Al
viajero le gustan las ciudades en las que las altas torres de su iglesia mayor hacen
las veces de faro; y a Zaragoza, como a Burgos, le ocurre eso, que desde lejos
las torres de su principal templo, la Basílica del Pilar, una de sus catedrales,
avisan al viajero de su proximidad.
Pero
no siempre fue así, porque si una de las torres, la llamada Santiago, lleva en
pie justo cuando el viajero escribe estas líneas trescientos años, las otras
tres torres han sido erigidas en el siglo XX, las dos recayentes a la ribera
del Ebro en tiempos tan recientes como 1959 y 1961. Sabe el viajero que estas
dos torres también tienen nombre. Las llaman de San Francisco de Borja y de
Santa Leonor, y recibieron esos nombres en agradecimiento a sus donantes: don
Francisco de Borja Urzáiz y doña Leonor Sala. Murió el esposo antes de estar
terminada la obra, pero doña Leonor mantuvo su propósito y en 1961 vio
terminada la segunda de las torres por ella financiada, que llevaría su nombre
y que la postre sería lugar para su descanso eterno, pues a una sepultura junto
a la base de la torre Santa Lucía, la más próxima al Ebro y al ayuntamiento,
fueron trasladados los restos del matrimonio.
El
viajero recorre la basílica, ve a la Virgen que da nombre al templo, y detrás
de ella el pilar sobre el que se apoya. Aquél en el que la tradición asegura se
apareció la madre de Jesús al apóstol Santiago en la más extraordinaria bilocación
conocida; pues aún viva María, para animar al desmoralizado apóstol en su
misión evangelizadora, le entrega un pilar de jaspe, símbolo de fortaleza, precisamente
el que hoy besan los fieles con devoción.
En
la plaza el viajero encamina sus pasos hacia la otra catedral: la Seo. Antes
de llegar se entretiene un poco en la Lonja. Es hoy este espacio, antes
dedicado al comercio, sala de exposiciones municipal, que no es mal uso, si no
fuera porque los paneles usados como sostén de las obras exhibidas impiden al
viajero admirar a su gusto el salón de columnas del edificio.
En
la Seo, la otra catedral zaragozana, hoy casi más un museo que un templo, el
viajero se entretiene un buen rato. Hay razones para ello, porque además de las
muchas maravillas que del arte religioso allí guardado deslumbran al viajero,
sucedieron hechos que no pueden dejarse de contar. Tan importantes fueron que
hicieron que las autoridades religiosas reservaran un espacio para su recuerdo y los
artistas contratados emplearan sus talentos para ensalzar a sus protagonistas.
Cuando
el 4 de mayo de 1484 Pedro de Arbués y Gaspar Inglar fueron encargados por
Tomás de Torquemada, el Inquisidor General, de organizar la Santa Inquisición
establecida en Aragón, Arbués ya era desde hacía diez años canónigo de la Seo
zaragozana. Pedro de Arbués era un reputado filósofo y teólogo que no parece que
se aplicara vehemente en el acecho a los herejes aragoneses. Apenas cuatro
procesos y dos Autos de Fe se cuentan entre los ocurridos durante su corto
tiempo como inquisidor, y no todos iniciados durante su mandato. Desde su
comienzo la Inquisición establecida en Aragón es para muchos cristianos viejos
y para muchas de las importantes familias de conversos una intromisión en sus
fueros, pues no eran los métodos usados conforme a las leyes y usos forales. Pedro
de Arbués, como cabeza de la institución, se convirtió en el punto de mira de los
descontentos.
Si
fue, además, un peón en la política de Fernando de Aragón, que pudo conocer,
tolerar, si no propiciar la situación que condujo al trágico fin de Pedro de
Arbués es difícil de asegurar, pero nada descabellado sospecharlo. Los
descontentos, entre los que no sólo había judaizantes, sino también cristianos
viejos, ante la imposibilidad de reducir la influencia de la Inquisición fueron
los que contribuyeron con dinero al complot, para acabar con la vida del inquisidor
aragonés y con su osadía a su propia desgracia, pues al ser detenidos, dejaron un poco
más libre el camino al rey aragonés en la imposición de sus poderes.
El
14 de septiembre de 1485 la campana de la iglesia de San Nicolás en la villa de
Velilla de Ebro comenzó a sonar por sí sola. No era la primera vez que doblaba
por el misterioso impulso de una fuerza oculta, presagio de hechos
luctuosos, y es que en la Seo zaragozana pronto iba a sobrevenir la tragedia.
Desde
tiempo atrás estaba avisado Pedro de Arbués de encontrarse su vida en peligro.
Había sufrido varios atentados, y por ello, solía ir armado con una lanza de
medía asta de la que ya no podía prescindir, y proteger su cuerpo con una cota
de malla.
A
punto de clarear las primeras luces del alba de aquel miércoles 14 de
septiembre varios hombres entran en la Seo: Juan de Abbadia con algunos más por
la puerta principal; Juan de Esperandeu, su criado Vidal Durango y algún otro
por la de la Pabostría, a los pies del templo.
Aguardan.
Pedro
de Arbués, se dirige, como de costumbre, a la catedral de la Seo para el rezo de maitines. Lleva una
pequeña lámpara con la que abrirse paso en la oscuridad. Al alcanzar la capilla
mayor, en el lado de la epístola, deja a un lado, junto al púlpito, la lanza
que siempre lleva consigo y se arrodilla para orar. Es entonces cuando
encubiertos por las sombras Juan de Abbadia, que lleva la voz cantante, dice en
voz baja, pero enérgica:
─Es
él, mátalo.
Al
instante las manos asesinas de Vidal Durango hunden su puñal en el cuello de
Arbués. Otros, para rematarlo, atraviesan su cuerpo también. Arbués cae al
suelo. Los agresores huyen. Las heridas son mortales, pero la agonía del
inquisidor larga. Dos días tardará Pedro de Arbués en morir a causa de las
heridas.
El
viajero visita la capilla construida bajo la advocación de este inquisidor,
mártir y santo, que no es lo único que a
él está dedicado en la Seo. En una lateral del coro un bajorelieve representa
los hechos que el viajero a relatado, y frente al presbiterio una lápida señala
en el suelo el lugar del crimen. Pero el viajero aún no sale de su sorpresa. Dos
capillas más allá, en ese mismo lado de la epístola donde está la de San Pedro
Arbués hay otra. Es la dedicada a otro santo, cuyos huesos se veneran en ella.
Es la de Santo Dominguito de Val. No va a decir el viajero que el asesinato de
este niño santo, patrón de los monaguillos, no sucediera en verdad, como
algunos dicen, pero sea leyenda creada para infamia del asesino, fuera martirio
real, no contará el viajero los detalles de lo que puede no ser cierto del
todo. Y algo de dudas habrá visto la Iglesia en este caso, por mucho que se venga diciendo y escribiendo desde hace más de quinientos años lo que se dice sucedió hace ochocientos, cuando, aun permitiendo la veneración de este santito en los templos, desde hace medio siglo su culto fue suprimido de los libros litúrgicos.
De
entre las muchas cosas que el viajero encuentra en la antigua Cesaraugusta una,
quizás la más escondida, le impresiona como pocas. El Patio de la Infanta
pese a estar en una zona de la ciudad muy concurrida, es poco visitado.
Escondido, más bien protegido, en el interior de un moderno edificio de
cristal, sede de una entidad bancaria, montado piedra a piedra en ese lugar, el
Patio permite recordar mientras es admirado muchas historias de las ocurridas
en sus casi cinco siglos de azarosa existencia. Construido por amor, fue el
regalo que don Gabriel Zaporta, un acaudalado negociante aragonés, hizo a su
esposa doña Sabina Santángel, y vaya si debió satisfacer a la dama dicho
regalo, pues el viajero que lo observa boquiabierto, piensa que no pudo ofrecer
mejor joya a doña Sabina. Ni el mejor orfebre del metal habría conseguido las
filigranas que en la piedra se tallaron en el más bello estilo plateresco
aragonés. No va a describir el viajero los motivos, personajes y escenas representados,
pero sí contar que, parece que de pena, don Gabriel murió muy poco después de
perder a su esposa y que no tardó mucho en seguirles a la tumba el hijo del
matrimonio. Fue a partir de entonces la casa en el que se ubicaba el patio de diversos propietarios, hasta que por habitarlo doña Teresa Vallabriga y Rozas, viuda del Infante don Luis Antonio de Borbón y Farnesio, comenzó a ser conocido como “Patio de la Infanta”. Muerta la Infanta los dos siglos
siguientes vieron sus piedras como casa y patio era ocupado por diversos
negocios, desde una imprenta, hasta una carpintería. En 1894 un incendio arrasa
el palacio y en 1903 se derriba, momento que aprovecha Fernand Schultz, un
anticuario francés, para llevarse el patio a París, donde piedra a piedra fue
montado, causando la admiración en su tienda de antigüedades. Varios
compradores apetecieron poseer el patio para su goce particular, pero fue la
entidad bancaria española la que logró comprarlo. Así como salió de España,
volvió, piedra a piedra, para, aunque de propiedad particular, deleite de
todos.
Alejado
un poco del centro el viajero, caminando llega hasta el palacio de la
Aljafería. El viajero ya ha dicho que fue sede la Santa Inquisición, y poco más
dirá de lo ya es tan conocido, pero sí quiere contar el viajero que si está el
palacio como hoy se ve es gracias a la labor hecha por Francisco Iníguez Almech. Y dice el viajero el nombre de este arquitecto, porque le parece de justicia hacerlo, pues dedicó casi la
mitad de su vida a devolver al palacio de la Aljafería, en cuarenta años, la
belleza que otros durante cuatrocientos años pusieron empeño en afear, al
usarlo como cuartel.
De
vuelta el viajero encuentra una plaza. Es la plaza del Portillo. Tiene en uno
de sus lados una iglesia y en su centro, como muchas otras plazas, un
jardincillo con un monumento. Nada que debiera entretener al viajero más que lo
justo para saber en homenaje a quién se erigió, sino fuera porque el monumento
es obra de Benlliure, en ese lugar había antaño murallas, una puerta, y fue
allí donde una catalana de Barcelona, Agustina Zaragoza, defendió a cañonazos
la capital aragonesa del invasor francés. Entregada su vida a la milicia, el
general Palafox la admiró siempre y la presentó, terminada la guerra, al rey
Fernando, que le concedió una paga vitalicia, por no aceptar ningún otro
privilegio; y conoció también a Goya, que le rindió homenaje. Un grabado de la
serie Los desastres de la guerra fue realizado por el aragonés universal en
homenaje a Agustina, catalana y española de heroísmo sin igual. Puso por título
Goya a dicho grabado: “Qué valor”.
Después
de tantas emociones, el viajero encuentra una dulcería. Saben quienes le han
acompañado en otros viajes su afición a los dulces, y en Zaragoza no va a ser
menos. De paseo por las estrechas calles de El Tubo, dédalo de callejuelas
llenas de bares, restaurantes y aún de un famoso cabaret populachero, el
viajero halla una con un pequeño escaparate que muestra las famosas frutas de
Aragón y las no menos famosas guindas al marrasquino, que forradas de chocolate
son tentación insuperable de vencer. El viajero entra. Una amable señora le
atiende. Y le da palique. Y le habla de todo un poco, del tiempo en Zaragoza,
extremadamente frío en invierno; de la ciudad, y como no, de los dulces que
tiene y sus variedades. El viajero charla un rato y con su cargamento se va contento
y endulzado.
Y aunque sea al final, el
viajero no quiere dejar de decir algo de
lo debía haber dicho al principio: hablar de los orígenes de la ciudad, de su
nombre romano, Cesaraugusta, y de Augusto, cuya estatua, ha visto ya varias
veces durante sus paseos por la capital maña. Ahí, en la avenida que lleva su
nombre, junto a los antiguos restos de la muralla romana, después de presidir
distintos lugares de la ciudad, parece que ha echado sólidas raíces. Fue esta
estatua del primer emperador romano un regalo del gobierno italiano de
Mussolini, que el viajero, para su sorpresa, ha averiguado fue pródigo en
regalos a sus países amigos entonces de estas esculturas. Sabe que otras
iguales a ésta, copia de la famosa estatua de Prima Porta, están en Gijón y
Mérida. ¿Cuánto tiene camino queda al viajero por recorrer?