DIMISIONES

   Si el lector de este artículo pensara que en las siguientes líneas se van a exigir dimisiones andaría errado. Es de las dimisiones presentadas y de las causas que las motivaron, que las hubo muchas y variadas en el pasado, de lo que aquí se va a poder leer, y no de las que no se producen hoy, aun habiendo tantas y tan diversas razones como entonces para que se den.

   Los ceses que sucedían por mandato de quienes estaban por encima del destituido también eran frecuentes. Y no siempre estos ceses nacían de la incapacidad de los cesados. En estos casos, a veces, se producían avisos espontáneos que alertaban al desprevenido, como sucedió en 1834 cuando se produjo el relevo en la presidencia del Consejo.

   En los últimos meses del reinado de Fernando VII era jefe del gobierno don Francisco Cea Bermúdez.  Había sido nombrado este político y diplomático malacitano, a la vuelta de su embajada londinense, para hacer frente al pretendiente Carlos María Isidro.

   En septiembre de 1832 disfrutando el rey del periodo estival en la Granja, enfermó de gravedad. Fernando VII había tenido con su cuarta esposa María Cristina de Borbón dos hijas, Isabel y Luisa Fernanda, y considerando casi imposible un nuevo vástago varón a la vista del achacoso estado del monarca, el ministro Calormarde, afecto a don Carlos, pretendió con la firma del moribundo rey la derogación  de la Pragmática Sanción. Se privaba así, para el futuro, a la pequeña Isabel del trono, para evitar, decían, una guerra segura por la posesión de la corona de España. Pero el intento fracasó, en episodio que la histografía ha difundido profusamente por su bizarría, y tanto don Carlos como Calomarde fueron alejados de Madrid.

   Al morir el rey el 29 de septiembre de 1833, la reina María Cristina confirmó en el cargo a Cea Bermúdez. Trató Cea, fiel a la reina, de oponerse tanto a los liberales, libres de la persecución ya, como al Pretendiente, que desde el manifiesto de Abrantes, aún caliente el cuerpo de su hermano, y otros decretos posteriores, se hacía llamar Carlos V y reclamaba para sí el título de rey. Apenas un día después del manifiesto hubo un levantamiento carlista en Talavera de la Reina, al día siguiente fue Bilbao la que se pronunció. Después Navarra, Logroño y otras regiones y ciudades se alzarían en favor del Pretendiente. Comenzaba una guerra civil entre Cristinos y absolutistas carlistas.

   Mientras, Cea, de pensamiento absolutista, se había mostrado condescendiente con Miguel, el rey de Portugal, al contrario que con don Pedro, mejor visto por los liberales y por la propia María Cristina. Miguel había estado prestando ayuda a don Carlos, desterrado en aquel país entonces, y María Cristina, tras consultarlo con su consejeros más próximos, tomó la decisión de sustituir a Cea en la presidencia del Consejo.

   Determinada la reina al cese, pero sin saberlo aún Cea, alguien debió filtrar las intenciones de María Cristina, y una noche en la que se celebraba en el palacio de Villahermosa un baile de disfraces, concurrieron al mismo tres personajes disfrazados de arlequín. Cada uno de ellos llevaba escrito en la espalda una de las letras que componen el apellido del Presidente. Y mientras evolucionaban los participantes en la fiesta al son de la música, los arlequines, en un paso del baile, se aproximaron formando la palabra CEA, para en el siguiente, cambiar su posición y dejar que todo el público pudiera leer la palabra CAE.  El caso fue sonadísimo, tanto por la audacia de los protagonistas como al conocerse las identidades de alguno de los atrevidos arlequines, pues entre ellos se encontraban Ventura de la Vega y José de Espronceda.

   Pero hubo un tiempo en que las dimisiones de los políticos españoles no se hacían esperar tanto. El genio que exhibían al ejercer sus cargos, la dignidad de los dimisionarios o el escaso apego al sillón, causas ahora inimaginables, los hacía renunciar con una frecuencia que hoy nos parece asombrosa, quien sabe si convencidos de que en el futuro nuevas oportunidades se les presentarían.

   Una dimisión debida al temperamento sanguíneo del protagonista la encontramos en el general Narváez, personaje principal en la historia de España durante buena parte del siglo XIX.

   El 30 de diciembre de 1850 se celebra sesión en el recientemente inaugurado Palacio de las Cortes de la Carrera de San Jerónimo. Habla don Juan Donoso Cortés, amigo personalísimo, pero disidente con la forma de llevar los asuntos públicos, de Narváez, jefe del Consejo del Ministros. Aunque ya era víctima el duque de Valencia de anteriores críticas, el discurso del amigo hirió profundamente al presidente. Salió en su defensa Martínez de la Rosa, reconocido orador, que se creyó vencedor en aquel duelo de la palabra; mas cuando al cabo quiso confortar a don Ramón de la puñalada recibida, diciéndole: “La victoria ha sido nuestra”, el ánimo del presidente estaba tan afectado, aunque su genio tan vivo como siempre, que no tuvo por respuesta más que un “Pues disfrútela usted, porque esta misma noche presento mi dimisión a la Reina”. No era ésta la primera dimisión de don Ramón, ni sería la última, como tampoco de las que se le presentaron y no aceptó.

                                                         *

   No mucho después, tras la Vicalvarada, pronunciamiento que puso fin a la década moderada, que sacó al veterano Espartero de su retiro logroñés para inaugurar, como presidente del Consejo, un bienio progresista con el liberal Leopoldo O’Donnell, se produjo otra sonada dimisión. No encajaban bien el duque de la Victoria y el conde de Lucena. En el mes de julio de 1854 habían aparecido juntos en el balcón del alojamiento del duque, dándose ambos generales un fraternal abrazo, cuando tan poco tenían en común, salvo su condición de espadones. Conforme pasaba el tiempo las diferencias se hacían más patentes. Tampoco la reina se hallaba cómoda. Ni gustaba a la soberana la desamortización de Madoz, que a regañadientes había firmado, ni los enfrentamientos entre moderados y progresistas.

El general Espartero. Anónimo siglo XIX.
Museo Palacio de Cervelló (Valencia)

     En 1856, agotado el proyecto progresista, cada vez más fuerte la Unión Liberal de O’Donnell, se reúne el Consejo de Ministros con asistencia de la reina. A cuenta de los desórdenes y el modo de atajarlos se produce una agria disputa entre Patricio de la Escosura, ministro de la Gobernación, y O’Donnell.
   Viendo imposible la avenencia, Escosura espeta a O’Donnell:
   ─Es evidente, don Leopoldo, que en este gobierno no cabemos los dos─, y anuncia su dimisión.
   No se queda atrás O’Donnell, que dimite también.
   Espartero, el jefe del gobierno trata de mediar, y advierte:
   ─ Si persisten en su postura y no se arreglan, también yo dimitiré.
  Surge entonces una oportunidad para la reina, que viendo en pie a Escosura camino de la puerta, le acepta la dimisión.
   Es entonces cuando también Espartero se dirije a don Patricio:
   ─Escosura, espere, que nos vamos juntos.
   ─Pues O’Donnell no me abandonará─ dicen que se le oyó decir a la reina.
   Y así fue.

                                                        *

   Quedó dicho al principio que también ha habido dimisiones que presentadas no se llegaron a producir. La protagonizada por el general Narváez, de cuyo carácter ya sabemos, es de las más conocidas.

   No hacía mucho que el duque de Ahumada, el segundo que llevaba ese título, había fundado la Guardia Civil. Era, es este Cuerpo paradigma del honor. Lo dice su propia cartilla y Reglamento desde 1844, año de su fundación: “El honor ha de ser la principal divisa del Guardia Civil, debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás”. También debe ser “prudente sin debilidad, firme sin violencia y político sin bajeza”. Y así debió ocurrir, cuando en cierta ocasión, yendo el general Narváez, a la sazón jefe del gobierno, camino del teatro en coche de caballos, embocó una calle por cuyo paso estaba encargado de prohibir el tránsito un guardia civil. Mandó detener el carruaje el guardia, y de inmediato Narváez, irritado, exige se le franquee el paso, sin que el guardia ceda ante el imperio del general.
   Pide pues el Presidente al agente su nombre, y al día siguiente hace llamar a su despacho al duque de Ahumada, jefe del guardia. Narváez le ordena el inmediato traslado del atrevido guardia, pero el duque, tranquilo, deja su bastón sobre el escritorio del Presidente y contesta:
   ─No haré tal cosa, pues el guardia no hizo sino cumplir con su deber; ahora bien, ahí está mi bastón de mando; quien me suceda que ordene el traslado.
   A lo que el espadón, entregando un cigarro al duque, contestó:
  ─Tome, déselo al guardia de mi parte, y usted recoja su bastón; nadie es más digno que usted para llevarlo.

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UCLÉS

   El viajero que cruza tierras castellanas, ve a lo lejos el Monasterio de Uclés y decide verlo de cerca. Cuántas veces, de paso por la antigua carretera general entre Valencia y Madrid, atisbó el viajero, en la lejanía, la negra torre de pizarra del monasterio que anunciaba una imponente construcción. Y como imán atrayendo virutas metálicas, así se vio el viajero rodando en su automóvil, camino del conocido como Escorial Chico.

   Lo que hoy hay es obra de la Orden de Santiago, que construyó sobre lo que en tiempos de reconquista fue castillo de frontera erigido por sarracenos. El viajero ha ido sabiendo que allí hubo batalla grande, la de los Siete Condes, en la que perdió la vida, a cambio de nada, un infante de Castilla. Tuvo que ser el octavo de los Alfonso, el héroe de las Navas de Tolosa, quien liberara Uclés del yugo almorávide.

   La orden de Santiago estableció allí su “caput ordinis” encargando a reputados arquitectos y artistas la edificación que el viajero ve. La Iglesia, sobria como corresponde a la obra de Francisco de Mora, el aventajado discípulo de Juan de Herrera, y de proporciones más que medianas, como debe ser habiéndola hecho quién fue epígono del hacedor de la que dicen es octava maravilla de mundo. 


   De la iglesia quiere contar el viajero que, además de sus puras líneas renacentistas, de los elementos arquitectónicos que la embellecen o de algunos pocos, de los muchos que hubo, objetos suntuarios, están en ella los restos de Jorge Manrique, noble de la casa de Lara, y poeta que compuso las famosas Coplas a la muerte de su padre, el maestre don Rodrigo Manrique. Fue don Rodrigo muy influyente personaje que participó en la Farsa de Ávila, aquella pantomima en la que se entronizó al joven infante don Alfonso, medio hermano del rey Enrique y hermano completo de la futura Isabel la Católica. Fue también Gran Maestre de la Orden de Santiago. Y aunque se sabe que las cenizas de don Rodrigo, como las de su hijo, están en la iglesia del monasterio, nada se sabe del lugar exacto en el que se encuentran.

   El viajero, aunque mediterráneo de carácter, admira por igual las sobriedades herrerianas de la renacentista iglesia, con sus líneas puras, y las del exuberante barroco del brocal del aljibe, obra pequeña, esencia de la filigrana pétrea, en el centro del patio porticado, en cuya panda Sur se abre una monumental escalera, tipo imperial, donde ¿cómo no?, un cuadro del apóstol Santiago el Mayor en la Batalla de Clavijo, a lomos de su montura blanca, blandiendo su espada, adorna uno de sus rellanos. Pintado por la mano de Antonio González Ruiz, que fue pintor de cámara de Fernando VI, no es el único lugar en el que Santiago Matamoros exhibe su icónica figura. Quizás el viajero debiera haber comenzado a contar que en la fachada principal, lugar de entrada al monasterio, remata su churrigueresca traza la efigie del santo patrón de España, anunciando que el lugar, es o fue la cabeza de la Orden de Santiago. Pero tampoco es mal momento contarlo al salir y abandonar el lugar, en una última mirada, antes de deslizarse por las rampas que discurren desde la explanada hasta la villa.

                                                     *

   Pensaba el viajero guardar para sí, por considerar que despertaría poco interés en el lector, lo visto en el pequeño pueblo de Uclés, que hoy alcanza poco más de 200 habitantes, y cuyo devenir en la historia no es posible separar del seguido por el monasterio que le da sombra. Pero caminando por la villa y conocidos algunos de los acontecimientos ocurridos y la existencia de alguno de sus hijos, se ha visto impulsado a contar algo de lo que ha ido aprendiendo durante su paseo. 

   Poco dirá de los lejanos tiempos en los que la población pasó por el gobierno de distintos señores sarracenos, fue conquistada por reyes cristianos y recuperada por los agarenos, hasta que de nuevo cristiana, se comenzó a construir el monasterio, del que el viajero ya ha dicho algunas cosas.

   Pero sí hablará de hechos más recientes. Porque si en algún momento el infortunio castigó a los habitantes de Uclés, fue cuando durante la guerra contra el francés, las tropas invasoras exhibieron la crueldad que nadie podía esperar de los hijos de una nación culta.


   Se habían replegado las tropas españolas del general Venegas, pensando el general ser Uclés lugar ventajoso para la defensa. El 13 de enero de 1809, desde su atalaya en el convento santiaguista, Venegas se disponía a dirigir la lucha que sobre el llano entre el pueblo de Tribaldos y Uclés iba a enfrentarle a las superiores en número del mariscal Victor. Pronto se verían arrollados los españoles por el empuje de los franceses, y retrocediendo aquellos hacia Uclés, enseguida, con un Venegas herido, aunque levemente, iniciaron los españoles la retirada, casi en desbandada. Pocos fueron los que lograron huir, y aún estos perseguidos por el mariscal francés. Quedaba la Villa de Uclés abandonada a su suerte.

   Y si penosa fue la derrota militar, más lamentable fue el castigo infligido por los vencedores sobre los civiles. Escarnecidos los frailes del monasterio, muchos fueron ahorcados. Parecida suerte corrieron las gentes de la villa. Degollados muchos hombres, tampoco las mujeres se libraron de la indignidad de los embrutecidos saqueadores. Algunas fueron, después de ultrajadas, quemadas vivas. Todo quedó arrasado. Arruinados los edificios públicos, los archivos municipales recogieron después lo sucedido con expresiones que no dejaban duda sobre las atrocidades cometidas.

   El manuscrito R 62665 conservado en la Biblioteca Nacional  relativo a La entrada bárbara, sangrienta y abominable de las tropas francesas en Uclés no puede ser más esclarecedor de los hechos: “(…) entraron en la villa los insolentes enemigos, y apoderados de las plazas, calles, conventos y casas empezaron el mas horrible saqueo de que no habra exemplar en la historia (…). No saciada su codicia y barbarie con el robo y el fuego, cogieron 69 personas, entre ellas tres sacerdotes, tres conventuales de la Orden de Santiago, tres frayles del Carmen Calzado, tres monjas del mismo instituto y varias mugeres, y les degollaron con la mas horrorosa inhumanidad”.

   El viajero pasea por la plaza Pública, que así se llamó hasta que le cambiaron el nombre por el de Pelayo Quintero. En ella está el ayuntamiento, la iglesia de Santa María, de construcción reciente, donde estuvo la anterior iglesia del siglo XVI, y aun antes, según se dice, una mezquita. La plaza tiene, además, la escultura con el busto del insigne ucleseño que desde 1925 le da nombre. Gusta mucho al viajero comprobar cómo la villa se siente orgullosa de uno de su más distinguidos hijos y por ello, ha indagado, siquiera muy superficialmente, la justa causa de admiración por parte de sus vecinos. Ha sabido, pues, el viajero, que don Pelayo Quintero Atauri nació en 1867, que estudio Derecho y también dibujo en la Escuela Superior de Pintura y Grabado, y que gracias a un tío suyo, Román García Soria, el gusanillo por las cosas antiguas y la Arqueología, ciencia de la que llegó a ser gloria, se apoderó de él. Fue también académico de la Real Academia de la Historia, cronista oficial de Uclés, y en Cádiz, a donde se trasladó, Director del Museo Provincial de Bellas Artes y delegado de la Junta Superior de Excavaciones, además de otros muchos cargos que ahorrará el viajero enumerar para no aburrir.



   Aunque, para terminar, el viajero contará una curiosidad sobre una de las investigaciones llevadas a cabo por Quintero. Había sido descubierto en Cádiz, en 1887, un sarcófago de época fenicia, datado hacia el año 400 a.C. El sarcófago, de gran valor arqueológico, pertenecía a un varón con su cara labrada en mármol y don Pelayo, ya en la Tacita de Plata, dirigiendo excavaciones posteriores, señaló la convicción de que en algún lugar próximo al sarcófago encontrado debería encontrase otro de la misma época, pero con la efigie y los restos de una mujer, pues afirmaba era costumbre que piezas de esa calidad fueran encargadas por un matrimonio. Afanose don Pelayo en la búsqueda durante años, encontrándose en las sucesivas excavaciones multitud de enterramientos antiguos, pero ninguno pareja del descubierto en 1887. Destinado don Pelayo al protectorado marroquí, partió hacia Tetuán sin haber encontrado el ansiado sarcófago tanto tiempo buscado. Allí fundó el Museo Español de Tetuán, y en aquellas tierras  falleció en 1946.

   En 1980, durante las obras de cimentación de una obra en Cádiz, algo llamó la atención de los operarios. Desenterrado lo tapado por la tierra durante dos mil cuatrocientos años, apareció un sarcófago con rostro de mujer. Acaso fuera el tan larga como infructuosamente buscado por don Pelayo Quintero, que nunca encontró, porque nunca pensó que el lugar donde se hallaba oculto era la tierra que había bajo la casa que él mismo habitó durante su estancia en Cádiz.

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MAXIMILIANO, ¿EL EMPERADOR QUE VIVIÓ 104 AÑOS?

   Trieste, 10 de abril de 1864. En el palacio de Miramar con el boato acostumbrado de una entronización, pero sin el entusiasmo propio del acto, es declarado el archiduque Maximiliano de Austria emperador de México. El nuevo emperador, acompañado por su esposa, la princesa Carlota de Bélgica, y presente la delegación mexicana encabezada por don José María Gutiérrez de Estrada, que ofrece el cetro al archiduque austríaco, acepta el trono y la ayuda económica y militar que otro emperador, el francés Napoleón III, inspirador del proyecto, le ofrece. Por fin, Napoleón III ha conseguido su propósito largamente perseguido: colocar un peón afín a Francia en el continente americano que haga frente, tras la independencia mexicana de España, a las ansias expansionistas estadounidenses.

   Había visto México reducidos en los treinta años anteriores la superficie mexicana a la mitad, primero con la separación de Texas, que se unió después a los Estados Unidos, luego con la cesión, por el oneroso tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848, de los actuales estados de California, Arizona, Nuevo México, Utah, Nevada y Colorado, y por fin con la cesión de La Mesilla, un territorio al sur de Arizona de superficie similar a la de Andalucía, vendido por Santa Anna, en 1853, por quince millones de pesos, al gigante del norte.

   No fue la aventura mexicana venturosa para Maximiliano. Su imperio enfrentado a los republicanos de Benito Juárez, fue al fin abandonado por Napoleón III, incapaz éste de mantenerlo en el poder, o borrado el sueño de mantener su influencia en América, una vez liberados los Estados Unidos de la carga que suponía su propia guerra civil.  Solo, Maximiliano, entre derrota y derrota, osciló su voluntad entre resistir o abdicar. 

  En febrero de 1867, Porfirio Díaz, general de las fuerzas republicanas, amenaza Puebla, y Maximiliano decide dejar la capital y refugiarse en Querétaro con las fuerzas monárquicas. Había tenido el emperador antes la oportunidad de abdicar y ponerse a salvo, antes de que el fin, que se vislumbraba próximo, convirtiera su destino en irreversible tragedia, pero tras dudar si dejar México y volver con Carlota, ya declarada loca, a su querido Miramar, optó por resistir. Aún tuvo Maximiliano una segunda oportunidad para eludir un fatal desenlace. Juárez, a punto de quedar sitiado Querétaro, le brinda la ocasión de marchar sin daño. Pero era tarde ya. Quizás el emperador, que ya casi no lo era más que de nombre, no podía más que afrontar los hechos con la dignidad de su título. Refugiado con los generales Mejía y Miramón resistirá poco tiempo, siendo capturado el 15 de mayo. De inmediato, en el Teatro de Iturbide de Querétaro, comenzó el juicio, en el que, por un tribunal militar, fue acusado, entre otros cargos, de violar la Constitución de 1857, adoptar un título inexistente en México o de promulgar el decreto por el que se condenaba a muerte a quien se enfrentara al Imperio.


La Constitución de 1857, de carácter liberal, era la vigente
 al ocupar Maximiliano el trono mexicano. Una de las  acusaciones
que pesaron sobre el emperador en el consejo de guerra al que
 se le sometió, fue la violación de dicha Constitución.


   Muchos e intensos fueron los intentos por salvar la vida del archiduque. Los Estados Unidos, por medio de su Secretario de Estado William Seward, y Prusia pidieron clemencia para Maximiliano. También Francisco José, hermano del condenado, solicitó el perdón, al tiempo que cartas escritas por Víctor Hugo y Garibaldi pidiendo lo mismo resultaron inútiles, pues llegaron a México cuando el emperador había sido ejecutado.

   El 19 de junio de 1867, de madrugada, Maximiliano oye misa. La canta el obispo don Manuel Soria. Luego desayuna con los generales fieles. A las seis y media de la mañana es llevado al Cerro de las Campanas. Allí será fusilado. Pide a los soldados del pelotón que apunten a su pecho. No quiere que su madre, cuando su cadáver sea entregado a su familia, vea su rostro desfigurado, y entrega a cada soldado una moneda de oro. Después, en un gesto de generosidad y agradecimiento a Miramón, se coloca a un lado, cediendo el centro al general. Poco después tronaron los cañones de la fusilería y el Imperio Mexicano llegó a su fin.

                                                       *

 Las circunstancias de la ejecución, posterior cuidado del cadáver del archiduque y la misteriosa aparición, poco después, de un enigmático personaje en la República de El Salvador, han dado pábulo a la especulación.

  Varios autores han escrito sobre la ejecución de Maximiliano, que iba a ser pública, pero que apenas tuvo testigos; que el pelotón de fusilamiento estaba integrado por soldados y campesinos que no conocían a Maximiliano, a los que se les prestaron uniformes, razón por la que era tan heterogénea la altura de los soldados y que les cayeran tan mal los uniformes; que no hubiera fotografías del fusilamiento y que todo se hiciera con precipitación e incluso, que un negligente  embalsamamiento del cadáver lo tornara en prácticamente irreconocible meses después, incluso por su madre, cuando al llegar los restos del archiduque a Austria en enero de 1868, negó que fuera el cuerpo de su hijo. Quizás, la intención de privar al emperador derrocado de cualquier halo de heroísmo en el momento de su muerte estuviera detrás de todo ello.

   Hay un famoso cuadro de Manet recreando el fusilamiento, en el que el rostro del emperador, situado en el centro, aparece borroso, en contraste con la nitidez de sus compañeros, los generales fieles; y aunque es cierto que no hubo fotografías del momento de la ejecución, sí hubo fotografías de su cadáver. Francois Aubert, fotógrafo de Maximiliano, fue su autor, y aquellas fotografías, en el formato conocido como tarjetas de visita, se vendían por dos pesos, y fueron muy populares.

   También el hecho de que Juárez y Maximiliano fueran masones, se esgrime por algunos como razón para salvarlo de la muerte, pero lo cierto es que no está acreditado que el emperador lo fuera, habiendo incluso testimonios que lo niegan.

   De las anteriores circunstancias surgieron especulaciones y de la aparición en El Salvador de un personaje misterioso el mito. El caso es que hacia 1870 ya se había presentado en dicho país un hombre enigmático. No se sabía nada de él, ni él decía mucho de sí mismo. Era de tez y ojos claros, muy educado, de buenos modales, culto y conocedor del protocolo. Hablaba el alemán y otros idiomas europeos, y decía llamarse Justo Armas, pues, según manifestó en testamento por él otorgado en 1922, una rica familia de origen español con dicho apellido lo había acogido y educado, tras ser rescatado del cautiverio que sufrió de los indios cuando fue apartado de niño de una señora y un clérigo austríaco que vivían en un Texas aún mexicano.

   Parece ser que al llegar a El Salvador, impolutamente vestido de blanco, pero descalzo por una promesa hecha a la Virgen que le salvó de una muerte segura, le acogió y promocionó don Gregorio Arbizú, vicepresidente del país, masón, ocupándose de los encargos que sobre asuntos protocolarios y relaciones públicas, se le encargaban por parte de la alta sociedad salvadoreña, haciendo uso de una enorme cantidad de objetos suntuarios, muchos de los cuales procedían, nadie sabe cómo, de los que el emperador Maximiliano había dispuesto en sus palacios.

   El mito despierta la curiosidad, a veces de modo más intenso que la propia historia. Si era Armas el emperador que, como algunos han defendido, Juárez permitió escapar de la muerte, o si fue, más probablemente, como apuntan otros, uno de sus ayudantes, huido tras la ejecución de Maximiliano, es parte del mito. Sirva éste para conocer la historia, los hechos comprobados, y aventurarnos por los  enigmas que la misma historia no es capaz de explicar.

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