LOS INOCENTES

   Hoy desde este blog de historia me sumo a las felicitaciones que por la solemnidad de la Navidad nos deseamos mutuamente, pero recordando uno de sus días menos celebrados: la festividad de los Santos Inocentes que, de entre todas las que completan el tiempo de la Navidad, sea quizás la más olvidada y a causa de otras costumbres ajenas al tiempo litúrgico, menos valoradas en su sentido profundo.

   No es este espacio lugar para hablar de ello ni, además, quien escribe esto, lego en estos asuntos, quien deba entrar en esas honduras. Tampoco es la finalidad de estas letras hacerlo, pero sí mostrarles un cuadro que, como la propia celebración de Los Inocentes, algo postergada, está en un rincón de la Basílica de Nuestra Señora de los Desamparados de Valencia. El lienzo, que se halla medio oculto por los confesionarios, ajeno a las miradas de casi todos, es muestra del arte barroco, y relato gráfico de la historicidad de los hechos, a veces puestos en duda. Aquellos narrados por el evangelista Mateo: “Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos”.

   Así cuenta San Mateo, el único de los evangelistas que hace mención del suceso, cómo Herodes El Grande ordenó la masacre de los inocentes. Invocan unos que la proximidad del evangelio, el primero de los escritos, hacia el año 50 del primer siglo, es fuente valiosa; aducen otros, que siendo una sola la fuente, su crédito puede ser dudoso. Pero Belén no era una gran población entonces. Se supone, por los estudios demográficos realizados, que tendría como máximo unos mil habitantes, lo que implicaría tener una población, en el mejor de los casos, de entre una y dos docenas de niños menores de dos años. Quizás sea por eso por lo que existen tan pocas fuentes referidas al caso, y que un historiador tan crítico con Herodes como Flavio Josefo no se hiciera eco de la degollina, siendo él quien dio máxima difusión a tiranía personal y cruel reinado del reyezuelo idumeo al servicio de Roma.


   El cuadro mostrado, “La degollación de los inocentes” es un lienzo del pintor barroco valenciano Miguel March pintado en la segunda mitad del S. XVII. Miguel, hijo del también pintor Esteban March. Viajó a Italia, realizó importantes obras de tipo religioso, casi todas perdidas, alegóricas y sobre naturalezas muertas,  y fue muy considerado por Palomino. Falleció a temprana edad, lo que según muchos autores puso freno a una carrera mucho más brillante y reconocida.  
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TESTAMENTOS

    Disponer para después de la muerte de los bienes y derechos que se poseen en vida es un acto muy frecuente. Muchas personas de toda condición lo han realizado, pero la voluntad del testador no siempre ha satisfecho las expectativas de los herederos, y algunas veces pretensiones defraudadas han provocado violentas reacciones en quienes se creyeron perjudicados.
   
  Puede que de los testamentos más discutidos y cuyo cumplimiento ha provocado mayores conflictos han sido los otorgados por los reyes.

   No por discutido, pero sí por sorprendente en algunas de sus disposiciones, el testamento de doña Bárbara de Braganza, otorgado el 24 de marzo de 1756, disponía qué hacer con sus restos, cómo amortajarlo y la asignación de una manda para el pago de veinte mil misas, que tal fue el número de eucaristías que dejo dicho se cantaran por la salvación de su alma. Pero fue en la distribución de sus bienes y la institución de sus herederos donde la voluntad de la reina causó sorpresa en la corte y enojo en el pueblo. Éste, siempre ingenioso y sincero, decía:

                                   La estéril reina murió
                                   sólo preciosa en metales;
                                   España engendró caudales
                                   para la que no engendró.

                                   Bárbara desheredó
                                   a quien la herencia le ha dado
                                   y si la Parca no ha entrado
                                   a suspenderle la uña
                                   todo lo que el rey acuña,
                                   se trasladará al cuñado.

   Porque a su amado esposo Fernando, que tanto le lloró, dejó en legado la imagen de una Virgen, unas joyas y la libertad de tomar de sus enseres aquello que por su voluntad eligiese; pero en el resto instituyó por su único y universal heredero a su hermano don Pedro, infante de Portugal. Y no fue poco. Tras la entrega de los legados, al infante don Pedro se le adjudicaron unos siete millones de reales, cantidad nada despreciable que salió de España, camino de Portugal.

   En ocasiones no son el dinero y los bienes materiales lo único importante para los testadores a la hora de disponer su voluntad para cuando ya no estén. En Francia Jeanne Antoniette Poisson, la archifamosa marquesa de Pompadour, que tal título le regaló su regio amante y compañero, al morir no se olvidó de nadie. Generosa en vida, de gran liberalidad, al dejar lo terrenal dejó en legado, aunque quién sabe si más bien fue una carga, su loro, su perro y su mono, con el ruego de ser cuidados. No pudo elegir mejor la marquesa, pues fue el conde de Buffon, el famoso naturalista, quien los llevó a su palacio en Montbad donde las criaturas consumaron su existencia, es de suponer que a cuerpo de conde.

   También en Francia, pero mucho antes, el Cardenal Richelieu, que era un gran amante de los gatos, no tuvo reparos en nombrar a alguno de ellos con el nombre del príncipe de las tinieblas, y ello siendo él príncipe de la Iglesia. En su testamento el Cardenal dejó una manda a favor de Lucifer y sus compañeros felinos suficiente para su sustento durante el resto de sus gatunas vidas.

   Otras disposiciones, generalmente hechas por testadores carentes de patrimonio, se centran en lo emotivo. El 12 de junio de 1824 testaba en la casa nº 13 de la plaza de Samour, en el pueblo de Little Chelsea cerca de la ciudad de Londres doña María Teresa del Riego. A sus 24 años, vivía exiliada y pobre con las 25 libras asignadas por el gobierno ingles a los refugiados y la ayuda de don Miguel del Riego, canónigo de la catedral de Oviedo y cuñado suyo, que no mucho más solvente que ella, comerciaba con libros antiguos españoles, muy apreciados entonces por los ingleses. María Teresa, que había nacido en Tineo, contrajo matrimonio por poderes con su tío Rafael en 1821. Aplastado el régimen liberal por los Cien Mil Hijos de San Luis, María Teresa se exilió, como tantos otros, en Londres. Allí conoció la captura y ejecución de su marido, y allí, viendo, en plena juventud, como la enfermedad le iba arrebatando la vida, dispuso que a su muerte su cuñado exhumara sus restos “como y cuando lo crea más conveniente con el objeto de mandarlos a España y unirlos a los de mi esposo, si es que pueden ser hallados luego que brille el Sol de la libertad en aquel país”. Seis días después, el 19 de junio, tras larga y penosa enfermedad moría Teresa.

   ¿Y quién no ha oído hablar del testamento ológrafo?, aquél que, bajo determinadas condiciones, es redactado de puño y letra por el testador. Es éste el caso del que hizo valer como tal José Pazos.

   En 1873 José Pazos y Matilde Corcho eran novios y manifestaban su amor, como entonces era costumbre ─y en algunos casos aun hoy─ mediante notas y cartas de amor. La primera de esas cartas la envió Matilde a su novio José el 8 de marzo de aquel año. Pasó el tiempo, y dos años después la pareja contrajo matrimonio. En 1915, tras cuarenta de matrimonio, Matilde, en el reverso de aquella primera carta de amor guardada como un tesoro escribió: "Peñafiel,  24 de octubre de 1915.  Pacicos de mi  vida,  en esta mi primera carta de novios, va mi testamento, todo para ti, todo, para que me quieras siempre y no dudes del cariño de tu Matilde.”
 
   Pocos meses después fallecía Matilde, y José presentó ante el juez el texto de aquella nota como testamento de Matilde a su favor. Al no tener el matrimonio hijos, se creyeron los sobrinos de Matilde herederos suyos, pues las leyes civiles entonces no concedían prevalencia al esposo en la sucesión intestada, y trataron de impugnar aquel testamento. El 8 de junio de 1918 el Tribunal Supremo falló a favor de José, confirmando a José Pazos, como heredero de Matilde gracias a una última declaración de amor que era un testamento.

Billete conmemorativo del centenario de la sentencia del Tribunal
Supremo, que dio validez al testamento ológrafo de Matilde Corcho.
 
   En ocasiones, el otorgamiento de las últimas voluntades adquiere caracteres de folletín. Tal es el caso de las formalizadas por el Conde-Duque de Olivares, y las curiosas disposiciones otorgadas.

   Don Gaspar de Guzmán y Pimentel, el todopoderoso valido de Felipe IV, se sabe que testó en Madrid pocos meses antes de su marcha a Loeches, al dejar la privanza(1). Fueron testigos, entre otros, Antonio Carnero, su secretario, y el conde de Grajal, y por tanto conocedores de la existencia de ese testamento. Debía andar el Conde-Duque sospechando, a sus 55 años, que por su estado de salud, muy mermada ya, era tiempo de dejar constancia de su voluntad antes de que las fuerzas le faltaran o aquélla fuera incapaz de manifestarse, y así lo hizo el 16 de mayo de 1642.  Mas como el testamento es acto personalísimo, sucedió que de aquel otorgamiento nada supo la esposa de don Gaspar.

   Y afligía mucho a doña Inés que el Conde pudiera fallecer sin testar. No era corriente que persona de su calidad no lo hubiera hecho, más teniendo en cuenta que no había descendencia legítima del matrimonio, pues María, la hija que habían tenido había muerto en 1626, y podrían abrirse disputas entre los candidatos a heredar los bienes del Conde-Duque: un hijo ilegítimo, Enrique Felípez de Guzmán, al que algunos ni siquiera estaban dispuestos a reconocer como bastardo,  y don Luis de Haro, sobrino del Conde-Duque, sustituto de su esposo en la privanza, y que ya se había interesado por los bienes de su tío, ante el previsible próximo fin del Conde.

   Parece claro, pues, que doña Inés desconocía la existencia de aquel testamento firmado por su esposo en 1642. Sabemos por una de las doncellas más próximas a la condesa, ya en el destierro en Toro, que ésta se quejaba de que su marido, visto el galopante deterioro de su salud, no hubiera testado; y por ello,  ante las pretensiones de don Luis de Haro, al poco doña Ana obtuvo un poder de su esposo, ya muy mermada su condición física y deteriorado el intelecto, para otorgar testamento en su nombre. Igualmente resulta obvio que, efectivamente, la capacidad de don Gaspar estaba notoriamente limitada, pues o no sabía lo que firmaba o sabiéndolo no recordaba haber testado con anterioridad. Así las cosas doña Inés de Zúñiga y Velasco haciendo uso de dicho poder testó en nombre de su esposo en noviembre de 1645, poco antes de morir don Gaspar.

   Siendo dos testamentos los existentes y sin tener descendencia legítima don Gaspar, la herencia del Conde-Duque fue objeto de pleitos durante largos años. La discusión sobre cuál de ambos testamentos era el válido, teniendo en cuenta las condiciones en las que se encontraba el Conde cuando otorgó el poder a favor de su esposa, fueron argumentos determinantes en las pretensiones de los deudos de don Gaspar.

   La validez de uno u otro era la cuestión principal. Parece claro que el válido debía ser el de 1642, por más que en él se apreciara el discurso de un hombre con signos de perturbación. Véase, sino, como entre los legados dispuestos constan algunos tan disparatados por su prodigalidad, que son redactados después de rogar al rey que pagase todas sus deudas. Así por ejemplo dispuso desde dejar al Presidente de Consejo de Castilla un aguinaldo perpetuo de 40 ducados el día de Navidad; hasta disponer una renta de 50.000 ducados para fundar diversos Monte de Piedad en Sanlucar, Coria, Salamanca, Tomares, Loeches, Sevilla, Córdoba y Granada y 100.000 para poblar Algeciras y mantener una escuadra que vigilase el Estrecho de Gibraltar, destinando lo obtenido por las capturas que dicha escuadra realice a redimir cautivos. Serían éstas unas excentricidades de menor tono, si no fuera porque hasta para las más pequeñas mandas usaba el ordeno y mando, más propio de un edicto que de un testamento, refiriéndose, además, respecto a los legados dispuestos que los mismos quedaran subordinados a los hijos legítimos que le pudieran nacer en el futuro, cuando “él y doña Inés estaban fuera ya de toda previsión fecundante que no perteneciera a la esfera del milagro”, como muy acertadamente dijo don Gregorio Marañón, si tenemos en cuenta que doña Inés había nacido en 1584, y tenía, pues, al momento de testar don Gaspar 58 años.

   Testamentos, una declaración de voluntad para un futuro incierto. Así lo testimonió el notario del famoso orfebre y escultor Benvenuto Cellini, en el que tras señalar que lo transcribía en tiempos del papa Pío V y del Serenísimo Cosme de Médicis, lugar y fecha, decía que “al no haber en esta vida nada más cierto que la muerte, ni nada más incierto que la hora de la muerte, es de hombres sabios pensar en la hora de la muerte”.

(1) Mucho se ha escrito sobre si el Conde fue echado o si él fue quien pidió abandonar el puesto que ocupó durante veintidós años. Sin embargo, parece que, contrariamente a lo que a veces se ha dicho, no fue imposición de la reina Isabel la marcha de Olivares. Éste ya había solicitado antes, y más de una vez, dispensa del cargo, y era el propio Felipe IV quien, por no querer o no saber prescindir de don Gaspar, le negara la gracia. Hecho demostrativo de esa especie de dependencia se observa en la respuesta dada por el rey al ministro cuando éste le pidió, una de esas veces, retirarse a Sanlucar: “Tan lejos no, Conde; más cerca sí”. 
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EL ZAR QUE MURIÓ COMO UN CÉSAR

   El 17 de noviembre de 1796 yacía moribunda en su lecho Catalina II, cuando su hijo, el gran duque Pablo, el ministro Alejandro Bezborodko y el Procurador General Samoilov, penetraron en el despacho de la emperatriz contiguo a la alcoba de la agonizante. Buscaban algo.

   En los últimos tiempos los rumores que avisaban de la intención de la emperatriz de nombrar a su nieto Alejandro sucesor se habían hecho muy intensos. Cuando no se hablaba de un documento, se esperaba el momento en el que Catalina lo anunciara. Aunque nada era seguro, todo era posible. Se conocía también el desprecio que sentía la emperatriz por su hijo, al que consideraba incapaz, heredero de las mismas obsesiones de su padre Pedro III(1), de cuya muerte el hijo acusaba a su madre a la que aborrecía con recíproca aversión.

   Hechizado por la figura de Federico II, como lo estuvo su padre; cautivado por Prusia y todo lo alemán, y fascinado por la disciplina militar que imponía a fuerza de látigo, su madre Catalina lo había reducido a dirigir su pequeño imperio en Gatchina, un feudo próximo a San Petersburgo, en el que desde su palacio(2) sometía unas cinco mil almas y dirigía con puño de hierro una tropa de rusos disfrazados a la usanza prusiana.

   Y desde Gatchina había acudido a la capital el gran duque Pablo, temeroso, sin la certeza de si a la muerte de la Semíramis del Norte, sería él o su hijo Alejandro el nuevo amo del imperio ruso. Pero ahora ya lo sabía: sería él. Allí, en el despacho de su madre, ella en su dormitorio sin apenas pulso, había descubierto el documento causa de su temor y sus desvelos. Atado con una cinta en el escritorio de la zarina lo habían encontrado él y sus compañeros fisgones. Podía leerse por su exterior: “Para abrir después de mi muerte, en el Consejo”. Y sin pensarlo dos veces fue arrojado al fuego de la chimenea.

   Sin mandato especial, muerta la zarina, todos, también Alejandro, se inclinan ante el gran duque, ya de facto el nuevo zar Pablo I, del que muchos saben como piensa, pero no han visto actuar.

   De inmediato restituye y colma de honores a cuantos su madre condenó. Fieles cortesanos que se pondrán agradecidos a sus plantas. Y con la misma prisa castiga a los fieles de la emperatriz muerta, pero no a todos. Su retorcida mente guarda alguna sorpresa. Había sido el joven Platón Zubov el último de los innumerables favoritos de Catalina. Desaparecida su amante, quedaba desamparado y expuesto al mismo odio que Pablo sentía por su madre. Nada esperaba y, receloso, aguardaba su incierto destino, cuando se vio colmado de todo tipo de bienes: a petición del emperador mantiene su puesto de edecán y, acompañado de la zarina María Feodorovna, lo visita en el palacio que le ha ofrecido a orillas del Neva. Sorprendido, pero complacido, el antiguo favorito de Catalina no conoce bien a Pablo. Apenas comienza Zubov a saborear las mieles de su nuevo estado, recibe el hachazo. Sin previo aviso, se le destituye de todo cargo y privilegios, se le embargan todos sus bienes, y se le expulsa de Rusia.

   Más cruel si cabe es el trato que dispensa a Alexis Orlov. Hermano de Gregori, uno de los primeros favoritos de Catalina, fue aquél quien comunicó a Catalina la muerte violenta de su esposo Pedro III, mientras se encontraba confinado en la prisión de Roptcha, tras el golpe dado por Catalina con la ayuda, precisamente, de los hermanos Orlov. El día del juramento, el viejo Alexis, enfermo, no acudió a la ceremonia. Se le obligó, entonces, a firmar una declaración de sumisión al nuevo zar.

   Un mes después, con una temperatura de 18 grados bajo cero, en el cortejo fúnebre con los restos de Catalina, junto con los exhumados de Pedro III, a quien Pablo, creyó muerto por la voluntad de su madre, Pablo exigió a Orlov encabezar el cortejo. Obligado a levantarse, tuvo que vestir sus mejores galas y  sostener con sus manos el cojín sobre el que llevar la corona de Pedro III.

   Comenzaba el reinado de un zar excéntrico, obsesionado por la milicia y admirador de todo lo prusiano. En palacio prohibió las corbatas, los cabellos sueltos, los vestidos vaporosos. Todo eran polainas, guantes, sequedad en el trato. En todos veía un soldado en potencia. Impuso los castigos físicos, y sin embargo tenía un marcado sentimiento religioso. A veces sus intenciones para con el pueblo parecían de un paternalismo demencial, como cuando en una de las paredes de palacio decidió abrir un buzón para que el pueblo depositara sus peticiones. Todas las mañanas era él, único poseedor de la llave de la estancia en la que caían las cartas de sus súbditos, quien accedía a dicha sala para revisarlas.

Sello de correos con el escudo imperial ruso.

   Pero en realidad Pablo I era un déspota, que era más temido que amado. A su hijo, el gran duque Alejandro lo menospreciaba con frecuencia; a su nuera, la gran duquesa Isabel, tampoco la apreciaba. Estaba convencido el zar de que la gran duquesa trataba de influir en Alejandro en su contra, ser infiel a su esposo y ser su hijo fruto del engaño al gran duque con algún amante. Su comportamiento con los subalternos tampoco era ejemplar: en cierta ocasión hizo azotar a un oficial del ejército, encargado del aprovisionamiento de la cocina de palacio, por no resultar a su juicio aceptable una sopa. Y no sólo eso, se encargó él de facilitar la vara con la que administrar el castigo y presenciarlo el mismo. Cuando en otra ocasión mandó encarcelar a un hombre, el gran duque le observó la injusticia, pues la falta era de otro. Sin hacer caso, ordenó se detuviera al culpable y ambos compartieran la celda.

   Si sobre cualquier servidor la arbitrariedad del emperador era posible, en la de los cortesanos y miembros de sus gobiernos era segura. San Petersburgo vivía amedrentada por las ocurrencias del zar Pablo, que se creía infalible, ayudado por consejeros a los que creía fieles, pero que lejos de serlo conspiraban contra él. Ya en 1800, el almirante Ribas, español nacido en Nápoles, pero naturalizado ruso, héroe naval, almirante, fundador de la ciudad de Odessa, al caer en desgracia y ser alejado de San Petersburgo, entra en inteligencia con el conde Panin y el conde Pahlen. Conspiran, pero Rivas enferma y fallece; Panin también es destituido de sus cargos y Pahlen, queda solo. Solo, pero determinado a no seguir el camino de otros.

   Para asegurarse el éxito, Pahlen acude al gran duque Alejandro, tantas veces despreciado por su padre y ahora incluso en riesgo de perder sus derechos sucesorios: “Dentro de poco me veré obligado a cortar cabezas que me son muy queridas” le cuenta Pahlen haber oído decir al zar. Duda Alejandro, en pugna su conciencia entre su ambición y el deber filial, aunque lo sea por un padre al que no ama, pero Pahlen lo tranquiliza: no habrá sangre, sólo es precisa su abdicación y que pueda ser feliz en algún lugar, como lo fue en Gatchina. Son muchos los implicados: Platón Zubov, el último amante de Catalina y por serlo, tan perjudicado por Pablo, sus hermanos, el general Bennigsen, héroe militar y hasta una cincuentena de oficiales importantes del ejercito apoyan el plan. Y Alejandro acepta.

   La noche del 23 de marzo de 1801, el zar Pablo duerme en su alcoba. Avanzada la madrugada, el puente levadizo del castillo Miguel es bajado por los centinelas concertados con los golpistas, que penetran en el palacio y ascienden por las escaleras. Mientras el conde Pahlen, cerebro del golpe, pero que no quiere ser ejecutor material del mismo permanece fuera con parte de la guarnición, el general Bennigsen alcanza el dormitorio del zar, que es guardado por dos ujieres. Uno de los guardias grita alarmado. De poco sirve. El filo de un sable ahoga el grito del sirviente, pero no lo bastante como para no despertar al zar, al otro lado de la puerta. Pablo, asustado, salta del lecho y busca donde esconderse. Aterrado, cree encontrar refugio. Al poco son abiertas las puertas y un torbellino de gente penetra en la alcoba del zar. Registran la estancia. Zubov encuentra la cama imperial vacía. Crece el temor entre los conjurados. El zar ha huido, piensa; pero Bennigsen, apartando las hojas de un biombo, encuentra al emperador acurrucado en un rincón descalzo y en camisón. De esa guisa, lo llevan a la mesa, le muestran un documento y le entregan una pluma.
   ─Majestad, no debe temer por su vida. No venimos a hacerle daño. Estamos aquí para obtener su abdicación─, le dice Bennigsen.
   Pero Pablo, temeroso al principio, hace acopio de valor y se resiste.
   ─No firmaré, no lo haré.
    Los conspiradores dudan, pero sólo un instante; lo empezado no tiene vuelta atrás. Alguien, impaciente, arroja un objeto sobre el emperador, le hiere. La vista de la sangre exacerba los ánimos. Cunden los golpes sobre el zar Pablo. Otro, con el fajín del zar intenta estrangularlo. Cuando llega Pahlen, contempla el panorama: el zar ha muerto. Y al abandonar las habitaciones imperiales se enfrenta a los pocos guardias de palacio aún fieles a Pablo. Les habla: “El zar ha muerto como resultado de una apoplejía. Tenemos un nuevo soberano. El emperador Alejandro”.

   Alejandro vive en el castillo Miguel. Sin saber lo que pasaba, ha escuchado gritos, ruidos, más voces y por fin silencio. Al corriente de lo que debía suceder, desconoce lo que ha ocurrido, hasta que se presenta el conde Pahlen.  El silencio de éste le revela la tragedia. Y Alejandro llora como un niño, hasta que el conde lo saca de su conmoción.
   ─No es tiempo de lágrimas, majestad. Sois el emperador y fuera hay una tropa ante la que debe presentarse, y ser aclamado. Y asomándose al patio del castillo Miguel, Alejandro anuncia la muerte de su Padre por una apoplejía, mientras recibe los vítores de la guarnición. Rusia tiene un nuevo zar.

(1)  En realidad el presunto padre del futuro Pablo I fue Sergei Saltikov, nombrado chambelán de la corte por la emperatriz Isabel, con los inconfesables fines de seducir a la gran duquesa, o ser seducido por ella. Tanto daba una cosa como la otra, pues Catalina, tras cinco años de matrimonio, y a lo que se veía, sin visos de que fuera a ocurrir en el futuro, por el “poco interés” del gran duque, todavía no había dado descendencia al imperio.

(2) El palacio había sido regalado por la emperatriz Catalina a su favorito Gregori Orlov. A su muerte, lo recuperó de los herederos de aquél y lo cedió a su hijo el gran duque Pablo.
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L’INCONSTANT

   En abril de 1814 Napoleón Bonaparte está en Fontainebleau. Ha llegado allí desde París. La capital había caído y el futuro de Napoleón por primera vez en mucho tiempo no dependía de él; o mejor dicho no dependía de él si vivía. Según las memorias de Caulaincourt, la noche del  12 al 13 de abril, Napoleón intentó suicidarse con veneno. Esa noche su mayordomo al escuchar gritos en la alcoba de Napoleón, entró alarmado y viéndolo entre estertores de agonía, llamó al doctor Yvan, que le provocó el vómito y salvó la vida de Bonaparte. Al día siguiente, resignado, firmó su abdicación. Sus enemigos habían decidido, no sin cierta generosidad propia de quien ostenta el poder y dadas las circunstancias, concederle el control de un pequeño principado creado para él en la isla de Elba, y unas rentas anuales de dos millones de francos, que nunca le fueron pagados.
    
                                                        *

   En Elba, Napoleón parece feliz. Un carácter emprendedor, una mente activa y una inteligencia clara serán un gran beneficio para la isla. Reforma los cuarteles y las murallas de la isla, hace que se adoquinen  varias calles y arbolen muchas avenidas, se construye una fuente de agua potable, un hospital, un teatro, inaugura un servicio de recogida de basuras; en el campo se plantan viñas y muchos cultivos se benefician del sistema de regadío construido; a sus habitantes, poco más de once mil, de su propio peculio, hace donaciones de dinero y a la biblioteca de Portoferraio, de gran cantidad de libros; y ello en menos de diez meses.

   Pero por esas mismas condiciones personales, Napoleón no puede permanecer confinado permanentemente. Es cierto que sólo dispone de una guardia de seiscientos hombres, que la mayor parte de los políticos y generales que estuvieron a su lado, sirven ahora a Luis XVIII, último miembro de la dinastía odiada por Napoleón.  Pero su voluntad es inquebrantable y la necesidad acuciante. La ilusión de que Francia desea su regreso y la sospecha de que en el Congreso de Viena se decida su exilio a Santa Elena, acelera los acontecimientos.

   Embarcado en L’Inconstant, sorprendente nombre para el barco en el que Napoleón va a iniciar su última campaña apoyado en traidores e inconstantes personajes, fieles a él por segunda vez, después de haberlo sido entremedias al Borbon Luis XVIII, desembarca en Golfe-Jean el 1 de marzo de 1815. Al poco llega el primer tropiezo: tropas realistas, en número muy superior a los pocos que acompañan a Bonaparte, le cortan el paso. Napoleón da un paso al frente y descubriéndose, reta a los soldados que le hacen frente:
   ─Aquí está vuestro emperador. ¡Soldados!, ¿os atreveréis a dispararle?
    Ninguno se atreve a hacerlo, y todos se unen a él, iniciando la marcha hacia París. Ni siquiera el general Ney, uno de los más inconstantes en sus lealtades, antiguo general napoleónico, ahora fiel a Luis XVIII,  que al conocer el desembarco de Napoleón en suelo francés había prometido a su nuevo amo que capturaría a Napoleón  y se lo presentaría “en una jaula de hierro”, pudo cumplir su palabra. Ver a Napoleón y ponerse a su servicio es una misma cosa. 


   Conforme avanza Napoleón hacia París, como él mismo dijo: volando de campanario en campanario hasta las torres de Notre Dame, Francia se indigna al principio, se preocupa después y ya, las vísperas de su entrada en París, con el Borbón huido, se alegra o teme, quién sabe, por la presencia de Bonaparte. Lo demuestran los periódicos de aquellos días, que al conocer la llegada de Napoleón escriben sobre el desembarco del “monstruo”, para poco después referirse a él como general Bonaparte y al fin, dar la noticia de la entrada de su Majestad el emperador en París.

   Los aliados del Congreso de Viena se aprestan a la lucha, igual hace Napoleón; pero mientras aquellos reúnen ochocientos mil hombres, Bonaparte forma un ejército de unos trescientos mil, y parte de él debe permanecer en Francia sofocando los disturbios que Wellington promueve en la Vendée. Aun así, el ejército francés es temible y pronto medirá sus fuerzas en Bélgica, en una desconocida llanura cuyo nombre pasará a la historia, Waterloo.

                                                         *

   Mucho se ha hablado de los movimientos, posiblemente equivocados de algunos de los generales de Napoleón, de Ney y sobre todo de Grouchy, que en persecución del ejército del mariscal Blücher, dejó a Napoleón abandonado a su suerte, volviendo el prusiano en ayuda de Wellington.

   Si fue decisivo o no el error de Grouchy, es materia sobre la que mucho se ha especulado. Igual se puede hacer sobre lo que hubiera podido suceder de ser el conde Augusto de Ornano, otro general, quien hubiera estado al mando de ese cuerpo de ejército. Y es que el conde había sido designado por el ministro de la guerra Louis Nicolas Davout por su brillante hoja de servicios; pero siendo más antiguo en la carrera el general Bonet, se creyó éste con más derechos, y reclamó para sí el destino. Queriendo apuntalar su pretensión con el favor de Napoleón, trató de manchar el nombre del conde con maledicencias. (1)  El resultado no podía ser otro. Se notificó a Ornano el cese, al tiempo que llegaban a sus oídos noticias de las injurias contra él proferidas por Bonet. El conde pidió explicaciones. Bonet no se las dio, y poco después estaban ambos, excelentes tiradores, empuñando sus pistolas uno frente al otro. De nada sirvieron los ruegos de María Walewska para que el conde desistiera, incapaz de comprender que desistir lo convertía a los ojos de los demás y a los suyos propios en un cobarde.

   Apuntándose los dos hombres, abrieron fuego y resultaron heridos. Si un duelo pudo cambiar la historia, nadie lo sabrá. Ni Bonet, ni Ornano, que se recuperaban de sus heridas en un hospital estarían en Waterloo al lado de Napoleón. Sería Grouchy a quien correspondiera ese “honor”.

(1) El conde Augusto de Ornano había conocido a María Walewska, la amante polaca de Napoleón, cuando éste le encargó atenderla en sus necesidades al llegar a París. Discreto y prudente en su devoción por María siempre, muerto el conde Walewski y casado Napoleón con María Luisa de Austria y confinado en la isla de Elba, Ornano le ofreció matrimonio, que María aceptó, si bien, con el retorno de Napoleón a Francia, los preparativos del enlace quedaron en una especie de confusa pausa.

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EL XIX. A TIROS

   Apenas habían transcurrido poco más de tres meses desde que Narváez fuese despedido del gobierno y llamado de nuevo a él un día después, tras el relampagueante mandato del conde Clonard, cuando se produjo en el parlamente un gran escándalo.

   Ya don Luis José Sartorius, conde de San Luis y por entonces ministro de la Gobernación, el día 28 de enero de 1850 había pronunciado palabras premonitorias: “Vosotros no buscáis la discusión. No queréis discutir; queréis escandalizar”. Si fue este discurso suyo un presentimiento de lo que iba a suceder o una incitación a que sucediera lo que deseaba que ocurriera es difícil saber, pero sí que sin tardanza, en la sesión del día siguiente acontecieron hechos de consecuencias gravísimas.

   De hechos “tristísimos” calificó El Heraldo del día 30 de enero lo ocurrido la víspera en Las Cortes. Y añadía este diario que lo visto eran “escenas que rebajan el decoro del parlamento, que emponzoñan el brillo de las instituciones, que hacen perder al país la fe en las ideas de libertad, que dan armas poderosas, argumentos formidables a los partidarios del despotismo”. En parecidos términos se expresaron “El Clamor público” o “La Nación”.

   Aquel día 29 de enero continúan los debates sobre los presupuestos del Estado. Es ministro encargado de las cuentas públicas el prestigioso hacendista don Juan Bravo Murillo, mas no es él el protagonista de los debates, sino los diputados de la oposición don Luis González Bravo y don Antonio Ríos Rosas. A cuenta de unos reproches relacionados con los apoyos necesarios para el gobierno, se escuchan las palabras “infame apostasía” pronunciadas por Ríos Rosas. Tienen que ver con la actitud de aquél en 1843, cuando por el asunto de la firma de la reina Isabel,  para la disolución de las Cortes, Olózaga fue censurado y González Bravo encumbrado a la presidencia del gobierno.

   Pide, pues, explicaciones González Bravo a Ríos Rosas. Quiere saber aquél si es a él a quien, sin nombrarlo, se refirió en la víspera, y como el señor Ríos Rosas se mostrara ambiguo en su respuesta, se enzarzan en acre discusión. Excelentes parlamentarios los dos, de nada sirven sus dotes oratorias. Truena la voz del rondeño sobre un González Bravo, que haciendo honor a su apellido no se achica. Perdidas las formas, a los gritos de los contendientes, se suman los del resto de los diputados. La algarabía es enorme y el presidente, señor Mayans, tiene que intervenir para interrumpir el lamentable espectáculo.

Inaugurado en 1839, cuando Isabel II contaba nueve
años, Lhardy era el restaurante mas elegante de
 Madrid. Por sus salones y reservados  pasaron la 
propia reina, el marqués de Salamanca y los 
más distinguidos personajes de la época.

   Pero el caso no ha hecho sino comenzar. Se presentan ante el diputado Ríos Rosas los padrinos de González Bravo. Son estos el general Blaser y don Julián Romea, el famoso actor. Nombra, entonces, el rondeño a los suyos, los también diputados don Fermín Gonzalo Morón y don Francisco García Hidalgo, y se dispone la celebración del duelo.  Aunque media el general Pavía, que intenta disuadir a los duelistas de la locura de su propósito, nada consigue, y los señores González Bravo y Ríos Rosas tantas veces enfrentados por la palabra se verán las caras esta vez en el campo del “honor”. En un primer momento son sables las armas elegidas, pero finalmente se pacta que el duelo sea a pistola. Así las cosas, frente a frente los tiradores, corresponde a Ríos Rosas disparar primero, que yerra el tiro. Igual ocurre con el primer disparo de González Bravo. Pero en el segundo disparo de Ríos Rosas, la bala penetra por debajo del brazo de su oponente. González Bravo se desploma y queda inánime en el suelo. Todos creen que ha muerto. Ríos Rosas está afectadísimo. Un gran pesar le embarga, que apenas se atenúa al saber que González Bravo vive.  Arrepentido, acude ante el Presidente del Congreso, solicita intervenir para dar cumplida respuesta a las demandas del herido por él, a satisfacer las explicaciones solicitadas y negadas. La herida es grave, pero los doctores Obrador, Sánchez de Toca y Bastarreche, exploran la herida, y al fin, tras dormir al herido con cloroformo, logran localizar y extraer la bala.

   Pero ya nada será igual entre ambos hombres cuyas carreras políticas se prolongarán durante años.  Nunca González Bravo perdonó a Ríos Rosas. Siempre lo culpó de intentar matarle. Y como una jugarreta del destino, quince años después, siendo González Bravo ministro de la Gobernación, decide las cargas de la Guardia Civil en la luctuosa Noche de San Daniel. El debate que sobre los sucesos se produce en Las Cortes enfrenta de nuevo a González Bravo y Ríos Rosas. La acritud en los parlamentos viene acompañada de la gran altura dialéctica de la que son capaces ambos colosos de la palabra; pero el verbo no es suficiente para calmar los ánimos. Coinciden horas después en Lhardy los inveterados enemigos. Y vivo el recuerdo pese a los años transcurridos y caliente la sangre por lo dicho poco antes, de nuevo se retan. En el mismo restaurante, a la vista de todos, poniendo a todos en peligro, Ríos Rosas y González Bravo apuntan sus armas y disparan. Ríos Rosas fallando deliberadamente, mucho pesaba en su conciencia lo vivido tres lustros antes; González Bravo tratando de herir, pero por su mala puntería errando un tiro que ni alcanzó a su oponente ni a ninguno de los cliente de famoso restaurante.
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El XIX. LA NOCHE DE SAN DANIEL

   Al comenzar el año 1865 eran muchos los problemas de la Nación. Santo Domingo, que había vuelto cuatro años antes a la soberanía española por petición propia, tanto por la pretensión de sus dirigentes por conservar sus empleos, como en busca de protección frente a la vecina Haití o los Estados Unidos, luchaba ahora contra su protector en una guerra que agotaba los recursos españoles. Igual ocurría en el Pacífico donde buques españoles habían ocupado las islas Chinchas y, mientras la tensión crecía en la región, el gobierno enviaba al mando de lafragata Numancia al almirante Méndez Núñez. Es fácil comprender, que la situación del erario público fuese de extrema precariedad.

   Gobierna en esos tiempos el general Narváez y dirige la Hacienda Pública el ministro Barzanallana. Propone éste, al que la necesidad obliga, un empréstito forzoso de seiscientos millones de reales, pero la medida no es bien vista por los contribuyentes, que encuentran el apoyo de la oposición, y el ministro acaba retirando la propuesta y dimitiendo. Es entonces cuando surge de la reina una propuesta que Narváez se encarga de anunciar con teatral solemnidad. El 20 de febrero hay sesión en la Cortes. Cuando accede el duque de Valencia al atril, informa a los diputados de la oferta hecha por la reina. En un tono de inmoderado enaltecimiento, fácil de confundir con la adulación,  habla de cómo, viendo la crítica situación de necesidad de la Nación, le dijo la reina que no podía desentenderse de realidad tan alarmante y decidía poner a disposición de la Hacienda Pública determinados bienes del Patrimonio Real para su venta y alivio de las cuentas públicas(1). No terminan aún las lisonjas a la reina y manifestaciones de bondad del proyecto. Llegado el momento de votar, el diputado murciano don Lope Gisbert, en un último gesto de coba a la reina, propone que se redacte un mensaje de adhesión a la soberana, en agradecimiento a la liberalidad demostrada para con la Patria. Compara a Isabel II, con la que, llevando el mismo nombre, pero el ordinal primero, hizo entrega de sus joyas para financiar las expediciones colombinas. Todo ello se vota, y propuesta y redacción del mensaje se aprueban.

   Pero la aparente armonía parlamentaria se ve rota apenas cinco días después. El día 25, en el periódico “La democracia”, don Emilio Castelar publica un artículo en que devalúa “el rasgo” de la reina. Más que una liberalidad de la reina, ve Castelar el proyecto como una rapiña, un expolio a la Nación para, con el pretexto de la necesidad que de caudales precisa España, atender las propias y caprichosas necesidades reales: “Sólo de esta suerte ─escribe Castelar─ se concibe cuanto ha pasado aquí; la improvisación del proyecto; el sacrificio de Barzanallana; la retirada del anticipo; la presentación como un donativo al país de aquello mismo que del país es propiedad exclusiva; el entusiasmo de una mayoría servil y egoísta...”, para terminar concluyendo: “Vease, pues, si tenemos razón; véase si tenemos derecho para protestar contra este proyecto de Ley que, desde el punto de vista político, es un engaño; desde el punto de vista jurídico, una usurpación; desde el punto de vista legal, un gran desacato a la ley; desde el punto de vista popular, una amenaza a los intereses del pueblo (...)".

                                                           *

   Cierto era que las fincas objeto de la enajenación eran de la Nación, pero no menos cierto que de las mismas el usufructo era de la corona, y que, habiéndose reservado ésta las más valiosas y los tesoros artísticos del país, permitía la venta de las que sin producir rentas, sólo exigían gastos para mantenerlas. Que resultara beneficiada la reina con la cuarta parte del importe de la venta resultaba para Castelar, y para los que con su artículo abrieron los ojos, un enorme escándalo.

                                                          *

   El gobierno reacciona indignado. Ordena a don Juan Manuel Montalbán, Rector de la Universidad, abrir expediente promoviendo la expulsión de Castelar de su cátedra de Historia; pero negándose el Rector a ello, presenta la dimisión al ministro de Fomento, a cuyo cargo está la educación.

Emilio Castelar. Museo de Bellas Artes de San Fernando. Madrid.

   Apreciado el gesto del rector Montalbán por los estudiantes, quieren estos, en desagravio, ofrecer a don Juan una serenata ante su domicilio. Piden, pues, permiso al gobernador civil de Madrid don José Gutiérrez de la Vega, que lo da, pero justo antes de la reunión, revoca el gobierno el permiso y los estudiantes, contrariados, ante las puertas del gobierno civil, orquestan una sonora pita.

   El lunes, día 10 de abril, festividad de San Daniel, toma posesión como nuevo rector don Diego Rodríguez de Bahamonde y Jaime, marqués de Zafra, afín, como es de suponer, al pensamiento del gobierno. No gusta al estudiantado el nombramiento. Los ánimos están caldeados. Al salir el nuevo rector a la calle es recibido por los estudiantes con silbidos. Llueven sobre el marqués “pelotillas de papel y huevos frescos”. Requerida la fuerza pública, disuelve ésta a los alborotadores, que por la noche se concentran en la Puerta del Sol, frente al Gobierno Civil. Son muchos los manifestantes, y aún parecen más por los transeúntes que por lugar tan concurrido discurren y por los curiosos que se dan cita en la plaza. Nada de esto detiene a González Bravo, ministro de Gobernación, hombre propenso al autoritarismo y al empleo de medidas contundentes. Por su orden irrumpe en la plaza, sable en mano, la guardia civil a caballo. La confusión es absoluta, la desbandada general, las cargas en la Puerta del Sol y calles adyacentes indiscriminadas. En la misma plaza fue muerta una señora francesa y un anciano, que resultó ser antiguo guardia civil; un empleado público, Ildefonso Nava, cayó en la calle de Arlabán; en la de Carretas un balazo alcanza a un escribano de apellido Mota, que se hallaba en un balcón; más de una decena de muertos, incluido un niño de nueve años, y unos doscientos heridos es el trágico balance de la sangrienta noche de San Daniel.

   Al día siguiente, se reúne el Consejo de Ministros. Una víctima más, tras los luctuosos acontecimientos de la víspera, va a extender el luto en momentos de tan grande pesar: discuten lo acontecido la noche anterior los ministros de Gobernación, señor González Bravo, y de Fomento, el veterano don Antonio Alcalá Galiano. Muy afectado debía estar el anciano don Antonio, pues, repentinamente sufre un fulminante ataque de apoplejía que, dejándolo sin conocimiento, apenas le ha dejado tiempo para musitar una fecha, 10 de marzo.

                                                       *

   Tal día del año 1820 había dejado huella en la vida de Alcalá Galiano; y ahora, cuando don Antonio, un anciano de 75 años, es responsable del ministerio que ha dejado mudas las gargantas de Castelar en su cátedra y de Montalbán en el rectorado;  de un gobierno censor de quien escribiera contra el trono, la religión, la propiedad y la familia en palabras de Lafuente, aquella fecha  aún no se había borrado de su memoria. Porque aquel día, en otra plaza, la de San Antonio de Cádiz, concurrida por el pueblo deseoso de ver la proclamación de la Constitución de 1812, tropas leales a Fernando VII, irrumpieron en la plaza sembrando terror y muerte, y don Antonio Alcalá Galiano estaba allí, entre el pueblo.

                                                       *

   Trasladado a su casa, nada pueden hacer los médicos por el antiguo liberal, y sobre las 5,30 de la tarde muere el ministro de un gobierno desacreditado e impopular.

   El clamor en contra del gobierno es imposible de enmudecer y Narváez acaba dimitiendo. Una vez más, otro espadón, Leopoldo O´Donnell le sustituirá, y los acontecimientos se producirán vertiginosamente: Isabel II será cuestionada, las intentonas antimonárquicas se sucederán, y el camino hacia la revolución será imparable.

(1) Pero esos determinados bienes dispuestos para su enajenación no comprenden, claro está, y así se expresa en el artículo 1º del proyecto, el Palacio Real, con sus caballerizas, cocheras y demás dependencias, los Reales Sitios de Aranjuez, San Ildefonso, El Pardo y San Lorenzo; los reales sitios del Buen Retiro, la Casa de Campo y la Florida, los palacios de Barcelona, Valladolid y Palma de Mallorca, y el Castillo de Bellver; el Real Museo de Pinturas y Esculturas, la Armería Real, la Alhambra y el Alcazar de Sevilla y el patronato del monasterio de las Huelgas y del convento de Santa Clara de Tordesillas. Todos estos lugares quedaban perpetuamente ligados al Patrimonio de la Corona.

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¡FUEGO!

   Aunque para los antiguos era uno de los cuatro elementos constitutivos de la materia, lo cierto es que desde el punto de vista científico no es más que el efecto visible de la combustión de ciertos materiales al alcanzar su punto de ignición. Si bien al fuego se le atribuyen efectos purificadores y por tanto benéficos, como nos recuerdan muchas de las festividades que lo tienen por protagonista, no es menos cierto que posee efectos devastadores sobre muchas de las obras humanas, cuando accidental o premeditadamente las alcanzan.

   La impresión que provoca el fuego en su presencia más dañina estremece siempre. Y cuando afecta a las ciudades que quedan destruidas y sus moradores consumidos sin el alivio de recuperar sus restos, el sentimiento es de tan grande desolación que no hay consuelo ante la catástrofe, y la calamidad perdura en el recuerdo durante mucho tiempo.

   Unas veces por el impulso de orates, pues sólo en la mente de un loco cabe una calamidad así, por más que pueda disfrazarse de razones;  otras fruto del azar, las ciudades han sido presa de voraces lenguas del fuego, provocadas o no.

   ¿Quién no conoce a Nerón? Hacía tiempo que se había hecho consagrar como dios, y como un dios precisa de templo en el que ser adorado, Nerón deseaba poseer un gran palacio de oro para sí mismo. Pero Roma no tenía solar para tan gran obra. Pudiera ser que no fuera él quien, en el verano del año 64, ordenara el incendio de Roma, pero toda Roma lo creyó capaz de ello. Y Nerón, endiosado, que no tenía los remordimientos que atañen a los mortales, pensó en encontrar un culpable y lo halló en los cristianos. Construyó el emperador La Domus Aurea, su deseado palacio, en parte del vacío dejado tras el fuego, y fue edificando en el resto la nueva Roma. En ello estaba cuando murió Popea a causa de un aborto. La pérdida de la esposa y del hijo que esperaba, lo sumió en gran depresión. Vagaba errático el emperador por Roma cuando cruzó sus pasos con un joven de nombre Esporo. Se parecía tan extraordinariamente a la difunta Popea, que quedó prendado de él, lo llevó a palacio y, privado de su masculinidad, lo desposó.
   El final de Nerón no puede decirse que culminase iluminado por las llamas de la épica. Abandonado por casi todos, el cónsul Servio Sulpicio Galba y Cayo Julio Vindex se presentan en Roma para destituirlo. Cuentan con el apoyo del Senado y la neutralidad de la guardia pretoriana. Nerón está perdido, y tiene muy poco del dios que decía o creía ser. Intenta matarse. Primero con veneno, pero no se atreve. Después con un cuchillo que pretende clavarse en el pecho, pero antes prueba la punta de la daga con la lengua: “hace daño”, murmura, desiste. Finalmente opta por cortarse la garganta, tampoco puede; pero su secretario sí. Epafrodito le ayuda, y el loco dice en el postrer momento: “Ah, que artista muere conmigo”.

                                                         *

   Tan famoso y devastador como el de Roma, fue el incendio que en el siglo XVII calcinó buena parte de Londres. Todo comenzó en el obrador de Thomas Farriner, en la calle Puding, el domingo 2 de septiembre de 1666. No se le hizo mucho caso al principio, pero el viento reinante favoreció la rápida propagación del incendio y cuando se quiso poner freno a las llamas ya era tarde. Unas 13.000 casas fueron destruidas y cerca de 100.000 vecinos quedaron sin hogar. Muchos de ellos, con lo que pudieron salvar, se aproximaron a la antigua catedral de San Pablo, pensando que sería lugar seguro. Los muebles se apilaban apoyados en el exterior de sus muros. Legajos, libros también fueron llevados al templo; pero las pavesas prendieron en su tejado de madera. Todo ardía. El techo colapsó y los libros y papeles acabaron siendo combustible que avivaron las llamas. Muchas otras iglesias y edificios públicos fueron destruidos también. El plomo se derretía, las piedras incandescentes cambiaban de color. Todo sucumbía ante el fuego; pero también lo hizo la enfermedad que enlutaba Londres desde el año anterior: la peste bubónica. Cinco días estuvo vivo el fuego destructor, que fue también purificador, y al tiempo que los londinenses perdían sus bienes y patrimonio, se libraban definitivamente también de la plaga que, aunque ya en los momentos finales de su virulencia, se había cobrado la vida de cien mil londinenses.

                                                        *

   Pero a veces es una pequeña parte de una ciudad o un solo edificio el arrasado por las llamas, aunque tan importante que la conmoción causada produce un gran sentimiento de pérdida colectiva. Veamos algunos.

                                                        *

   Es posible que el más devastador de todos los habidos en España de este tipo fuera el que asoló el viejo Alcázar madrileño durante la Nochebuena de 1734.  El fuego se propagó  con tal rapidez que pronto el Alcázar era una antorcha. Aunque se salvó lo que se pudo, mucho fue de lo se perdió. Muchos documentos e innumerables piezas suntuarias: tapices, muebles, porcelanas, relojes, imágenes de madera y esculturas, todo de gran valor, son apenas algo comparado con los lienzos de Durero, Velázquez, Tiziano, Rubens, Carreño o Van Dyck que las generaciones venideras se verían privadas de contemplar. No se supo con certeza dónde se originó el fuego destructor, pero hubo quien se atrevió a decir, y puede que así fuese, que unos cortinajes en los aposentos de Ranc, pintor de cámara de Felipe V, prendidos durante los festines celebrados esa noche fueran la causa. El caso es que Jean Ranc fue presa de una gran depresión muriendo pocos meses después.

                                                       *

Pequeñas plazas, callejuelas y pasadizos conforman
 el dédado de la Alcaicería granadina.

   Granada disponía desde tiempos de los reyes nazaríes de un mercado muy notable de sedas y objetos suntuarios. Era este bazar de la Alcaicería un recinto cerrado, con jurisdicción propia, al que se accedía por ocho puertas, y en su interior las casi doscientas tiendas que ocupaban sus estrechas callejuelas, dicen los cronistas, era un primor digno de ver: pavimentos árabes, arcos de la más bella factura, rejas en puertas y ventanas. Cuidado y vigilado de día por soldados, y de noche, tras cerrar las puertas, por el alcaide y dos guardias, el recinto era la mejor zona comercial de la ciudad y orgullo de todos. Y así siguió, quizá algo decaído, hasta que en el siglo XIX, las llamas consumieron mercaderías, calcinaron puertas, destruyeron edificios, muchos de madera, y redujeron a cenizas el esplendor de la Alcaicería. Porque el 20 de julio de 1843, hacía las tres de la madrugada, el fuego se adueñó de todo. Mucho y de calidad era el combustible y en pocos minutos todo era pasto de las llamas. Su altura, aseguraron los presentes, alcanzaba la de la torre de la catedral, muy próxima al lugar, y su vigor tal que la campana de la capilla existente en el centro de la Alcaicería se fundió. Si fue o no que en uno de los locales del recinto, dedicado a la fabricación de fósforos, prendiera fortuitamente el peligroso material, no quedó esclarecido con rotundidad, pero sí que el lugar quedó reducido a una masa de escombros humeantes. Aunque no hubo víctimas humanas mortales, sí fue encontrado el esqueleto calcinado de uno de los perros alanos utilizados durante la noche por los vigilantes del bazar. Tiempo después se reharía el mercado, siendo hoy remedo de lo que fue, pero de nuevo abigarrado lugar comercial para delicia de turistas.

                                                         *

    En 1850, en la Carrera de San Jerónimo, la reina Isabel II, en solemne sesión, inaugura el edificio de las Cortes. Habían ocupado aquellos solares el convento del Espíritu Santo y la casa palacio de los duques de Híjar, que antes había sido del comerciante genovés Carlos Stratta y después del Marqués de Spínola. Fue por un privilegio nacido en tiempos de Juan II, cuando don Rodrigo de Villandrando, que había regresado a Castilla con fama por sus hazañas en Francia, prestó gran servicio al rey Juan de Castilla durante el asedio de Toledo en 1449. Desde entonces tuvieron don Rodrigo, Conde de Ribadeo, y después sus descendientes, integrados en la casa de Híjar desde el siglo XVII,  la merced de sentarse a la mesa del rey en la fiesta de la Epifanía, y recibir del monarca el traje que éste vestía para la ocasión.
  Cuando la piqueta cayó sobre estos edificios para la construcción de la sede parlamentaria, la casa palacio de los duques ya no era más que los restos consumidos por el incendio que convirtió en humo una parte de nuestra historia(1).

                                                        *

   Afortunadamente, no todos los incendios han sido reales. El 25 de noviembre de 1891 se anunció uno que sin tener llamas, quemó conciencias. Ese día el pueblo de Madrid despertaba alarmado y corría hacia el Paseo del Prado. Publicaba Mariano de Cavia en “El Liberal” que un voraz incendio había dado cuenta durante la noche de los fondos de la pinacoteca. Narraba el periodista aragonés, con gran imaginación, que la causa del fuego había tenido su origen en los desvanes del museo, donde habitaban algunos empleados, que utilizaban hornillos para cocinar, y describía con todo lujo de detalles escenas del rescate de las obras que, entre las voraces llamas, realizaban funcionarios y hasta gentes del pueblo, que llegados hasta el Paseo del Prado, colaboraban en el rescate. Trataba de llamar así el periodista aragonés la atención sobre el mal estado del museo y la necesidad de tomar medidas para que lo que en una ficción él había relatado,  no sucediera en la realidad. Tres días después, el ministro de Fomento visitaba el Museo, desalojaba los desvanes y ordenaba mejoras en la seguridad del edificio.    


(1) Se sabe que el privilegio dicho fue disfrutado hasta el reinado de Fernando VII. Hay fuentes que aseguran que durante la invasión francesa, el palacio de los Híjar pudo ser asaltado y los trajes perdidos entonces.
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EL "GENIO" DEL DOCTOR TORRALBA

     Eugenio Torralba nació en Cuenca. Eran los tiempos de Fernando el Católico y del Cardenal Cisneros, en los últimos años del siglo XV y primeros del siglo XVI. Bien jovencito fue a Roma como paje del obispo Volterra. Allí, llevó a cabo estudios de medicina y filosofía. Allí, impregnó su conocimiento de teorías deístas y llegó al convencimiento de la mortalidad del alma y allí, conoció a un fraile dominico, que agradecido por haberle curado de su enfermedad, le cedió a Zequiel, un espíritu que estaba al servicio del fraile, que parecía ser un “espíritu bueno” poseedor de grandes poderes, que ponía en práctica según se le antojaba.


Cuenca, ciudad natal del Eugenio Torralba

     Zequiel se presentó a su nuevo dueño en forma de joven y elegante muchacho, vestido de rojo y negro y le dijo: “Yo seré tu servidor mientras viva”. Desde entonces Zequiel se le apareció con frecuencia. Le hablaba, le aconsejaba sobre lo que debía hacer, le facilitaba dinero en momentos de penuria y le enseñaba cuanto sabía sobre las propiedades de hierbas, plantas y animales.

     Zequiel también poseía poderes adivinatorios, y comunicaba a Torralba acontecimientos futuros, que éste ponía a disposición del cardenal Cisneros: la muerte de Don Fernando el Católico, y hasta el encumbramiento del propio cardenal. Naturalmente Cisneros quiso conocer al duende capaz de tantos prodigios, pero Zequiel, un espíritu libre, nunca consintió en aparecérsele al cardenal, como tampoco en ser cedido al cardenal Volterra, que lo pretendió al ser conocedor de tanta maravilla.

     Avisado por Zequiel de que Roma iba a sufrir el saqueo por parte de las tropas imperiales, el doctor pidió a Zequiel que le llevara a contemplar la escena. Subidos en un “palo muy recio”, Zequiel pidió a Torralba que cerrara los ojos y que no tuviera miedo. Salieron de Valladolid envueltos en una nube y poco después se encontraban en Roma, sobre la Torre de Nona. Era el 6 de mayo de 1527. Contemplaron el saqueo de la ciudad y la muerte de Carlos de Borbón(1), y a las pocas horas estaban de vuelta en la ciudad del Pisuerga. Semejante aventura no tardó en ser divulgada a los cuatro vientos por el doctor. Comenzaron a extenderse sospechas de brujería, y acabó siendo delatado a la Inquisición por un amigo suyo: don Diego de Zúñiga. Se encontraron testigos abundantes que declararon en su contra. A lo largo de su vida Torralba no se había caracterizado por su discreción. Se le detuvo y se le torturó; pero él mantuvo su inocencia. Manifestaba que nunca llegó a pacto alguno con su duende. Que Zequiel era un espíritu bueno y que su alma estaba limpia. Al cabo, el doctor fue tenido por demente, por lo que se le trató benignamente. Se le condenó a sambenito(2) y a cuatro años de cárcel de los que fue indultado al poco por don Alonso Manrique, a condición de que no invocara más al espíritu Zequiel. Así debió ser. Torralba volvió a ejercer su profesión. Fue médico del almirante de Castilla don Fadrique Enríquez, y Zequiel desapareció de su vida.

(1) Los Lansquenetes eran tropas imperiales a cuyo mando estaba Carlos de Borbón, primo de Francisco I de Francia. Carlos de Borbón había pasado de servir a su primo Francisco I a secundar al enemigo de aquel, el emperador Carlos V. Roma ante la pasividad del Papa fue saqueada y tomada. El escultor Benvenuto Cellini que participaba en la defensa de la ciudad, dicen que fue quien mató de un arcabuzazo al duque Carlos de Borbón.

(2) La pena de sambenito se aplicaba a los herejes y acusados de brujería, que habían confesado su culpa y demostraban arrepentimiento. Consistía en llevar colgado una especie de capotillo llamado sambenito.
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CERRO DE LA MOLA. NOVELDA

   Siendo patrona de Novelda María Magdalena es cosa natural que hubiera en el municipio templo a ella consagrado. Así ha sido desde tiempos muy antiguos, pues en el cerro de La Mola había ermita, aunque humilde y ya muy dañada por el paso del tiempo en los primeros años del siglo XX. Seguramente por ello se decidió en 1918 comenzar la construcción de un santuario que albergara a la patrona local.

  El cerro, en el que languidecía la desvencijada ermita, compartiendo espacio con el castillo medieval de La Mola, así llamado por ser ese el topónimo del cerro en el que se erige, es como su nombre indica de superficie llana, y muy amplio.

   Desde el otero, a cuyos pies discurre el río Vinalopó, se divisa una anchísima perspectiva del valle, por lo que resulta fácil comprender que fuera lugar escogido para defenderse.

   Al viajero se le antoja interminable la historia del castillo, pues en los siglos que lleva en pie muchos hechos son los que habrán tenido que ver sus piedras, desde que fue construido por los almohades allá por el mil doscientos y pico. Porque estas tierras fueron de mucho batallar durante la reconquista,  y necesitaron como otras del valle del Vinalopó de castillo, que usó uno y otro bando según fueran sus dueños, hasta que reconquistada por Alfonso X para Castilla, pasó más tarde a formar parte del Reino de Valencia en tiempos de Jaime II.

   En el extremo opuesto del cerro en el que se halla el castillo fue donde se comenzó a construir el santuario que renovara en piedra la devoción de los noveldenses por la patrona local. Se ocupó de los planos y la obra el ingeniero local don José Sala Sala, y de los dineros necesarios la feligresía mediante sus aportaciones, y una comisión que, con lo obtenido con los actos que organizaba, coadyuvaba al buen término del proyecto.

   El santuario tiene un notorio aspecto modernista, y leyó el viajero en varios lugares que con cierto parecido al de La Sagrada Familia de Barcelona. No dirá el viajero que no pueda tener el templo un aire a la obra gaudiniana. Tampoco que haya quien así lo pueda ver. Y podría ser que la influencia que en don José Sala tuviera el templo expiatorio barcelonés, a la hora de diseñar este santuario, resultara de la contemplación del inconcluso templo durante su estancia en tierras catalanas en sus tiempos de estudiante, pero al viajero no acaba de parecerle esa comparación de gran fortuna; si dicen que aquéllas, en general, son odiosas, en este caso al viajero le parece poco oportuna. Cada cosa es lo que es, y cada una en su orden, lugar y tiempo tiene su mérito; y esta obra del ingeniero Sala, proyecto personal que no se vio terminado hasta casi mediado el siglo, tiene para Novelda la importancia grande que la de la Sagrada Familia tiene para la Ciudad Condal. Cada uno, piensa el viajero, contento con lo suyo, como debe ser.



   En lo que sí que está de acuerdo el viajero, porque en otros ha leído que ha causado impresión parecida, es en la pequeña decepción que en un primer momento le causó el interior. Si fuera el esplendor ciega, dentro el templo es de humilde sencillez. Pronto se rehace el viajero de su desencanto, cuando recuerda haber leído que el propio Sala, descontento, se negó a asistir, en 1946, a la inauguración del santuario, mas no por pobre, sino quién sabe si por lo contrario. El viajero no está seguro de las razones, pero sí que don José llevaba idea de cubrir el piso de tierra del interior del templo con guijarros extraídos del río. Quizá deseaba que el acceso desde la pétrea estructura exterior sugiriera la entrada a la gruta en la que María Magdalena, siguiendo una leyenda provenzal, se recogió penitente en Sainte Baume, en las proximidades de Marsella. Y aunque el deseo del ingeniero no se vio cumplido, sí pudo contemplar como el artista alicantino Gastón Castelló Bravo pintara en 1946, para el altar mayor una representación de la titular de la iglesia, penitente(1) en su gruta.

   Concluida la obra, poco después, en 1952, la antigua ermita fue demolida, quedando en su lugar una lápida en recuerdo su existencia.

(1) El apelativo de “penitente” aplicado a María Magdalena resulta de la condición de prostituta arrepentida, mantenido durante siglos desde tiempos de Gregorio el Grande, pues como mujer pecadora la definió Lucas en su Evangelio. En 1969, durante el Concilio Vaticano II, Pablo VI suprimió el sobrenombre de “penitente”, incidiendo en la idea expresada por San Juan en su Evangelio, sin referencias a su vida anterior, y sí a la de una de las primeras testigos de la resurrección de Jesucristo.
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El XIX. EL SIGLO DE LOS GENERALES

   Aunque muchas son las épocas en las que los militares han tratado de influir, cuando no de tomar el poder por la fuerza de la armas, es el siglo XIX el que da principio, con mayor intensidad, a que la vida civil española haya estado bajo la autoridad de la espada. No es raro que a aquellos salvadores de la Patria se les llamara espadones.

   Es difícil saber si el viejo aforismo que asegura ser más fácil militarizar a los civiles que civilizar a los militares se pueda aplicar a lo sucedido durante los años que transcurren desde la muerte de Fernando VII, en 1833, hasta la Restauración, en 1874, tras la efímera y fracasada Primera República.

   Algo más de cuarenta años en los que generales al alimón con civiles alternaron el mando sobre una España que pese a todo, en muchos casos con retraso, comenzaba a cambiar. 

                                                         *

  Del “Espadón de Loja”, general, duque de Valencia y Presidente del Consejo tantas veces, ya se han contado anécdotas desde estas páginas en entradas a él dedicadas; pero una más, compartida con otro general, duque como él, viene a demostrar lo animado de la vida política de mediados del siglo XIX.

   No hacía mucho que el duque de Ahumada, el segundo que llevaba ese título, había fundado la Guardia Civil. Era, es este Cuerpo paradigma del honor. Lo dice su propia cartilla y Reglamento desde 1844, año de su fundación: “El honor ha de ser la principal divisa del Guardia Civil, debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás”. También debe ser prudente sin debilidad, firme sin violencia y político sin bajeza”. 

   Y así debió ocurrir, cuando en cierta ocasión, yendo el general Narváez, a la sazón jefe del gobierno, camino del teatro en coche de caballos, embocó una calle por cuyo paso estaba encargado de prohibir el tránsito un guardia civil. Mandó detener el carruaje el guardia, y de inmediato Narváez, irritado, exige se le franquee el paso, sin que el guardia ceda ante el imperio del general. 

   Pide pues el Presidente al agente su nombre y al día siguiente hace llamar a su despacho al duque de Ahumada, jefe del guardia. Narváez le ordena el inmediato traslado del atrevido guardia, pero el duque, tranquilo, deja su bastón sobre el escritorio del Presidente y contesta:
   ─No haré tal cosa, pues el guardia no hizo sino cumplir con su deber; ahora bien, ahí está mi bastón de mando; quien me suceda que ordene el traslado.
   A lo que el espadón, entregando un cigarro al duque, responde:
   ─Tome, déselo al guardia de mi parte, y usted recoja su bastón; nadie es más digno que usted para llevarlo.



   Pero no crea el lector que siempre entre militares se solucionaban las cosas de forma tan pacífica. En 1837 se dirimieron unas afrentas mediante un duelo, cosa nada rara durante aquel siglo. Todo vino a cuento de las invectivas que el general Seoane dirigió en Las Cortes contra los oficiales rebeldes que en Aravaca exigieron el cese del ministerio Calatrava.

   Había sido el doceañista Calatrava elevado a la cumbre del gobierno tras los sucesos de La Granja de San Ildefonso un año antes, pero las cosas no estaban yendo bien en España; y en tiempos tan revueltos, generales unas veces, oficiales otras, hasta sargentos en ocasiones protagonizaban asonadas, desplantes o insumisiones capaces de cambiar el rumbo de la Nación. Fueron en esta ocasión los oficiales de Guardia quienes exigieron el cese de Calatrava que, impopular, como fruto maduro, estaba a punto de caer. La reina gobernadora cedió, Calatrava cesó en el cargo; pero don Antonio Seoane, Capitán General de Castilla la Nueva, diputado y diestro, según era fama, en el manejo de la pistola, que no supo o no quiso estar callado, se fue de la lengua:
  ─Merecerían, por su cobardía, arrastrar grilletes los oficiales rebeldes.

   Ofendidos los oficiales, una treintena de ellos se reúnen en el café Lorenzini(1) de Madrid, donde deciden exigir satisfacción del ofensor. Lo sabemos con detalle, pues el general Córdova en sus “Memorias Íntimas” hace un extenso relato de lo sucedido, al ser testigo de los hechos.

   Acuerdan, pues, que sean tres los oficiales que se enfrenten al general y por sorteo determinan el orden, siendo don Joaquín del Manzano el primero al que toca en suerte ponerse frente al experto Seoane. Tras nombrar padrino al entonces coronel Córdova, se dirige éste al encuentro de Seoane, que acepta el reto de los oficiales, nombra sus padrinos y convienen que el desafío se celebre en el camino del Pardo, más allá de la Puerta de Hierro.

   Se decide que el duelo sea a pistola y como Seoane es experto tirador, para equilibrar el combate, se cargan ambas armas, pero sólo una de ellas con bala. Empeñado el general en que sea Manzano quien elija arma, Córdova se niega por ser él quien las ha cargado y ser padrino de éste. Momentos antes del desafío, el general pide a Córdova que se acerque.
   ─Si muero, Manzano está perdido; esta misma noche será hombre muerto por mis partidarios, y no lo puedo permitir. Tome este pasaporte, le facilitará la marcha hasta su regimiento, también entrégele mi caballo y además déle esta bolsa con 25 onzas.
   ─Acepto el pasaporte, mi general, y le doy las gracias, en mi nombre y en el de don Joaquín, pero el caballo se lo daré yo si hace falta y el dinero sus amigos que aquí estamos.

   Instantes después, ambos hombres con las pistolas en alto se apuntan. Dos armas y una sola bala. Al grito de tres, se oyen dos disparos. Seoane se derrumba como árbol sin raíz. Todos piensan que está muerto. Corren hacia él. Vive. Se incorpora, aunque está mal herido. Pide que se carguen de nuevo las armas, pero Córdova se niega. Igual hacen los padrinos del general. Seoane, herido y rabioso clama:
   ─Lo que dije en las Cortes no lo retiro, lo ratifico palabra por palabra.
   Si así lo quiere Seoane, dicen los oficiales insultados, esperarán la recuperación del general para batirse de nuevo. Pero al fin, la razón se impone. Desisten los oficiales a nuevos duelos y don Antonio Seoane, aún convaleciente en el lecho, al saberlo, retira sus palabras.
    Es el final feliz de un duelo que puedo terminar en tragedia.

  No pudieron decir lo mismo otros militares, cuyas vidas acabaron ante un pelotón de fusilamiento.
   En 1841, Narváez desde Andalucía, O’Donnell en Pamplona; de la Concha, Pezuela y Diego de León, en Madrid; Borso di Carminate, desde Aragón preparan el asalto al poder que Espartero ostenta. De los conjurados un grupo de los conspiradores asalta el Palacio Real. Tienen la intención de apoderarse de la reina Isabel, aún niña. Fracasan. Muchos huyen. Diego de León no lo hace. Detenido, ante el pelotón de granaderos, en un rasgo de dignidad y valentía gritará: “No muero como traidor” y dirigiéndose a sus verdugos: “No tembléis, al corazón”.

   Cinco días después, en Vitoria, el 21 de octubre, otro de los implicados, don Manuel Montes de Oca, antiguo ministro de Marina, desde su celda, aún dio una vuelta de tuerca más al espíritu romántico en su ejecución ante los fusileros: quiso el marino supervisar los preparativos de su propia ejecución y pidió permiso para gritar un “Viva la Reina” y mandar el pelotón que debía ejecutarle. Lo primero le fue concedido, pero en lo segundo el capellán se negó. Aducía el clérigo que gritar “fuego” el propio condenado constituiría un suicido que la religión consideraba pecado mortal, y se negaba a absolverlo en su confesión. Mas la hora de la ejecución se aproximaba inexorable y al fin llegaron confesor y reo a un acuerdo. Frente al pelotón que lo va a ejecutar, llegado el momento, Montes de Oca grita: “Granaderos, no os mando hacer fuego, no por falta de valor, sino porque la religión me lo prohíbe. Caballero oficial, cumpla con su deber”.

(1) El Café Lorenzini luego se llamaría de Columnas, más tarde de Londres, aún después de Puerto Rico, y hoy, en el número 3 de la Puerta del Sol, dicho bajo muestra el rótulo de una cadena de perfumerías.

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