MILAGRO

    Sucedió en Guadalajara el 11 de enero de 1495… Así, o de forma parecida, pudo comenzar el expediente que se dice abrió la Iglesia a causa de lo sucedido al morir don Pedro González de Mendoza en su palacio de Guadalajara.
   
    En la misma ciudad había nacido don Pedro sesenta y siete años antes en casa del marqués de Santillana, su padre, con el que estuvo muy unido. De los nueve hermanos que tuvo cuatro eran mayores y el primero de ellos, don Diego Hurtado de Mendoza, llegaría a ser el primer duque del Infantado por gracia concedida por los reyes Católicos.

 Guadalajara. Palacio del Infantado
   
    Pero si el primogénito inauguró un ducado cuyo titular lograría ser Grande de España, el quinto retoño del marqués fue considerado como el tercer rey de España. Dedicado a la carrera eclesiástica, pasó como obispo por distintas diócesis hasta ser creado cardenal, despertando la envidia del arzobispo de la sede Primada don Alonso Carrillo de Acuña. Éste fue importante personaje, intrigante y conspirador desde los tiempos de Enrique IV, que quedó con las ganas de poner sobre su cabeza el solideo rojo y que sin querer, al morir, dejó la plaza a su rival de toda la vida: don Pedro González de Mendoza.

    Don Pedro, según sus biógrafos, también fue influyente, muchísimo, pero sin doblez. No olvidó su papel pastoral, pero dedicó sus esfuerzos a la política, aconsejando a los Reyes Católicos, que lo tenían en mucha consideración, en especial doña Isabel.

    Tal fue su ascendencia sobre la reina que cuando ésta quedó sin confesor por el traslado, como arzobispo, del que tenía hasta entonces, don Fernando de Talavera, a la diócesis de Granada, influyó decisivamente en el nombramiento para dicho cargo en la persona de un fraile franciscano, apenas conocido, humilde, dedicado a la vida monástica, al que había conocido en Sigüenza: Gonzalo Ximénez.

    Gonzalo Ximénez había sido capellán mayor de Sigüenza por orden del cardenal don Pedro, en esos momentos obispo de la ciudad, pero Gonzalo, más dado al misticismo que a los asuntos del siglo, ingreso en la orden franciscana. De allí lo sacó don Pedro para presentárselo a la reina, que logró convencer al fraile, que aceptó, dócil, los deseos de su Católica majestad. Si grande llegó a ser el cardenal Mendoza, no menos lo sería su protegido, el nuevo confesor de la reina: la Historia le conocería como cardenal Cisneros.

    En su lecho de muerte el cardenal Mendoza estuvo rodeado de familiares y amigos. Entre estos Isabel y Fernando, que se trasladaron a Guadalajara al conocer el inmediato final de quien les sirvió leal siempre. Aquel undécimo día del mes de enero de 1454 apareció en el cielo, en la vertical de la casa del Cardenal, una cruz. Llamó la atención sobre ella el conde de Coruña, hermano del moribundo, pero fueron muchos los que la vieron. Allí, sobre la última morada terrenal de don Pedro estuvo largas horas de aquel día. Tanta seguridad tuvieron en la realidad de la cruz que se veía que hasta fue estimada su altura en unos cuarenta codos. Los reyes comunicaron el hecho milagroso a Roma, pero del expediente que se abrió para investigar lo sucedido no hay rastro conocido. Por qué y cómo desapareció se desconoce, pero de que existió parece no haber duda. Varias fuentes lo aseguran y dan cuenta de ello: una Historia de Toledo, obra de don Francisco de Pisa es una de ellas; otra los escritos de don Esteban de Garibay, cronista de Felipe II. Y no son las únicas.

    ¿Hubo quien quiso promover su canonización? ¿Tuvo enemigos que quisieron impedirlo? ¿Pesó en ello el hecho de haber engendrado dos hijos en su juventud? Son incógnitas difíciles de despejar en una ecuación, todavía sin respuesta.
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PALABRAS

    Usadas como medio para expresar conceptos e ideas, todos las usamos al hablar, también para escribir, pero a veces su uso correcto no resulta fácil. Unas veces por la dificultad que supone disponerlas en el orden correcto para formar frases que expresen ideas, otras por resultar complicado elegir el vocablo adecuado para decir lo que queremos.

    Aunque, a veces el problema no esta en saber usarlas, sino en tener ideas con las que utilizarlas. Al menos eso han pensado algunos sesudos hombres del pasado. El príncipe Carlos José de Ligne, general al servicio de Austria, aunque nacido en Bélgica, decía que a los hombres se les puede dividir en dos categorías: los que hablan para decir algo y los que dicen algo por hablar. Y no debía ir desencaminado del todo porque Manuel Azaña, en cierta ocasión, dijo: “No me preocupa que un parlamentario no sepa hablar, lo que me preocupa es que no sepa de lo que habla”.

    De los parlamentarios, como el nombre de su oficio indica, siempre se han esperado buenos discursos, y aunque algunos los han pronunciado sobresalientes, otros han permanecido silentes. A estos mudos del parlamentarismo se les llamó “culiparlantes”. Su misión era votar levantándose de su escaño para hacerlo y, realizado el sufragio, volver a apoyar sus posaderas sobre la banqueta asignada. Sin embargo hubo uno que, indómito, rebelde, rompió la regla. Sucedió en Cádiz. Allí estaban formadas las Cortes que darían como resultado la Constitución de 1812, la famosa y liberal “Pepa”. Cierto día de mal tiempo se celebró un pleno, y durante el mismo una ráfaga de viento recorrió la sala turbando el confort de sus señorías. Fue el momento del desquite. Un senador, poniéndose en pie, pronunció su discurso magno. Gritó: ¡Esa puerta! Un ujier entendió aquello como una moción de carácter urgente y, solícito y abnegado la aceptó. El senador, con su propuesta aprobada volvió a su apacible ocupación.
 
    En ocasiones hay palabras de largo recorrido, de ida y vuelta. Hacer volver una palabra de donde salió no es cosa fácil. Es preciso disponer de ingenio para ello. Sir Winston Churchill lo tuvo y supo hacerlo. En cierta ocasión, Sir Winston recibió una nota. En ella figuraba la palabra “imbécil”. El formidable político tras leerla se dirigió al estrado desde el que iba a dirigirse a su auditorio y tras los saludos comenzó diciendo:
    ─ He recibido muchos anónimos en mi vida, pero jamás una firma sin texto.
    No cuesta mucho imaginar la cara de… pasmo, que se le quedaría al autor de la nota.
   
    Hay palabras que dejan huella en la Historia por la trascendencia de su contenido, otras al menos en la biografía de los personajes que las pronunciaron.

Universidad de Salamanca. Detalle de su fachada.

    Fray Luis de León nació en Belmonte. Filósofo, teólogo, poeta, estudioso de la Biblia, obtuvo varias cátedras en la Universidad de Salamanca. Realizó una traducción al castellano del Cantar de los Cantares, que habla del amor humano. Una traducción tan literal como pudo, según él mismo dijo, llevó a Fray Luis ante un tribunal inquisitorial. Había ingresado en la orden de los Agustinos. La pugna con los Dominicos sería inevitable. Eran los tiempos de Felipe II, y la Santa Inquisición imponía sus criterios. Una interpretación distinta de la Biblia y un ambiente de intrigas fue suficiente para iniciar un proceso ante el Santo Oficio del que, al fin, resultaría absuelto. Gran escritor y poeta, sin embargo sus más celebres palabras fueron las que pronunció al reiniciar las clases en su cátedra salmantina, como si todo hubiera sido un sueño, una irrealidad: “Decíamos ayer…”
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LOCURAS DE... AMOR

    Conocido más como escritor que como militar, el coronel Cadalso murió en acto de servicio cuando España trataba, una vez más, de recuperar el Gibraltar perdido en el tratado de Utrech. Durante toda su vida José Cadalso había tratado de compaginar milicia, a la espera de honores que nunca llegaron, y literatura. Nacido en 1741, recibió una educación esmerada. Su padre era un acaudalado comerciante con intereses ultramarinos, lo que permitió que su hijo José estudiara en los mejores colegios europeos. Ello le permitió introducirse en los círculos más selectos, en los que brilló gracias a su labor literaria. Hacia 1771 coincidiendo con el estreno de una de sus obras teatrales conoció a María Ignacia Ibáñez. Era ésta una famosa actriz de teatro de la que Cadalso se enamoró perdidamente. El destino quiso que la muerte se llevara a su joven amada. Cadalso queda desconsolado. Comienza entonces la confusión entre realidad y leyenda. Cadalso escribe las “Noches lúgubres”. Allí escribe lo que se dice ha hecho en realidad: que presentándose en la madrileña iglesia de San Sebastián habla con su párroco del amor que sentía por su amada allí enterrada; que necesita verla por última vez, tenerla en sus brazos; que lo convence para desenterrarla, y que al momento de llevar a cabo su locura, avisada la guardia, ésta hace acto de presencia en el templo e impide la profanación.


    Cadalso vuelve a la milicia, a sus letras: tratará de publicar sus famosas “Cartas marruecas”, que no verán la luz hasta después de morir, se dice que desengañado, por no alejarse de la granada que cayó a su lado y al estallar le quitó la vida.

    Poco más de medio siglo después murió otro escritor. Sus desengaños amorosos fueron constantes en su vida. De muy joven Mariano José de Larra se enamoró de una mujer mucho mayor que él. Seducido por su madura amante llega el primer desengaño: también es la amante de su padre.

    Algún tiempo después se casó, sin amor, con Josefa Wetoret, pero el matrimonio no duraría mucho. Eran tal para cual, infieles los dos. Mariano encontró el amor en Dolores Armijo, también casada, también sin amor, como Larra. Al principio todo pasión. Después, ella, racional, que huye de la incertidumbre, y Larra que la persigue, se obsesiona. Al fin se ven. Ella le dice que vuelve con su marido, que no puede ser, que le devuelva las cartas en las que le prometía amor. Él se resiste, pero al fin cede, aunque no comprende. Dolores se va. Acaba de cerrarse la puerta de la casa de la calle Santa Clara, en Madrid, donde vive el escritor. Suena un disparo. Larra se ha descerrajado un tiro en la sien. Es el año 1837. Larra tenía veintisiete años.

    También las mujeres se han visto arrastradas hacia un trágico final. En 1889 el heredero al trono del imperio austro-húngaro está en Viena. Se llama Rodolfo y es hijo de los emperadores Francisco José y la popular Sisí.

    Ambicioso en lo político, tenía sus propias ideas sobre el Imperio, que eran bien distintas a las de su padre. Próximo a los disidentes húngaros, parecía decidido a adelantar las cosas, y se había convertido en un conspirador en contra del emperador, que… lo sabía, y había tomado medidas para impedirlo.

    Ahora, apartado del gobierno, presa de una humillación insoportable, no quiere vivir. Su amante desde hace poco, la baronesa húngara María Vetsera, esta con él en Viena, en el pabellón de caza de Mayerling. Ésta, más enamorada de Rodolfo que él de María, decide unir su destino al de su amado. En la mañana del 30 de enero dos cuerpos sin vida yacen sobre una cama. Son los cadáveres de Rodolfo y María. Sus sienes rotas por los disparos de una pistola ponen fin a la historia de quien murió por amor por quien se quitó la vida por no amar.
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1921. MONTE ARRUIT

   El mismo día 29 de julio, en el que caía el último hombre en la posición Intermedia A, era cercado el ejército del general Navarro. Su llegada a Monte Arruit, a la desesperada, ha ido dejando un reguero de cadáveres. Aun así han logrado refugio más de tres mil hombres, que tienen que compartir apenas cien litros de aceite, 23 sacos de arroz, 228 de cebada, 10 de garbanzos y 16 de alubias. Eso y los caballos y mulos que puedan y cuya carne no se haya podrido con el sofocante calor norteafricano.

   Pero si la comida es poca, el agua aún escasea más. Con la aguada lejos del fuerte, en zona batida por los rifeños, que en número de cinco mil rodean Monte Arruit, el panorama es desolador. Y desde España el ministro Eza y el general Berenguer, con miedo a perder Melilla, no saben y si lo saben no se atreven a socorrer a los sitiados, que mueren a razón de veinticinco por día. La situación se torna insostenible. Ya que no se recibe ayuda, hay que buscar una solución desde dentro. Don Eduardo Pérez Ortiz, uno de los jefes que como el general Navarro, como prisionero, lograría salvar su vida escribiría tiempo después: ¿Qué organización era la nuestra que en diez y nueve días -del 21 de Julio al 9 de Agosto- y sin poder estorbar el enemigo el desembarco, no pudo saltar a la Restinga una columna y recorrer 25 kilómetros de terreno llano para auxiliar a los sitiados de Monte-Arruit? 

Don Fernando Primo de Ribera y Orbaneja.
El teniente coronel Primo de Ribera asumió el mando del
14º Regimiento de Caballería de Alcántara tras la muerte del
coronel Manella en la evacuación de Annual. Agotados todos
sus recursos defendiendo la  retirada del general Navarro en la
heroica lid del río Igan, moriría en Monte Arruit.

   El día 6 de agosto, con ánimo de parlamentar, enarbolando una bandera blanca, sale el teniente Nicolás Suárez Cantón. Es recibido a tiros y cae abatido sobre el seco terreno. El día 8, quien sale es el comandante Villar, que logra alcanzar las posiciones enemigas. Nada se sabe de él durante ese día. El día 9 Monte Arruit queda sin reservas de agua. Muchos soldados fuera de sí saltan al exterior camino de la aguada que, batida por el enemigo, es convertida en cementerio de españoles. Poco después aparece Villar. Parece haber llegado a un arreglo: entregar las armas y partir con los heridos sin que se les cause daño alguno. Navarro, sin otra alternativa acepta. Ante el portalón del fuerte el general, algunos oficiales y soldados están con parte de los jefes rifeños con los que se ha acordado la rendición, y parten camino de la estación. De pronto la harka, como una fiera enloquecida, se dirige hasta el fuerte a tomar el botín y se produce la masacre, indiscriminada y brutal, de los indefensos. Tampoco Navarro está a salvo. Hacia él y los oficiales que le acompañan se dirige la turba asesina. Es uno de los jefes rifeños que está con ellos, Ben Che-lal, quien a punta de fusil los defiende y a la grupa de sus propios caballos los salva de una muerte segura, para conducirlos a un cautiverio, en condiciones tan duras que de los 534 cautivos en poder de Abd-el-Krim, en Axdir, sobrevivirán 326, al ser liberados dieciocho meses después. Había exigido Abd-el-Krim un rescate de cuatro millones de pesetas por los prisioneros, pero la herida había sido tan grande que hasta la liberación de los prisioneros fue motivo de discrepancias. Finalmente, con intervención del banquero Horacio Echevarrieta con antiguos vínculos con los cabecillas rifeños, el rescate fue pagado y los prisioneros liberados.
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1921. ANNUAL

   Tras el asesinato del presidente Dato el 8 de marzo, sucedió en la presidencia del Consejo quien le había precedido al frente del gobierno, el conservador Manuel Allendesalazar. Durante su mandato y el del vizconde de Eza, ministro de Guerra con Dato, confirmado en el cargo, quedaría escrita una de las páginas más luctuosas de la historia de España.

   Annual es un lugar mal comunicado, con la aguada alejada del campamento y con unas tropas insuficientemente pertrechadas y moralmente debilitadas.

   Había sido ocupada su planicie a principios de año por el general Silvestre, Comandante General de Melilla, con la pretensión de alcanzar la costa de Alhucemas, pensando así vencer las cabilas rifeñas y controlar el territorio marroquí que desde 1909, cuando el desastre del Barranco del Lobo, había sido un constante quebradero de cabeza para España. Pero nada sucedería como Silvestre esperaba.

   No estaba España, ni material ni moralmente, preparara para afrontar el reto colonial en el que se había empeñado. A la habitual corrupción de ciertos mandos, como la del capitán Jordán y sus cómplices, destapada por la prensa, que terminó con el truhán en el presidio de Ceuta, se añadían las corruptelas generalizadas de todo orden. Hasta los propios soldados traficaban con los cabileños vendiéndoles armas o parte de sus balas, que acabarían siendo disparadas contra los vendedores. Las consecuencias de todo ello no se harían esperar.

   Entre la multitud de hechos desgraciados ocurridos aquel verano de 1921, durante los trágicos sucesos del Rif, algunos de los cuales fueron consecuencia de comportamientos cobardes y viles, resplandecen otros de valor, heroísmo y ternura, que por su contraste con aquellos, pero sobre todo por su propia calidad, los hacen destacar y mantenerse vivos en el recuerdo.

   En Annual, el general Silvestre acaba de suicidarse. La retirada de Annual se torna en desbandada. La tropa huye despavorida en dirección a Dar Drius, una de las cuentas en el rosario de fortificaciones construidas en el camino rifeño de Melilla. Y próximos a estos fuertes, pequeñas, y a veces no tan pequeñas, posiciones de apoyo y vigilancia.

   En lo alto de la Peña Tahuarda hay una de estas posiciones, la llamada Intermedia A. Acompañan al capitán Escribano, al mando del campamento, los tenientes Fernández, Márquez y Medina de Castro. Desde su altura, aquel 22 de julio de 1921, los ochenta y seis hombres que componen la guarnición contemplan horrorizados el reguero de soldados que, en desbocada huida, han dejado Annual a sus espaldas y corren con sus bocas resecas camino de Drius. Con el pánico instalado prácticamente en todos los puestos de mando del Rif, nadie recuerda a los defensores de Intermedia A. Es ésta, al fin y al cabo, en el mapa rifeño de las guarniciones españolas, una tachuela, y de las menos importantes, de las 144 clavadas en la demarcación mandada por el general Silvestre. Nadie da órdenes al capitán Escribano, ni contestan a los heliogramas que desde Intermedia A se envían a Drius, que lleva resistiendo los embates de la harka rifeña y lo seguirá haciendo aun cuando el general Navarro, recién llegado a Dar Drius para hacerse cargo del descompuesto ejército del desaparecido Silvestre, ordene la evacuación de este enclave.

Heliógrafo usado durante la guerra de Marruecos.

   En Intermedia A, pues, se defienden como pueden. Aguantan el día 22, resisten el 23, viendo como Navarro abandona Dar Drius; el 24 deciden evacuar, pero son descubiertos. Vuelven a resguardarse en el fortín. El teniente Medina, jefe de los artilleros cae, pero los suyos siguen cargando los dos cañones de los que disponen y el resto de la tropa disparando sin cesar. La guarnición se defiende como gato panza arriba, manteniendo la posición el día 25 y el 26, pero las municiones se agotan, también el agua. Escribano decide iniciar conversaciones con los asaltantes para una rendición honrosa. Sus negociaciones con los jefes de la cabila son lentas, y espinosas, como son los rifeños, como lo es el terreno que defienden, árido. De pronto un mal gesto, una sospecha y las conversaciones se rompen. Varios rifeños intentan cortar las alambradas. Escribano gira sobre sus talones y emprende el regreso. Ordena que se abra fuego. Desde el parapeto tratan de cubrir al oficial. Suenan los disparos. Y en el tiroteo Escribano cae antes de llegar. No se sabe si por balas propias o por disparos traidores por su espalda. La descarga es tal que la harka retrocede. Será por poco tiempo, y la guarnición de Intermedia A será muerta al poco. Tiempo después los mismos verdugos ensalzarían el valor del capitán Escribano en la defensa de la posición, lo que no hizo el ejército, que le negaría la concesión de la Laureada, pese a solicitarla el fiscal togado que, para gloria del héroe, dejó constancia en el Expediente Picasso del reconocimiento merecido: “En medio de aquella flaqueza general, a la vista de tantas otras posiciones que se incendiaban, abandonándolas después sus defensores, se destaca con trazo vigoroso, en tan triste cuadro, la actuación del capitán Escribano, viendo alejarse los restos de aquellas tropas que, en deplorable estado, se afanaban por ganar lugares más seguros sin que nadie intentase reaccionar; y lejos de imitarlas, rechaza las condiciones que el enemigo impone para la rendición y queda solo, defendiendo con su fuerza la posición, convencido seguramente, por la forma en que se retiraban las tropas, de que todo lo tenía que esperar de sus propios recursos, que no habían de tardar en agotarse”.

   Quedó don José Escribano Aguado sin condecoración, pero no sin reconocimiento, como lo tuvo también el teniente Antonio Medina de Castro, el jefe de artillería. Su novia entonces se ocupó de mantener vivo su recuerdo y hacerlo llegar a todos.

   Rosa Margarita Barceló era la novia de Antonio. Se carteaban a menudo, y sabemos de su relación porque una de las cartas de amor que el joven teniente vallisoletano le envió desde Annual, donde estuvo destinado poco antes de la debacle, ha llegado a nosotros.

   Tras la muerte de Antonio, Rosa siguió soltera. En 1937 marchó a los Estados Unidos. Desde allí siguió en contacto con los padres de Antonio, al que Rosa no olvida. En 1978, ya con setenta y siete años, volvió a España: primero a Valladolid, luego a Melilla, donde habían sido enterrados los restos rescatados e identificados años después de la muerte del teniente; y por último a las rocas donde se asentaba la posición Intermedia A, hoyo primero de su amado. Costó lo suyo a Rosa llegar al lugar, escarpado y de difícil acceso, pero la ayuda del comandante Carmona, que la acompañó, y la firme voluntad de depositar unas rosas rojas sobre las piedras que su novio defendió, lo hizo posible. Volvió Rosa Margarita a Miami, donde vivía y mantenía vivo el recuerdo de Antonio. Siempre desde entonces, todos los años, y hasta 1991, para el día de difuntos llegaba un cheque con el que el comandante Carmona compraba un ramo de flores para adornar el nicho del panteón de héroes de Melilla, donde el teniente Medina vive eternamente.
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