MARRUECOS EN LA CONFERENCIA DE ALGECIRAS

   El 7 de abril de 1906 se firmaba el acta final con las decisiones tomadas en Algeciras para acordar el futuro de Marruecos. Resultaba de aquellos pactos el compromiso de ejercer, por Francia en el sur y España en el norte, la administración de sendos protectorados.

   Los años que siguieron a la Conferencia de Algeciras fueron tiempos convulsos en Marruecos. Era sultán el joven Abdelaziz, que había recibido el título al morir su padre, el Muley Hassan, en 1894, cuando el muchacho apenas contaba catorce años, pese a no ser el primogénito.  Éste, Muley Mohammed, si no por su hermanastro Albelaziz, sí por su visir, había sido encarcelado para anular cualquier intento de tomar el poder que pudiera corresponderle como primogénito. Con él, tras los barrotes, acabó también un tío del joven sultán y su secretario, un tal Yilali ben Driss Zerhouni el Youssufi. Puede que El Youssufi fuera puesto en libertad, o puede que huyera, el caso es que apareció en Argelia y con artimañas y trucos, incluso haciéndose pasar por tuerto, como lo era el Muley Mohammed, volvió a Marruecos, y usurpando la personalidad del hijo mayor de Hassan, convenció a muchos de ser él quien mayor derecho tenía al trono de Fez. Se declaró “Roghi”, es decir pretendiente, en 1902, llegando a dominar una buena parte del norte marroquí, repeliendo cualquier intento del sultán por desalojarlo del territorio ocupado. Aunque nunca consiguió la total sumisión de las cabilas rifeñas, como tampoco lo había conseguido el sultán, logró en un principio, si no el apoyo decidido, sí la condescendencia de españoles y franceses, a los que cedió los derechos mineros del Rif, con gran disgusto de los jefes de algunas tribus, en especial de los Beniurriagueles.


 

   A comienzos de 1908, otro hermano del joven sultán, el Muley Abd el-Hafid, se levantó contra él. Abdelaziz había intentado modernizar el sultanato con modos occidentales, y aunque lo hecho tenía un carácter muy superficial, sin beneficio para la gente, fue bastante para motivar la repulsa de los más tradicionales. La unificación en un solo impuesto, el tarbib, de los muchos aplicados, fue la gota que colmó el vaso de las protestas, y en poco tiempo, tras breve guerra civil, Abd el Hafid se convirtió en nuevo sultán. Heredó éste el conflicto con el Roghi, que desde su palacio rifeño de Zeluán trataba de someter a las siempre ingobernables cabilas rifeñas, que inesperadamente acataron la soberanía del nuevo sultán. Para lograrlo envió sus huestes. Las mandaba uno de sus lugartenientes, El Yilali, el general negro, antiguo esclavo ahora fiel al Roghi. El 7 de septiembre de 1908, en las cercanías del río Nekkor, en los territorios de la influyente cabila de Beni-Urriaguel las huestes de El Yilali son derrotadas, y en desbandada perseguidas por los Beniurriagueles. Huyó, pues el Roghi, abandonando su corte en Zeluán, camino de Taza y finalmente fue capturado ya por las tropas del sultán Abd el Hafid y llevado a Fez.

   Según un cronista occidental, de los pocos testigos europeos que presenciaron el acontecimiento, el 24 de agosto de 1909, el Roghi entró en la ciudad con las mayores incomodidades. Sacudido por el constante balanceo del camello que transportaba la jaula en la que iba encerrado el preso, la expectación fue fabulosa. El mismo sultán que presenciaba la llegada del cautivo era ignorado por sus súbditos absortos ante el magno espectáculo y el personaje que, por su fama y por su arrogancia, aun en tales circunstancias, mantenía ante sus carceleros. Tres días, se dice que fue mantenido en otra jaula, de tamaño algo mayor, ubicada sobre un pedestal, para su exhibición pública, hasta que llegado el día de la ejecución fue muerto por un disparo de revolver y no, como una leyenda aseguraba, presa en las fauces de los leones que habitaban en los jardines de palacio.

   No había sido defendido el Roghi ni por españoles ni por franceses, pero sí tolerado, y su presencia y autoridad, a veces con manifiesta crueldad sobre sus enemigos, garantizó cierta estabilidad en la región. Muy pronto la seguridad de los colonos europeos y en las minas del Rif se iba a ver comprometida.
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DESPUÉS DEL 98, ÁFRICA

   Aunque hacía tiempo que España había dejado de ser una gran potencia, a finales del siglo XIX la Nación se aferraba aún a su glorioso pasado con la posesión de Cuba, Puerto Rico, las islas Filipinas y algunos archipiélagos en el Pacífico. Vino la guerra con los Estados Unidos y el tratado de París a convencer, aunque a medias, de la evidente realidad. A España, borrada como potencia colonial, sólo quedaba la pequeña porción del África negra que los demás países le habían dejado mantener en el Golfo de Guinea y otros pedazos de tierra arenosa al sur del Sultanato Alauí, que ni siquiera habían sido ocupados. Fue por ello en parte, y también por una resistencia a dejar ser alguien en el concierto de la naciones, tras la derrota sufrida, por lo que al poco vio España la posibilidad de incorporarse de nuevo, si bien precariamente, casi como mera comparsa, al grupo de países colonizadores. Una cuestión de dignidad nacional, mal entendida hoy, pero quizá no tanto entonces.

   Tras el desastre del noventa y ocho, España contaba en el norte africano con las ciudades de Ceuta y Melilla. Eran estas ciudades territorio de España desde muy antiguo. La primera porque bajo bandera portuguesa quiso permanecer con España cuando, en el siglo XVII, Portugal rompió la unidad peninsular; y la segunda desde que tras estar durante siglos dominada sucesivamente por fenicios, bizantinos, almorávides, almohades o benimerines, con autorización de los Reyes Católicos, Pedro de Estopiñán, al servicio de la Casa de Medina Sidonia, ocupó sin resistencia Melilla, una ciudad prácticamente abandonada disputada por los sultanatos de Tremecén y de Fez.


   Hasta entonces, España no había mostrado interés alguno por las tierras africanas de Marruecos. Su proceder allí se había limitado a determinadas escaramuzas con las cabilas en una región de habitantes indómitos e insumisos, incluso al Sultán. Hasta la guerra de Marruecos de 1859, enmarcada en la política de prestigio concebida por O’Donnell que, además de suponer un título de duque para él y otro de marqués para Prim, dejó nueve mil muertos,  o la de 1893, en la que una mítica cabalgada hizo famoso a un joven oficial de apellido Picasso, fueron ejemplo de ello; pero al comenzar el siglo XX, sin colonias en América ni en Asia, España pone sus ojos en África, donde también los ha puesto Francia y Alemania. El descubrimiento de diversos yacimientos minerales despierta el apetito por aquellas peligrosas tierras.

   Sentadas las bases del protectorado marroquí durante la Conferencia de Algeciras de 1906, cuyo reparto entre Francia y España, con claro beneficio para aquélla, se materializaría en 1912, varios magnates españoles compraron los derechos sobre tierras mineras próximas a Melilla. El oro y el moro ofrecían franceses y españoles al caudillo local por los yacimientos, constituyendo, finalmente los españoles, en 1908, la Compañía Española de Minas del Rif.

   Poco sospechaban aquellos inversores y las autoridades españolas el infierno en el que habían puesto sus ojos, y que en los años siguientes causarían enorme número de bajas y el más hondo pesar en la España de primeros de siglo XX.
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MIREPOIX

      Si hay un lugar al que el viajero ha llegado alguna vez y se ha visto transportado al pasado como si se hubiera sentado en una máquina del tiempo ese es esta pequeña ciudad de la Occitania.

   No indagará mucho el viajero sobre el nombre de Beli Cartha, de raíz fenicia, con el que según algunas fuentes parecía ser conocida la ciudad en sus orígenes, porque su importancia nace en el siglo XIII, en el apogeo de la herejía albigense y en su brutal extinción.

   A principios de ese siglo la nobleza de Mirepoix ya había abrazado la doctrina de los cátaros, la secta de aquellos “hombres buenos” cuyos “perfectos”, en parejas, con el Evangelio de San Juan colgado del cordón que ceñían a sus cinturas y sus hábitos negros recorrían los caminos occitanos. Y posiblemente por ello en 1206 varios cientos de “perfectos” se reunieron en Mirepoix, en un concilio que ponía a la ciudad en uno de los puntos de mira en los que la cruzada predicada por Inocencio III fijó su atención.

   Dominada la ciudad, huidos los nobles más renuentes al castillo de Montsegur, donde con otros resistirían asedio durante más de treinta años, sucumbiendo al fin, la ciudad fue entregada a Guy de Lévis,  uno de los lugartenientes de Simón de Morfort.

   En 1289 las aguas desbordadas del río Hers arrasaron la ciudad y Guy III de Lévis ordenó reconstruir la ciudad en la margen izquierda del río. Lo que hoy ve el viajero es en buena parte lo que entonces se construyó. Una bastida ─la edificación en damero de la trama urbana, rodeada de una muralla defensiva─, de la que aún queda una de las cuatro puertas que la delimitaba.


   En el centro de la población la Plaza de los Porches impresiona al viajero. Casas con entramados de madera que cruzan las fachadas, columnas también de madera que sustentan soportales y vigas esculpidas en sus extremos forman el escenario que permite imaginar al viajero una plaza abarrotada de gentes comprando frutas y verduras u hogazas de pan en los puestos del mercado, o juglares y trovadores yendo de aquí para allá en busca de las damas de su predilección a las que recitar sus poemas y demostrar su admiración. En esta plaza está el ayuntamiento y al otro lado de la misma, casi enfrente, la Casa de los Cónsules, hoy hotel. Construida en el siglo XIII, en 1664 fue pasto de las llamas y reconstruida, tal como se ve hoy, llenas sus vigas y columnas de madera de tallas.

   De la importancia de Mirepoix habla el hecho de que desde el siglo XIV tuvo catedral. Comenzó su construcción en el siglo XIII, en cuanto se empezó a erigir la bastida en la orilla izquierda del río y fue sede episcopal hasta su integración en la de Toulouse, durante la Revolución Francesa.

   Desde que el obispo Philippe de Lévis dejara de residir en Mirepoix en el siglo XV, sin que otro lo hiciera en su lugar, y especialmente desde que la ciudad perdiera su condición de sede episcopal, la catedral se fue deteriorando, hasta que en el siglo XIX Viollet-le-Duc se encargó de su restauración, reconstruyéndola y ampliando la nave hasta los actuales 22 metros, que la convierten en la segunda nave gótica más ancha de Francia.

   El viajero, aunque lego en la materia, siente una especial admiración por la obra de este arquitecto francés, que en su opinión tanto hizo por recuperar el patrimonio medieval de la Occitania. Las murallas de Carcassonne,  el Donjon de Toulouse o esta antigua catedral de Mirepoix, a la que nunca se le ha dejado de llamar lo que durante siglos fue, consagrada a San Mauricio porque fue ese día de 1209 cuando las tropas de Simón de Monfort tomaron la ciudad a los albigenses, son ejemplo de su hacer.


   El viajero se va a despedir de Mirepoix. Acude de nuevo a la Plaza Mayor, la de los porches, para dar un último paseo y tomar un café en alguno de los locales que instalan sus mesas como si fueran privilegiados miradores de la vida local, en las amplias galerías que rodean la plaza. Y como empezó la visita la termina, imaginando, casi sin esfuerzo, estar en otro mundo, en otro tiempo.
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NO SÓLO PINTÓ A LA MUJER MORENA

   Conocido sobre todo por sus retratos, en su primera etapa de juventud había dedicado sus inquietudes a temas sociales. Los cuadros de temática morisca y costumbrista, mezclado con alguno de carácter religioso y algún retrato predominaron en su obra; pero fue a partir de 1907, ya entrado Julio Romero de Torres en la treintena, cuando dedicó sus afanes al retrato femenino. Casi como una excepción podemos ver algunos retratos masculinos. Alfonso XIII, los toreros Belmonte, El Guerra o Machaquito, o algunos políticos o militares, no muchos más, posaron para él, casi como una anécdota. No es casualidad, pues, que al recordarlo se piense o diga de él haber sido el autor que pintó a la mujer morena, así en singular, como si sólo fuera una o fuera la idealización de un determinado tipo de mujer, aunque lo cierto es que pintó muchas.

   De las famosas de la época, dejó en sus lienzos imágenes de las artistas Raquel Meller, Pastora Imperio o Lolita Astolfi; de Colombine, pseudónimo usado por Carmen de Burgos, periodista que fue la primera redactora del ABC, y corresponsal de guerra, o de Mabel Rick o Isolina Gallego, esposas de sus amigos el escritor Pérez de Ayala y el pintor Ramón Zubiaurre. Aunque, a decir de muchos, Valle Inclán entre otros, fue injustamente tratado en los concursos a los que se presentó en 1908 y 1912, privándole de premios por atrevido, cuando no declaradamente provocativo e inmoral, su fama le precedía. Cuando Josephine Baker visitó España, buscó al artista para pedirle que la retratara. Estaba Romero de Torres en el extranjero entonces, y quedó Baker sin su retrato.

   De las desconocidas dejó muchos más cuadros, los que realmente le dieron fama, los de sus modelos de grandes ojos, piel morena y negros cabellos.

   La osadía de sus lienzos, y puede que también la fama de galante conquistador de la que gozaba Julio Romero pudo tener que ver, sin que el pintor tuviera culpa en el fatal caso de alguna de sus modelos.

Muchacha en la ventana, de Julio Romero de Torres

  Vivía en la calle Postrera de Córdoba una muchacha de grandes ojos y cara triste que el pintor descubrió por casualidad, como por casualidad le impresionan a uno las cosas sin previo aviso. Estaba la muchacha cosiendo tras la reja de la ventana de la estrecha y blanca calle. Desde entonces, acostumbró don Julio a pasar por dicha calle y al fin se hablaron. Y supo el pintor el porqué de aquellos ojos tristes: que a la muchacha se le había impuesto un novio que no quería; que su padre, que era de pocas palabras, pero de brazo largo, sólo atendía a lo suyo, y que la muchacha era tan desgraciada como sus ojos decían. Quiso el pintor plasmar aquella pena en un cuadro y propuso Romero a la chica posar para él. Ella resignada a no compartir su desgracia, reservada, dejó de coser junto a la reja y el pintor dejó de pasar por la calle Postrera. Un día, a la casa del pintor, en la plaza del Potro, llega ella. Se ofrece. Se dejará pintar por el maestro. A la casa de la plaza del Potro, acude ella cada tarde, donde Julio va guardando en un lienzo parte de la tristeza que emanan aquellos grandes ojos negros. No sabe la muchacha que igual que ella, cada tarde, su novio la sigue, la espía. Una tarde, anocheciendo, alcanza el ruin celoso a la infeliz. La recrimina sin causa, la insulta, la empuja. No escucha, no oye razones de su inocencia. Luce entonces el reflejo del acero y un cuchillo se hunde en el pecho de ella. Sanará de sus heridas, pero ya no volverá más a la plaza del Potro. Julio irá a verla a su casa de la calle Postrera, pero ella ya es otra. Más triste, más callada, nada dirá y el pintor acabará el cuadro con el recuerdo ─y quizás con el rostro de otra modelo, pero con la melancólica expresión de aquélla─, y lo titulará “Carmen”(1). Nunca olvidará el pintor a Carmen ni lo que le ocurrió. Dos años después, en 1917, Julio Romero de Torres pintará “Malagueña”, y dicen que la escena del fondo fue evocación de los hechos que el pintor nunca pudo olvidar.

(1) El cuadro “Carmen”,  https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Carmen_(1915)_by_Julio_Romero_de_Torres.jpg ,  cuya modelo fue Rafaela Ruiz ─como lo fue también de otra versión del mismo cuadro titulado “Muchacha en la ventana” ─, es hoy propiedad particular de la Fundación  PRASA.
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EL MONAGUILLO QUE LLEGÓ A CARDENAL

   Cardenal, Consejero del rey, Grande de España, Julio Alberoni lo consiguió prácticamente todo durante su privanza. Y fue por su inteligencia y empeño que alcanzó tanto reconocimiento, porque hijo de Juan Alberoni y Laura Ferrara, tuvo unos orígenes muy humildes. Permaneció analfabeto hasta los catorce años, ayudando los primeros años a su padre en las labores de jardinería en las que éste se ocupaba, y como campanero en Santa María de Valverde y monaguillo en San Nazario de Piacenza después. Como era muchacho de inteligencia viva y dispuesto a aprender, los frailes lo educaron, siendo ordenado sacerdote por el obispo de Piacenza en 1689.

   En 1710, en plena Guerra de Sucesión, Alberoni llega a España. Es por entonces ya, además de capellán, consejero y secretario del duque de Vendôme, enviado éste, puede que gracias a la mediación del propio Alberoni, por Luis XIV en ayuda de su nieto Felipe, rey de España en guerra con los austracistas del Archiduque Carlos. Pero muerto Vendôme, Alberoni, que había trabado buenas relaciones en la corte y con varios ministros de Felipe V, recibe el encargo del duque de Parma de ocuparse de sus asuntos en España. Aceptada esta misión, realiza su nueva encomienda con notoria eficacia, al tiempo que incrementa sus vínculos con la corte, en especial con la princesa de los Ursinos. Es esta princesa, conocida como Ana de Tremoille, francesa de origen y tiene una gran influencia en la corte. Había venido a España, acompañando a Felipe, cuando llegaba para ser rey de los españoles.

                                                      *

   En febrero de 1714 quedose viudo Felipe V de su primera esposa María Luisa Gabriela de Saboya, y viendo ocasión propicia Alberoni, influye éste en la de Ursinos en que sea la sobrina del duque de Parma, Isabel, la elegida para ser la nueva reina de España. Careciendo el duque Francisco Farnesio de hijos, sería su sobrina heredera de los ducados de Parma y Piacenza. Esto y que, según le asegura Alberoni, es mujer poco instruida, de carácter pusilánime, y manejable por tanto, decide a la princesa a fomentar en el rey el deseo por la “parmesana”, pues aunque su rostro se halla picado por las viruelas, posee el atractivo de la juventud. Con ese matrimonio, España puede volver a poner sus ojos en Italia y ella seguir siendo los de Francia en España.

   De camino hacia España, la futura reina se reúne en San Juan de Pie de Puerto con su tía Mariana de Neoburgo, la viuda de Carlos II desterrada de España por Felipe V. Sin duda que en la entrevista que mantienen, pone al corriente la reina viuda a su sobrina Isabel del carácter intrigante de la de los Ursinos, a la que Mariana culpa de sus desgracias.

   Impaciente como está el rey Felipe por recibir a su futura esposa, envía al abate Alberoni para impedir cualquier retraso en el viaje.  Se une Alberoni a la comitiva en Pamplona y siguen camino de Madrid. Al llegar a Jadraque, en una gélida noche de diciembre de 1714, la comitiva es recibida por la anciana princesa de los Ursinos que ha salido a su encuentro. Acostumbrada como está Ana de Tremoille a hacer su voluntad, se atreve, engañada como está sobre el carácter de la recién llegada, a tomarse con la nueva reina confianzas que ni por la diferencia de edad puede Isabel de Farnesio tolerar. Y resultando la parmesana menos dócil y más determinada de lo esperado por la francesa, llama al cuerpo de guardia instruyéndolo de órdenes para que de inmediato, sin mayores preparativos que el enganche de los caballos al carruaje, ponga rumbo, con la princesa a bordo, hacia la raya con Francia.

   Mucho debió gustar a Felipe su nueva esposa o poco agradaba ya la presencia, durante tantos años en la corte, al servicio directo de España y solapado de Francia, de la princesa de los Ursinos, o ambas cosas a la vez, el caso es que su majestad al ver a Isabel nada dice y nada hace para que la francesa regrese.

   Con esta muestra de astucia política queda Alberoni libre de obstáculos para florecer en la Corte. Italiano como la reina, se convierte en su secretario. El futuro cardenal la complace en sus aspiraciones y se sirve de ello para agradar al rey, que poco a poco, le asigna crecientes funciones. En especial de las internacionales que el abate dirige tratando de contrarrestar las onerosas consecuencias del tratado de Utrecht y convenios complementarios, y satisfacer las pretensiones españolas y de la reina, madre, desde enero de 1716, del infante Carlos, sobre los antiguos predios italianos. Tampoco olvida Alberoni sus propias aspiraciones personales. Quiere ser Príncipe de la Iglesia y para obtener el capelo cardenalicio implica a España en la lucha contra el turco. No gusta al papa Clemente XI esa especie de trato, que más parece un chantaje que una alianza, pero cede y Alberoni es creado cardenal. Casi de inmediato la flota se prepara para hacerse a la mar. Como se le había prometido al romano pontífice zarpan rumbo al Mar Adriático los barcos españoles. Sin embargo no resulta difícil imaginar cómo el papa Clemente, sucumbiendo al capital pecado de la ira, rabia por el engaño del rey de España y su privado, nombrado cardenal pocos días antes por él mismo, al conocer que la flota comprometida en la lucha contra la Sublime Puerta se ocupa en la conquista de Cerdeña primero y de Sicilia después.

   A partir de ese momento, Alberoni, en el clímax de su poder, acomete diversas iniciativas, a cual más imprudente, al tiempo que en lo personal busca el beneficio propio.


Moneda de 50 pesetas con el escudo de Felipe V.
Desde que casó Felipe V con Isabel Farnesio, la influencia de ésta en los
asuntos del reino era patente. Alberoni, primero y Ripperdá después, lo
supieron y a satisfacer sus pretensiones dedicaron sus habilidades.

   Satisfecha la reina Isabel, y por tanto el rey Felipe, con los avances en el Mediterráneo, fue cosa dada que el rey, con potestad para el nombramiento de obispos, premie a Alberoni con la mitra malacitana, cosa que de mala gana es aceptada por Roma; pero ocurrió que poco después de este nombramiento, queda vacante la sede episcopal de Sevilla por óbito del cardenal don Manuel Arias. Y queriendo Felipe V entonces mejorar al privado decide promoverlo a la sede hispalense; pero las bulas del nombramiento como obispo de Málaga han sido ya expedidas, y el papa, que exhibe sin disimulo el mayor de los aborrecimientos contra Alberoni, se niega a conceder nuevas bulas en los sucesivos consistorios. Agria disputa entre el poder real y el papal se producirá por esta causa, que se alargará en el tiempo, con reproches continuos, quedando el Cardenal sin la mitra hispalense.

   Pero pronto las cosas comienzan a torcerse para Alberoni. Lo sucedido en el Mediterráneo con la conquista de Cerdeña y Sicilia rompe el estado de las cosas pactado por las naciones europeas. Y por ello el 26 de diciembre de 1717, Inglaterra, parte de la Cuádruple Alianza formada con Francia, Austria y Holanda, ésta de modo más nominal que real al principio, declara la guerra a España. Se enfrenta su flota a la española, a la que vence en Sicilia. Pero se enfrenta también por el apoyo a Jacobo Estuardo con que Alberoni ha comprometido a España pretendiendo una invasión en Escocia, a fin de entronizarlo. Una flota con cinco mil estuardistas y soldados españoles zarpa de La Coruña, pero un tiempo borrascoso la hace naufragar, dispersándose la escuadra. Apenas unos pocos efectivos logran desembarcar en las tierras altas de Escocia, siendo derrotados en la batalla de Glenshiel.

   No es esa la única torpeza de Alberoni. Coincidiendo en el tiempo, y por intriga suya, don Antonio José Giudice, príncipe de Chelamar, embajador en Francia, conspira con el duque del Maine, más inclinado a favorecer los asuntos de Felipe V que el duque Orleans, para sustituir a éste en la regencia de Francia. Por testamento de Luis XIV, estaba Maine, con Felipe de Orleans, destinado a ocupar la regencia conjunta durante la minoría de Luis XV, pero habiendo logrado el segundo anular esa disposición testamentaria, se arrogó él solo la autoridad real.

   Aprovechando el paso de don Vicente Portocarrero por París, decide Chelamar emplearlo como correo, para dar discreto traslado de importantes documentos destinados al Cardenal Alberoni. Alojado Portocarrero en su camino hacia España en una posada de Poitiers, una partida de soldados asalta el establecimiento, y penetrando en la alcoba del español mientras duerme, se incautan de los documentos. Descubierto el asunto, la casa del embajador Chelamar es registrada y Chelamar retenido. Las consecuencias de lo que los franceses sospechaban antes, y se ve confirmado es la declaración de guerra a España el 9 de enero de 1718. En menos de un mes España se ha quedado sola y con media Europa en guerra contra ella, pasando de ser invasora a invadida, pues Inglaterra, ya unida a Escocia, tras tomar Santoña con ayuda francesa envía la escuadra del almirante Mighels, con un numeroso cuerpo de infantes mandados por Lord Cobhan. Toman Vigo, Redondela, penetrando también en la ría de Pontevedra, dándose al saqueo y sumiendo en la desolación las ciudades y villas en las que ponen su bota. Al tiempo, tropas francesas cruzan la frontera y ocupan Fuenterrabía primero y el puerto de Pasajes y San Sebastián después, quedando así la provincia de Guipúzcoa bajo dominio francés.

   Tampoco los Pirineos se ven libres de la amenaza exterior. La Seo de Urgel es tomada por los franceses y en el Golfo de Rosas, es un temporal aliado de los españoles el que frustra la operación francesa, de modo que la misma suerte que habían sufrido los barcos españoles camino de Escocia meses atrás, la tienen los franceses en los suyos, fracasando en su intento invasor.

   No queda otro remedio que propiciar la paz. Y Alberoni parece ser el obstáculo, cuya cabeza exigen los países beligerantes. El 5 de diciembre de 1719 se entrega al Cardenal, escrito de puño y letra del rey Felipe V, el siguiente Decreto en el que después de aducir que las razones que lo mueven a tal decisión son la búsqueda de la paz general y los tratados honrosos y duraderos para el bien público continúa diciendo que: “(…), he juzgado a propósito el alejar al Cardenal Alberoni de los negocios de que tiene el manejo y al mismo tiempo, darle, como lo hago, mi Real orden para que se retire de Madrid en el término de ocho días, y del Reino en el de tres semanas, con prohibición de que no se emplee más en cosa alguna del gobierno, ni de comparecer en la Corte, ni en otro lugar donde yo, la Reina o cualquier Príncipe de mi Real casa, se pudiese hallar”. Pronto, Alberoni tendrá sustituto: un joven arribista y adulador, el barón de Ripperdá, al que la reina Isabel otorgará su confianza dirigirá los asuntos españoles en el futuro.

   Poco después, mientras España se adhiere a la Cuádruple Alianza, y se inician conversaciones para restablecer el orden europeo, Alberoni llega a Sestri, en el Genovesado y, aunque tiene algunos amigos, sus enemigos son más poderosos: Felipe V y sobre todo el papa Clemente XI, que no olvida el engaño de que fue objeto con la flota prometida contra el turco. Propone el papa iniciar proceso inquisitorial contra Alberoni, que los cardenales aceptan, por dicho motivo y por otros, pues lo acusa también de irregularidades en el nombramiento de obispos por el rey de España, de no vestir traje talar, ni decir misa en muchos años y no comulgar ni aun en las fiestas más solemnes, de comportamiento bochornoso de buen cristiano, jurando y blasfemando, y promover escándalos indignos de su cargo.

   Mas el destino juega a favor de Alberoni, pues el 19 de marzo de 1721 Clemente XI, pasa a mejor vida y su sucesor Inocencio XIII lo absuelve de todo cargo. Durante los siguientes años se le encargan diversos asuntos al servicio de Roma. En Piacenza, su ciudad natal, a la que ha vuelto,  administra el hospital de leprosos de San Lázaro, pero quedando el hospital en desuso, pide permiso y lo transforma en un colegio para niños pobres y seminario, y lo engrandece enormemente, dotándolo de una magnífica pinacoteca, una colección de tapices flamencos,  albergando también una importante biblioteca de libros raros.

   Al morir, el 26 de junio de 1752, Julio Alberoni dejó como legado al Colegio que lleva su nombre todos sus bienes. Hombre de sombras y luces, ambicioso pero también leal a quien sirvió, fue denostado por muchos al caer en desgracia, y su figura disminuida por la historiografía, pese a ser el hombre más influyente en la política española durante la segunda década del siglo XVIII.
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VIVIENDO JUNTOS

   Próximas las festividades navideñas, quiero cumplir con la tradición de felicitar las fiestas a los amigos de este blog con una breve entrada referida a alguno de los elementos y símbolos que caracterizan estas celebraciones: la estrella de Belén y los Magos de Oriente.

   Mucho se ha discurrido sobre si la estrella de Belén, la que guió a los Reyes Magos, podría ser el cometa Halley, algún otro cometa o una estrella nueva; sin embargo, el 17 de diciembre de 1603, Kepler, por entonces astrónomo imperial en la corte de Rodolfo II, ya había observado el cielo, como hacía de costumbre, y comprobado la conjunción de Júpiter y Saturno en la constelación de Piscis, lo que producía la extraordinaria luminosidad de una gran estrella. Tomó notas del caso, pero el tiempo dejó estas observaciones en el olvido y siguieron las especulaciones, hasta que en el siglo XIX los astrónomos revisaron los cálculos de Kepler. Hacía falta verificar que en los tiempos del nacimiento del Niño Jesús esa conjunción astral se hubiera producido. Y fue posible. En 1925 fueron descifrados unos escritos cuneiformes descubiertos en Babilonia. Entre las muchas noticias halladas había una relativa a las posiciones de Júpiter y Saturno en la constelación de los Peces. Las observaciones descifradas apuntaban a que en el tiempo del nacimiento de Jesús, durante cinco meses, ambos planetas habían podido ser observados en una posición tan próxima que los hiciera parecer una gran estrella moviéndose sobre el firmamento.



  Por la tradición creemos que esa estrella fue la que guió a los Magos de Oriente hasta el portal de Belén, que al principio no se decía cuántos eran, ni se decía nada sobre su edad o raza. Sólo el Evangelio de San Mateo dice algo de ellos sin precisar detalle alguno. Pero con el paso del tiempo se fueron definiendo las personalidades de los Reyes Magos. Se les dio nombre, se les puso edad y se le asignó la representación de las distintas razas conocidas entonces. Melchor representa la senectud y al continente europeo, Gaspar la juventud y las tierras de Asia y Baltasar la madurez y los reinos de África.

   Y ese espíritu universal que tratan de representar los Reyes Magos queda también reflejado en el sello de correos que ilustra esta felicitación: un ángel proclamando la armonía de vivir juntos, sea cual sea la raza, la religión o las ideas de las distintas sociedades que habitamos en el mundo.
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CANGAS DE ONÍS

   No es Cangas de Onís una localidad grande en población, pero sí en historia y renombre. Los casi trece siglos transcurridos desde que aquel asentamiento en el que los romanos dejaron huella con un puente que unía sobre el río Sella la calzada por ellos construida, entró en la historia por derecho propio, al convertirse durante más de cincuenta años en la corte y capital del incipiente reino cristiano de Asturias, no han hecho olvidar su importancia ni los hechos que en sus alrededores sucedieron. Bien lo supieron los cangueses que en el escudo de la población quisieron inmortalizar la enorme importancia de su pequeña ciudad con la leyenda: “Minima urbium, maxima sedium”.

   El viajero, cuando llega a Cangas de Onís lo primero que ve, aguas arriba, al cruzar el río Sella por la calzada de un moderno y supone que feo puente, es el famosísimo, y este sí hermoso, puente medieval. A él se dirigirá después de dar un paseo por la ciudad tomada por los visitantes que corretean arriba y abajo por una Avenida de Covadonga llena de cafeterías y tiendas de recuerdos.

   Pero como al viajero interesan poco estas cosas, aunque no niega haber comprado algún recuerdo, el viajero deja tan principal avenida y por una de sus bocacalles llega a la Capilla de la Santa Cruz. Está esta pequeña capilla levantada sobre un montículo en el que antes hubo otra más pequeña aún, erigida en tiempos de Favila, rey asturiano hijo de don Pelayo, y aún antes en los tiempos en los que las gentes ni siquiera sabían escribir, un túmulo funerario.


   Volviendo sobre sus pasos el viajero se acerca a río Sella para cruzarlo por el puente medieval, que de esa época es, aunque lo llamen romano, quizás porque antes del que hoy cruza el viajero hubo otro cuyo empedrado era parte de la calzada que unía Portus Victoriae y Lucus Asturum. Y si famoso es el puente, no lo es menos la Cruz de la Victoria que pende del gran arco central, réplica de la donada en 908 por Alfonso III, que se custodia en la catedral de Oviedo. Se colocó en el puente la reproducción de la cruz para conmemorar el retorno de la Virgen de Covadonga, la Santina, que al final de la guerra civil estuvo en Francia. La imagen había sido sustraída, y casualmente encontrada en el desván de la embajada de España en París, y traída a España, en su propio automóvil, por el embajador don Pedro Abadal, para ser entronizada en su cueva, en olor de multitud.

   Es la cueva y todo su entorno lugar de la máxima importancia en España, aunque cada cual posiblemente entienda esa grandeza por motivos distintos, pues lo aprecian como espacio natural de extraordinaria belleza unos; es lugar de peregrinación y oración ante la Santina, para otros; y, si no para todos, pues alguno habrá que no lo sienta así, para muchos otros, incluidos algunos de los anteriores, cuna de la Nación española. Porque allí donde se estrecha el valle hasta el paredón montañoso en el que en su cueva está hoy la Virgen, estuvo antes un pequeño grupo de astures que mandados por Pelayo hicieron frente a los sarracenos invasores que once años antes había puesto su pie en Europa.

   Era por entonces Anbasa valí de las tierras conquistadas. Había sustituido al anterior gobernador Al-Samah,  muerto en Tolosa, cuando después de tomar Narbona, las fuerzas agarenas trataban de conquistar los territorios francos de la Galia Narbonense.

   No habían considerado los invasores hasta entonces que un pequeño grupo de montañeses con algunos visigodos refugiados, que se negaban a pagar los tributos y se habían retirado a los valles, acosando a las escasas fuerzas de Munuza, el gobernador de aquella región, fuera un peligro; tampoco la administración de Munuza había alcanzado un desarrollo suficiente como para imponerse a los rebeldes refugiados en los valles, pese a perseguir a los insurrectos, que por otro lado, no parecía tuvieran la intención de reverdecer la monarquía visigoda, ni ninguna otra, todavía.  Pero sí tenía ese grupo de sublevados un caudillo: Pelayo, un antiguo espatario del rey don Rodrigo, hombre, sin duda, con carisma; posiblemente con ascendentes en la nobleza goda(1), muy probablemente combatiente en Guadalete, y enemigo de Munuza que había logrado atraer a buen número de astures y godos refugiados en las montañas y presentar batalla a los agarenos en los valles primero y, viéndose perseguido por nuevas fuerzas enviadas por el valí, donde los valles se encajonan entre pétreos muros, hasta formar las más angostas gargantas, después.

   Manda el ejército agareno enviado por Anbasa el general Alqama, que adentrándose por el valle del Sella alcanza la garganta donde está Pelayo con los suyos. Como las fuentes, todas bastantes posteriores a los hechos, tratan, las cristianas de magnificar la victoria de Pelayo y las musulmanas de minimizar su derrota, es difícil saber, salvo que fuentes contemporáneas por descubrir alumbren mayor conocimiento, las dimensiones del enfrentamiento: el número de soldados que con Alqama se adentró en la garganta de Covadonga para reducir a los rebeldes astures y los que con Pelayo defendían la cueva. Aquellos, a la vista del espacio disponible, serían, como mucho, unos pocos miles; éstos, unos pocos cientos que, es de suponer, estarían en la cueva y algunos en las aristas más elevadas de los paredones rocosos. Que unas y otras fuentes arrimen el ascua a su sardina, parece reconocimiento de que hubo lucha y que ésta no fue favorable a los invasores, habida cuenta que Pelayo, nombrado rey estableció su corte en Cangas de Onís.

   Pero el viajero deja estos avatares de la historia para mejor ocasión y se apresta a disfrutar de los encantos del paraje.


   Del arquitectónico, llama la atención del viajero que fuera Alfonso I quien, para conmemorar la victoria de Pelayo, mandara construir una pequeña capilla junto a la cueva, y que fuera en tiempos de Alfonso XIII, el último de los reyes españoles con ese nombre, cuando se terminara de construir la basílica actual. El viajero observa sus hechuras neomedievales, obra en su diseño del alemán Roberto Frassinelli y en su desarrollo técnico del arquitecto Federico Aparici, y que venía a rellenar el hueco dejado por el antiguo templo tras el incendio que lo consumió en la segunda mitad del siglo XVIII.

   De las maravillas naturales que ofrece la montaña, el viajero fía a la imaginación del lector los bosques frondosos, las pétreas crestas, los arroyos de sonoras aguas y los lagos de fondos oscuros.

(1) La versión más aceptada en la de que Pelayo fuese hijo de Fáfila,  un duque al servicio de Vitiza, que murió a manos del propio rey, lo que hace comprensible que Pelayo perteneciese al partido de Rodrigo.  Que el primogénito de Pelayo fuese llamado Fáfila, como el abuelo, si no es determinante, no hace más que reforzar ese supuesto.
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