DE LOS LIBROS

   Es posible que la siguiente entrada, a quienes hayan seguido habitual o intermitentemente este blog, les resulte extraño que en sentido estricto no se ocupe de la historia, como invariablemente ha sucedido en las más de trescientas entradas publicadas hasta el día de hoy.

   Pero uno de estos días pasados, al comprar un nuevo libro, gracias a que la moda del plástico como envoltorio comienza a resultar políticamente incorrecta, ecológicamente insostenible y económicamente gravosa para el usuario, he llevado mi nuevo libro envuelto en un antiguo y ya casi olvidado papel de estraza, en el que impreso en su lado brillante, además del nombre del establecimiento, con las distintas direcciones donde el propietario desarrolla su actividad de librero, vienen escritas, en una sucesión sin fin, una retahíla de frases de personajes históricos referidas a la bondad de los libros y los beneficios que su lectura nos proporciona.

   De los libros, ya antes otros lo dijeron casi todo, y de qué manera. Son tantas las frases dichas o escritas sobre ellos, desde las más poéticas hasta las más prosaicas, desde las más sublimes a las más mundanas,  que poco importa lo que este habitual comprador de libros, empedernido lector y escribidor ordinario de lo poco que ha aprendido leyendo, pueda decir de bueno sobre ellos.

   D’Amicis, diputado y escritor infantil italiano, dijo que el destino de muchos hombres depende de que haya habido una biblioteca en su casa paterna.  Para quienes no hayan gozado la biblioteca familiar dicha por D’Amicis, cabe el recurso de ser uno mismo quien la forme, pues sus beneficios serán muchos. Así debía pensarlo Benjamín Franklin, el científico e inventor norteamericano, cuando afirmaba que gastar dinero en los libros es una inversión que rinde buen interés.

   Y es que aunque algunos libros, como dijera Goethe, no parecen escritos para que la gente aprenda, sino para que se enteren los demás de que el autor ha aprendido algo, siempre hay uno, así lo pensaba Larra, que por grandes y profundos que sean los conocimientos de un hombre, el día menos pensado encuentra en el libro que menos valga a sus ojos, alguna frase que le enseña algo que ignora.

   También los beneficios que de los libros se obtienen llegan con la práctica habitual de la lectura. Quizás por ello dijo Napoleón que con el hábito de la lectura el intelecto alcanza lo que con la gimnasia se logra en el cuerpo; idea que cien años antes había pensado en voz alta el escritor británico Joseph Addison al decir que la lectura es a la mente lo que el ejercicio al cuerpo.


   Pero no sólo de saber están llenos los libros. Sus enseñanzas llegan a lo más hondo de alma humana. Sirven para ayudarnos a discernir, porque nos obligan a pensar. Y leer mucho obliga a pensar mucho. Decía don Miguel de Unamuno que cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee, y en la misma línea Santa Teresa de Jesús cuatrocientos años antes avisaba: lee y conducirás, no leas y serás conducido.

   No se olvida quien de estas citas sobre los libros y la literatura escribe de recordar a los disidentes. También los ha habido. Sir Arthur Help, uno de los “Apóstoles de Cambridge” dejó dicho por escrito que la lectura es a veces una estratagema para eludir pensar. Habrá que pensar si el eminente polígrafo inglés tenía razón.

   Y decía Cicerón que un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma. Una frase que, pese a ser pronunciada hace más de dos mil años, el tiempo no ha dejado anticuada. ¿Cómo si no se entiende el afán histórico tenido por algunos a quemar libros, o el de otros por confeccionar listas negras de libros prohibidos, o aún el otros más de impulsar tan sólo la lectura de determinadas obras en un intento de conducirnos o suprimir nuestra voluntad.

  En pleno Siglo de Oro español, Lupercio Leonardo de Argensola ya decía que los libros han ganado más batallas que las armas. Creámosle, pues, y leamos, leamos mucho, para que todas las batallas se ganen como el poeta Argensola decía.
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EL PASO HONROSO

    Realizados más como divertimentos y ejercicios de destreza que como forma de desagravio para restituir honores maltrechos se celebraron durante toda la Edad Media innumerables torneos entre caballeros y señores. Eran diversas las pruebas en las que competían los contendientes: el juego del estaferno, en el que el jinete lanza en ristre golpeaba un muñeco giratorio era uno de los más inofensivos; otros suponían un grave riesgo para los participantes.

    Enrique II de Francia participó en un torneo en el que perdió la vida. Con motivo de la boda de su hermana Margarita con Filiberto de Saboya se organizó una gran fiesta con la celebración, en la calle Saint Antoine de París, de un torneo de jinetes. El rey participaba en el concurso. Todo transcurría con normalidad. Por fin se anunció el último lance, con el rey como protagonista. El rey y su rival, el conde de Montgomery comenzaron la cabalgadura a lomos de sus caballos engualdrapados. Sujetaban sus lanzas firmemente para derribar al contrincante cuando se produjo el choque, que fue brutal. Una astilla de la lanza del conde penetró por la visera del casco del rey. La astilla se clavó en la cara del soberano, entre sus cejas. Mal herido, se recurrió a los mejores médicos para tratar de salvarle la vida. Felipe II, envió a Vesalio, el más afamado médico de la época que estaba al servicio del rey de España. Nada pudo hacer por el francés. Tras una agonía que duró varios días Enrique II de Francia falleció.

    En ocasiones los torneos se celebraban como demostración de gallardía y entrega a una dama. Así sucedió en Puente de Órbigo, en el camino de Santiago, junto a un puente, de paso obligado en el camino de los peregrinos, que durante un mes permaneció bloqueado a los caballeros que, para realizar su “paso honroso”, debían enfrentarse al caballero retador: don Suero de Quiñones.

    Era don Suero de Quiñones un caballero leonés con entronque en la familia de los Luna. Ya no eran tiempos galantes los que le tocaron vivir, pero en Puente de Órbigo don Suero quedó prendado de una dama, doña Leonor de Tovar. Don Suero cortejaba a la señora, mas ésta rechazó a su pretendiente. Don Suero, inasequible al desaliento, todos los jueves se colgaba del cuello una argolla en señal de atadura a su amada. Decidido a dar muestras de su devoción por ella solicitó del rey, que se encontraba en Medina del Campo, permiso para la celebración de un torneo. Le fue dado, y don Suero regresó a Puente de Órbigo dispuesto al reto.

Puente de Órbigo

   Anunció que nadie, en el plazo de treinta días, podría cruzar el puente que cruza el río Órbigo y separa la población del Hospital de Órbigo sin batirse con él. Ayudado por nueve caballeros se dispuso todo lo necesario para el festival. También la presencia del personal necesario para el realce del torneo y la del Notario Real don Pedro Rodríguez de Lena. Durante un mes se sucedieron los combates. Nadie logró cruzar el puente, realizar un “paso honroso” entre las dos orillas, hasta que se rompieron 166 lanzas en combates victoriosos de don Suero y los suyos. Alemanes, valencianos, franceses, portugueses y caballeros de otros lugares pretendieron el paso; ninguno lo consiguió. Cuentan las crónicas que sólo un caballero quedó muerto tras un lance. Un catalán al que la lanza rival atravesó un ojo, penetrando en el cerebro, fue la única víctima. Pasado un mes de aquel año Santo Compostelano de 1434, don Suero y sus amigos abrieron el paso, y se dirigieron en peregrinación a Compostela. Allí el caballero leonés depositó ante el apóstol una réplica de la argolla, en realidad una gargantilla, símbolo de su amor por doña Leonor. Un año después don Suero llevaba al altar a su amada, y veinticuatro años más tarde, moría por la mano de uno de los caballeros vencidos en el “paso honroso”.

    Tratando de defender la honra de una mujer, cuatrocientos años después, se produjo un combate sorprendente, casi increíble. No fue un duelo. Se trató de una simple pelea, pero fue una de las luchas más novelescas, por la forma en la que se desarrolló, de las sucedidas durante el siglo XIX. Sucedió en la antecámara de los dormitorios de la reina Isabel II de España.

    Como se sabe, Isabel había contraído matrimonio con el poco varonil Francisco de Asís de Borbón. Isabel, que le llamaba Paquita, dijo de él que en la noche de bodas se presentó en el tálamo provisto de más puntillas que ella misma, lo que desganó a la reina, la única en aquella noche de bodas con algún apetito carnal. Naturalmente, la reina, muy joven y fogosa, como lo han sido los Borbones de uno y otro género siempre, precisaba aplacar su necesidad de cariño. También necesitaba engendrar hijos que garantizaran la continuidad de la corona. Varios fueron los amantes que a lo largo de su vida tuvo, y al que le cupo la suerte de darle un varón, el futuro Alfonso XII, fue Enrique Puigmoltó Mayans. Capitán del ejército, había sido introducido en la corte por la camarilla del rey. Había logrado enamorar a Isabel y dejarla encinta. Ya en estado de buena esperanza compartían una velada en los dormitorios de la reina, cuando Francisco de Asís acompañado del Ministro de la Guerra, el general Urbiztondo, se presentó en los aposentos de la reina, con el propósito de descubrir su infidelidad y promover un escándalo. Los alabarderos de palacio, que guardaban los aposentos, negaron la entrada a los recién llegados, pero ante la insistencia del rey y del ministro se mostraron indecisos. Al fin y al cabo era el rey quien quería ver a su esposa. Al escuchar la discusión el general Narváez, a la sazón Presidente del Gobierno, que estaba en palacio en otras dependencias con su asistente, se personó en la antecámara de la reina. Francisco de Asís exigió se le permitiese el paso. Narváez se propuso impedirlo:
    -Es imposible acceder al dormitorio de la reina sin su permiso.
    - Absurdo. Soy el rey, dijo Francisco de Asís.
   El general Urbiztondo, que secundaba a Francisco de Asís, insistió.
    - Esto es un atropello. El rey tiene derecho…
    El asistente de Narváez, al tiempo que colocaba su mano sobre la empuñadura de su espada, demostrando su determinación, dio un paso al frente.
    Ante el reto, Urbiztondo desenfundó su espada y atravesó el pecho de Osorio. Narváez, desenfundó su estoque al momento y se inició un combate entre los dos miembros del gobierno. Francisco de Asís, conmocionado por la muerte que había presenciado estaba pálido, horrorizado. El duelo era feroz. Se hirieron ambos rivales, pero continuaron su pendencia. Al fin, el general Narváez asestó el pinchazo definitivo. El ministro cayó fulminado y la intimidad de la reina a salvo(1). La corte y el gobierno trataron de ocultar lo sucedido. Se informó de dos muertes accidentales ocurridas en Palacio, restándoles importancia, y se dejó pasar el tiempo hasta que el asunto fue olvidado.

(1) Se dice de Narváez, el espadón de Loja, que antes de morir recibió el sacramento de la confesión. Una larga confesión en la que manifestó no tener enemigos por haberlos fusilado a todos.
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FORZUDOS

   La Biblia nos habla de alguno de ellos: Sansón hijo de Manué mantuvo durante su vida una conducta disipada y contraria a la Ley, pero era el juez destinado por Yavé para liberar a Israel del yugo del pueblo llegado del mar, los filisteos, que oprimían al pueblo de Israel. Varios episodios hablan de su fuerza. Cierto día camino de Timna le salió al paso un león. Sansón se enfrentó a él. Sólo con la fuerza de sus manos lo destrozó como si fuera un cabrito. En otra ocasión los de Judá le entregaron a los filisteos, que le perseguían. Sansón rompió las ligaduras con las que había sido atado y tomando una quijada de asno derrotó a mil hombres. Terminada su proeza arrojó la quijada y llamó a aquel lugar Ramat Lejí, colina de la quijada.

   Su último acto de fuerza supuso lograr su fin, y ser su final. Había sido rapado gracias a la traición de Dalila. Los filisteos lo apresaron, le sacaron los ojos y lo encadenaron. Le obligaron a empujar la rueda de un molino, y se burlaban de él. Con el tiempo el cabello le creció. Un día fue conducido al templo. Allí, apoyándose en las columnas las empujó diciendo: “Muera yo con los filisteos”. Las columnas se tambalearon y el templo se derrumbó. Murieron los príncipes filisteos y todo el pueblo que estaba allí congregado.

Sansón y Dalila. Anónimo. Museo BBAA de Valencia

   Pero los más fuertes y vigorosos personajes han tenido su momento de debilidad. Convencidos de su propia fuerza, unos, confiados, resultaron vencidos por la astucia de rivales más débiles; otros, incapaces de reconocer su declive físico, terminaron vencidos por su arrogancia.

   Goliat, famoso por su corpulencia y fortaleza, era un soldado filisteo. De enorme estatura, era tenido por un invencible guerrero. Todos temían al gigante, y nadie se atrevía a enfrentarse a él, hasta que David, el joven hijo de Esaí, que llegaría a ser rey de Israel, le derribó de un certero tiro de honda.

   Milón de Crotona, calabrés, fue uno de los atletas más laureados de la antigua Grecia. Seis veces vencedor en los juegos olímpicos, él mismo se encargó de trasladar hasta su pedestal la estatua que el escultor Damoas había esculpido del fornido deportista. Se dice de Milón que, en cierta ocasión, cargó sobre sus hombros un buey de cuatro años y, con él a cuestas, realizó todo el recorrido de un estadio. Después, de un puñetazo, dio muerte al animal, comiéndoselo a continuación. En otro momento se hallaba en una casa con varios acompañantes. La casa amenazó con derrumbarse. Milón alzando los brazos sujeto una viga y permitió que los allí presentes abandonaran el lugar sanos y salvos. Sin embargo, su fin fue indigno de su fama. De camino por un campo vio un árbol con unas hendiduras producidas por unas cuñas. Milón trató de ensancharlas. Introdujo sus dedos en las grietas, pero quedó preso por las manos. Allí, atrapado e indefenso, fue devorado por las fieras.

   De Polidamas de Tesalia también se cuentan prodigios sobre su fuerza. Dicen que una vez cogió un toro por una de sus patas traseras. El animal trató de escapar. Y lo logró, pero se dejó la pezuña en la mano del atleta. Su muerte, como la de Milón, se debió al exceso de confianza en sí mismo. Un verano, huyendo del sofocante calor, se refugió con unos amigos en el interior de una cueva. Ésta comenzó a derrumbarse. Los amigos de Polidamas iniciaron la huida, pero el forzudo Polidamas, convencido de su poder, trató de sostener el techo. Se equivocó. La montaña resultó un enemigo demasiado pesado. Polidamas murió aplastado, quedando sepultado bajo los escombros.

   España también ha tenido sus forzudos. En el siglo XV, hubo un tal Diego García de Paredes. Llamado el Sansón de Extremadura, formaba parte de los ejércitos que Cesar Borgia dirigía contra los señores rivales del Papa Alejandro VI, su padre. Tal era su fuerza que aseguran arrancó una pila de agua bendita para acercarla a una dama a fin de que pudiera mojar sus dedos con facilidad.

   Guerreros o atletas, soldados o deportistas, los forzudos siempre han despertado la admiración general. Las proezas de las que han sido capaces están al alcance de pocos…, afortunadamente.
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LOCOS DE ATAR

     El diccionario de la Real Academia de la Lengua dice que se trata de una locura, pero también define la manía como extravagancia, preocupación caprichosa por un tema o cosa determinada.

     Algunos personajes de la historia han sido víctimas de muy variadas manías; pero sin entrar en precisiones psiquiátricas, que las harían dignas de tratamiento en un diván, podemos recordar algunas de las que llevaron a cabo algunos de ellos.

     Puede que las de Calígula, variadas y constantes, no fueran más que la manifestación de una locura en toda regla, y es que historiadores y psiquiatras reconocen en su comportamiento la disociación de la personalidad propia de los esquizofrénicos. Nombró cónsul a su caballo Incitatus, obligó a los senadores a enfrentarse entre sí, como vulgares gladiadores, en el circo. Tan pronto despertaba aterrado en medio de la noche gritando fuera de sí, sin razón para ello, como durante el día ordenaba decapitar las estatuas de Júpiter para colocar en ellas su testa esculpida, creyéndose un nuevo dios. Pero dentro de su locura, el orate desarrolló manías, a cual más excéntrica. Los beneficiarios de ellas fueron las fieras del circo, que disfrutaron de un variado menú: primero de calvos, porque el emperador, ido del todo, un día despertó con aversión hacia ellos; después de filósofos a los que odió durante una temporada. Salvo el entonces joven Séneca, que se fingió gravemente enfermo y Claudio, tío del maniático, que pasaba por tonto, todos fueron eliminados.

     Naturalmente, no fue difícil encontrar quien liberara a Roma de semejante monstruo. Casio Quereas, comandante de los pretorianos, le clavó un puñal. Sus soldados hicieron lo propio con su esposa y su hija. Una sociedad desquiciada, dominada por el terror, se recuperaría gracias a su sucesor, el “tonto” Claudio que, listo, había logrado sobrevivir a su sanguinario sobrino.

     Mil quinientos años después, Carlos V hizo una visita a Brujas. El recibimiento fue majestuoso, como correspondía. El emperador, en agradecimiento a tal acogida, decidió concederles lo que pidieran. Preguntó qué necesitaban en la ciudad. Le contestaron que precisaban de un manicomio. Pasado un tiempo, el emperador volvió a la ciudad para hacer entrega de lo prometido. Había construido una muralla que rodeaba la ciudad y la entregaba a sus habitantes diciendo: “Ahí tenéis vuestro manicomio, pues estáis todos locos”.

    
    Un siglo más tarde, en Francia, un rey, de nombre Luis, de ordinal trece, anduvo entre manías toda su vida. Dicen que su padre, Enrique IV, le propinó una paliza cuando vio como su retoño, niño aún, aplastaba sin piedad la cabeza de un gorrión que acababa de capturar. El caso es que el pequeño Luis desarrolló una conducta peculiar durante toda su vida. Quien había nacido para ser rey, para ser servido, tuvo aficiones de lo contrario. Gustaba de servir a los demás. Cuando no ejercía de cocinero, lo hacía de barbero. En una ocasión se entretuvo en afeitar a sus oficiales que, resignados, vieron rozar su piel con el filo manejado por tan regias manos.

     Y si los hombres han sido objeto de manías variadas, los animales no lo han sido menos. Perros, gatos, palomas han sido causa de temor o afición según los casos.

     Nicolás Tesla nació en tierras balcánicas a mediados del siglo XIX. Hijo de un sacerdote ortodoxo, vivió sus primeros años en un medio campesino. Curioso y de viva inteligencia, ya de niño exhibió un comportamiento propio del inventor que llegaría a ser: valiéndose tan sólo de un paraguas para el aterrizaje, se lanzó desde el tejado de la casa familiar. Su intención era volar. Casi le costó la vida. Tenía cinco años. Después, más mayorcito, estudió ingeniería y tras un periplo por distintas ciudades europeas, a los 28 años emigró a los Estados Unidos. Allí dieron fruto sus investigaciones. Primero al servicio de Edison. Después, al de Westinghouse. Tesla firme partidario de la corriente alterna abandonó al primero y trabajó en el equipo del segundo(1). Al fin, independizado, solo, desarrolló una fértil actividad creadora. Registro más de doscientas patentes, la mayor parte de ellas de aparatos eléctricos; pero la añoranza por la campiña europea hizo mella en él. Comenzó a sentir pasión por las palomas, quizá lo más parecido a los gansos y aves de corral que revolotearon a su alrededor cuando trataba, cual Ícaro, de volar sobre la casa de sus padres. Su afición por las palomas fue tal que abandonaba el trabajo en su laboratorio y se dirigía a un parque cercano para darles de comer. Si no podía atenderlas él, siempre debido a fuerza de causa mayor, encargaba a otra persona que lo hiciese. La obsesión por las palomas le llevó a adoptar una como compañera. Decía mantener con ella comunicación telepática. Afirmaba que se comunicaban sus desdichas y se consolaban mutuamente. A estas alturas su iniciativa científica estaba agotada y sus recursos económicos muy disminuidos.

(1) La víctima de las disputas entre Edison y Westinghouse sobre este asunto fue un elefante que murió electrocutado en un experimento.
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ORDALÍAS

     Fue durante la baja Edad Media cuando la Inquisición hizo uso frecuente de los juicios de Dios. Con la certeza de que los acusados serían incapaces de sobreponerse a los castigos a los que el verdugo les sometía, salvo hecho milagroso, los inquisidores no dudaron en invocar tales juicios para sus fines; sin embargo, en ocasiones, han sido los agraviados, en los juicios de los hombres, los que han emplazado a ordalías o juicios de Dios a sus jueces, para obtener justicia divina. El resultado: una mezcla de Historia y leyenda.

     Fernando IV fue rey de Castilla entre los siglos XII y XIII, y ha pasado a la Historia con el apelativo del “el Emplazado” debido a su muerte inesperada, probablemente, a causa, según modernas investigaciones, de un ataque coronario. Fue en Palencia donde se produjo el terrible asesinato de Juan de Benavides, un notable personaje de la ciudad. Dos hombres embozados le asaltaron en la noche, dándole muerte. Nadie pudo reconocer a los agresores y pareció que el crimen quedaría impune, pero pasado largo tiempo, estando el rey de campaña por tierras de Andalucía, llevaron a presencia del rey a dos hermanos, Juan y Pedro Carvajal. Se les acusaba del asesinato de Benavides. Las pruebas de su culpabilidad no eran concluyentes. Apremiado por los avatares de la campaña militar, el rey dictó sentencia, haciendo caso omiso de las reclamaciones y ruegos de los hermanos Carvajal, que manifestaban su inocencia. Había en Martos, donde se encontraban, una gran montaña que, como si fuera cortada a cuchillo, formaba una peña de mucha altura. Se les introdujo en unas jaulas forradas de pinchos en su interior y fueron arrojados desde lo alto de la peña. Los desgraciados murieron en la caída y sus cuerpos llegaron al fondo del precipicio totalmente desfigurados; pero antes de ser despeñados emplazaron al rey, que les condenaba a tan inicua muerte, al juicio de Dios en el plazo de treinta días desde su condena. Al poco, el rey se sintió enfermo. Era joven y no había explicación para su enfermedad. El temor a que se cumpliera la ordalía a la que le habían emplazado los ajusticiados causó gran preocupación al rey y su séquito. Al fin, el monarca se fue recuperando de su inesperada enfermedad. Al cumplirse el plazo dado por los hermanos Carvajal estaba totalmente restablecido y celebró su recuperación y las victorias de su ejército comiendo y bebiendo en abundancia, y haciendo burla de las amenazas recibidas. Al final del día el rey se retiró a descansar. Por la mañana, al entrar en sus aposentos, encontraron su cuerpo sin vida.

     Más de dos siglos después, en 1453, en la plaza Mayor de Valladolid, era ajusticiado por orden del rey Juan II de Castilla don Álvaro de Luna. Condestable de Castilla, conde de Santiesteban y Maestre de la Orden de Santiago, fue el hombre más poderoso del reino después del rey. Había sido encumbrado por el joven monarca, al que manejó desde el principio. Odiado por la nobleza, movió los hilos del poder a su antojo. Intervino a favor de su rey en ocasiones, en contra otras veces; pero el rey, incapaz, pusilánime y más dado a los placeres que al gobierno del reino siempre acudía a él. El matrimonio del rey con Isabel del Portugal supuso el fin de don Álvaro. La influencia del de Luna sobre el monarca fue sustituida por la de la reina, que con la nobleza de su parte urdió una conspiración en contra del privado, que fue detenido, preso y juzgado en el castillo de Portillo. Llevado a Valladolid fue degollado el 2 de junio de 1453.

   En ese preciso instante descargaba sobre Segovia una grandísima tormenta con gran aparato eléctrico. Juan II, en el alcázar, quizá con mala conciencia, tuvo una visión. Por un instante, en el tiempo que dura un relámpago, vio como el de Luna, que le había servido durante treinta años, le requería a comparecer ante Dios en el plazo de un año, para explicar como había pagado los servicios que le había prestado.
 

   La tormenta cesó; pero el rey ya no sería el mismo. Aquejado de males constantes, siempre melancólico, se trasladó a Valladolid. Allí le sobrevino la muerte. Era el mes de junio de 1454. Había pasado un año desde la muerte de don Álvaro de Luna.
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