin había cedido a sus deseos.
Eran muchos los temores en el resto de que España pudiera ser
para Amadeo el nuevo Querétaro de un nuevo Maximiiliano.

   La estancia de los enviados españoles no puede causar peor impresión en don Amadeo. Como si quisieran certificar con su comportamiento la situación de desorden y radicalidad existente en España, anticipo de tiempos peores que Amadeo parece vislumbrar, los diputados se comportan en tierra extranjera con la mezquindad de quienes sólo miran para sí o los suyos. Tratando de atraer hacía su causa al futuro rey, no pierden ocasión para criticar del modo más feroz a sus compatriotas de la oposición. Ora los zorrillistas son quienes procuran desacreditar a los de Sagasta, ora son estos los que, con las mayores invectivas, despellejan a los de Ruiz Zorrilla.

   No resulta extraño que sea por aquel tiempo cuando el poeta Joaquín Bartrina, en uno de sus arabescos, escriba acerca del inveterado cainismo que entre los españoles hubo y aún subsiste la siguiente estrofa:

                       Oyendo hablar a un hombre, fácil es
                       acertar dónde vio la luz del sol:
                       si os alaba a Inglaterra, será inglés;
                       si os habla mal de Prusia, es un francés;
                       y si habla mal de España, es español.

   Terminado el cometido oficial de la comisión, los diputados y el joven rey electo zarpan rumbo a España, llegando a Cartagena el 30 de diciembre. Nada más desembarcar, pregunta don Amadeo por el general Prim, posiblemente es el conde de Reus su único amigo en España; pero el general no está entre los que le esperaban en el muelle. El general está en Madrid, y agoniza en su lecho desde hace tres días cuando varios encapuchados tirotearon su coche en la calle del Turco, hiriéndolo de muerte. Sin poder dar la bienvenida al rey, Prim muere el mismo día de su llegada. La perdida de su protector no parece el mejor augurio para un rey...

   (1) Del discurso pronunciado por don Juan Prim, el 22 de febrero de 1869, en las Cortes: «… No debe aplicarse la palabra jamás, pero es tal la convicción que tengo de que la dinastía borbónica se ha hecho imposible para España, que no vacilo en decir que no volverá jamás, jamás, jamás».

   Nota: Sobre el asesinato del general Prim puede leerse la entrada: El XIX. El rey llega y yo me muero ¡Viva el rey!
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RUEDA

   El viajero camina por tierras de Castilla la Vieja, por tierras próximas al río Duero. Tierra de mucha historia, tierra de arte y tierra de vinos. Y esto último no lo dice el viajero por capricho o por decir. Porque de Rueda, villa de no mucha gente, hay monumentos que ya quisieran para sí otras villas y hasta ciudades, y se elaboran vinos blancos tan reconocidos que sus bodegas y tiendas siempre están llenas de público.

   Pero no es sólo de vino de lo que el viajero quiere hablar. Primero quiere hablar de lo que a primera vista más llama la atención y da fama a la villa: la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, tan blanca, con sus dos torres cilíndricas en la fachada con su pórtico de piedra. Dicen que es uno de los más bellos exponentes del barroco vallisoletano. El viajero, que supone que quienes esto afirman lo hacen con conocimiento de causa por haberlo visto todo, no lo pondrá en duda, pues de lo que lleva visto en Valladolid y aun en otros lugares, esta iglesia le parece proporcionada, original y bella. Del interior llama mucho su atención el retablo, obra del escultor Pedro de Sierra, y al mismo, pues Sierra era también arquitecto, se atribuye la hermosa fachada del templo.

Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción.
 
   El viajero, desde la iglesia de La Asunción,  da unos pasos hacia el Sur por la calle Real, antigua carretera que une Tordesillas con Medina del Campo, deja atrás el ayuntamiento, y enseguida ve la segunda joya que adorna la villa: la ermita del Cristo de las Batallas. Recibe este nombre la ermita por el Cristo homónimo que guarda en su altar, pero popularmente se la conoce por el nombre del Cristo de la Cuba. Con un poco de imaginación hay quien dice que el aspecto octogonal de esta obra barroca recuerda a la forma de las grandes cubas de vino. No queda muy conforme el viajero con esta opinión; pero sí muy complacido al conocer la razón de tal apelativo. Siendo zona vitivinícola desde tiempos de Alfonso VI,  cuando llegaron desde el norte de África las hoy famosas uvas de la variedad verdejo, no resulta extraño que cuando los rodenses quisieron levantar la ermita su contribución fuera en especie. Construyeron una gran cuba y en ella los mozos, o sus familias, antes de partir a las guerras, vertían el vino que luego era vendido para sufragar la construcción del pequeño templo terminado de erigir en 1734.

Ermita de la Cuba

   Visto todo, al viajero sólo queda llevarse un recuerdo del lugar. En una de las tiendas que hay a la salida del pueblo, el viajero compra unas botellas de los caldos locales, hoy ya con su propia denominación de origen Rueda, para regalar unas y para sí alguna otra, y sigue su camino por tierras castellanas.
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