CUANDO ESPAÑA PUSO SUS REALES EN MARRUECOS

   Tras la constitución de la Compañía Española de Minas del Rif, para el transporte del mineral, la compañía se afanó en la construcción de una línea férrea que uniera el puerto de Melilla con el campo minero. Una línea de 32 kilómetros que por necesidades de la orografía bordeaba el macizo del Gurugú.

   La caída de El Roghi había dejado la región rifeña sin la precaria seguridad que su autoridad proporcionaba a los europeos frente a las insumisas cabilas.

   El 9 de julio de 1909 seis trabajadores españoles de la Compañía Española de Minas del Rif, que trabajaban en la construcción de la línea férrea fueron asesinados. La respuesta del comandante general de Melilla, el general Marina, no se hizo esperar. Cañoneada la harka enemiga, se ocuparon las posiciones desalojadas. Tampoco hubo demora por parte del Gobierno de Maura. El día 10, se publica el decreto de movilización, comenzando a concentrarse en Barcelona el contingente de la brigada mixta de Cataluña, que desde ese puerto debían embarcar con destino a Melilla. Pero la gravedad de la guerra que acababa de iniciarse exigía más tropas. A los embarques realizados en la Ciudad Condal, siguieron otros en Málaga con tropas procedentes de Madrid. En pocos días la repulsa a la intervención de España en otra guerra se hizo general en todo el país. Subsistía en la memoria el aún reciente descalabro antillano y filipino. La prensa en su mayor parte insistía en sus editoriales sobre la locura que suponía entrar en un conflicto en tierra tan áspera, en la que nada se le había perdido a España, como no fueran los intereses particulares de algunos magnates que, con cuatro perras habían pagado a los moros unas tierras llenas de riquezas. Y quienes tenían que defenderlos eran los desamparados hijos de los humildes campesinos españoles o los pobres trabajadores, esposos o padres, que con su trabajo en el tajo, no podían satisfacer la redención a metálico.

Firma de Antonio Maura. Fotografía tomada del libro "España Histórica"
 de Antonio Cárcer Montalbán. Ediciones Hymsa. 1934

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   Pero fue en Barcelona donde las protestas alcanzaron la mayor importancia. Con la convocatoria de una huelga general las algaradas iniciales pasaron a ser franca lucha callejera entre huelguistas armados y la guardia civil y el ejército. Ante la gravedad de los hechos, el gobierno declaró el estado de guerra, suspendiendo las garantías constitucionales. Las barricadas, los tiroteos, los incendios de iglesias y el asalto a muchos conventos se sucedían. Suspendidas las comunicaciones con el resto de España, poco se sabía de lo que ocurría en Cataluña, salvo lo que los partes del gobierno, bajo censura previa, facilitaban a la prensa del resto del país. Finalmente el 1 de agosto, tras una Semana Trágica de tintes revolucionarios, con 101 muertos, volvió la calma. Comenzarían, entonces, las consecuencias de aquellos días: las ejecuciones decretadas por consejos de guerra sumarísimos, por rebelión, asesinatos y profanación de cadáveres. Cinco ejecuciones, la última la de Francisco Ferrer Guardia, un pedagogo de ideas anarquistas, fundador de la Escuela Moderna de Barcelona,  que levantó grandes protestas tanto nacionales como extranjeras, y cuya polvareda levantada supuso la caída de Maura.

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   Mientras la rebelión en Cataluña alcanzaba la mayor violencia, la guerra en Marruecos continuaba. Se alternan las escaramuzas entre las cabilas y los españoles, hasta que el 27 de julio, en las proximidades de Melilla, en el macizo del Gurugú, tropas españolas eran masacradas por las harkas rifeñas desde las alturas del Barranco del Lobo. Retirados los españoles y suspendidas las acciones, no se recuperaría el control de la región hasta la llegada de los contingentes enviados desde los puertos de Barcelona o Málaga.

   A partir de esta intervención la presencia militar española en el norte de Marruecos, que hasta entonces había sido escasísima, se hizo permanente. La inteligencia con algunas de las tribus bereberes mantuvo el conflicto bajo cierto control. Especialmente influyente fue la familia de los Abd el Krim, de los Beniurriagueles, uno de cuyos vástagos, Mhamed, educado en España, y resentido contra ella, acabaría siendo catalizador de la belicosa actitud de las cabilas rifeñas.
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MARRUECOS EN LA CONFERENCIA DE ALGECIRAS

   El 7 de abril de 1906 se firmaba el acta final con las decisiones tomadas en Algeciras para acordar el futuro de Marruecos. Resultaba de aquellos pactos el compromiso de ejercer, por Francia en el sur y España en el norte, la administración de sendos protectorados.

   Los años que siguieron a la Conferencia de Algeciras fueron tiempos convulsos en Marruecos. Era sultán el joven Abdelaziz, que había recibido el título al morir su padre, el Muley Hassan, en 1894, cuando el muchacho apenas contaba catorce años, pese a no ser el primogénito.  Éste, Muley Mohammed, si no por su hermanastro Albelaziz, sí por su visir, había sido encarcelado para anular cualquier intento de tomar el poder que pudiera corresponderle como primogénito. Con él, tras los barrotes, acabó también un tío del joven sultán y su secretario, un tal Yilali ben Driss Zerhouni el Youssufi. Puede que El Youssufi fuera puesto en libertad, o puede que huyera, el caso es que apareció en Argelia y con artimañas y trucos, incluso haciéndose pasar por tuerto, como lo era el Muley Mohammed, volvió a Marruecos, y usurpando la personalidad del hijo mayor de Hassan, convenció a muchos de ser él quien mayor derecho tenía al trono de Fez. Se declaró “Roghi”, es decir pretendiente, en 1902, llegando a dominar una buena parte del norte marroquí, repeliendo cualquier intento del sultán por desalojarlo del territorio ocupado. Aunque nunca consiguió la total sumisión de las cabilas rifeñas, como tampoco lo había conseguido el sultán, logró en un principio, si no el apoyo decidido, sí la condescendencia de españoles y franceses, a los que cedió los derechos mineros del Rif, con gran disgusto de los jefes de algunas tribus, en especial de los Beniurriagueles.


 

   A comienzos de 1908, otro hermano del joven sultán, el Muley Abd el-Hafid, se levantó contra él. Abdelaziz había intentado modernizar el sultanato con modos occidentales, y aunque lo hecho tenía un carácter muy superficial, sin beneficio para la gente, fue bastante para motivar la repulsa de los más tradicionales. La unificación en un solo impuesto, el tarbib, de los muchos aplicados, fue la gota que colmó el vaso de las protestas, y en poco tiempo, tras breve guerra civil, Abd el Hafid se convirtió en nuevo sultán. Heredó éste el conflicto con el Roghi, que desde su palacio rifeño de Zeluán trataba de someter a las siempre ingobernables cabilas rifeñas, que inesperadamente acataron la soberanía del nuevo sultán. Para lograrlo envió sus huestes. Las mandaba uno de sus lugartenientes, El Yilali, el general negro, antiguo esclavo ahora fiel al Roghi. El 7 de septiembre de 1908, en las cercanías del río Nekkor, en los territorios de la influyente cabila de Beni-Urriaguel las huestes de El Yilali son derrotadas, y en desbandada perseguidas por los Beniurriagueles. Huyó, pues el Roghi, abandonando su corte en Zeluán, camino de Taza y finalmente fue capturado ya por las tropas del sultán Abd el Hafid y llevado a Fez.

   Según un cronista occidental, de los pocos testigos europeos que presenciaron el acontecimiento, el 24 de agosto de 1909, el Roghi entró en la ciudad con las mayores incomodidades. Sacudido por el constante balanceo del camello que transportaba la jaula en la que iba encerrado el preso, la expectación fue fabulosa. El mismo sultán que presenciaba la llegada del cautivo era ignorado por sus súbditos absortos ante el magno espectáculo y el personaje que, por su fama y por su arrogancia, aun en tales circunstancias, mantenía ante sus carceleros. Tres días, se dice que fue mantenido en otra jaula, de tamaño algo mayor, ubicada sobre un pedestal, para su exhibición pública, hasta que llegado el día de la ejecución fue muerto por un disparo de revolver y no, como una leyenda aseguraba, presa en las fauces de los leones que habitaban en los jardines de palacio.

   No había sido defendido el Roghi ni por españoles ni por franceses, pero sí tolerado, y su presencia y autoridad, a veces con manifiesta crueldad sobre sus enemigos, garantizó cierta estabilidad en la región. Muy pronto la seguridad de los colonos europeos y en las minas del Rif se iba a ver comprometida.
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DESPUÉS DEL 98, ÁFRICA

   Aunque hacía tiempo que España había dejado de ser una gran potencia, a finales del siglo XIX la Nación se aferraba aún a su glorioso pasado con la posesión de Cuba, Puerto Rico, las islas Filipinas y algunos archipiélagos en el Pacífico. Vino la guerra con los Estados Unidos y el tratado de París a convencer, aunque a medias, de la evidente realidad. A España, borrada como potencia colonial, sólo quedaba la pequeña porción del África negra que los demás países le habían dejado mantener en el Golfo de Guinea y otros pedazos de tierra arenosa al sur del Sultanato Alauí, que ni siquiera habían sido ocupados. Fue por ello en parte, y también por una resistencia a dejar ser alguien en el concierto de la naciones, tras la derrota sufrida, por lo que al poco vio España la posibilidad de incorporarse de nuevo, si bien precariamente, casi como mera comparsa, al grupo de países colonizadores. Una cuestión de dignidad nacional, mal entendida hoy, pero quizá no tanto entonces.

   Tras el desastre del noventa y ocho, España contaba en el norte africano con las ciudades de Ceuta y Melilla. Eran estas ciudades territorio de España desde muy antiguo. La primera porque bajo bandera portuguesa quiso permanecer con España cuando, en el siglo XVII, Portugal rompió la unidad peninsular; y la segunda desde que tras estar durante siglos dominada sucesivamente por fenicios, bizantinos, almorávides, almohades o benimerines, con autorización de los Reyes Católicos, Pedro de Estopiñán, al servicio de la Casa de Medina Sidonia, ocupó sin resistencia Melilla, una ciudad prácticamente abandonada disputada por los sultanatos de Tremecén y de Fez.


   Hasta entonces, España no había mostrado interés alguno por las tierras africanas de Marruecos. Su proceder allí se había limitado a determinadas escaramuzas con las cabilas en una región de habitantes indómitos e insumisos, incluso al Sultán. Hasta la guerra de Marruecos de 1859, enmarcada en la política de prestigio concebida por O’Donnell que, además de suponer un título de duque para él y otro de marqués para Prim, dejó nueve mil muertos,  o la de 1893, en la que una mítica cabalgada hizo famoso a un joven oficial de apellido Picasso, fueron ejemplo de ello; pero al comenzar el siglo XX, sin colonias en América ni en Asia, España pone sus ojos en África, donde también los ha puesto Francia y Alemania. El descubrimiento de diversos yacimientos minerales despierta el apetito por aquellas peligrosas tierras.

   Sentadas las bases del protectorado marroquí durante la Conferencia de Algeciras de 1906, cuyo reparto entre Francia y España, con claro beneficio para aquélla, se materializaría en 1912, varios magnates españoles compraron los derechos sobre tierras mineras próximas a Melilla. El oro y el moro ofrecían franceses y españoles al caudillo local por los yacimientos, constituyendo, finalmente los españoles, en 1908, la Compañía Española de Minas del Rif.

   Poco sospechaban aquellos inversores y las autoridades españolas el infierno en el que habían puesto sus ojos, y que en los años siguientes causarían enorme número de bajas y el más hondo pesar en la España de primeros de siglo XX.
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MIREPOIX

      Si hay un lugar al que el viajero ha llegado alguna vez y se ha visto transportado al pasado como si se hubiera sentado en una máquina del tiempo ese es esta pequeña ciudad de la Occitania.

   No indagará mucho el viajero sobre el nombre de Beli Cartha, de raíz fenicia, con el que según algunas fuentes parecía ser conocida la ciudad en sus orígenes, porque su importancia nace en el siglo XIII, en el apogeo de la herejía albigense y en su brutal extinción.

   A principios de ese siglo la nobleza de Mirepoix ya había abrazado la doctrina de los cátaros, la secta de aquellos “hombres buenos” cuyos “perfectos”, en parejas, con el Evangelio de San Juan colgado del cordón que ceñían a sus cinturas y sus hábitos negros recorrían los caminos occitanos. Y posiblemente por ello en 1206 varios cientos de “perfectos” se reunieron en Mirepoix, en un concilio que ponía a la ciudad en uno de los puntos de mira en los que la cruzada predicada por Inocencio III fijó su atención.

   Dominada la ciudad, huidos los nobles más renuentes al castillo de Montsegur, donde con otros resistirían asedio durante más de treinta años, sucumbiendo al fin, la ciudad fue entregada a Guy de Lévis,  uno de los lugartenientes de Simón de Morfort.

   En 1289 las aguas desbordadas del río Hers arrasaron la ciudad y Guy III de Lévis ordenó reconstruir la ciudad en la margen izquierda del río. Lo que hoy ve el viajero es en buena parte lo que entonces se construyó. Una bastida ─la edificación en damero de la trama urbana, rodeada de una muralla defensiva─, de la que aún queda una de las cuatro puertas que la delimitaba.


   En el centro de la población la Plaza de los Porches impresiona al viajero. Casas con entramados de madera que cruzan las fachadas, columnas también de madera que sustentan soportales y vigas esculpidas en sus extremos forman el escenario que permite imaginar al viajero una plaza abarrotada de gentes comprando frutas y verduras u hogazas de pan en los puestos del mercado, o juglares y trovadores yendo de aquí para allá en busca de las damas de su predilección a las que recitar sus poemas y demostrar su admiración. En esta plaza está el ayuntamiento y al otro lado de la misma, casi enfrente, la Casa de los Cónsules, hoy hotel. Construida en el siglo XIII, en 1664 fue pasto de las llamas y reconstruida, tal como se ve hoy, llenas sus vigas y columnas de madera de tallas.

   De la importancia de Mirepoix habla el hecho de que desde el siglo XIV tuvo catedral. Comenzó su construcción en el siglo XIII, en cuanto se empezó a erigir la bastida en la orilla izquierda del río y fue sede episcopal hasta su integración en la de Toulouse, durante la Revolución Francesa.

   Desde que el obispo Philippe de Lévis dejara de residir en Mirepoix en el siglo XV, sin que otro lo hiciera en su lugar, y especialmente desde que la ciudad perdiera su condición de sede episcopal, la catedral se fue deteriorando, hasta que en el siglo XIX Viollet-le-Duc se encargó de su restauración, reconstruyéndola y ampliando la nave hasta los actuales 22 metros, que la convierten en la segunda nave gótica más ancha de Francia.

   El viajero, aunque lego en la materia, siente una especial admiración por la obra de este arquitecto francés, que en su opinión tanto hizo por recuperar el patrimonio medieval de la Occitania. Las murallas de Carcassonne,  el Donjon de Toulouse o esta antigua catedral de Mirepoix, a la que nunca se le ha dejado de llamar lo que durante siglos fue, consagrada a San Mauricio porque fue ese día de 1209 cuando las tropas de Simón de Monfort tomaron la ciudad a los albigenses, son ejemplo de su hacer.


   El viajero se va a despedir de Mirepoix. Acude de nuevo a la Plaza Mayor, la de los porches, para dar un último paseo y tomar un café en alguno de los locales que instalan sus mesas como si fueran privilegiados miradores de la vida local, en las amplias galerías que rodean la plaza. Y como empezó la visita la termina, imaginando, casi sin esfuerzo, estar en otro mundo, en otro tiempo.
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