EL ZAR QUE MURIÓ COMO UN CÉSAR

   El 17 de noviembre de 1796 yacía moribunda en su lecho Catalina II, cuando su hijo, el gran duque Pablo, el ministro Alejandro Bezborodko y el Procurador General Samoilov, penetraron en el despacho de la emperatriz contiguo a la alcoba de la agonizante. Buscaban algo.

   En los últimos tiempos los rumores que avisaban de la intención de la emperatriz de nombrar a su nieto Alejandro sucesor se habían hecho muy intensos. Cuando no se hablaba de un documento, se esperaba el momento en el que Catalina lo anunciara. Aunque nada era seguro, todo era posible. Se conocía también el desprecio que sentía la emperatriz por su hijo, al que consideraba incapaz, heredero de las mismas obsesiones de su padre Pedro III(1), de cuya muerte el hijo acusaba a su madre a la que aborrecía con recíproca aversión.

   Hechizado por la figura de Federico II, como lo estuvo su padre; cautivado por Prusia y todo lo alemán, y fascinado por la disciplina militar que imponía a fuerza de látigo, su madre Catalina lo había reducido a dirigir su pequeño imperio en Gatchina, un feudo próximo a San Petersburgo, en el que desde su palacio(2) sometía unas cinco mil almas y dirigía con puño de hierro una tropa de rusos disfrazados a la usanza prusiana.

   Y desde Gatchina había acudido a la capital el gran duque Pablo, temeroso, sin la certeza de si a la muerte de la Semíramis del Norte, sería él o su hijo Alejandro el nuevo amo del imperio ruso. Pero ahora ya lo sabía: sería él. Allí, en el despacho de su madre, ella en su dormitorio sin apenas pulso, había descubierto el documento causa de su temor y sus desvelos. Atado con una cinta en el escritorio de la zarina lo habían encontrado él y sus compañeros fisgones. Podía leerse por su exterior: “Para abrir después de mi muerte, en el Consejo”. Y sin pensarlo dos veces fue arrojado al fuego de la chimenea.

   Sin mandato especial, muerta la zarina, todos, también Alejandro, se inclinan ante el gran duque, ya de facto el nuevo zar Pablo I, del que muchos saben como piensa, pero no han visto actuar.

   De inmediato restituye y colma de honores a cuantos su madre condenó. Fieles cortesanos que se pondrán agradecidos a sus plantas. Y con la misma prisa castiga a los fieles de la emperatriz muerta, pero no a todos. Su retorcida mente guarda alguna sorpresa. Había sido el joven Platón Zubov el último de los innumerables favoritos de Catalina. Desaparecida su amante, quedaba desamparado y expuesto al mismo odio que Pablo sentía por su madre. Nada esperaba y, receloso, aguardaba su incierto destino, cuando se vio colmado de todo tipo de bienes: a petición del emperador mantiene su puesto de edecán y, acompañado de la zarina María Feodorovna, lo visita en el palacio que le ha ofrecido a orillas del Neva. Sorprendido, pero complacido, el antiguo favorito de Catalina no conoce bien a Pablo. Apenas comienza Zubov a saborear las mieles de su nuevo estado, recibe el hachazo. Sin previo aviso, se le destituye de todo cargo y privilegios, se le embargan todos sus bienes, y se le expulsa de Rusia.

   Más cruel si cabe es el trato que dispensa a Alexis Orlov. Hermano de Gregori, uno de los primeros favoritos de Catalina, fue aquél quien comunicó a Catalina la muerte violenta de su esposo Pedro III, mientras se encontraba confinado en la prisión de Roptcha, tras el golpe dado por Catalina con la ayuda, precisamente, de los hermanos Orlov. El día del juramento, el viejo Alexis, enfermo, no acudió a la ceremonia. Se le obligó, entonces, a firmar una declaración de sumisión al nuevo zar.

   Un mes después, con una temperatura de 18 grados bajo cero, en el cortejo fúnebre con los restos de Catalina, junto con los exhumados de Pedro III, a quien Pablo, creyó muerto por la voluntad de su madre, Pablo exigió a Orlov encabezar el cortejo. Obligado a levantarse, tuvo que vestir sus mejores galas y  sostener con sus manos el cojín sobre el que llevar la corona de Pedro III.

   Comenzaba el reinado de un zar excéntrico, obsesionado por la milicia y admirador de todo lo prusiano. En palacio prohibió las corbatas, los cabellos sueltos, los vestidos vaporosos. Todo eran polainas, guantes, sequedad en el trato. En todos veía un soldado en potencia. Impuso los castigos físicos, y sin embargo tenía un marcado sentimiento religioso. A veces sus intenciones para con el pueblo parecían de un paternalismo demencial, como cuando en una de las paredes de palacio decidió abrir un buzón para que el pueblo depositara sus peticiones. Todas las mañanas era él, único poseedor de la llave de la estancia en la que caían las cartas de sus súbditos, quien accedía a dicha sala para revisarlas.

Sello de correos con el escudo imperial ruso.

   Pero en realidad Pablo I era un déspota, que era más temido que amado. A su hijo, el gran duque Alejandro lo menospreciaba con frecuencia; a su nuera, la gran duquesa Isabel, tampoco la apreciaba. Estaba convencido el zar de que la gran duquesa trataba de influir en Alejandro en su contra, ser infiel a su esposo y ser su hijo fruto del engaño al gran duque con algún amante. Su comportamiento con los subalternos tampoco era ejemplar: en cierta ocasión hizo azotar a un oficial del ejército, encargado del aprovisionamiento de la cocina de palacio, por no resultar a su juicio aceptable una sopa. Y no sólo eso, se encargó él de facilitar la vara con la que administrar el castigo y presenciarlo el mismo. Cuando en otra ocasión mandó encarcelar a un hombre, el gran duque le observó la injusticia, pues la falta era de otro. Sin hacer caso, ordenó se detuviera al culpable y ambos compartieran la celda.

   Si sobre cualquier servidor la arbitrariedad del emperador era posible, en la de los cortesanos y miembros de sus gobiernos era segura. San Petersburgo vivía amedrentada por las ocurrencias del zar Pablo, que se creía infalible, ayudado por consejeros a los que creía fieles, pero que lejos de serlo conspiraban contra él. Ya en 1800, el almirante Ribas, español nacido en Nápoles, pero naturalizado ruso, héroe naval, almirante, fundador de la ciudad de Odessa, al caer en desgracia y ser alejado de San Petersburgo, entra en inteligencia con el conde Panin y el conde Pahlen. Conspiran, pero Rivas enferma y fallece; Panin también es destituido de sus cargos y Pahlen, queda solo. Solo, pero determinado a no seguir el camino de otros.

   Para asegurarse el éxito, Pahlen acude al gran duque Alejandro, tantas veces despreciado por su padre y ahora incluso en riesgo de perder sus derechos sucesorios: “Dentro de poco me veré obligado a cortar cabezas que me son muy queridas” le cuenta Pahlen haber oído decir al zar. Duda Alejandro, en pugna su conciencia entre su ambición y el deber filial, aunque lo sea por un padre al que no ama, pero Pahlen lo tranquiliza: no habrá sangre, sólo es precisa su abdicación y que pueda ser feliz en algún lugar, como lo fue en Gatchina. Son muchos los implicados: Platón Zubov, el último amante de Catalina y por serlo, tan perjudicado por Pablo, sus hermanos, el general Bennigsen, héroe militar y hasta una cincuentena de oficiales importantes del ejercito apoyan el plan. Y Alejandro acepta.

   La noche del 23 de marzo de 1801, el zar Pablo duerme en su alcoba. Avanzada la madrugada, el puente levadizo del castillo Miguel es bajado por los centinelas concertados con los golpistas, que penetran en el palacio y ascienden por las escaleras. Mientras el conde Pahlen, cerebro del golpe, pero que no quiere ser ejecutor material del mismo permanece fuera con parte de la guarnición, el general Bennigsen alcanza el dormitorio del zar, que es guardado por dos ujieres. Uno de los guardias grita alarmado. De poco sirve. El filo de un sable ahoga el grito del sirviente, pero no lo bastante como para no despertar al zar, al otro lado de la puerta. Pablo, asustado, salta del lecho y busca donde esconderse. Aterrado, cree encontrar refugio. Al poco son abiertas las puertas y un torbellino de gente penetra en la alcoba del zar. Registran la estancia. Zubov encuentra la cama imperial vacía. Crece el temor entre los conjurados. El zar ha huido, piensa; pero Bennigsen, apartando las hojas de un biombo, encuentra al emperador acurrucado en un rincón descalzo y en camisón. De esa guisa, lo llevan a la mesa, le muestran un documento y le entregan una pluma.
   ─Majestad, no debe temer por su vida. No venimos a hacerle daño. Estamos aquí para obtener su abdicación─, le dice Bennigsen.
   Pero Pablo, temeroso al principio, hace acopio de valor y se resiste.
   ─No firmaré, no lo haré.
    Los conspiradores dudan, pero sólo un instante; lo empezado no tiene vuelta atrás. Alguien, impaciente, arroja un objeto sobre el emperador, le hiere. La vista de la sangre exacerba los ánimos. Cunden los golpes sobre el zar Pablo. Otro, con el fajín del zar intenta estrangularlo. Cuando llega Pahlen, contempla el panorama: el zar ha muerto. Y al abandonar las habitaciones imperiales se enfrenta a los pocos guardias de palacio aún fieles a Pablo. Les habla: “El zar ha muerto como resultado de una apoplejía. Tenemos un nuevo soberano. El emperador Alejandro”.

   Alejandro vive en el castillo Miguel. Sin saber lo que pasaba, ha escuchado gritos, ruidos, más voces y por fin silencio. Al corriente de lo que debía suceder, desconoce lo que ha ocurrido, hasta que se presenta el conde Pahlen.  El silencio de éste le revela la tragedia. Y Alejandro llora como un niño, hasta que el conde lo saca de su conmoción.
   ─No es tiempo de lágrimas, majestad. Sois el emperador y fuera hay una tropa ante la que debe presentarse, y ser aclamado. Y asomándose al patio del castillo Miguel, Alejandro anuncia la muerte de su Padre por una apoplejía, mientras recibe los vítores de la guarnición. Rusia tiene un nuevo zar.

(1)  En realidad el presunto padre del futuro Pablo I fue Sergei Saltikov, nombrado chambelán de la corte por la emperatriz Isabel, con los inconfesables fines de seducir a la gran duquesa, o ser seducido por ella. Tanto daba una cosa como la otra, pues Catalina, tras cinco años de matrimonio, y a lo que se veía, sin visos de que fuera a ocurrir en el futuro, por el “poco interés” del gran duque, todavía no había dado descendencia al imperio.

(2) El palacio había sido regalado por la emperatriz Catalina a su favorito Gregori Orlov. A su muerte, lo recuperó de los herederos de aquél y lo cedió a su hijo el gran duque Pablo.
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L’INCONSTANT

   En abril de 1814 Napoleón Bonaparte está en Fontainebleau. Ha llegado allí desde París. La capital había caído y el futuro de Napoleón por primera vez en mucho tiempo no dependía de él; o mejor dicho no dependía de él si vivía. Según las memorias de Caulaincourt, la noche del  12 al 13 de abril, Napoleón intentó suicidarse con veneno. Esa noche su mayordomo al escuchar gritos en la alcoba de Napoleón, entró alarmado y viéndolo entre estertores de agonía, llamó al doctor Yvan, que le provocó el vómito y salvó la vida de Bonaparte. Al día siguiente, resignado, firmó su abdicación. Sus enemigos habían decidido, no sin cierta generosidad propia de quien ostenta el poder y dadas las circunstancias, concederle el control de un pequeño principado creado para él en la isla de Elba, y unas rentas anuales de dos millones de francos, que nunca le fueron pagados.
    
                                                        *

   En Elba, Napoleón parece feliz. Un carácter emprendedor, una mente activa y una inteligencia clara serán un gran beneficio para la isla. Reforma los cuarteles y las murallas de la isla, hace que se adoquinen  varias calles y arbolen muchas avenidas, se construye una fuente de agua potable, un hospital, un teatro, inaugura un servicio de recogida de basuras; en el campo se plantan viñas y muchos cultivos se benefician del sistema de regadío construido; a sus habitantes, poco más de once mil, de su propio peculio, hace donaciones de dinero y a la biblioteca de Portoferraio, de gran cantidad de libros; y ello en menos de diez meses.

   Pero por esas mismas condiciones personales, Napoleón no puede permanecer confinado permanentemente. Es cierto que sólo dispone de una guardia de seiscientos hombres, que la mayor parte de los políticos y generales que estuvieron a su lado, sirven ahora a Luis XVIII, último miembro de la dinastía odiada por Napoleón.  Pero su voluntad es inquebrantable y la necesidad acuciante. La ilusión de que Francia desea su regreso y la sospecha de que en el Congreso de Viena se decida su exilio a Santa Elena, acelera los acontecimientos.

   Embarcado en L’Inconstant, sorprendente nombre para el barco en el que Napoleón va a iniciar su última campaña apoyado en traidores e inconstantes personajes, fieles a él por segunda vez, después de haberlo sido entremedias al Borbon Luis XVIII, desembarca en Golfe-Jean el 1 de marzo de 1815. Al poco llega el primer tropiezo: tropas realistas, en número muy superior a los pocos que acompañan a Bonaparte, le cortan el paso. Napoleón da un paso al frente y descubriéndose, reta a los soldados que le hacen frente:
   ─Aquí está vuestro emperador. ¡Soldados!, ¿os atreveréis a dispararle?
    Ninguno se atreve a hacerlo, y todos se unen a él, iniciando la marcha hacia París. Ni siquiera el general Ney, uno de los más inconstantes en sus lealtades, antiguo general napoleónico, ahora fiel a Luis XVIII,  que al conocer el desembarco de Napoleón en suelo francés había prometido a su nuevo amo que capturaría a Napoleón  y se lo presentaría “en una jaula de hierro”, pudo cumplir su palabra. Ver a Napoleón y ponerse a su servicio es una misma cosa. 


   Conforme avanza Napoleón hacia París, como él mismo dijo: volando de campanario en campanario hasta las torres de Notre Dame, Francia se indigna al principio, se preocupa después y ya, las vísperas de su entrada en París, con el Borbón huido, se alegra o teme, quién sabe, por la presencia de Bonaparte. Lo demuestran los periódicos de aquellos días, que al conocer la llegada de Napoleón escriben sobre el desembarco del “monstruo”, para poco después referirse a él como general Bonaparte y al fin, dar la noticia de la entrada de su Majestad el emperador en París.

   Los aliados del Congreso de Viena se aprestan a la lucha, igual hace Napoleón; pero mientras aquellos reúnen ochocientos mil hombres, Bonaparte forma un ejército de unos trescientos mil, y parte de él debe permanecer en Francia sofocando los disturbios que Wellington promueve en la Vendée. Aun así, el ejército francés es temible y pronto medirá sus fuerzas en Bélgica, en una desconocida llanura cuyo nombre pasará a la historia, Waterloo.

                                                         *

   Mucho se ha hablado de los movimientos, posiblemente equivocados de algunos de los generales de Napoleón, de Ney y sobre todo de Grouchy, que en persecución del ejército del mariscal Blücher, dejó a Napoleón abandonado a su suerte, volviendo el prusiano en ayuda de Wellington.

   Si fue decisivo o no el error de Grouchy, es materia sobre la que mucho se ha especulado. Igual se puede hacer sobre lo que hubiera podido suceder de ser el conde Augusto de Ornano, otro general, quien hubiera estado al mando de ese cuerpo de ejército. Y es que el conde había sido designado por el ministro de la guerra Louis Nicolas Davout por su brillante hoja de servicios; pero siendo más antiguo en la carrera el general Bonet, se creyó éste con más derechos, y reclamó para sí el destino. Queriendo apuntalar su pretensión con el favor de Napoleón, trató de manchar el nombre del conde con maledicencias. (1)  El resultado no podía ser otro. Se notificó a Ornano el cese, al tiempo que llegaban a sus oídos noticias de las injurias contra él proferidas por Bonet. El conde pidió explicaciones. Bonet no se las dio, y poco después estaban ambos, excelentes tiradores, empuñando sus pistolas uno frente al otro. De nada sirvieron los ruegos de María Walewska para que el conde desistiera, incapaz de comprender que desistir lo convertía a los ojos de los demás y a los suyos propios en un cobarde.

   Apuntándose los dos hombres, abrieron fuego y resultaron heridos. Si un duelo pudo cambiar la historia, nadie lo sabrá. Ni Bonet, ni Ornano, que se recuperaban de sus heridas en un hospital estarían en Waterloo al lado de Napoleón. Sería Grouchy a quien correspondiera ese “honor”.

(1) El conde Augusto de Ornano había conocido a María Walewska, la amante polaca de Napoleón, cuando éste le encargó atenderla en sus necesidades al llegar a París. Discreto y prudente en su devoción por María siempre, muerto el conde Walewski y casado Napoleón con María Luisa de Austria y confinado en la isla de Elba, Ornano le ofreció matrimonio, que María aceptó, si bien, con el retorno de Napoleón a Francia, los preparativos del enlace quedaron en una especie de confusa pausa.

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EL XIX. A TIROS

   Apenas habían transcurrido poco más de tres meses desde que Narváez fuese despedido del gobierno y llamado de nuevo a él un día después, tras el relampagueante mandato del conde Clonard, cuando se produjo en el parlamente un gran escándalo.

   Ya don Luis José Sartorius, conde de San Luis y por entonces ministro de la Gobernación, el día 28 de enero de 1850 había pronunciado palabras premonitorias: “Vosotros no buscáis la discusión. No queréis discutir; queréis escandalizar”. Si fue este discurso suyo un presentimiento de lo que iba a suceder o una incitación a que sucediera lo que deseaba que ocurriera es difícil saber, pero sí que sin tardanza, en la sesión del día siguiente acontecieron hechos de consecuencias gravísimas.

   De hechos “tristísimos” calificó El Heraldo del día 30 de enero lo ocurrido la víspera en Las Cortes. Y añadía este diario que lo visto eran “escenas que rebajan el decoro del parlamento, que emponzoñan el brillo de las instituciones, que hacen perder al país la fe en las ideas de libertad, que dan armas poderosas, argumentos formidables a los partidarios del despotismo”. En parecidos términos se expresaron “El Clamor público” o “La Nación”.

   Aquel día 29 de enero continúan los debates sobre los presupuestos del Estado. Es ministro encargado de las cuentas públicas el prestigioso hacendista don Juan Bravo Murillo, mas no es él el protagonista de los debates, sino los diputados de la oposición don Luis González Bravo y don Antonio Ríos Rosas. A cuenta de unos reproches relacionados con los apoyos necesarios para el gobierno, se escuchan las palabras “infame apostasía” pronunciadas por Ríos Rosas. Tienen que ver con la actitud de aquél en 1843, cuando por el asunto de la firma de la reina Isabel,  para la disolución de las Cortes, Olózaga fue censurado y González Bravo encumbrado a la presidencia del gobierno.

   Pide, pues, explicaciones González Bravo a Ríos Rosas. Quiere saber aquél si es a él a quien, sin nombrarlo, se refirió en la víspera, y como el señor Ríos Rosas se mostrara ambiguo en su respuesta, se enzarzan en acre discusión. Excelentes parlamentarios los dos, de nada sirven sus dotes oratorias. Truena la voz del rondeño sobre un González Bravo, que haciendo honor a su apellido no se achica. Perdidas las formas, a los gritos de los contendientes, se suman los del resto de los diputados. La algarabía es enorme y el presidente, señor Mayans, tiene que intervenir para interrumpir el lamentable espectáculo.

Inaugurado en 1839, cuando Isabel II contaba nueve
años, Lhardy era el restaurante mas elegante de
 Madrid. Por sus salones y reservados  pasaron la 
propia reina, el marqués de Salamanca y los 
más distinguidos personajes de la época.

   Pero el caso no ha hecho sino comenzar. Se presentan ante el diputado Ríos Rosas los padrinos de González Bravo. Son estos el general Blaser y don Julián Romea, el famoso actor. Nombra, entonces, el rondeño a los suyos, los también diputados don Fermín Gonzalo Morón y don Francisco García Hidalgo, y se dispone la celebración del duelo.  Aunque media el general Pavía, que intenta disuadir a los duelistas de la locura de su propósito, nada consigue, y los señores González Bravo y Ríos Rosas tantas veces enfrentados por la palabra se verán las caras esta vez en el campo del “honor”. En un primer momento son sables las armas elegidas, pero finalmente se pacta que el duelo sea a pistola. Así las cosas, frente a frente los tiradores, corresponde a Ríos Rosas disparar primero, que yerra el tiro. Igual ocurre con el primer disparo de González Bravo. Pero en el segundo disparo de Ríos Rosas, la bala penetra por debajo del brazo de su oponente. González Bravo se desploma y queda inánime en el suelo. Todos creen que ha muerto. Ríos Rosas está afectadísimo. Un gran pesar le embarga, que apenas se atenúa al saber que González Bravo vive.  Arrepentido, acude ante el Presidente del Congreso, solicita intervenir para dar cumplida respuesta a las demandas del herido por él, a satisfacer las explicaciones solicitadas y negadas. La herida es grave, pero los doctores Obrador, Sánchez de Toca y Bastarreche, exploran la herida, y al fin, tras dormir al herido con cloroformo, logran localizar y extraer la bala.

   Pero ya nada será igual entre ambos hombres cuyas carreras políticas se prolongarán durante años.  Nunca González Bravo perdonó a Ríos Rosas. Siempre lo culpó de intentar matarle. Y como una jugarreta del destino, quince años después, siendo González Bravo ministro de la Gobernación, decide las cargas de la Guardia Civil en la luctuosa Noche de San Daniel. El debate que sobre los sucesos se produce en Las Cortes enfrenta de nuevo a González Bravo y Ríos Rosas. La acritud en los parlamentos viene acompañada de la gran altura dialéctica de la que son capaces ambos colosos de la palabra; pero el verbo no es suficiente para calmar los ánimos. Coinciden horas después en Lhardy los inveterados enemigos. Y vivo el recuerdo pese a los años transcurridos y caliente la sangre por lo dicho poco antes, de nuevo se retan. En el mismo restaurante, a la vista de todos, poniendo a todos en peligro, Ríos Rosas y González Bravo apuntan sus armas y disparan. Ríos Rosas fallando deliberadamente, mucho pesaba en su conciencia lo vivido tres lustros antes; González Bravo tratando de herir, pero por su mala puntería errando un tiro que ni alcanzó a su oponente ni a ninguno de los cliente de famoso restaurante.
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El XIX. LA NOCHE DE SAN DANIEL

   Al comenzar el año 1865 eran muchos los problemas de la Nación. Santo Domingo, que había vuelto cuatro años antes a la soberanía española por petición propia, tanto por la pretensión de sus dirigentes por conservar sus empleos, como en busca de protección frente a la vecina Haití o los Estados Unidos, luchaba ahora contra su protector en una guerra que agotaba los recursos españoles. Igual ocurría en el Pacífico donde buques españoles habían ocupado las islas Chinchas y, mientras la tensión crecía en la región, el gobierno enviaba al mando de lafragata Numancia al almirante Méndez Núñez. Es fácil comprender, que la situación del erario público fuese de extrema precariedad.

   Gobierna en esos tiempos el general Narváez y dirige la Hacienda Pública el ministro Barzanallana. Propone éste, al que la necesidad obliga, un empréstito forzoso de seiscientos millones de reales, pero la medida no es bien vista por los contribuyentes, que encuentran el apoyo de la oposición, y el ministro acaba retirando la propuesta y dimitiendo. Es entonces cuando surge de la reina una propuesta que Narváez se encarga de anunciar con teatral solemnidad. El 20 de febrero hay sesión en la Cortes. Cuando accede el duque de Valencia al atril, informa a los diputados de la oferta hecha por la reina. En un tono de inmoderado enaltecimiento, fácil de confundir con la adulación,  habla de cómo, viendo la crítica situación de necesidad de la Nación, le dijo la reina que no podía desentenderse de realidad tan alarmante y decidía poner a disposición de la Hacienda Pública determinados bienes del Patrimonio Real para su venta y alivio de las cuentas públicas(1). No terminan aún las lisonjas a la reina y manifestaciones de bondad del proyecto. Llegado el momento de votar, el diputado murciano don Lope Gisbert, en un último gesto de coba a la reina, propone que se redacte un mensaje de adhesión a la soberana, en agradecimiento a la liberalidad demostrada para con la Patria. Compara a Isabel II, con la que, llevando el mismo nombre, pero el ordinal primero, hizo entrega de sus joyas para financiar las expediciones colombinas. Todo ello se vota, y propuesta y redacción del mensaje se aprueban.

   Pero la aparente armonía parlamentaria se ve rota apenas cinco días después. El día 25, en el periódico “La democracia”, don Emilio Castelar publica un artículo en que devalúa “el rasgo” de la reina. Más que una liberalidad de la reina, ve Castelar el proyecto como una rapiña, un expolio a la Nación para, con el pretexto de la necesidad que de caudales precisa España, atender las propias y caprichosas necesidades reales: “Sólo de esta suerte ─escribe Castelar─ se concibe cuanto ha pasado aquí; la improvisación del proyecto; el sacrificio de Barzanallana; la retirada del anticipo; la presentación como un donativo al país de aquello mismo que del país es propiedad exclusiva; el entusiasmo de una mayoría servil y egoísta...”, para terminar concluyendo: “Vease, pues, si tenemos razón; véase si tenemos derecho para protestar contra este proyecto de Ley que, desde el punto de vista político, es un engaño; desde el punto de vista jurídico, una usurpación; desde el punto de vista legal, un gran desacato a la ley; desde el punto de vista popular, una amenaza a los intereses del pueblo (...)".

                                                           *

   Cierto era que las fincas objeto de la enajenación eran de la Nación, pero no menos cierto que de las mismas el usufructo era de la corona, y que, habiéndose reservado ésta las más valiosas y los tesoros artísticos del país, permitía la venta de las que sin producir rentas, sólo exigían gastos para mantenerlas. Que resultara beneficiada la reina con la cuarta parte del importe de la venta resultaba para Castelar, y para los que con su artículo abrieron los ojos, un enorme escándalo.

                                                          *

   El gobierno reacciona indignado. Ordena a don Juan Manuel Montalbán, Rector de la Universidad, abrir expediente promoviendo la expulsión de Castelar de su cátedra de Historia; pero negándose el Rector a ello, presenta la dimisión al ministro de Fomento, a cuyo cargo está la educación.

Emilio Castelar. Museo de Bellas Artes de San Fernando. Madrid.

   Apreciado el gesto del rector Montalbán por los estudiantes, quieren estos, en desagravio, ofrecer a don Juan una serenata ante su domicilio. Piden, pues, permiso al gobernador civil de Madrid don José Gutiérrez de la Vega, que lo da, pero justo antes de la reunión, revoca el gobierno el permiso y los estudiantes, contrariados, ante las puertas del gobierno civil, orquestan una sonora pita.

   El lunes, día 10 de abril, festividad de San Daniel, toma posesión como nuevo rector don Diego Rodríguez de Bahamonde y Jaime, marqués de Zafra, afín, como es de suponer, al pensamiento del gobierno. No gusta al estudiantado el nombramiento. Los ánimos están caldeados. Al salir el nuevo rector a la calle es recibido por los estudiantes con silbidos. Llueven sobre el marqués “pelotillas de papel y huevos frescos”. Requerida la fuerza pública, disuelve ésta a los alborotadores, que por la noche se concentran en la Puerta del Sol, frente al Gobierno Civil. Son muchos los manifestantes, y aún parecen más por los transeúntes que por lugar tan concurrido discurren y por los curiosos que se dan cita en la plaza. Nada de esto detiene a González Bravo, ministro de Gobernación, hombre propenso al autoritarismo y al empleo de medidas contundentes. Por su orden irrumpe en la plaza, sable en mano, la guardia civil a caballo. La confusión es absoluta, la desbandada general, las cargas en la Puerta del Sol y calles adyacentes indiscriminadas. En la misma plaza fue muerta una señora francesa y un anciano, que resultó ser antiguo guardia civil; un empleado público, Ildefonso Nava, cayó en la calle de Arlabán; en la de Carretas un balazo alcanza a un escribano de apellido Mota, que se hallaba en un balcón; más de una decena de muertos, incluido un niño de nueve años, y unos doscientos heridos es el trágico balance de la sangrienta noche de San Daniel.

   Al día siguiente, se reúne el Consejo de Ministros. Una víctima más, tras los luctuosos acontecimientos de la víspera, va a extender el luto en momentos de tan grande pesar: discuten lo acontecido la noche anterior los ministros de Gobernación, señor González Bravo, y de Fomento, el veterano don Antonio Alcalá Galiano. Muy afectado debía estar el anciano don Antonio, pues, repentinamente sufre un fulminante ataque de apoplejía que, dejándolo sin conocimiento, apenas le ha dejado tiempo para musitar una fecha, 10 de marzo.

                                                       *

   Tal día del año 1820 había dejado huella en la vida de Alcalá Galiano; y ahora, cuando don Antonio, un anciano de 75 años, es responsable del ministerio que ha dejado mudas las gargantas de Castelar en su cátedra y de Montalbán en el rectorado;  de un gobierno censor de quien escribiera contra el trono, la religión, la propiedad y la familia en palabras de Lafuente, aquella fecha  aún no se había borrado de su memoria. Porque aquel día, en otra plaza, la de San Antonio de Cádiz, concurrida por el pueblo deseoso de ver la proclamación de la Constitución de 1812, tropas leales a Fernando VII, irrumpieron en la plaza sembrando terror y muerte, y don Antonio Alcalá Galiano estaba allí, entre el pueblo.

                                                       *

   Trasladado a su casa, nada pueden hacer los médicos por el antiguo liberal, y sobre las 5,30 de la tarde muere el ministro de un gobierno desacreditado e impopular.

   El clamor en contra del gobierno es imposible de enmudecer y Narváez acaba dimitiendo. Una vez más, otro espadón, Leopoldo O´Donnell le sustituirá, y los acontecimientos se producirán vertiginosamente: Isabel II será cuestionada, las intentonas antimonárquicas se sucederán, y el camino hacia la revolución será imparable.

(1) Pero esos determinados bienes dispuestos para su enajenación no comprenden, claro está, y así se expresa en el artículo 1º del proyecto, el Palacio Real, con sus caballerizas, cocheras y demás dependencias, los Reales Sitios de Aranjuez, San Ildefonso, El Pardo y San Lorenzo; los reales sitios del Buen Retiro, la Casa de Campo y la Florida, los palacios de Barcelona, Valladolid y Palma de Mallorca, y el Castillo de Bellver; el Real Museo de Pinturas y Esculturas, la Armería Real, la Alhambra y el Alcazar de Sevilla y el patronato del monasterio de las Huelgas y del convento de Santa Clara de Tordesillas. Todos estos lugares quedaban perpetuamente ligados al Patrimonio de la Corona.

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