EL "GENIO" DEL DOCTOR TORRALBA

     Eugenio Torralba nació en Cuenca. Eran los tiempos de Fernando el Católico y del Cardenal Cisneros, en los últimos años del siglo XV y primeros del siglo XVI. Bien jovencito fue a Roma como paje del obispo Volterra. Allí, llevó a cabo estudios de medicina y filosofía. Allí, impregnó su conocimiento de teorías deístas y llegó al convencimiento de la mortalidad del alma y allí, conoció a un fraile dominico, que agradecido por haberle curado de su enfermedad, le cedió a Zequiel, un espíritu que estaba al servicio del fraile, que parecía ser un “espíritu bueno” poseedor de grandes poderes, que ponía en práctica según se le antojaba.


Cuenca, ciudad natal del Eugenio Torralba

     Zequiel se presentó a su nuevo dueño en forma de joven y elegante muchacho, vestido de rojo y negro y le dijo: “Yo seré tu servidor mientras viva”. Desde entonces Zequiel se le apareció con frecuencia. Le hablaba, le aconsejaba sobre lo que debía hacer, le facilitaba dinero en momentos de penuria y le enseñaba cuanto sabía sobre las propiedades de hierbas, plantas y animales.

     Zequiel también poseía poderes adivinatorios, y comunicaba a Torralba acontecimientos futuros, que éste ponía a disposición del cardenal Cisneros: la muerte de Don Fernando el Católico, y hasta el encumbramiento del propio cardenal. Naturalmente Cisneros quiso conocer al duende capaz de tantos prodigios, pero Zequiel, un espíritu libre, nunca consintió en aparecérsele al cardenal, como tampoco en ser cedido al cardenal Volterra, que lo pretendió al ser conocedor de tanta maravilla.

     Avisado por Zequiel de que Roma iba a sufrir el saqueo por parte de las tropas imperiales, el doctor pidió a Zequiel que le llevara a contemplar la escena. Subidos en un “palo muy recio”, Zequiel pidió a Torralba que cerrara los ojos y que no tuviera miedo. Salieron de Valladolid envueltos en una nube y poco después se encontraban en Roma, sobre la Torre de Nona. Era el 6 de mayo de 1527. Contemplaron el saqueo de la ciudad y la muerte de Carlos de Borbón(1), y a las pocas horas estaban de vuelta en la ciudad del Pisuerga. Semejante aventura no tardó en ser divulgada a los cuatro vientos por el doctor. Comenzaron a extenderse sospechas de brujería, y acabó siendo delatado a la Inquisición por un amigo suyo: don Diego de Zúñiga. Se encontraron testigos abundantes que declararon en su contra. A lo largo de su vida Torralba no se había caracterizado por su discreción. Se le detuvo y se le torturó; pero él mantuvo su inocencia. Manifestaba que nunca llegó a pacto alguno con su duende. Que Zequiel era un espíritu bueno y que su alma estaba limpia. Al cabo, el doctor fue tenido por demente, por lo que se le trató benignamente. Se le condenó a sambenito(2) y a cuatro años de cárcel de los que fue indultado al poco por don Alonso Manrique, a condición de que no invocara más al espíritu Zequiel. Así debió ser. Torralba volvió a ejercer su profesión. Fue médico del almirante de Castilla don Fadrique Enríquez, y Zequiel desapareció de su vida.

(1) Los Lansquenetes eran tropas imperiales a cuyo mando estaba Carlos de Borbón, primo de Francisco I de Francia. Carlos de Borbón había pasado de servir a su primo Francisco I a secundar al enemigo de aquel, el emperador Carlos V. Roma ante la pasividad del Papa fue saqueada y tomada. El escultor Benvenuto Cellini que participaba en la defensa de la ciudad, dicen que fue quien mató de un arcabuzazo al duque Carlos de Borbón.

(2) La pena de sambenito se aplicaba a los herejes y acusados de brujería, que habían confesado su culpa y demostraban arrepentimiento. Consistía en llevar colgado una especie de capotillo llamado sambenito.
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CERRO DE LA MOLA. NOVELDA

   Siendo patrona de Novelda María Magdalena es cosa natural que hubiera en el municipio templo a ella consagrado. Así ha sido desde tiempos muy antiguos, pues en el cerro de La Mola había ermita, aunque humilde y ya muy dañada por el paso del tiempo en los primeros años del siglo XX. Seguramente por ello se decidió en 1918 comenzar la construcción de un santuario que albergara a la patrona local.

  El cerro, en el que languidecía la desvencijada ermita, compartiendo espacio con el castillo medieval de La Mola, así llamado por ser ese el topónimo del cerro en el que se erige, es como su nombre indica de superficie llana, y muy amplio.

   Desde el otero, a cuyos pies discurre el río Vinalopó, se divisa una anchísima perspectiva del valle, por lo que resulta fácil comprender que fuera lugar escogido para defenderse.

   Al viajero se le antoja interminable la historia del castillo, pues en los siglos que lleva en pie muchos hechos son los que habrán tenido que ver sus piedras, desde que fue construido por los almohades allá por el mil doscientos y pico. Porque estas tierras fueron de mucho batallar durante la reconquista,  y necesitaron como otras del valle del Vinalopó de castillo, que usó uno y otro bando según fueran sus dueños, hasta que reconquistada por Alfonso X para Castilla, pasó más tarde a formar parte del Reino de Valencia en tiempos de Jaime II.

   En el extremo opuesto del cerro en el que se halla el castillo fue donde se comenzó a construir el santuario que renovara en piedra la devoción de los noveldenses por la patrona local. Se ocupó de los planos y la obra el ingeniero local don José Sala Sala, y de los dineros necesarios la feligresía mediante sus aportaciones, y una comisión que, con lo obtenido con los actos que organizaba, coadyuvaba al buen término del proyecto.

   El santuario tiene un notorio aspecto modernista, y leyó el viajero en varios lugares que con cierto parecido al de La Sagrada Familia de Barcelona. No dirá el viajero que no pueda tener el templo un aire a la obra gaudiniana. Tampoco que haya quien así lo pueda ver. Y podría ser que la influencia que en don José Sala tuviera el templo expiatorio barcelonés, a la hora de diseñar este santuario, resultara de la contemplación del inconcluso templo durante su estancia en tierras catalanas en sus tiempos de estudiante, pero al viajero no acaba de parecerle esa comparación de gran fortuna; si dicen que aquéllas, en general, son odiosas, en este caso al viajero le parece poco oportuna. Cada cosa es lo que es, y cada una en su orden, lugar y tiempo tiene su mérito; y esta obra del ingeniero Sala, proyecto personal que no se vio terminado hasta casi mediado el siglo, tiene para Novelda la importancia grande que la de la Sagrada Familia tiene para la Ciudad Condal. Cada uno, piensa el viajero, contento con lo suyo, como debe ser.



   En lo que sí que está de acuerdo el viajero, porque en otros ha leído que ha causado impresión parecida, es en la pequeña decepción que en un primer momento le causó el interior. Si fuera el esplendor ciega, dentro el templo es de humilde sencillez. Pronto se rehace el viajero de su desencanto, cuando recuerda haber leído que el propio Sala, descontento, se negó a asistir, en 1946, a la inauguración del santuario, mas no por pobre, sino quién sabe si por lo contrario. El viajero no está seguro de las razones, pero sí que don José llevaba idea de cubrir el piso de tierra del interior del templo con guijarros extraídos del río. Quizá deseaba que el acceso desde la pétrea estructura exterior sugiriera la entrada a la gruta en la que María Magdalena, siguiendo una leyenda provenzal, se recogió penitente en Sainte Baume, en las proximidades de Marsella. Y aunque el deseo del ingeniero no se vio cumplido, sí pudo contemplar como el artista alicantino Gastón Castelló Bravo pintara en 1946, para el altar mayor una representación de la titular de la iglesia, penitente(1) en su gruta.

   Concluida la obra, poco después, en 1952, la antigua ermita fue demolida, quedando en su lugar una lápida en recuerdo su existencia.

(1) El apelativo de “penitente” aplicado a María Magdalena resulta de la condición de prostituta arrepentida, mantenido durante siglos desde tiempos de Gregorio el Grande, pues como mujer pecadora la definió Lucas en su Evangelio. En 1969, durante el Concilio Vaticano II, Pablo VI suprimió el sobrenombre de “penitente”, incidiendo en la idea expresada por San Juan en su Evangelio, sin referencias a su vida anterior, y sí a la de una de las primeras testigos de la resurrección de Jesucristo.
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El XIX. EL SIGLO DE LOS GENERALES

   Aunque muchas son las épocas en las que los militares han tratado de influir, cuando no de tomar el poder por la fuerza de la armas, es el siglo XIX el que da principio, con mayor intensidad, a que la vida civil española haya estado bajo la autoridad de la espada. No es raro que a aquellos salvadores de la Patria se les llamara espadones.

   Es difícil saber si el viejo aforismo que asegura ser más fácil militarizar a los civiles que civilizar a los militares se pueda aplicar a lo sucedido durante los años que transcurren desde la muerte de Fernando VII, en 1833, hasta la Restauración, en 1874, tras la efímera y fracasada Primera República.

   Algo más de cuarenta años en los que generales al alimón con civiles alternaron el mando sobre una España que pese a todo, en muchos casos con retraso, comenzaba a cambiar. 

                                                         *

  Del “Espadón de Loja”, general, duque de Valencia y Presidente del Consejo tantas veces, ya se han contado anécdotas desde estas páginas en entradas a él dedicadas; pero una más, compartida con otro general, duque como él, viene a demostrar lo animado de la vida política de mediados del siglo XIX.

   No hacía mucho que el duque de Ahumada, el segundo que llevaba ese título, había fundado la Guardia Civil. Era, es este Cuerpo paradigma del honor. Lo dice su propia cartilla y Reglamento desde 1844, año de su fundación: “El honor ha de ser la principal divisa del Guardia Civil, debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás”. También debe ser prudente sin debilidad, firme sin violencia y político sin bajeza”. 

   Y así debió ocurrir, cuando en cierta ocasión, yendo el general Narváez, a la sazón jefe del gobierno, camino del teatro en coche de caballos, embocó una calle por cuyo paso estaba encargado de prohibir el tránsito un guardia civil. Mandó detener el carruaje el guardia, y de inmediato Narváez, irritado, exige se le franquee el paso, sin que el guardia ceda ante el imperio del general. 

   Pide pues el Presidente al agente su nombre y al día siguiente hace llamar a su despacho al duque de Ahumada, jefe del guardia. Narváez le ordena el inmediato traslado del atrevido guardia, pero el duque, tranquilo, deja su bastón sobre el escritorio del Presidente y contesta:
   ─No haré tal cosa, pues el guardia no hizo sino cumplir con su deber; ahora bien, ahí está mi bastón de mando; quien me suceda que ordene el traslado.
   A lo que el espadón, entregando un cigarro al duque, responde:
   ─Tome, déselo al guardia de mi parte, y usted recoja su bastón; nadie es más digno que usted para llevarlo.



   Pero no crea el lector que siempre entre militares se solucionaban las cosas de forma tan pacífica. En 1837 se dirimieron unas afrentas mediante un duelo, cosa nada rara durante aquel siglo. Todo vino a cuento de las invectivas que el general Seoane dirigió en Las Cortes contra los oficiales rebeldes que en Aravaca exigieron el cese del ministerio Calatrava.

   Había sido el doceañista Calatrava elevado a la cumbre del gobierno tras los sucesos de La Granja de San Ildefonso un año antes, pero las cosas no estaban yendo bien en España; y en tiempos tan revueltos, generales unas veces, oficiales otras, hasta sargentos en ocasiones protagonizaban asonadas, desplantes o insumisiones capaces de cambiar el rumbo de la Nación. Fueron en esta ocasión los oficiales de Guardia quienes exigieron el cese de Calatrava que, impopular, como fruto maduro, estaba a punto de caer. La reina gobernadora cedió, Calatrava cesó en el cargo; pero don Antonio Seoane, Capitán General de Castilla la Nueva, diputado y diestro, según era fama, en el manejo de la pistola, que no supo o no quiso estar callado, se fue de la lengua:
  ─Merecerían, por su cobardía, arrastrar grilletes los oficiales rebeldes.

   Ofendidos los oficiales, una treintena de ellos se reúnen en el café Lorenzini(1) de Madrid, donde deciden exigir satisfacción del ofensor. Lo sabemos con detalle, pues el general Córdova en sus “Memorias Íntimas” hace un extenso relato de lo sucedido, al ser testigo de los hechos.

   Acuerdan, pues, que sean tres los oficiales que se enfrenten al general y por sorteo determinan el orden, siendo don Joaquín del Manzano el primero al que toca en suerte ponerse frente al experto Seoane. Tras nombrar padrino al entonces coronel Córdova, se dirige éste al encuentro de Seoane, que acepta el reto de los oficiales, nombra sus padrinos y convienen que el desafío se celebre en el camino del Pardo, más allá de la Puerta de Hierro.

   Se decide que el duelo sea a pistola y como Seoane es experto tirador, para equilibrar el combate, se cargan ambas armas, pero sólo una de ellas con bala. Empeñado el general en que sea Manzano quien elija arma, Córdova se niega por ser él quien las ha cargado y ser padrino de éste. Momentos antes del desafío, el general pide a Córdova que se acerque.
   ─Si muero, Manzano está perdido; esta misma noche será hombre muerto por mis partidarios, y no lo puedo permitir. Tome este pasaporte, le facilitará la marcha hasta su regimiento, también entrégele mi caballo y además déle esta bolsa con 25 onzas.
   ─Acepto el pasaporte, mi general, y le doy las gracias, en mi nombre y en el de don Joaquín, pero el caballo se lo daré yo si hace falta y el dinero sus amigos que aquí estamos.

   Instantes después, ambos hombres con las pistolas en alto se apuntan. Dos armas y una sola bala. Al grito de tres, se oyen dos disparos. Seoane se derrumba como árbol sin raíz. Todos piensan que está muerto. Corren hacia él. Vive. Se incorpora, aunque está mal herido. Pide que se carguen de nuevo las armas, pero Córdova se niega. Igual hacen los padrinos del general. Seoane, herido y rabioso clama:
   ─Lo que dije en las Cortes no lo retiro, lo ratifico palabra por palabra.
   Si así lo quiere Seoane, dicen los oficiales insultados, esperarán la recuperación del general para batirse de nuevo. Pero al fin, la razón se impone. Desisten los oficiales a nuevos duelos y don Antonio Seoane, aún convaleciente en el lecho, al saberlo, retira sus palabras.
    Es el final feliz de un duelo que puedo terminar en tragedia.

  No pudieron decir lo mismo otros militares, cuyas vidas acabaron ante un pelotón de fusilamiento.
   En 1841, Narváez desde Andalucía, O’Donnell en Pamplona; de la Concha, Pezuela y Diego de León, en Madrid; Borso di Carminate, desde Aragón preparan el asalto al poder que Espartero ostenta. De los conjurados un grupo de los conspiradores asalta el Palacio Real. Tienen la intención de apoderarse de la reina Isabel, aún niña. Fracasan. Muchos huyen. Diego de León no lo hace. Detenido, ante el pelotón de granaderos, en un rasgo de dignidad y valentía gritará: “No muero como traidor” y dirigiéndose a sus verdugos: “No tembléis, al corazón”.

   Cinco días después, en Vitoria, el 21 de octubre, otro de los implicados, don Manuel Montes de Oca, antiguo ministro de Marina, desde su celda, aún dio una vuelta de tuerca más al espíritu romántico en su ejecución ante los fusileros: quiso el marino supervisar los preparativos de su propia ejecución y pidió permiso para gritar un “Viva la Reina” y mandar el pelotón que debía ejecutarle. Lo primero le fue concedido, pero en lo segundo el capellán se negó. Aducía el clérigo que gritar “fuego” el propio condenado constituiría un suicido que la religión consideraba pecado mortal, y se negaba a absolverlo en su confesión. Mas la hora de la ejecución se aproximaba inexorable y al fin llegaron confesor y reo a un acuerdo. Frente al pelotón que lo va a ejecutar, llegado el momento, Montes de Oca grita: “Granaderos, no os mando hacer fuego, no por falta de valor, sino porque la religión me lo prohíbe. Caballero oficial, cumpla con su deber”.

(1) El Café Lorenzini luego se llamaría de Columnas, más tarde de Londres, aún después de Puerto Rico, y hoy, en el número 3 de la Puerta del Sol, dicho bajo muestra el rótulo de una cadena de perfumerías.

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