VIAJES EN TERCERA PERSONA. BURGOS

     Las agujas de la catedral vistas desde el otro lado del Arlanzón emergen, por encima del arco de Santa María, apuntando al cielo, como si quisieran engancharse allí. El viajero cruza el arco, que es puerta, pero parece castillo, palacio y torre. Fue hecho en tiempos de Carlos I para recibirlo en una de sus visitas a la ciudad, y se le representó en él junto a los personajes más insignes que la ciudad había tenido hasta entonces y aún lo son ahora: don Diego Porcelos, su fundador; don Fernán González, el primer conde castellano desligado de los leoneses; y don Rodrigo Díaz, que no nació en Burgos, sino en Vivar, ni murió en él, pero que es allí donde dejó huella duradera de sus acciones.

     Por la puerta que hubo donde está la que el viajero cruza salió hacia el destierro con doce de los suyos(1), tras una campaña sobre Toledo sin el consentimiento del rey, al que tiempo atrás había obligado a jurar que no había ordenado dar muerte a don Sancho, el rey leonés, hermano y rival del castellano. Tiene el caballero de Vivar, en lugar destacado estatua ecuestre, de mediados del siglo pasado, vaciada por Juan Cristóbal. Está en actitud, que al viajero, poco dado a imaginaciones, le facilita comprender porqué a don Rodrigo se le ha atribuido la condición de “Cid Campeador”. Espada al frente y capa al viento, el viajero lo imagina fácilmente invencible por tierras castellanas, andaluzas o levantinas. El viajero no sabe cuantas como ésta habrá en otros lugares. Seguramente sea única, pero sabe de otra que tiene su original en Nueva York, y copias en Sevilla, San Francisco, Buenos Aires, San Diego y Valencia. La hizo Anna Hyatt, segunda esposa del hispanista Archer Huntington, el fundador de la Hispanic Society. Archer Huntington era hijo de un importante industrial de la siderurgia. Su destino hubiera sido dirigir los negocios familiares, pero Archer prefirió el mecenazgo de artistas. Viajo mucho y España fue uno de sus países preferidos para hacerlo. Esta afición le llevó a constituir en Nueva York una fundación que se ocupara del estudio y divulgación de todo lo español. Así nació la Hispanic Society. Era el año 1904. Entre tanto viaje, su esposa, al parecer también aficionada a las artes, particularmente a las interpretativas, acabó fugándose con un director de teatro inglés. El divorcio se produjo inexorablemente y también el consiguiente convenio económico, del que el señor Huntington no salió bien parado. Tiempo después Archer conoció a Anna, una madura escultora. Tenía especial afición por la anatomía equina. Archer la trajo a España, ya casados, donde él demostraría mucho interés por la figura del Campeador, traduciendo al inglés el Poema del Mio Cid. Así el fomento de ambas aficiones dio lugar al boceto que Anna, ya de apellido Huntington, realizó para una estatua ecuestre del Cid Campeador, que sería colocada frente a la entrada principal de la Sociedad Hispánica. Tan admirada fue la escultura que llovieron peticiones de muchas ciudades por poseer una igual. Anna, complaciente, hizo cuantas réplicas se le solicitaron.

     Si hay personajes con los que los españoles creen verse identificados el Cid es uno de ellos; representa la gallardía, el valor y el honor; el otro, también castellano, nacido quinientos años después de la imaginación de Cervantes es don Alonso Quijano, don Quijote, que también representa los mismos méritos; y la decadencia y la locura que se avecinaba en la recién comenzada centuria del mil seiscientos, el Siglo de Oro, bajo el exultante boato barroco y la locura guerrera de los Felipes y sus insaciables privados. Pobreza y locura, arte y genialidad.

     El viajero cruza el arco de Santa María y ve por primera vez la catedral. Su mole lo tapa todo sino fuera por los calados que los Colonia hicieron en sus torres. Llena de rincones, puertas, gárgolas, aún tardará el viajero en decidirse a ver el interior que sabe que iguala sino supera el exterior.

 Si fuera la saga de los Colonia hicieron lo que pocos supieron repetir, dentro ellos mismos y otros quisieron impresionar los ojos ya asombrados a la luz del sol: Felipe Vigarny pulió los sepulcros de don Pedro de Velasco, Condestable de Castilla, y su esposa doña Mencía de Mendoza. Las figuras de los yacentes casi hacen creer al viajero que pudieran ser cuerpos embalsamados en lugar de mármoles cincelados: tal es la perfección del detalle, que hasta las venas que discurren por el dorso de las manos de don Pedro parecen palpitar. Están los restos del condestable y señora en capilla propia, filigrana gótica obra de Simón y Francisco de Colonia, en la que el viajero ve el arranque de las nervaduras que conforman la bóveda; se cruzan poco después de nacer siguiendo paralelas hasta su destino en la clave. El viajero visita el claustro. En la capilla del Corpus Christi, a mucha altura, tanta que casi nadie lo ve si no se es buen observador o hay aviso por medio, está el cofre del Cid. La leyenda cuenta que estuvo lleno de piedras, pero los prestamistas Raquel y Vidas, que hicieron entrega a don Rodrigo del dinero para sus campañas en el destierro, lo creyeron lleno de oro, y en ese convencimiento y con la promesa de que sería suyo en el plazo de un año si en dicho tiempo el prestatario no estaba de vuelta le concedieron el préstamo. El Cid les impuso una condición: no deberían abrirlo hasta que expirase el plazo. Los prestamistas aceptaron convencidos del buen negocio que habían hecho. Pusieron el cofre a buen recaudo y el Cid partió hacia el destierro con su mesnada.

     Mucho le queda al viajero por ver, sobre todo en las afueras. Por un lado el Monasterio de las Huelgas Reales, lugar de descanso de reyes, hoy patrimonio del Estado. El monasterio esta cuidado como siempre lo ha estado por monjas de clausura. Es grande, fuerte, con una gran torre, y encierra mucho digno de ver; pero el viajero hablará de lo que más le gusta. Al otro lado de la ciudad, también en sus afueras está la cartuja de Miraflores. Pequeña, delicada, también gótica. Esta cuidada por monjes cartujos. Aunque la fundó Juan II, fue su hija Isabel la Católica quien llevó su construcción a buen fin. La obra, según planos, fue cosa de los Colonia, Juan y su hijo Simón. La reina Católica quiso que sus padres yacieran allí y encargo a Gil de Siloé la talla de sus sepulcros. Fue una buena elección. El viajero ve los sepulcros de Juan II e Isabel de Portugal y se pregunta quién sino él pudo hacerlos con tal primor; acaso su hijo Diego, que dejó constancia de su buen hacer en la escalera dorada de la catedral, que el viajero ya vió.

     El viajero vuelve al centro, camina por el animado Paseo del Espolón y vuelve a cruzar el Arco de Santa María. Casi al lado de la catedral esta la iglesia de San Nicolás. El viajero sube para verla por dentro. Sabe que hay un retablo labrado en piedra, que no puede dejar de ver. Antes entra otra vez en la catedral, por la puerta principal, a los pies del templo. Van a dar las horas y el viajero quiere ver el “Papamoscas”, artilugio con un autómata que señala las horas golpeando una campana al tiempo que abre la boca con cada toque. Las horas han pasado. Es tiempo de partir y de que el viajero visite otros lugares.

(1) Fue Manuel Machado quien en su poema “Castilla” dice que partió hacia el destierro con doce de los suyos:

                                        El ciego sol, la sed y la fatiga
                                        por la terrible estepa castellana
                                        al destierro con doce de los suyos
                                        polvo, sudor y hierro el Cid cabalga.

En realidad su mesnada estaba formada por unos trescientos hombres y su destierro duró seis años.

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