Así dijo Esquilo, aunque muchos han
sido los que han tratado de llevarle la contraria para evitar un destino insoslayable. El
afán, a veces obsesivo, por conocerlo no ha hecho más que demostrar cuáles son
nuestras limitaciones. La necesidad de conocer el porvenir tiene como
consecuencia la aparición de aquellos capaces de satisfacerla: profetas,
adivinos, personas extraordinarias tocadas con el don de la clarividencia han saciado
el ansia por conocer el porvenir, la mayor parte de las veces con la vana
intención de dominar y cambiar lo venidero.
Pero ni el mayor empeño puesto en
cambiar un anunciado y desgraciado futuro logra modificar el destino, cuando
éste esta escrito.
Domiciano fue uno de los que lo intentó sin lograrlo. Había dirigido Roma con cautela y prudencia al principio, pero tornose autoritario en grado sumo después; y desconfiado de todo y todos, ordenó muchas ejecuciones, granjeándose el temor y el odio de muchos, Tácito uno de los que más, como bien se ocupó de dejarlo escrito. Los cristianos, con su propio Dios, incompatible con la deidad del tirano, tampoco tuvieron fácil su existencia. Viendo enemigos por doquier, preguntó el emperador en cierta ocasión a un mago con fama de adivino cuál sería su final. Ascletarión, que ese era su nombre, le anunció que su muerte sería violenta. Entonces Domiciano preguntó al vidente de qué modo se produciría su propia muerte, y Ascletarión contestó:
─ Moriré devorado por los perros.
Pero el emperador dispuesto a burlar
las predicciones del mago en lo relativo a su propia muerte, haciéndolo errar
en la suya, lo apresó, ordenó que le cortaran la cabeza y que su cuerpo,
despedazado, fuera quemado. Cuando las llamas comenzaban a ganar altura se
desató una gran tormenta, y los soldados que guardaban el lugar abandonaron sus
puestos al caer una torrencial lluvia, que acabó por apagar el fuego, dejando
el cuerpo de Ascletarión expuesto al apetito de unos perros que lo devoraron.
Tiempo después, una noche, con gran violencia, resistiéndose cuanto pudo, Domiciano
cayó apuñalado en palacio, como predijo Ascletarión. Tenía cuarenta y cinco
años y había reinado durante quince el que fue último emperador de la dinastía Flavia.