MAXIMILIANO, ¿EL EMPERADOR QUE VIVIÓ 104 AÑOS?

   Trieste, 10 de abril de 1864. En el palacio de Miramar con el boato acostumbrado de una entronización, pero sin el entusiasmo propio del acto, es declarado el archiduque Maximiliano de Austria emperador de México. El nuevo emperador, acompañado por su esposa, la princesa Carlota de Bélgica, y presente la delegación mexicana encabezada por don José María Gutiérrez de Estrada, que ofrece el cetro al archiduque austríaco, acepta el trono y la ayuda económica y militar que otro emperador, el francés Napoleón III, inspirador del proyecto, le ofrece. Por fin, Napoleón III ha conseguido su propósito largamente perseguido: colocar un peón afín a Francia en el continente americano que haga frente, tras la independencia mexicana de España, a las ansias expansionistas estadounidenses.

   Había visto México reducidos en los treinta años anteriores la superficie mexicana a la mitad, primero con la separación de Texas, que se unió después a los Estados Unidos, luego con la cesión, por el oneroso tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848, de los actuales estados de California, Arizona, Nuevo México, Utah, Nevada y Colorado, y por fin con la cesión de La Mesilla, un territorio al sur de Arizona de superficie similar a la de Andalucía, vendido por Santa Anna, en 1853, por quince millones de pesos, al gigante del norte.

   No fue la aventura mexicana venturosa para Maximiliano. Su imperio enfrentado a los republicanos de Benito Juárez, fue al fin abandonado por Napoleón III, incapaz éste de mantenerlo en el poder, o borrado el sueño de mantener su influencia en América, una vez liberados los Estados Unidos de la carga que suponía su propia guerra civil.  Solo, Maximiliano, entre derrota y derrota, osciló su voluntad entre resistir o abdicar. 

  En febrero de 1867, Porfirio Díaz, general de las fuerzas republicanas, amenaza Puebla, y Maximiliano decide dejar la capital y refugiarse en Querétaro con las fuerzas monárquicas. Había tenido el emperador antes la oportunidad de abdicar y ponerse a salvo, antes de que el fin, que se vislumbraba próximo, convirtiera su destino en irreversible tragedia, pero tras dudar si dejar México y volver con Carlota, ya declarada loca, a su querido Miramar, optó por resistir. Aún tuvo Maximiliano una segunda oportunidad para eludir un fatal desenlace. Juárez, a punto de quedar sitiado Querétaro, le brinda la ocasión de marchar sin daño. Pero era tarde ya. Quizás el emperador, que ya casi no lo era más que de nombre, no podía más que afrontar los hechos con la dignidad de su título. Refugiado con los generales Mejía y Miramón resistirá poco tiempo, siendo capturado el 15 de mayo. De inmediato, en el Teatro de Iturbide de Querétaro, comenzó el juicio, en el que, por un tribunal militar, fue acusado, entre otros cargos, de violar la Constitución de 1857, adoptar un título inexistente en México o de promulgar el decreto por el que se condenaba a muerte a quien se enfrentara al Imperio.


La Constitución de 1857, de carácter liberal, era la vigente
 al ocupar Maximiliano el trono mexicano. Una de las  acusaciones
que pesaron sobre el emperador en el consejo de guerra al que
 se le sometió, fue la violación de dicha Constitución.


   Muchos e intensos fueron los intentos por salvar la vida del archiduque. Los Estados Unidos, por medio de su Secretario de Estado William Seward, y Prusia pidieron clemencia para Maximiliano. También Francisco José, hermano del condenado, solicitó el perdón, al tiempo que cartas escritas por Víctor Hugo y Garibaldi pidiendo lo mismo resultaron inútiles, pues llegaron a México cuando el emperador había sido ejecutado.

   El 19 de junio de 1867, de madrugada, Maximiliano oye misa. La canta el obispo don Manuel Soria. Luego desayuna con los generales fieles. A las seis y media de la mañana es llevado al Cerro de las Campanas. Allí será fusilado. Pide a los soldados del pelotón que apunten a su pecho. No quiere que su madre, cuando su cadáver sea entregado a su familia, vea su rostro desfigurado, y entrega a cada soldado una moneda de oro. Después, en un gesto de generosidad y agradecimiento a Miramón, se coloca a un lado, cediendo el centro al general. Poco después tronaron los cañones de la fusilería y el Imperio Mexicano llegó a su fin.

                                                       *

 Las circunstancias de la ejecución, posterior cuidado del cadáver del archiduque y la misteriosa aparición, poco después, de un enigmático personaje en la República de El Salvador, han dado pábulo a la especulación.

  Varios autores han escrito sobre la ejecución de Maximiliano, que iba a ser pública, pero que apenas tuvo testigos; que el pelotón de fusilamiento estaba integrado por soldados y campesinos que no conocían a Maximiliano, a los que se les prestaron uniformes, razón por la que era tan heterogénea la altura de los soldados y que les cayeran tan mal los uniformes; que no hubiera fotografías del fusilamiento y que todo se hiciera con precipitación e incluso, que un negligente  embalsamamiento del cadáver lo tornara en prácticamente irreconocible meses después, incluso por su madre, cuando al llegar los restos del archiduque a Austria en enero de 1868, negó que fuera el cuerpo de su hijo. Quizás, la intención de privar al emperador derrocado de cualquier halo de heroísmo en el momento de su muerte estuviera detrás de todo ello.

   Hay un famoso cuadro de Manet recreando el fusilamiento, en el que el rostro del emperador, situado en el centro, aparece borroso, en contraste con la nitidez de sus compañeros, los generales fieles; y aunque es cierto que no hubo fotografías del momento de la ejecución, sí hubo fotografías de su cadáver. Francois Aubert, fotógrafo de Maximiliano, fue su autor, y aquellas fotografías, en el formato conocido como tarjetas de visita, se vendían por dos pesos, y fueron muy populares.

   También el hecho de que Juárez y Maximiliano fueran masones, se esgrime por algunos como razón para salvarlo de la muerte, pero lo cierto es que no está acreditado que el emperador lo fuera, habiendo incluso testimonios que lo niegan.

   De las anteriores circunstancias surgieron especulaciones y de la aparición en El Salvador de un personaje misterioso el mito. El caso es que hacia 1870 ya se había presentado en dicho país un hombre enigmático. No se sabía nada de él, ni él decía mucho de sí mismo. Era de tez y ojos claros, muy educado, de buenos modales, culto y conocedor del protocolo. Hablaba el alemán y otros idiomas europeos, y decía llamarse Justo Armas, pues, según manifestó en testamento por él otorgado en 1922, una rica familia de origen español con dicho apellido lo había acogido y educado, tras ser rescatado del cautiverio que sufrió de los indios cuando fue apartado de niño de una señora y un clérigo austríaco que vivían en un Texas aún mexicano.

   Parece ser que al llegar a El Salvador, impolutamente vestido de blanco, pero descalzo por una promesa hecha a la Virgen que le salvó de una muerte segura, le acogió y promocionó don Gregorio Arbizú, vicepresidente del país, masón, ocupándose de los encargos que sobre asuntos protocolarios y relaciones públicas, se le encargaban por parte de la alta sociedad salvadoreña, haciendo uso de una enorme cantidad de objetos suntuarios, muchos de los cuales procedían, nadie sabe cómo, de los que el emperador Maximiliano había dispuesto en sus palacios.

   El mito despierta la curiosidad, a veces de modo más intenso que la propia historia. Si era Armas el emperador que, como algunos han defendido, Juárez permitió escapar de la muerte, o si fue, más probablemente, como apuntan otros, uno de sus ayudantes, huido tras la ejecución de Maximiliano, es parte del mito. Sirva éste para conocer la historia, los hechos comprobados, y aventurarnos por los  enigmas que la misma historia no es capaz de explicar.

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EL PRIMER BELÉN

   Tan acostumbrados estamos a verlos en nuestras casas, en los escaparates de muchos comercios, templos y en las plazas de algunas ciudades, en el tiempo de Navidad, que no reparamos en la antigüedad de esta tradición.

   Fue San Francisco de Asís, fundador de la orden franciscana y de las clarisas, amigo de los animales –es el patrono de los veterinarios-, quien en Greccio, y según nos cuenta Tomás de Celano, concibió la primera representación del nacimiento del Niño Jesús. Y así, en una gruta, se puso el correspondiente heno y situando un burro y un buey, en lo que se había convertido en pesebre, convocó a las gentes del lugar, que como los pastores se acercaron al lugar, y leyendo el Evangelio, predicó la Buena Nueva.

   Las nuevas órdenes religiosas comenzaron a realizar figuras de diversos materiales con las que componer la representación del nacimiento de Jesús. Era una forma de predicación que se fue extendiendo.

   Aunque sabemos que llegaron a la corte española traídos por Carlos III, que antes que rey de España lo fue de Nápoles, donde las representaciones del nacimiento del Niño Jesús adquirieron el rango de obras de arte, el belén más antiguo de los que se conservan en España data del finales del siglo XV. Se conserva en Palma de Mallorca, adonde llegó de modo un tanto accidental, según la leyenda.

   Realizado por los Alamanno, familia de artistas napolitanos, a finales del siglo XV, es posible que su destino fuera Valencia, pues los Alamanno ya habían recibido encargos del duque de Calabria y Virrey de Valencia, pero fue el caso que durante el viaje, una tormenta puso en riesgo de naufragio la nave. El capitán, ante la difícil situación, se encomendó a los cielos y prometió ofrecer una de las piezas transportadas como exvoto, si salían ilesos del trance. La luz del convento de Nuestra Señora de las Nieves de Palma de Mallorca, a modo de faro, guió hasta buen puerto la nave. Pero sucedió que el capitán se negó a cumplir su promesa y zarpó rumbo a su destino, mas la borrasca zarandeó de nuevo el barco de tal modo que otra vez en peligro, tuvo que volver a puerto y entregar el nacimiento transportado.

   Sirvan estas pocas letras para felicitar a todos los visitantes de este espacio dedicado a la historia y el arte estas fiestas, tan distintas en la forma en la que nos vamos a relacionar, pero con el mismo sentimiento de bondad con el que recibimos la Navidad, sea cual sea el pensamiento que tengamos o la doctrina que profesemos.

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COLUMNAS HUMANAS

    Vivió hace quince siglos. Había nacido en Sisan, ciudad de Cilicia, en aquellos primeros tiempos del cristianismo en los que las comunidades monásticas carecían de reglas rígidas que regularan la convivencia de sus miembros. En una de estas comunidades ingresó Simeón cuando tenía 17 años. Había decidido entregar su cuerpo a las prácticas ascéticas más mortificadoras como forma de entrega a Dios. Simeón destacaba entre sus compañeros por la extrema dureza de las penitencias que se imponía. Se aplicaba un cilicio, del que se dice fue inventor, y guardaba silencio durante largos periodos de tiempo. Su aislamiento provocó que el resto de los monjes le propusieran abandonar el cenobio. No resultaba todo lo sociable que deseaban y, además, daba mayores muestras de sacrificio que ningún otro monje, lo que era causa de envidia.
   
    Se instaló en diversos lugares: un pozo y una cueva donde permanecía de pie la mayor parte del tiempo. Su fama se fue extendiendo. La gente comenzó a visitarlo. Le pedían consejo. Se acercaban a él para tocarlo. Simeón necesitaba aislarse. Primero se instaló sobre un montículo de piedras, pero la gente seguía acudiendo a verle. Después se hizo construir una columna sobre la que colocarse. Al principio tenía una altura de tres metros, pero no resultó suficientemente alta para sus propósitos. Hizo elevarla, sucesivamente, hasta los 18 metros. Allí, sobre una pequeña plataforma de apenas cuatro metros cuadrados vivió los siguientes 37 años. La tarima carecía de techumbre. Simeón estaba expuesto al castigo constante de la intemperie. Un poste situado en el centro de la plataforma y una pequeña balaustrada eran las únicas instalaciones del tablado. El poste era utilizado para atarse y poder mantenerse erguido durante la cuaresma, en la que tenía el propósito de mantenerse en pie los cuarenta días de su celebración. Desde lo alto, Simeón predicaba a quienes abajo aguardaban pacientemente que se asomara. El resto del tiempo permanecía en oración. Un día de 459 al ver que no se asomaba para su predicación diaria, Antonio, un discípulo suyo, subió a la plataforma. Encontró al asceta postrado en el suelo, en la posición en la que acostumbraba a orar, muerto.

El ascetismo y el aislamiento era la forma en que
ermitaños, eremitas y estilitas buscaban la huida
 del mundo como modo de acercamiento a Dios. 

    Fue Teodoreto, Obispo de Ciro, población cercana al lugar donde Simeón elevó la columna quién dejó escrita la biografía del Santo, dando fe de lo sucedido con detalle de lugares y fechas.

    Simeón el estilita fue imitado por muchos otros: Daniel y Simeón el joven, casi un siglo después, también construyeron sus moradas en lo alto de pilastras en las que vivieron casi toda su vida: ambos tuvieron también reconocimiento de Santidad por la Iglesia.

    Había lugares en los que se erigían columnas unas al lado de otras hasta formar auténticos bosques de columnas, cada una de ellas coronada por un ser humano.

    La moda perduró durante siglos. Sobre todo hasta el siglo X fue muy frecuente la existencia de estilitas; pero llegó a haber casos hasta el siglo XIX, como Serafín de Sarov, un santo ortodoxo georgiano, que habitó durante tres años en lo alto de una columna. Del último estilita se desconoce el nombre, pero se sabe que fue un monje del monasterio rumano de Tizmana. Él como todos sus antecesores se encaramó en lo alto de una pilastra, alejándose drásticamente de lo terrenal en busca de la “fuga mundi”.
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